extra-n-1  Mujeres que cuentan [ESPECIAL AUTORAS]

 

AUTORAS X AUTORES

Angélica Liddell

Íñigo Guardamino

La casa de la fuerza, de Angélica Lidell.

La casa de la fuerza, de Angélica Lidell. 1

El impacto de un ladrillo en la cara o el golpe de un bate de béisbol contra la nuca. Así me sentí la primera vez que vi una obra de Angélica Liddell. Fue en las Naves del Matadero, hace unos siete años, y se trataba de La casa de la fuerza. Miré el programa de mano: algo sobre gimnasios, pero no quedaba muy claro. Como tema era original, “Gym Tony”, afortunadamente, todavía estaba a unos años vista. Yo había leído Perro muerto en tintorería: los fuertes, pero nunca había visto ningún montaje de Angélica, no sabía a qué atenerme. Me senté en la parte de arriba, mientras seguía leyendo. Joder, dura cinco horas. Las luces se bajaron y una mujer menuda, o eso me parecía a mí desde arriba, muy delgada, fibrosa, se situó ante nosotros. Pues vaya. Abrió la boca y dijo: “No hay cerro, ni selva, ni desierto que nos libre del daño que los otros preparan para nosotros”. Y va y acompañada por unos mariachis empieza a cantar un corrido: “Yo soy del mero Chihuahua, del mineral del parral…”.

En el descanso nos reunimos tres o cuatro personas. Lo normal suele ser comentar cosas tipo: qué tal la obra, que si he visto a Ana Belén entre el público, no ha venido a verla nadie… En este caso nadie podía hablar. Mi acompañante aguantaba las lágrimas y yo estaba en estado de shock. Volvimos dentro. No quería que se acabara la obra. Cada momento podía ser fundamental, me podía revelar una verdad sobre esto que es vivir, sobre por qué sufro, qué pasa con mi vida. ¡Joder! Acabó la obra, entre flores, cruces, un automóvil volcado y un hombre forzudo con un defecto del habla gritando “Tanto amar para acabar solos” una y otra vez. Al subir las luces de nuevo, todo el teatro estaba de pie aplaudiendo a rabiar, o en mi caso, con rabia. Angélica Liddell, en mitad del escenario, rodeada de su equipo de valientes, se inclinaba ligeramente, dando las gracias. Se le notaba agotada, había dado todo física y emocionalmente en escena, y aún más. No estábamos aplaudiendo a una actriz, ovacionábamos a la ganadora de una maratón de dolor y rabia que después de cinco horas se había derrumbado a nuestros pies con la noticia de que la batalla había sido ganada por el asco, el mal y la desesperanza, que la derrota era completa, para siempre. Y aun así, aun siendo verdad, nos había redimido a todos, nos había dado fuerzas para seguir, mostrándonos una belleza a la que se accede pocas veces. Delante de mí había un grupo de cuatro personas de la profesión aplaudiendo como locas y saludando hacia el escenario. Una se gira hacia otra y comenta: “Vaya mierda”.

No he tenido muchas epifanías en el teatro. Las puedo contar los dedos de mi muñón. Momentos que hacen que las escamas caigan de tus ojos, que revuelven algo en tu interior, que te muestran posibilidades, recordándote que vale la pena golpearse contra tus limitaciones, por si algo se rompe. La casa de la fuerza fue eso para mí y mucho más, y no podré tener más que gratitud hacia Angélica Liddell. Después de esa noche he visto muchas de sus obras, algunas incluso mejores, pero ese primer momento siempre estará conmigo. He sido testigo de cómo su público aumentaba exponencialmente, su transición de maldita de la vida a estrella; a ser la artista teatral de vanguardia sobre la que se escribe por defecto en todos los medios, entre coros de alabanza y engolamientos extremos. También, y no podía ser de otra manera porque, si no, no seríamos nosotros, envidias, rencores y malas lenguas. Sus triunfos internacionales en Avignon, Berlín, Venecia y más allá no han hecho sino aumentar la división hacia su figura en España.

Ella es tan sólo una niña de Figueras, bautizada en la misma pila que Salvador Dalí, que ha mutado hasta acabar siendo su mayor creación: Angélica Liddell, su personaje. Hace unos años tuve la oportunidad de verla en una rueda de prensa con su inseparable Sindo, ella es muy fiel a sus colaboradores, y era tal como yo pensaba: una mujer encantadora, nada que ver con el personaje que orina, sangra y echa todo por las tripas en el escenario. Pero claro, puede que la persona encantadora también sea un personaje, es lo que tiene ser el eje de tu obra. Ella es tan personaje como lo eran Miles Davis, Frida Kahlo o Marlon Brando. Pero, ¿qué la hace especial?

Primero está su dramaturgia: los textos de Angélica Liddell son bellos, estremecedores, terribles, el aullido del alma que se derrama sobre la página, con una lucidez aterradora producto de la locura, arrastrándote hacia un mundo donde la placidez y la convención no existen. Más que palabras escritas, sus textos parecen escupidos, vomitados, paridos en descampados, su material es la sangre, la saliva, el semen y la mierda. Es la mejor paleta de colores que hay. El caos, la crueldad y la repulsión van de la mano, algo normal para alguien que trabajó durante años en Port Aventura entreteniendo a turistas. Sus palabras son bellísimas, lacerantes, inmisericordes, pero llenas de una humanidad eterna y de una dignidad que las hacen apabullantes. Su dramaturgia es un clavo roñoso que rasca la piel hasta mostrar lo que hay debajo; y donde uno pensaba que había carne y tejidos sólo se ve podredumbre. El asco, la redención, la catarsis, la mirada lúcida y siempre sincera ante la miseria de la realidad, la sinceridad. El sufrimiento une y Angélica es la reina del sufrimiento, de la humillación, fundamental en su teatro. Ella es implacable con todo y con todos, pero en el fondo está llena de amor, de un amor oscuro, ponzoñoso y pestilente.

La temática de su teatro es universal: el amar y ser rechazado, sufrir ante la vida, la muerte siempre presente, la aniquilación del cuerpo y del alma, la impotencia frente al poder, la cogorza de tener poder, el sexo como arma de destrucción masiva. Es un teatro de la verdad, de decir las cosas sin tapujos, con la inocencia y sinceridad de un niño con ojeras que ha visto demasiado, que ha vivido demasiado, que es casi anciano. No te deja ir. No puedes dejar de mirar. Es violento porque trata sobre la violencia de vivir, de sentir, todo a centímetros de tu cara. Y esa verdad ofende a la sensibilidad basada en los dogmas y por eso escuece tanto a la izquierda como a la derecha. Dicen que es provocación, pero yo creo que confunden sinceridad con provocación. La verdad es su cruzada y eso tiene que ofender y poner nervioso a los que usan la mentira para sobrevivir. Su obra es visceral, y ella es la que sufre para que nosotros no tengamos que hacerlo, la que se adentra en el dolor, inmenso, inabarcable, para traernos el perrito que se ha escapado, sin una pata, cubierto de sangre y con los ojos fuera de las orbitas, pero vivo. Y ese dolor sana, todo ese sufrimiento, esa rabia, te abofetea para que recobres el sentido, para que veas. AYUDA A VIVIR.

Una obra de Angélica Liddell no es un paseo por el parque. Irrita, incomoda, incomoda mucho que alguien exponga las miserias que uno justifica, pero con ella en el escenario no hay sitio para esconderse. Muchos espectadores se ríen, yo creo porque no pueden soportarlo o porque intentan reducir lo que están viendo a “esta Angélica, qué cosas tiene”, pero no pueden escapar. La misma Angélica les interpela, como sucedió en una función. Ella miró hacia la zona de las risas y espetó: “QUÉ BONITO ES REIRSE DEL SUFRIMIENTO DE LOS DEMÁS, ¿VERDAD? OJALÁ NUNCA OS PASE ALGO ASÍ, OS LO DIGO DE VERDAD. OJALÁ NUNCA ESTÉIS TAN JODIDOS Y LO PASÉIS TAN MAL COMO LO ESTOY PASANDO YO. NO SE LO DESEO A NADIE. Y la gente se ríe más y yo miro a mi alrededor y pienso: no sabéis lo que es eso, no sabéis de qué os reís, nunca habéis viajado hasta ahí. Y yo tampoco lo sé, y por eso me callo y me escondo debajo del asiento, como ellos. Quién le puede aguantar la mirada a Angélica Liddell en escena sin transformarse en una estatua de sal.

No es casualidad que en sus textos no haya apenas acotaciones, ni está muy determinado el tiempo ni el lugar donde se desarrolla la “acción”. Muchos son monólogos o están escritos sin ser asignado el texto a ningún personaje. Lo que predomina es el soliloquio de confesión, odio a sí misma y denuncia, alguien que sólo puede hablar con la palma de su mano golpeando contra su cara, una y otra vez, y cada vez más fuerte, hasta que su cara es tu cara. Para siempre. Muchas veces este teatro de la personalidad, confesional o como se quiera llamar, sería exhibicionismo puro y duro, onanismo para las masas si no fuera por la calidad de los textos y la entrega de la autora en escena. Porque si alguien puede coger lo peor del mundo y del ser humano y hacer belleza y poesía con ello, esa es Angélica Liddell porque, a pesar de todo, no se puede evitar un gozo en la catarsis. Un rayo de luz en la oscuridad es mucho más efectivo para el alma que los focos de “Gran hermano” encendidos las veinticuatro horas del día.

Ahí veo su talón de Aquiles: que Angélica Liddell sea una de las pocas autoras a la que es muy difícil separar de sus textos, que cueste imaginar a otra persona escupiendo esa verdad. Es el show de Angélica. Cuando ella no está sobre el escenario muchas veces los actores que la acompañan, aunque sean magníficos, no pueden estar a la altura de la leyenda, no tienen esa determinación suicida de su líder, ese “yo debo ser” (o mejor dicho, “yo no debo ser”). Cuando ella está en escena es todo sobre ella, sobra lo demás. Quizás funcione con alguien que nunca haya visto hacer lo que Angélica Liddell hace sobre el escenario, pero cualquiera que la haya visto… quién puede olvidar eso. Nadie, joder, nadie. Cuando Angélica muera y descanse un poco entonces más gente se atreverá a montar los textos. Y unos cuantos habremos tenido el privilegio de haberla visto, como quien dice: yo vi a Judy Garland o a Baryshnikov.

Pero no sé si habrá muchas oportunidades de hacerlo: hace unos meses, Angélica Liddell, harta del desprecio y ninguneo de las instituciones españolas ha decidido no volver a actuar en su país, renunciando a la escena nacional. Dice que la herida es irreversible. De ser así sería una pérdida terrible, porque en estos tiempos es cuando más necesario se hace su grito en la oscuridad, para saber a dónde vamos a través de esta selva, de este cerro, de nuestro desierto que nunca acaba.

ÍÑIGO GUARDAMINO
Director y Dramaturgo.

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  1. © Christophe Raynaud De Lage. Théâtre de l’Odéon↵ Ver foto

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