extra-n-1  Mujeres que cuentan [ESPECIAL AUTORAS]

 

ENSAYO

Donde nada queda dicho.
De los remolinos del lenguaje
a un lenguaje vertical

Denise Despeyroux

Nota a esta edición

Escribí este artículo a los 28 años, justo cuando empezaba también a escribir mis primeros textos teatrales. Le tengo especial cariño porque me ayudó a poner forma a un conflicto interno, salir de una crisis y apostar decididamente por la escritura teatral. Las crisis y conflictos internos suelen ser recurrentes, hasta que un día estallan con una fuerza mayor y entonces algo ocurre. En mi caso el estallido vino a los 36 y “lo ocurrido”, en términos de obra, fue El corazón es extraño, La Realidad y Los dramáticos orígenes de las galaxias espirales.

Hay textos que una estaría retocando y actualizando todo el tiempo. Por suerte hay otros, unos pocos, que una prefiere dejar tal como salieron. Este texto pertenece a ese segundo tipo, así que me limito a transcribirlo tal como lo escribí entonces.

 

Nota introductoria

En el texto que sigue pretendo aproximar tres figuras que presiento cerca: la del escritor, la del enamorado y la del loco.

La idea parte esencialmente de la lectura de unos textos de Foucault traducidos al castellano y recogidos en un volumen titulado Entre filosofía y literatura. El título me parece de algún modo revelador, no porque esos textos traten sobre filosofía y literatura, sino porque tengo la sensación de que esos textos son ellos mismos una especie de “extraño híbrido” entre filosofía y literatura, textos donde convergen la agudeza del filósofo y la lucidez del poeta. La mayoría son textos oscuros. Es como si por alguna especie de extraña razón que se nos escapa (aunque creo que se nos escapa menos después de textos como éstos o como “La carta de lord Chandos”) hubiera “cosas” de las que sólo pudiera hablarse oscuramente, cosas que parecen contener una intensidad que nos desborda y que sin embargo se desvanecen o hasta parecen pueriles cuando uno intenta usar con ellas el lenguaje “a la manera habitual”, usar con ellas ese lenguaje hecho de signos que nos sirven para nombrar y señalar. Parece que estos “asuntos”, por el contrario, reclaman un lenguaje del todo diferente, una especie de lenguaje donde las palabras cobran cuerpo, sí, corporeidad, para venir a ser materiales, palabras-cosas, ante las cuales aquel que escribe siente una desoladora y a la vez fascinante sensación de extrañeza.

A partir del siglo XIX dicha sensación parece invadir la lírica. Impotencia del poeta para “hablar” de cualquier cosa: hermetismo y oscuridad del lenguaje (Mallarmé); lenguaje enloquecido y que enloquece (Gerard de Nerval); lenguaje imposible que hay que abandonar (Hugo von Hoffmansthal).

Pero el escritor no es el único que necesita y a la vez es incapaz de soportar el peso del lenguaje. Creo que hay otras dos figuras no menos trágicas en su relación con la lengua: la del enamorado y la del loco. Barthes sostiene que el discurso amoroso es hoy de una extrema soledad, ¿y qué decir de ese lenguaje de la locura, balbuceante y anárquico, cuyo sentido es negado?

El texto que sigue es un intento de aproximar estas tres soledades.

 

 

I. EL ESCRITOR

“Desde que una vez vivió convencido, durante casi un año, de que había perdido el habla, cada frase que el escritor anotaba, y con la que incluso experimentaba el arranque de una posible continuación, se había convertido en un acontecimiento.”

Peter Handke, La tarde de un escritor

 

De cómo las palabras giran en espiral

“Las palabras aisladas flotaban alrededor de mí; cuajaban en ojos que me miraban fijamente y de los que no puedo apartar la vista: son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío.”    

 Hugo von Hofmannsthal, “Carta de Lord Chandos”

 

En la supuesta carta de Lord Chandos a Francis Bacon escrita por Hofmannsthal el poeta confiesa haber pasado una época de su vida como sumido en una especie de embriaguez, de modo que no percibía contradicción entre el mundo espiritual y el mundo físico, entre el arte y su carencia, entre la soledad y la compañía. Ninguna experiencia era inferior a otra, se sentía como en el medio de todo y jamás percibía la realidad como mera apariencia. Deseaba escribir una especie de vasta obra enciclopédica, descifrar las fábulas y relatos míticos de la antigüedad, coleccionar apotegmas y frases curiosas cazadas en los viajes, mezclarlo todo, revolver, añadir, no cesar nunca de clasificar y describir.

Sin embargo todo este proyecto se esfuma misteriosamente y vienen a sustituirlo dos años de silencio. De pronto todo se retira, los conceptos y todo aquello que antes se ofrecía. “Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa.” [1]

Tras esta afirmación tan sorprendente como radical ese poeta que por una especie de extraño accidente se ve impelido a abandonar la lírica pasa a explicar su dificultad para emplear las palabras de uso habitual y el malestar que lo invade tan sólo por el hecho de pensar en pronunciar palabras más comprometidas, como “espíritu”, “alma” o “cuerpo”, o a la hora de emitir cualquier tipo de juicio sobre cualquier asunto. Es más, las palabras abstractas se le pudren en la boca[2].

Poco a poco esta turbación se va extendiendo a cualquier situación que reclame el uso del lenguaje, hasta las más cotidianas. La ira se apodera de él al oír cualquier juicio, todo se le antoja falso, indemostrable e inconsistente. Todo parece inquietantemente próximo, irreconocible, como cuando miramos algo bajo una lente de aumento. Ya no sirve la mirada simple, todo se desintegra y nada se deja apresar. Las palabras parecen de pronto mirarlo fijamente, atraerlo, como remolinos a los que da vértigo asomarse, como agujeros llenos de vacío.

Desde entonces se entrega a una existencia trivial e irreflexiva como la de tantos, no exenta en ciertos momentos de una dicha que tampoco se deja apresar en palabras. Cualquier objeto, insignificante o no, puede convertirse de pronto en una revelación. Cualquier escena, vista o tal vez imaginada, puede resultar de pronto conmovedora y una vez más todas las palabras torpes para expresarla. La única lengua en la que tal vez le sería posible hablar y pensar es una lengua de la que no conoce ni una sola palabra; es la lengua que hablan las cosas mudas.

Es evidente que el poeta está haciendo trampa. No estoy insinuando que no sienta la ira, la impotencia, la inconsistencia de toda cosa que pueda escribirse o decirse, pero es verdad que al ponerse a escribir sobre esa imposibilidad de hablar y escribir quizás está siendo más poeta que nunca, más contundente que nunca. Para ejemplificar lo que intenta expresar rememora cierto día en que ordenó a sus criados que compraran veneno para acabar con la ratas que había en el sótano. Por la tarde, al volver de su paseo a caballo, de pronto acude a su mente la imagen del exterminio: las ratas, sus crías, el aire lóbrego del sótano, el olor del veneno, la desesperación animal por escapar, los chillidos de muerte. Todo está ahí y es descrito con la precisión de un poeta, con la lucidez de un poeta, por este poeta que confiesa no tener palabras.

Es una confesión bien extraña esta de Hofmannsthal, muy parecida, por ejemplo, al gesto que uno hace cuando escribe una carta de amor para confesar que ya no ama, o que ya no espera recibir nada a pesar de ese amor que siente. Son gestos con trampa, calculada o no, y son gestos además poderosamente estéticos, si se me permite la expresión. Poderosamente estéticos en el sentido en que puede serlo un gesto vital, el de la escritura también lo es a veces. Son gestos que tienen muy poco que ver con la intención de desvelar una verdad hondísima, aunque se disfracen de confesión y parezcan exhibir la debilidad del que se siente vencido e impotente, del que se rinde y renuncia. El que de verdad se rinde sencillamente no encuentra la fuerza para dar explicaciones. Cuando uno se explica es que quiere luchar para salvarse, salvarse al menos en el recuerdo, aunque luego calle de verdad para siempre. No hay ironía en el gesto de Walser cuando deja de escribir (cuando lamentablemente deja de escribir); asoma sin embargo la ironía con todo su filo en la frase de Rimbaud (“Hay que ser moderno, pero radicalmente moderno”); y es irónica, irónica aunque trágica, o trágicamente irónica, esta confesión de Hofmannsthal, o de Chandos si se quiere, esta ambigüedad última sería, a mi parecer, una muestra más de la ironía que atraviesa el texto.

Cuando un enamorado escribe la que podría ser su última carta de amor para “confesar” que ya no espera correspondencia, o que ya no ama, o que pronto no amará… está confiando en el enorme poder de la palabra, en el conjuro de la palabra amorosa en este caso; cuando un poeta escribe el que podría ser su último texto lírico, su confesión lírica, su muerte en manos de la poderosa y traicionera lírica que lo abandona y lo ocupa, a la vez las dos cosas como el amor al que ama, está confiando también en ese enorme poder, en esa especie de misteriosa magia (por ponerle algún nombre) que a través de esa “cosa” tan de cada día como es la palabra, puede de pronto pervertirlo todo, embelleciéndolo o volviéndolo insoportable.

El poeta es un hombre que se niega a utilizar el lenguaje; el enamorado también. Poetas y enamorados no dicen nunca nada, porque decir sería la máxima traición que podrían hacer a las palabras, ese material del que se nutren. El enamorado y el poeta no buscan decir ninguna verdad ni nombrar nada; para ellos las palabras ya no son signos sino más bien cosas, cosas que casi miran, como miran las cosas, cercándolo a uno, arremolinándose decíamos, desde el exterior. El que habla está situado en el lenguaje, encuentra las palabras como dentro de sí y de allí dentro las saca, y las usa, es decir, nombra, señala, dice; no así el que escribe. Indigencia poderosa del que escribe. Las palabras ya no atrapan una realidad que se empeña en evadirse, siempre allí fuera y a la vez como reflejándose, en un lenguaje que es de pronto un tipo bien peculiar de espejo.

¿Qué clase de misterio es este que envuelve la escritura? ¿Por qué parece tan inútil, tan desvalida, tan imposible, y al mismo tiempo se revela tan eficaz, tan única, tan poderosa? ¿Qué clase de desesperación es esta que en el siglo XIX parece invadir a los poetas? Escritura que se desdobla, que se señala a sí misma y deja de ser sólo instrumento. Desintegración de los materiales, dirá Adorno, pérdida de sustancialidad del lenguaje, pérdida de evidencia de la palabra poética, como de los materiales artísticos y del arte mismo. Una desilusión sin reservas y sin límites parece invadir la lírica, pero la eficacia de lo poético continúa siendo innegable. “La carta de lord Chandos”, sin ir más lejos, es sobre todo una muestra de esta eficacia de lo poético, de esta arrogancia de lo poético, que a pesar de su precariedad, de su condición siempre incompleta, de su incapacidad para asir y hasta para señalar lo real, en una confesión de impotencia que no es más que un gesto de suprema coquetería, es capaz de seducir, de encantar a la vida, único modo de que ésta acepte ser vencida[3].

Remolinos que no son de aire, agua, polvo ni humo… las palabras arremolinándose, girando vertiginosamente, en espiral, atrayendo a un poeta que se ha quedado mudo, tan mudo como las cosas. Palabras que se descomponen en la boca, como materia orgánica en putrefacción, hasta ese punto. Impotencia del poeta ante un material de pronto inservible, vergüenza del poeta ante unas palabras que ya no se dejan decir sino que miran burlándose, soledad del poeta ante tanto silencio. Escribir es no decir nada a alguien que no escucha[4]. Y alrededor… remolinos.

 

La sombra de un loco

“Detrás de todo escritor se acurruca la sombra de un loco que le sostiene, le domina y le oculta. Se podría decir que, en el momento en que el escritor escribe, lo que cuenta, lo que produce con el acto mismo de escribir, no es sin duda otra cosa sino locura.”

Foucault, “Locura, literatura, sociedad”

 

Cuando Foucault dice que detrás de todo escritor se acurruca la sombra de un loco está hablando del escritor contemporáneo, está hablando de algo que ocurre con la escritura a partir del siglo XIX. Antes, la palabra, de la cual la escritura no era más que sostén, tenía la finalidad de circular en el interior de un grupo social[5], iba siempre destinada a alguien. A partir del siglo XIX sería posible, según Foucault, que la escritura existiera sin lector, sin destinatario, con independencia de todo placer y de toda utilidad. En lugar de circular, la escritura ahora parece sostenerse en la vertical y se hace intrasmisible, podríamos decir que pierde su valor de cambio, de mercancía, deja de ser bien de consumo.

Naturalmente, aunque Foucault no lo mencione tal vez simplemente por su obviedad, esta escritura que se sostiene de pie, esta escritura donde la palabra ha perdido su valor de signo, “convive” todavía con esa otra escritura estrictamente funcional, si se me permite la expresión, esa que sólo pide ser leída por lo que cuenta, por lo que las palabras están encargadas de transmitir, de comunicar en su limpia transparencia.

En “Lenguaje y literatura”[6] Foucault distingue entre el lenguaje, la obra y la literatura. El lenguaje sería el sistema mismo de la lengua, “el murmullo de todo lo que se pronuncia”, aquel sistema transparente en virtud del cual se nos comprende cuando hablamos. La obra sería algo ya más extraño, lenguaje que detenido sobre sí, inmóvil, constituiría un espacio propio donde sería retenido ese “derrame del murmullo”. Ya no habría aquí la transparencia de la palabra que es signo, aparece ahora la opacidad y el enigma. Y está después ese tercer término, la literatura, vértice por donde pasa la relación de obra y lenguaje.

Esa relación de obra y lenguaje no ha sido siempre idéntica a lo largo de la historia; de ser en el siglo XVII una relación “puramente pasiva de saber y de memoria”, una relación en la que lo que está en juego es la utilización del lenguaje corriente y la familiaridad y capacidad de uso que alguien tiene con las obras del lenguaje, ha pasado a ser una relación profunda y oscura entre el lenguaje y la obra en su momento de ser concebida.

Advierte Foucault que la misma pregunta “¿Qué es la literatura?” es de hecho una pregunta de origen muy reciente, y una pregunta, además, que no surge del crítico, el historiador o el sociólogo que se interrogan ante cierto hecho del lenguaje. La pregunta es más bien un hueco que se abre en el interior mismo de la propia literatura y que es posible formular sólo después del acontecimiento que supone la obra de Mallarmé. Es precisamente entonces, a finales del siglo XIX, a partir de Mallarmé, cuando la literatura cobraría esta dimensión que venimos señalando; podríamos decir, quizás, que es entonces cuando de alguna manera la literatura comienza a existir para sí misma.

Precisamente a propósito de Mallarmé, habla Blanchot[7] de una división brutal, entre la palabra útil, instrumento, medio, y aquella otra palabra del poema y la literatura en la que el lenguaje ya no desaparece, como cualquier buen instrumento, en la regularidad del uso. Podríamos decir que aquel lenguaje que quizás no deberíamos llamar en sentido estricto literatura[8] no pedía ser leído como escritura (es decir, como lenguaje que aun perteneciendo al reino de una lengua y estando sometido a sus leyes, tiene el sorprendente poder de modificar las significaciones de ésta una vez y otra y si se quiere hasta el infinito[9]) sino que más bien pedía ser leído simplemente por lo que contaba, por aquello que estaba encargado de transmitir, por aquello que, en su transparencia, debía comunicar.

De la límpida transparencia del cristal a ese espejo que da al lenguaje la posibilidad de duplicarse una vez y otra, de repetirse hasta el infinito. De esa línea horizontal de la comunicación a esa otra línea vertical que nada comunica. Escritura “que se sostiene de pie” dice Foucault[10]; ésa es la escritura en la que podemos reconocer un equivalente de la locura. Pues la locura es también un lenguaje que se sostiene en la vertical, que nada comunica, que a nadie se dirige, habiendo perdido todo valor como moneda de cambio. De ahí también que ambas, escritura y locura, puedan resultar subversivas.

Escritura subversiva de aquel que, arrebatado por la locura (y escribir es exponerse a ese riesgo) no produce, en el acto mismo de escribir, más que locura. Quizás en este sentido es que dice Foucault[11] que a los ojos de quién sabe que cultura futura, tal vez ya próxima, seremos aquellos que han aproximado al máximo dos frases tan contradictorias como el famoso “miento”, dos frases que designan la misma autorreferencia vacía: “escribo” y “deliro”. Locura subversiva que, como aquella escritura peligrosa, aquella que es propiamente escritura, se sitúa en esa región prohibida de los lenguajes que se implican a sí mismos.

Veamos ahora con más detalle de qué manera establece Foucault este paralelismo, esta aproximación o este extraño parentesco entre la literatura, esa literatura que es en sentido estricto escritura, y la locura, esa ausencia de obra.

 

 

II. EL LOCO

“Hacer metafísica con el lenguaje es hacer que el lenguaje exprese lo que no expresa comúnmente; es emplearlo de un modo nuevo, excepcional y desacostumbrado, es devolverle la capacidad de producir un estremecimiento físico, es dividirlo y distribuirlo activamente en el espacio, es usar las entonaciones de una manera absolutamente concreta y restituirles el poder de desgarrar y de manifestar realmente algo, es volverse contra el lenguaje y sus fuentes bajamente utilitarias, podría decirse alimenticias, contra sus orígenes de bestia acosada, es en fin considerar el lenguaje como forma de encantamiento.”

Antonin Artaud, El teatro y su doble

 

Un parentesco tan extraño

“Y sin duda se extrañarán de que hayamos podido reconocer un parentesco tan extraño entre lo que, durante largo tiempo, fue temido como grito, y lo que, durante largo tiempo, fue esperado como canto.”

  Foucault, “La locura, la ausencia de obra”

 

Locura y enfermedad mental, configuraciones diferentes que desde el siglo XVII se entrelazan y confunden, se desatan ante nuestros ojos, dice Foucault, o mejor, en nuestro lenguaje.

Desde el siglo XVII, locura y enfermedad mental ocupaban un mismo espacio en el campo de los lenguajes excluidos: el del insensato. El delirio del loco, del enfermo, era o bien una suerte de lenguaje vacío de significado, derroche de palabras sin sentido que vulneran las leyes que conciernen al código lingüístico; o bien un empeño obstinado en repetir lo prohibido (palabras blasfemas, sacrílegas, depravadas); o bien un afán de propagar significaciones intolerables, objeto de censura. Los encierros del siglo XVII organizados en los hospitales generales de Francia muestran esta indiferenciación entre el imbécil que no sabe lo que dice, el blasfemo que pronuncia lo prohibido y el libertino que afirma lo intolerable.

Será a finales del siglo XVIII cuando la locura intente ser confinada al reino de la enfermedad mental, es entonces cuando el insensato se transforma en enajenado, es entonces cuando la locura deja de ser esa noche donde el hombre libra su personal combate con las potencias sordas del mundo para devenir apenas sombra que el saber inútilmente se esfuerza en capturar, pues ese monólogo de la razón sobre la locura que es la psiquiatría ha fracasado en su intento de atrapar la locura para arrancarle su verdad de enfermedad porque la locura es ante todo esa ausencia de obra, esas pilas de indescifrable delirio que no hallarán un lugar en nuestras bibliotecas, ese lenguaje balbuceante y anárquico cuyo sentido es negado. Confinada la locura al sereno reino de la enfermedad mental ya no hay diálogo del hombre con ese mundo que también es noche y la locura ya no dice nada fuera de sí misma, no se hablará ya con ella, sino sólo de ella, en un intento de establecer su verdad que a fuerza de saberla la olvida y la calla. Pero bajo la calma de ese saber grita ese silencio.

Es al entrar la locura en ese otro tipo de lenguaje excluido que llamamos literatura, lenguaje también transgresivo, también empeñado en un modo bien peculiar de perversión, cuando puede desatarse de ese fuerte y delicado lazo que la unía a la enfermedad mental, a lo patológico.

¿Y cuál es ese peculiar modo de perversión del lenguaje cuando es literatura?

En la literatura la palabra no vulnera las reglas del código reconocido por el lenguaje, y sin embargo, parece estar sometida a la vez a otro código cuya clave de acceso permanece en ella misma, como si la palabra estuviera desdoblada en su interior, anunciando, al mismo tiempo que lo que dice, también el código según el cual lo dice, aquel que la haría descifrable como palabra.

Es a partir de Freud, dice Foucault, que la experiencia de la locura puede desplazarse hacia esta otra forma de prohibición, de lenguaje excluido. Es entonces cuando la locura pasa a ser palabra que se señala a sí misma diciendo algo por debajo de lo que dice, situándose en esa región peligrosa y transgresiva de los lenguajes que se implican a sí mismos. (Ya hemos visto también que no siempre fue la literatura uno de esos lenguajes.)

Lo que Freud descubrió en la locura estrictamente no fue el sentido que desde principios del siglo XVII se le venía negando[12], sino un significante radicalmente distinto a cualquier otro, donde el sentido, en todo caso, no estaría oculto sino reservado, suspendido, de modo que aparezca un vacío en el que cualquier sentido puede instalarse, y después cualquier otro, hasta el infinito.

Lo que advierte Foucault es que Freud no ha convertido la locura en lenguaje (hemos visto que precisamente siglos atrás la locura era lenguaje, lenguaje excluido, presencia oscura) sino en no-lenguaje, o en ese lenguaje doble que en sentido estricto no dice nada y que es por eso ausencia de obra, pliegue de lo hablado. Freud habría hecho remontar las palabras hasta su fuente, como lo hace aquel escritor sostenido por un loco que en ese acto de escribir no produce sino locura, y esa fuente es “la región blanca de la autoimplicación en la que nada queda dicho”[13].

¿Y si es allí dónde se encuentran, justo en esa región blanca? Ese murmullo obstinado que no cesa, el de la locura; ese murmullo solitario del que ama, el del enamorado; ese silencio desgarrado del escritor, incapaz ya del murmullo, tan mudo como las palabras que se vuelven cosas.

 

 

III. EL ENAMORADO

“Soy a la vez demasiado grande y demasiado débil para la escritura: estoy a su vera, porque es siempre concisa, violenta, indiferente al yo infantil que la solicita. Cierto que el amor tiene parte ligada con mi lenguaje (que lo alimenta), pero no puede alojarse en mi escritura. (…) Querer escribir el amor es afrontar el embrollo del lenguaje: esa región de enloquecimiento donde el lenguaje es a la vez demasiado y demasiado poco…”

Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso

 

 Cartas de amor con valor táctico

“Carta: La figura enfoca la dialéctica particular de la carta de amor, a la vez vacía (codificada) y expresiva (cargada de ganas de significar el deseo).”

 “ (…) la carta, para el enamorado, no tiene valor táctico: es puramente expresiva –en rigor aduladora (pero la adulación no es aquí en absoluto interesada: no es sino la palabra de la devoción)–; lo que entablo con el otro es una relación, no una correspondencia (…)”

Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso

 

Es fácil ver por qué Roland Barthes sostiene que la carta de amor está vacía de significado. El ejemplo que usa es además claramente ilustrativo de lo que afirma. Se trata de una carta de Werther a Carlota. Su único “contenido” sería pienso en usted. Es esta única información la que va variando durante todo el escrito, a la manera de un tema musical en una composición. También es fácil por tanto entender que diga que la carta del enamorado sólo puede tener valor expresivo, y nunca valor táctico. Distingue Barthes entre la carta del seductor y la del enamorado. Esta primera, la del seductor, sí estaría cargada de valor táctico; los personajes principales de Liaisons dangereuses (el ejemplo también es de Barthes) utilizan en sus cartas todo tipo de argucias para asegurar sus conquistas. Podríamos añadir, como ejemplo también muy ilustrativo, el personaje de Diario de un seductor, de Kierkeggard; además de sus cartas, cargadas sin duda de “valor táctico”, tenemos las notas de su diario, que acaban de explicitar sus intenciones. Está claro que Johannes no es un enamorado.

Sin embargo, aunque alcanzo a ver la verdad que contiene la observación de Barthes, no estoy tan segura de que la carta del enamorado no pueda tener valor táctico, y tampoco de que no tenga nunca contenido, de que no sea más que la variación de un mismo tema, de que nunca diga. Efectivamente creo que en la carta de amor el enamorado establece ese peculiar tipo de relación con el lenguaje de la que venimos hablando, esa en virtud de la cual el lenguaje no sería mero instrumento cuya esencial función sería la de transmitir. De hecho me atrevería a afirmar que la carta de amor es literatura, quizás además precisamente en ese sentido en que Foucault habla de literatura. El enamorado establece, como el escritor, una especie de combate con las palabras, en la arena de la lengua, si se quiere; y es ésta además una lucha cuerpo a cuerpo, es decir, otra vez las palabras son cosas, ya no signos, las palabras tienen un cuerpo y se las puede amar, relación erótica la del escritor y la del enamorado con las palabras. Y sólo es posible esta relación erótica si las palabras adquieren de pronto un cuerpo, pues en sentido “verdadero y estricto” (ruego que se me permita la expresión) sólo puede amarse a un cuerpo y desde un cuerpo, a través, quizás, de un cuerpo. Y mientras escribo esto que puede sonar un tanto extraño siento precisamente que las palabras tienen cuerpo, y que ese cuerpo de las palabras suena en mi cabeza, o aparece en mi cabeza, suena o aparece delante de mí y es por eso, precisamente por eso y por ninguna otra razón, se me crea o no, desconfíe yo misma o no, que cuando digo a través tengo que decir después quizás, simplemente porque algo me ensimisma y me ocupa, porque es verdad que de pronto un loco parece ocultarse tan detrás o tan dentro de mí, porque es verdad que de pronto corro un riesgo, el de ser trangresiva o simplemente imbécil, el de ser arrebatada por una especie de locura que me hace casi olvidarme de lo que quería decir y sin embargo me exige que diga, o mejor, que escriba, que me entregue a ese peligroso acto de escribir y corra el maravilloso riesgo de olvidar lo que estaba diciendo. Y la palabra maravilloso, con su cuerpo espléndido, acaba de colarse antes de la palabra riesgo, que tirita de frío… y toda esta frase acaba de colarse también y yo me pregunto si no debería callar, o hacer un esfuerzo por volver a lo que estaba diciendo, sé que puedo, sé que estaba diciendo y sé qué estaba diciendo, y sé lo que pasa, aún sí, con la escritura, con las cartas de amor, con ese doble oculto y loco que de pronto te sostiene, con ese cuerpo de las palabras que de pronto te reta y te seduce. La seducción siempre es un reto, implica siempre un desafío que es aceptado por quien se deja seducir, por quien mansa o esquivamente se deja seducir. Por eso el enamorado es el que es vencido; pero sin rencor, ya lo vimos.

¿Cuál es el parentesco? Escritor y enamorado; ambos ocultan, sí, esa sombra de un loco, y ambos son seducidos y vencidos, ambos tiemblan, se conmueven y acuden al lenguaje con necesidad animal, o con necesidad humana, que quizás es más grande…

¿Qué enamorado no necesita todo el tiempo las palabras? ¿Qué enamorado no ve las palabras formando a su alrededor remolinos? ¿Qué enamorado es capaz de callarse? Vuelve a equivocarse Barthes (y ahora ya sí, casi arrebatada por la sombra de un loco puedo decirlo con esta contundencia) vuelve a equivocarse cuando afirma que la carta de amor espera respuesta y que si esa respuesta no llega sólo una figura como “la de la Madre”, sólo una figura capaz de aceptar “la injusticia de la comunicación” podría seguir hablando (escribiendo) amorosamente. Mal ejemplo la cita de Freud. Freud le advierte a su novia: si no me respondieras dejaría inmediatamente de escribirte… “Perpetuos monólogos a propósito de un ser amado, que no son ni rectificados ni alimentados por el ser amado, desembocan en ideas erróneas sobre las relaciones mutuas (…)”[14]. El enamorado siempre acepta la injusticia de la comunicación, el enamorado siempre acepta las ideas erróneas… Lo que ocurre es que Freud… ¡no era un enamorado, era un psiquiatra! Y por supuesto no lo sostenía ningún loco… El enamorado espera, claro que espera, siempre espera, y permanece insoportablemente inquieto en esa espera. Para el enamorado que espera todo es mientras tanto. Pero no permanece quieto en la espera, paralizado en la espera, sino que es presa de una agitación que lo lleva a una actividad imparable. ¿Cómo va a callarse? Cuanto más larga sea esa espera, cuanto más tiempo pase sin obtener respuesta más necesitará de la escritura, de que las palabras adquieran un cuerpo y acudan a seducirlo en el lugar de aquél cuya seducción le es negada. Puedo concebir a un enamorado que escriba toda su vida, sin obtener respuesta. De hecho creo que sólo hay una posibilidad para que un enamorado deje de escribir: que deje de estar enamorado. Lo cual es a todas luces una contradicción de esas tan simples: el enamorado que deja de ser un enamorado ya no es un enamorado.

Es obvio.

Volvamos a Barthes, a las cartas de amor, intentemos retomar el hilo del discurso como si escribir fuera pensar sentado[15]. Eso es, una nota, una referencia, algo que ayude a olvidar el cuerpo de las palabras y pasar a otra cosa… al discurso, al argumento, a la seriedad y a la cautela de quien escribe con palabras que no tienen cuerpo, y que siendo sólo signos no se agitan ni se contonean. Permanecen calladas.

O mejor, apagar el ordenador, seguir mañana, más tarde, en otro momento, interrumpir la escritura para que mañana, tal vez, surja el discurso, la argumentación… sentada, cautelosa, sorda a los cantos de las palabras transformadas en sirenas.

 

Cartas de amor con valor táctico (segundo intento)

 “Tu carta de esta mañana me conmueve hasta las entrañas. Sécate esos pobres ojos, ahuyenta tu fiebre. Necesito besarte, apoyar mi cabeza en tu corazón. Te amo, sí, te amo, ¿lo oyes? ¿Quién podría resistir a un amor como el tuyo, tan abnegado, tan profundo, tan involuntario? ¡Y yo que temía que no volvieses a escribirme!”

Flaubert, Cartas a Louise Colet

 

Pienso en el enamorado, feliz o infeliz, tan frágil. Debe escribir una carta importante, o un informe, tiene una tarea urgente y seria que cumplir, algo está en juego, pero en su lugar escribe, gozosa y dolorosamente, una carta de amor, que tal vez ni siquiera envía. No es práctico, ni táctico. Para Barthes[16] el enamorado jamás tiene un pensamiento o gesto táctico. Sin embargo su cabeza está constantemente urdiendo planes, “gestionando” impulsos; el enamorado está siempre ocupadísimo, interpretando signos, esperando respuesta, evocando al ausente…

El libro de Barthes es de una genialidad que casi asusta, que tiene algo de perverso. Tal como insinúa en el prólogo, lo que hace es sorprender al enamorado en plena acción, congelarlo en medio de un gesto, no relajado, sino en toda su tensión.

Dice Bataille que al considerar el erotismo siempre nos encontramos con una dificultad fundamental: el erotismo es en cierta manera risible. “La alusión erótica es siempre capaz de provocar la ironía”[17]. Creo que el libro de Barthes es una lección magistral en este sentido. Su retrato del enamorado[18] es un derroche de ironía, también de ternura frente a la inocencia del imaginario del sujeto amoroso, y también de crueldad. La alusión erótica puede ser tan risible como trágica, también lo enseña Bataille. Profundidad trágica del erotismo, tan cercano a la muerte, tan imposible como ésta real. Profundidad trágica y conmovedora de esa figura enamorada que lo hace todo tan en vano. Es esa profundidad la que conmueve a Flaubert cuando recibe las cartas de Louise Colet[19]. Y es esa profundidad la que quizás puede echarse a veces de menos en los Fragmentos.

Pero lo que nos interesaba aquí era demostrar que el enamorado sí es capaz de por lo menos plantearse la posibilidad de realizar gestos tácticos (sea después o no capaz de llevarlos a término) y sobre todo es “perfectamente capaz” de ensayar cartas de amor con valor táctico, una y mil veces, aunque no sean probablemente tan eficaces como las del seductor. El enamorado sí es capaz de escribir cartas de amor con valor táctico; el problema es que difícilmente será un buen estratega. Está demasiado conmovido, agitado, y para colmo las palabras allí obstinándose, todas y tan pocas, siempre afuera, siempre cosas, seductoras y esquivas, arremolinándose… Lo más probable es que el enamorado, por momentos tan débil, tan poca cosa, acabe siendo seducido por esas palabras perversas que de pronto son lo único que halla en lugar del amado… y entonces, todas las estrategias que cuidadosamente había urdido, todos los detalles que se había propuesto omitir, y los otros detalles, los que sutilmente debía exhibir para encantar al otro, para por fin enamorarlo, todo eso se confunde, se enreda, se complica, y el enamorado escribe de más, y escribe de menos, y escribe justo lo que no debería escribir… En definitiva: el enamorado se confiesa. Y no hay nada más descabellado que una confesión, nada más imprudente, nada más eficaz si es que uno quiere que el otro lo tome por un loco embriagado de palabras.

El enamorado, igual que el loco, por mucho que escriba nunca tendrá obra. Como muestra Foucault[20] no es verdad que no importe quién habla, para tener obra hay que ser un autor. Por mucho que alguien escriba, si no es un autor, sólo tendrá pilas de papeles escritos, miles quizás, pero nunca obra. Y si se mira a la inversa la paradoja continúa… Cuando alguien es un autor… ¿hasta dónde alcanza su obra? ¿Todo lo que ha escrito es obra? Cuando un autor muere, ¿hasta dónde hay que publicar, dónde hay que detenerse? ¿Sus cartas de amor son obra? ¿Sus cuadernos son obra? ¿Lo son sus notas, sus borradores, lo es también lo que tacha? “Entre los millones de huellas dejadas por alguien tras su muerte, ¿cómo puede definirse una obra?” [21] Es el difícil problema de la autoría. Lo que queda claro es que no es lo mismo ser un autor enamorado que un enamorado que escribe. Y lo que también está claro es que nadie podrá citar nunca a un enamorado cualquiera, aunque guarde quizás maravillosas cartas suyas en sus cajones (con valor táctico o sin él) y aunque sus palabras de amor iluminaran tan perfectamente o mejor que las de Flaubert alguna intención.

Yo misma… guardo cartas así en mis cajones, y detrás de casi todo cuanto escribo se oculta o se exhibe la figura de un loco, la de un enamorado. No sé qué es primero, qué es después, sí sé que ambos modos de locura pasan por la perversión del lenguaje, de ese lenguaje que se abisma, que se retuerce impúdico, que a pesar de su extrema fragilidad no llega nunca a romperse, sino que atravesándote te deja vencida.

Louise Colet era autora, mediocre, pero autora; sin embargo sus cartas de amor nunca llegaron a ser obra, una prudente sobrina de Flaubert se encargó de quemarlas. Las cartas de Colet son en el sentido más estricto y literal ausencia, ausencia radical que las cartas de Flaubert denuncian y configuran. Sería posible fantasear todas esas cartas, sería posible reconstruirlas, fabricarlas, falsas y ardientes, desde el interior de esa ausencia. Yo misma podría entregarme a una tarea tan inútil como ésta, hasta un poco obscena. Y si no… seguir escribiendo, sobre cualquier cosa, no decir nada, taparle la boca al lenguaje para que por fin calle, para por fin interrumpir su obstinado e impertinente murmullo. Y después, harta de tanto silencio, envenenada casi, muda casi, habrá que hacer justo lo contrario: enloquecer el lenguaje para hacerlo decir lo indecible. Y confesarse, siempre y siempre en el momento más inoportuno: mi ausencia de obra son las cartas de amor que escribo.

 

 

 

Denise DexpeyrouxDENISE DESPEYROUX

Autora, directora de escena y licenciada en Filosofía. Cuenta con más de diez obras estrenadas en salas de Madrid, Barcelona, Buenos Aires y Montevideo, entre ellas: Cuarta Pared, Teatro Fernán Gómez, Sala Beckett, Teatro San Martín, Teatro Solís y el teatro María Guerrero (Centro Dramático Nacional).

Ha obtenido diversos premios y reconocimientos, como el Premio Federico García Lorca 2005 por su primer texto, Terapia, y el Premio al Mejor Espectáculo en la 15.ª Mostra de Teatre de Barcelona 2010 por La muerte es lo de menos. Su obra La Realidad fue finalista al Premio Max Revelación 2013 y mereció dos candidaturas a los Premios Max 2014: mejor autoría y mejor actriz (Fernanda Orazi).

En 2015 volvió a ser candidata a mejor autora por Carne viva, escogida mejor obra del circuito off 2014 según El mundo. Con una excelente acogida del público y de la crítica especializada, el espectáculo, estrenado en mayo de 2014, permanece todavía en cartel después de dos años.

Entre sus últimos estrenos: El más querido (Una catástrofe navideña) en los teatros Luchana, Ternura negra en la Sala Mirador y Los dramáticos orígenes de las galaxias espirales en el Centro Dramático Nacional.

 

 

Obras citadas:
BARTHES, Roland, Fragmentos de un discurso amoroso, Siglo XXI, Madrid, 1993. (Traducción de Eduardo Molina).
BATAILLE, Georges, Las lágrimas de eros, Tusquets, Barcelona, 1981. (Traducción de David Fernández)
BLANCHOT, Maurice, El libro que vendrá, Monte Ávila, Caracas, 1959. (Traducción de Pierre De Place)
COLLI, Después de Nietzsche, Anagrama, Barcelona, 2000. (Traducción de Carmen Artal)
FLAUBERT, Gustave, Cartas a Louise Colet, Siruela, Madrid, 2003. (Traducción de Ignacio Malaxecheverría)
FOUCAULT, Michel, Entre filosofía y literatura, Paidós, Barcelona, 1999. (Traducción de Miguel Morey)
De lenguaje y literatura, Paidós, Barcelona, 1996. (Traducción de Isidro Herrera)
HOFMANNSTHAL, Hugo von, Carta de Lord Chandos y otros textos en prosa, Alba, Barcelona, 2001. (traducción de Antón Dieterich)
ZAMBRANO, María, La confesión: género literario, Siruela, Madrid, 2001.

 

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Notas    (↵ Volver al texto returns to text)

  1. Hugo von Hofmannsthal, “Carta de Lord Chandos”, en Alba, Barcelona, 2001, p. 39.↵ Volver al texto
  2. “(…) las palabras abstractas, de las que conforme a la naturaleza, se tiene que servir la lengua para manifestar cualquier opinión, se me desintegraban en la boca como setas mohosas.”, ob. cit., p. 40.↵ Volver al texto
  3.  En La confesión: género literario María Zambrano habla de cómo la verdad tiene que encantar a la vida para ser capaz de producir en ella una transformación, es decir, tiene que enamorarla, “dejarla vencida sin rencor”. Me hago eco de esta expresión y digo que sólo es “eficaz” (por más contradictorio que pueda parecer el término aplicado en relación a algo tan bellamente inútil como el arte) aquel arte que consigue encantar a la vida, enamorarla, dejarla “vencida sin rencor”.↵ Volver al texto
  4. Me permito esta osadía de inspiración claramente lacaniana: Amar es dar lo que no se tiene a alguien que no existe.↵ Volver al texto
  5.  Lo dice Foucault en “Locura, literatura, sociedad”, Entre filosofía y literatura, Paidós, Barcelona, 1999, p. 379.↵ Volver al texto
  6. “Lenguaje y literatura”, en De lenguaje y literatura, Paidós, Barcelona, 1996 (Traducción de Isidro Herrera).↵ Volver al texto
  7.  “La búsqueda del punto cero”, en El libro que vendrá. Monte Ávila, Caracas, 1969.↵ Volver al texto
  8.  Foucault dirá de manera explícita por lo menos en dos de los textos que nos vienen ocupando que quizá lo que podemos llamar en sentido estricto literatura no nace hasta finales del siglo XVIII. Los dos textos a los que me refiero son “Lenguaje y literatura”, ob. cit., y “El lenguaje al infinito”. Este último se halla recopilado en De lenguaje y literatura y también en Entre filosofía y literatura, con diferente traducción.↵ Volver al texto
  9. De ahí la necesidad de la crítica, advertirá Foucault, no ya como un intento de remitir la obra a su creación y a la lectura, sino como lenguaje segundo que se instala en el interior de la propia literatura (“La locura, la ausencia de obra”, en Entre filosofía y literatura, ob. cit.).↵ Volver al texto
  10. “Locura, literatura, sociedad”, ob. cit.↵ Volver al texto
  11. En “La locura, la usencia de obra”, ob. cit. Sobre la paradoja “miento”/”hablo”, que pone a juego según Foucault toda la ficción moderna, puede verse “El pensamiento del afuera” (traducido en Pre-textos y también recogido en Entre filosofía y literatura, ob. cit.).↵ Volver al texto
  12. El loco de la Edad Media, el Renacimiento y el Barroco es una especie de “profeta ingenuo” que, sin saberlo, revela la verdad. Desde principios del siglo XVII y hasta dos siglos más tarde esa intimidad entre locura y verdad es negada. (Puede verse en “Locura, literatura, sociedad”).↵ Volver al texto
  13. “La locura, la ausencia de obra”, ob. cit.↵ Volver al texto
  14. Barthes, Roland, Fragmentos de un discurso amoroso.↵ Volver al texto
  15. Colli explica que Nietzsche distingue dos maneras de pensar: la de quien piensa sentado y la de quien piensa mientras camina. El hombre que piensa sentado escribe sin interrupción, un discurso único, con un hilo coherente, argumentado, de hecho el pensamiento “le sucede” a medida que escribe (“la escritura produce el pensamiento”, él dice). Por el contrario, aquel que piensa mientras camina “no posee el pensamiento”, sólo intuye, vislumbra, y por eso su escritura, que se producirá más tarde, será discontinua, y no discursiva. Tengo la impresión de que Colli interpreta de una manera excesivamente literal la idea de Nietzsche (desgraciadamente no logro hallar la cita original). Me parece que hay cierta rigidez que corta las alas a una imagen que podría elevarnos más alto: creo que se puede caminar sentado.↵ Volver al texto
  16. El ejemplo de la carta es de Barthes, “Lo intratable”, en Fragmentos de un discurso amoroso, p. 31.↵ Volver al texto
  17. Bataille, George, Las lágrimas de eros, Tusquets, Barcelona, 1981, p. 79.↵ Volver al texto
  18. No se trata de un retrato psicológico, sino de un retrato estructural, como él mismo aclara. Lo que Barthes muestra, lo que da a leer, es un “lugar de palabra”. El enamorado es el que se coloca en un lugar (el del enamorado) y desde ese lugar habla, o escribe.↵ Volver al texto
  19. Lástima que Louise Colet en lugar de amar no cesara de repetirse que no era amada, lástima que se tomara cada arrebato de pasión como un ultraje y que en lugar de dejarse morder el corazón por un amante enloquecido se rebajara hasta el extremo de poder ser comparada con cualquiera. Pero en fin, de todas maneras hay que comprender que su aflicción es de enamorada…↵ Volver al texto
  20. “¿Qué es un autor”, Entre filosofía y literatura, ob. cit.↵ Volver al texto
  21. Ibídem, p. 335.↵ Volver al texto

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