N.º 58El autor teatral en las Comunidades autónomas II

SOCIO DE HONOR

Ana Diosdado, una mujer de teatro

 

Virtudes Serrano

 

Ana Diosdado. Año 1986

Ana Diosdado. Año 1986 1

 

Desde que abrió los ojos en Buenos Aires, en 1938, Ana Diosdado fue una mujer de teatro; en el seno de una familia de actores vivió y se educó; la escena fue su lugar natural y la literatura dramática una fuente de conocimientos para ella, junto a sus padres, Enrique Diosdado e Isabel Gisbert. Al morir su madre, Enrique contrajo nuevo matrimonio con la actriz Amelia de la Torre; continúa, por tanto, su entorno teatral, que se intensifica por la estrecha relación que mantuvo con su madrina, Margarita Xirgu, quien, siendo Ana muy niña, la sacó a escena alguna vez. Sus primeros pasos en el teatro fueron como actriz y así continuó en su madurez, alternando dicha actividad con la escritura de múltiples géneros, con la dirección teatral, con la gestión, al frente de la Sociedad General de Autores de España. Fue guionista para programas de radio y televisión; entre los últimos destacan series como Juan y Manuela, 1972; Anillos de oro, 1983; o Segunda enseñanza, 1986. Como actriz, realizó trabajos en varias de sus obras (Juan y Manuela, Anillos de oro, Cuplé, Camino de plata). Nunca tuvo problemas para estrenar sus textos y, por ese motivo, disiente de las autoras que como ella fueron entrevistadas por Patricia W. O’Connor para la revista Estreno, en 1984, cuando las jóvenes escritoras de teatro manifestaban sus dudas sobre poder alcanzar el espacio público de la escena.

Comienza la escritura en el género narrativo, en 1965, con En cualquier lugar, no importa cuando; Los ochenta son nuestros, de 1986, inicialmente una narración, la convierte en una de sus obras teatrales de éxito en 1988; en 1994 volvió a hacer una incursión en la narrativa, esta vez con una novela de fuerte sabor latinoamericano, Igual que aquel príncipe.

Usted también podrá disfrutar de ella

Usted también podrá disfrutar de ella 2

El género dramático fue, no obstante, su más asiduo medio de expresión literaria; en él llevó a cabo distintas versiones de autores extranjeros y compuso la parte más conocida y valorada de su producción. Como dramaturga se da a conocer e irrumpe con fuerza en los escenarios en 1970 con Olvida los tambores; en ella traslada las vivencias de una chica de veinticinco años que transmite, a través de sus personajes, la conmoción de la juventud del agitado 68 en una sociedad, la franquista, en la que los despertares están unidos a los “planes de desarrollo”, a la liberalización del régimen y a la persistencia de las viejas ideas. Desde esta obra, que puede verse en el volumen de Teatro escogido, editado en 2007 por la Asociación de Autores de Teatro (donde también se incluyen Los Comuneros, Usted también podrá disfrutar de ella, Trescientos veintiuno, trescientos veintidós, Decíamos ayer, La última aventura, La imagen del espejo y Harira) y en todo su primer teatro, que abarca los postreros años de la dictadura, la transición y la democracia inicial, Ana Diosdado trazó un reflejo fiel de la sociedad en la que vivía; pero, al considerarlo hoy, su teatro, desde 1970 hasta finales de los ochenta, lo que ofrece al receptor actual es un valioso documento de recuperación de la memoria histórica de nuestro país, con sus luces y sus sombras; con la esperanza y el desaliento de quienes vivimos esos tiempos y ese teatro.     

El éxito y la polémica que suscitó el estreno de Olvida los tambores hablan por sí solos sobre la importancia de la pieza en el contexto teatral y la situación de la sociedad en la que se producía. La propia autora, sorprendida por tales reacciones, explicaba en la “Antecrítica” que figuraba en el programa de mano de la representación que tuvo lugar en el Teatro Romea de Murcia, en mayo de 1972, cuando ya habían transcurrido casi dos años desde su estreno:

Últimamente he llegado a la conclusión de que el motivo de la polémica creada alrededor de esta obra no está, probablemente, dentro de ella, sino fuera, en los momentos de cambio vertiginoso, de gran confusión, en que viven las gentes de hoy. Los seis personajes de Olvida los tambores […] las ha puesto en contacto […] con un gran problema universal que nos afecta a todos: el de adaptarse al gran cambio general que se impone, nos guste o no, y el de hacerlo sin odio, por mucho trabajo que nos cueste, a los unos, a los otros y a los de más allá.

El tema de la obra es de rotunda actualidad en el momento del estreno, cuando ya era inevitable el cambio de los tiempos. Pero, además, desposeído el elemento temático central de los motivos coyunturales o circunstanciales, plantea una reflexión intemporal del eterno problema de la falsedad de las relaciones humanas.

Ana Diosdado elige jóvenes de su presente que muestren a través de sus personalidades encontradas y de sus comportamientos escénicos otras tantas manifestaciones de la crítica sociedad en la que ella misma vive. Un tiempo en el que el caos social de la guerra y la posguerra (que ni la autora ni sus personajes, salvo Nacho, el representante de “la generación perdida”, han soportado) se empieza a superar, no sin secuelas, en un régimen que toca a su fin, en un mundo en el que el ciudadano quiere tomar la palabra y la juventud da pasos hacia su autodeterminación.

Los jóvenes protagonistas (Alicia, Tony, Lorenzo, Pili, Pepe y, el ya maduro productor discográfico, Nacho) se reúnen una noche en un espacio aparentemente inocuo, el ático de Alicia. Unos buscan solución para sus problemas personales, es el caso de Pili y de Lorenzo; otros, Tony y Pepe, una oportunidad para salir adelante en el difícil mundo de la música; Nacho quiere tomar el tren de una juventud que ha perdido. El alcohol favorece, en el transcurso de la velada, la exteriorización de las confusiones en que viven los representantes de ambas generaciones y las dificultades que debe afrontar una sociedad aún inmadura para resurgir.

La pieza está dividida en dos actos. En el primero van presentándose los integrantes de la fábula dramática y perfilando sus problemas menores; en el segundo, se desvelan los esenciales motivos del desequilibrio. Los seis personajes de la historia se distribuyen de acuerdo con tres actitudes básicas desde las que, en el curso de los acontecimientos de la trama, evolucionan, a partir de sucesivos reconocimientos. Alicia, Tony y Pepe personifican al sector más renovador de la nueva sociedad; su sistema de vida los coloca al frente de quienes buscan ser libres, rompiendo las ligaduras que los sujetan a las normas establecidas. Alicia está casada con Tony, aunque no vive con él para evitar la rutina y por respeto a sus mutuas independencias; no obstante, no puede evitar el reproche al saberse engañada por su pareja. El joven, por su parte, mantiene desde su perspectiva de apertura un profundo resentimiento contra el sector tradicional al que pertenece su cuñado Lorenzo. Su talante rencoroso le inspira los violentos acordes de tambores que introduce en las composiciones musicales que dan soporte a las letras pacifistas de Pepe, su amigo y colaborador; éste, a pesar de su explícito idealismo, desea entrar en una sociedad (la representada por Nacho) dirigida a la consecución de prestigio y dinero.

El joven matrimonio compuesto por Lorenzo y Pili representa la pervivencia de las formas tradicionales de la sociedad de posguerra:

Me gusta, ¿qué quieres? Me gusta ser como soy, y vivir como vivo. Me gusta ir todos los días a trabajar en el mismo sitio, y tomarme un chato con los compañeros a media mañana. Y me gusta que mi mujer se esté en su casa, y que a la hora de comer me esté esperando con la mesa puesta. Que no la pone ella, tú me entiendes, es la cosa del símbolo[1].

Lorenzo da voz a la intolerancia, y ello lo deja sin salida en un universo que se rebela. Pili, no obstante, ha transgredido su canon por lo que aún conserva la esperanza de rehacer su futuro. Por su parte, Nacho se autodefine como “mestizo” cuando explica:

A los veinte años no tenía nada que ver con los de mi generación, pensaba como pensáis vosotros ahora. […] No tenía nada que ver con los que me rodeaban […]. Cuando fuisteis llegando vosotros, me sentí compensado: ¡Los míos! ¡Estos sí que son los míos! Pero tampoco. Vuestra aparición me llegó tarde (Acto segundo, pág. 99).

Es este personaje, desde su distancia, el que puede caracterizar a cada uno de los otros y propiciar con ello la reflexión tanto de quienes comparten con él la resaca trascendente de la fiesta nocturna durante la ficción dramática, como para el espectador del momento del estreno, que obtiene la perspectiva suficiente para reflexionar sobre sus propias actitudes. Pero, a pesar de esta función dramatúrgica, Nacho no es un personaje positivo porque se ha convertido en un cínico participante del mundo de los triunfadores y sus actitudes adelantan cómo serán en el futuro quienes, en la historia dramática y en la sociedad real, entonces y ahora, dicen cínicamente moverse por ideales.

En la pieza se abordan temas candentes en la sociedad de los primeros setenta del pasado siglo: la tolerancia, el respeto a la libertad individual, la presencia de un nuevo orden social llamado a modificar inexorablemente las antiguas estructuras, el comportamiento de hombres y mujeres. Y, por encima de todo, el tema intemporal de la verdad de los seres consigo mismos y con los otros. Desde el punto de vista temático, lo más ambiguo para el observador de hoy quizás sea el final, en apariencia conciliador. A pesar de su profunda decepción, Alicia, el personaje más puro en sus actitudes, y por lo tanto el más desencantado, aceptará las explicaciones de Tony, en quien se han hecho visibles los rasgos del villano. El contrato que los jóvenes músicos van a firmar con Nacho los arrastra hacia esa sociedad que dicen despreciar; su revolución, pues, quedará en los signos externos de caracterización (la ropa, el pelo y la forma de decorar sus apartamentos). Pili ha quebrantado el antiguo orden pero no ha sido por su voluntad de cambio expresa y decidida, sino manejada por el astuto asedio de Tony y su afán de venganza. Ella es una víctima inocente de ambos sistemas y, aunque de momento se marcha hacia una nueva vida, al despedirse afirma: “Uno siempre acaba reuniéndose con la familia en Navidades”.

Desde el texto de la acotación, la autora funde su voz con la de sus criaturas para repudiar un destino que ha llegado más allá de lo deseable y se ha convertido en “una crueldad inútil”.

El sabor agridulce de esta obra de Ana Diosdado quizás se deba a la juventud de una escritora a quien le inspira respeto la dureza de su propia propuesta; o es posible que, por ser ella conocedora del mundo de la escena, valorase lo que significaba todavía en 1970 el dictamen de la censura. La pieza debe colocarse, por su aparición, junto a las que comportaron una reflexión sobre la sociedad y sobre los íntimos conflictos éticos de los individuos del momento, y supone también un claro precedente de la dramaturgia de los años ochenta, en la que jóvenes de la sociedad urbana de la transición política intentan encontrar luz en un mundo igualmente movido por intereses y mentiras. La propia Diosdado abordará estos nuevos conflictos, con nuevos personajes, en Los ochenta son nuestros, estrenada en 1988.

 

Los ochenta son nuestros. 1988 en el Teatro Infanta Isabel

Los ochenta son nuestros. 1988, en el Teatro Infanta Isabel. 3

 

Si eran los jóvenes de su tiempo quienes protagonizaron su primera obra, en El okapi, estrenada en 1972, con dirección de Enrique Diosdado e interpretada en los papeles de Teresa y Marcelo por Amelia de la Torre y el propio Diosdado, un grupo de ancianos que convive en una residencia llevarán a cabo la recuperación de la memoria ya lejana, de quienes padecieron la represión durante la posguerra. En estos textos, Ana Diosdado ha elegido colectividades que resultan ser víctimas del tiempo; los jóvenes del último franquismo o los de finales de los ochenta por vivir, en ambos tiempos, una importante conmoción social e ideológica y los mayores, porque ya no tienen sitio en una sociedad egoísta y competitiva que los confina a “El feliz descanso”, nombre del lugar donde se hallan recluidos.

Los personajes se sienten allí inútiles e incapacitados para cualquier actividad creativa. La autora perfila sus charlas, sus peleas, sus rencillas, su aburrimiento, la sensación que todos sienten de estar de más, con la misma maestría utilizada en el trazo de los jóvenes de su estreno anterior. La estructuración escénica es más compleja que en la primera; la acción tiene lugar en distintos espacios que se suceden o simultanean, significados por la luz; el número de personajes ha aumentado considerablemente y la estructura argumental se fragmenta para presentar retazos de las vidas de unos seres próximos a su fin y lastrados por el desengaño. La vida de la residencia se altera con la llegada de Marcelo; él interpone la distancia reflexiva para el espectador y actúa como conciencia activa para los demás residentes. Completan el elenco: el médico, la enfermera y el muchacho, personajes positivos que actúan como la nueva generación, frente a la Señora y los Guardias representantes de la intolerancia. Marcelo y los obreros con los que ocasionalmente se relaciona representan la conciencia colectiva frente al poder; Teresa será la conciencia individual dentro del sistema.

La pieza guarda no pocas similitudes con En la ardiente oscuridad, como hizo notar Mariano de Paco en “La huella de Buero Vallejo en el teatro español contemporáneo” y es posible hacer de ella una lectura simbólica en clave política, como en 1977 realizó la investigadora norteamericana Phyllis Zatlin. También desde su estética y contenido se relaciona con la corriente de realismo social que cultivaban autoras y autores ya veteranos y algunos aún desconocidos en aquel momento, como Domingo Miras, que entre 1970 y 1972 había escrito un teatro allegable al que comentamos, muy relacionado con el teatro de Antonio Buero Vallejo, al que ambos autores admiraban.

La institución, el clima de falsa felicidad, la constante represión de la que son objeto los residentes, la elusión de los problemas por parte de éstos, la presencia de un insumiso que procede del exterior, la muerte del revoltoso, son rasgos que emparentan la pieza con la de Buero antes mencionada, de igual manera que el coro final de “los viejecitos, desafinados, patéticos” trae al recuerdo la orquesta de ciegos de El concierto de San Ovidio. Se produce, pues, en la pieza una disemia que señala las dos vertientes temáticas que contiene: la denuncia de las condiciones del anciano en la sociedad actual y la representación simbólica del opresivo sistema de la dictadura.

En 1973 estrena Ana Diosdado Usted también podrá disfrutar de ella; Federico Carlos Sainz de Robles la editó, en 1975, en su selección de Teatro español 1973-1974 (en la que distinguía lo mejor de la temporada teatral), al igual que había hecho con Olvida los tambores, en la de 1970-1971.

Teatro escogido de Ana DiosdadoTuve la ocasión de ocuparme de la pieza en 2007, en el antes mencionado Teatro escogido de la autora, publicado por la Asociación de Autores de Teatro, y he de repetir aquí lo que entonces expresara: que, cuando un par de meses después de su estreno pude ver la representación, quedé admirada por la historia y el espectáculo y que, siempre que vuelvo a encontrarme con este texto, siento rabia porque tantas obras del mejor teatro español del siglo XX hayan sido relegadas al olvido en los escenarios, aunque los artículos y publicaciones intenten mantenerlas en el recuerdo.

La crítica, desde el primer momento, fue unánime al indicar las calidades literarias y espectaculares del texto y el acierto de su interpretación y puesta en escena. Fernando Lázaro Carreter (recojo los testimonios de prensa del citado volumen de Sainz de Robles) la califica de “historia bien inventada y bien contada”, afirma que posee “un contenido grave, una denuncia oportunísima” y añade: “El primer plano de mi admiración estaba ocupado por la maestría teatral de esta autora, sobre cuyas capacidades no cabe ya dudar”.

Por su parte, Sáinz de Robles terminaba sus palabras introductorias con estas expresivas afirmaciones: “Comedia dramática, tragicomedia muy bella, muy bien planteada, muy bien dialogada, muy bien rebozada en emociones y de iras dignas, esta de Ana Diosdado” y la considera “uno de los valores más enteros y sugestivos de nuestro teatro”.

Por la elección del tema (la manipulación de los individuos por los mecanismos de la sociedad actual) se vincula con el teatro que adquiere un compromiso ético y social de los dramaturgos del momento desde Buero y Sastre a los más jóvenes del grupo realista; con la perspectiva que estamos comentando esta obra recoge los efectos del comercio salvaje. En su crítica de Marca, Antonio Valencia apreciaba: “Esta vez la autora clama por el manejo interesado de los seres humanos, por su deformación en nombre de intereses económicos”. El argumento posee una tensión que va adueñándose del receptor desde el comienzo. Javier, un buen periodista fracasado que vende insulsos reportajes a una revista del corazón, ha ido a entrevistar a Fanny, la modelo publicitaria que está siendo el blanco de todas las miradas y del rechazo popular por ser la imagen visible de la casa industrial causante de la muerte de unos niños; ninguno de estos dos personajes desea seguir viviendo. La presencia de un forense en escena denota que al menos uno ha logrado su propósito. La intriga, procedimiento ya empleado en piezas anteriores, es el elemento organizador del relato, que, a pesar de estar concluido desde el comienzo, no desvelará sus claves hasta el instante final. Alfredo Marqueríe afirmaba en la crítica que le dedicó en el diario Pueblo:

Cuando se estrenó Olvida los tambores dijimos que Ana Diosdado carecía de los defectos inherentes a los bisoños. El tópico de “domina por entero la técnica teatral” se hace en ella una verdad tan grande como un rascacielos.

 

Olvida los tambores de Ana Diosdado, 1970

Olvida los tambores, de Ana Diosdado, 1970. 4

 

Existe en este drama una potente corriente sensitiva que sumerge al lector-espectador en el trágico argumento y le hace participar de los sentimientos, las angustias y las incertidumbres de los seres que le dan forma. Junto a ello, la pieza contiene, como en las anteriores, una profunda reflexión crítica sobre la vida, las personas y la sociedad del momento de la escritura del texto que, salvando algunos detalles, podría ser la de hoy. Pero no solo es en los elementos argumentales donde reside su faceta innovadora, sino que incorpora procedimientos múltiples de construcción y puesta en escena con los que se distancia al receptor del conflicto individual para que reflexione sobre su tiempo y sobre los problemas que él, como los personajes, tiene en su mundo. Entre estos procedimientos se encuentran las filmaciones; las voces en off; la fragmentación de la historia; los avances y retrocesos temporales; la polivalencia de los espacios; la integración del público, convertido en “el hombre de la calle”; el humor, que rompe la tensión del grave suceso particular; la sorpresa, con la que se quiebra a intervalos el proceso dramático; y todo ello perfectamente conjugado de principio a fin.

Las acotaciones, más extensas en las indicaciones espaciales o al desvelar el sentido íntimo de objetos y personajes, actúan en dos dimensiones: una de carácter funcional para inducir a la compleja propuesta espectacular; otra, mucho más subjetiva, en la que Diosdado vierte sus opiniones focalizando así la mirada del lector, director o no de la pieza.

Uno de los grandes aciertos que esta posee es el de la presencia de unos personajes densos, elaborados, y dotados de profunda humanidad. Javier y Fanny, en conflicto con ellos mismos y con su entorno, sufren una profunda decepción. Javier no tiene salida porque él mismo es el artífice de su destrucción. El cansancio, la dejadez y el abatimiento son marcas con las que está configurado este hombre vencido por una sociedad que sacrifica el talento en aras del dinero. El cinismo del escéptico domina su actitud inicial con la modelo pero irá evolucionando al comprender que se halla ante otra víctima del sistema. Fanny es un personaje rico en matices que se va mostrando en toda su humanidad al avanzar el proceso dramático.

Manolo, el fotógrafo de la revista, significa un gran acierto en la estructura del drama. Es un personaje positivo, de carácter abierto, ingenioso, y en apariencia inconsciente de lo que ocurre a su alrededor. Sin embargo, su espíritu sin dobleces deja entrever un alma noble que no sucumbe, como Javier, al desaliento y se muestra capaz de hacer frente a la vida. Representa el resquicio abierto en una situación cerrada para los protagonistas, como sucede en el modelo de la tragedia esperanzada, presente desde sus comienzos en la dramaturgia de Antonio Buero Vallejo

Un interesante aspecto es el del habla de los personajes que en la figura de Manolo actúa como signo caracterizador de su personalidad, y donde la dramaturga proyecta su sentido del humor y su destreza para establecer las réplicas. Este bien manejado elemento acerca la fábula dramática al espectador, que se reconoce también en el sistema expresivo.

 De entre los componentes escénicos, para los que se pide desde la acotación que no estén nunca “concretamente definidos”, el ascensor es un espacio de simbología múltiple, pues según el momento en el que se utiliza y quien lo ocupa significará aniquilamiento o salvación, y allí tendrá lugar el reconocimiento entre los personajes. La pieza está construida mediante una sólida arquitectura en la que los espacios se solapan y diversifican y el tiempo avanza y retrocede en un imprevisible juego del que va surgiendo la historia.

Con Los Comuneros, estrenada en 1974, Ana Diosdado está juzgando desde la historia al dictador y su derecho a matar escudado en su autoridad. José Antonio Maravall, al prologar la primera edición, manifestó su entusiasmo por la profundidad y destreza de la joven, como ya lo habían hecho ante sus estrenos anteriores Francisco García Pavón o Fernando Lázaro Carreter. La autora ha realizado pocas incursiones en el teatro de tema histórico y, sin embargo, como he afirmado en otras ocasiones, Los Comuneros merece la mayor consideración por la hondura con la que se trata un tema entonces tan dificultoso como el de la legitimidad de la violencia ejercida desde el poder y por la innegable indagación en procedimientos y técnicas renovadoras de la construcción dramatúrgica, como ha hecho en todas sus obras.

Lleva a cabo su propuesta a partir de la guerra que surgida tras el levantamiento de las Comunidades de Castilla contra Carlos I. Elige para ello personajes de la historia en el momento en que se desencadena una profunda crisis en sus relaciones, y con estos compone su fábula dramática, que, en palabras de Maravall, “acepta básicamente a la Historia, pero es otra cosa que historia”, sigue, pues, la línea de teatro histórico de revisión del pasado y función especular hacia el presente, según la teoría de Antonio Buero Vallejo.

El elemento temático axial de la pieza se centra en el dilema sobre el ejercicio de la violencia justificado por razón de estado. El argumento recoge la sublevación y el ajusticiamiento de sus adalides (Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco de Maldonado) pero la trama se articula, mediante la alternancia de tiempos y espacios, en la conciencia culpable de quien firmó la sentencia de muerte; desde allí, el receptor, dotado de omnisciencia por la trasgresión espacio-temporal, contempla las motivaciones externas y las dudas interiores de los dos impulsores de los hechos, antagonistas entonces y en el drama (Padilla y Carlos). La historia favorece la posibilidad de hablar desde el ayer hacia el hoy, de cambiar el tiempo cronológico por tiempo onírico y subconsciente y de alterar la entidad de los espacios (reales –históricos– o imaginarios –soñados–) para hacer que el espectador, a partir de una situación reconocible, reflexione sobre las causas y los efectos de las decisiones tomadas desde el poder.

 

Los comuneros, de Ana Diosdado. Teatro María Guerrero. Marzo de 1974

Los comuneros, de Ana Diosdado. Teatro María Guerrero. Marzo de 1974. 5

 

Buena conocedora del teatro en todas sus facetas, Ana Diosdado avisa desde la primera acotación de la importancia que la noción de tiempo posee en su pieza: “La escenografía tendrá que ver, de algún modo, con un reloj o con relojes”. Poco antes había localizado la acción en espacio y tiempo objetivos: “La plaza de un pueblo castellano, hacia 1520. De madrugada. El lugar está desierto”. Tal precisión coloca el inicio del espectáculo cuando Padilla, Bravo y Maldonado son conducidos al cadalso para ser ejecutados; todo adquiere un aire irreal, en parte, gracias a la presencia de “un grupo de actores que llamaremos las Sombras”; estas pueblan el escenario para ir incorporando a los distintos personajes.

Al ir a consumarse el ajusticiamiento, un Muchacho detiene la ejecución y se dirige al verdugo, denominado Hombre en la nómina de personajes. Quiere saber los motivos de tales muertes y el Hombre le da la versión oficial: “¿No has oído el pregón? Por traidores”. El joven no se conforma y sigue inquiriendo; finalmente, el Hombre le ofrece la solución y plantea el conflicto básico de la pieza: “Perdieron, ¿no? Luego erraron”. Desde entonces el escenario representará otro tiempo, el del comienzo de la disidencia. Hombre y Muchacho serán personajes siempre presentes en el proceso de la fábula dramática que se convierte en la revisión de una conciencia atormentada, la de Carlos, Hombre-verdugo y Muchacho; este último se identifica con el propio rey cuando, aún adolescente, firmó la sentencia de muerte de aquellos nobles. De la identidad de estos personajes, el espectador se irá enterando gradualmente. En realidad, todo sucede desde la mente torturada del Emperador agonizante.

Dentro de la ficción, se producen retrospecciones en las que se presentan los hechos desde la perspectiva del sublevado Padilla. El conocimiento que se proporciona al receptor de los aspectos privados del héroe revolucionario, el asistir a sus dudas y desengaños, a sus flaquezas y a su sentimiento de culpabilidad, constituyen otras tantas reflexiones sobre la relatividad de las acciones humanas, la naturaleza de la violencia (ejercida desde uno u otro bando) y la justificación del atropello. Todo ello supone una meditación sobre el poder y sus víctimas que en estos años y en los que les siguen se está planteando constantemente en el teatro, como reflejo de lo que presenta la realidad.

En 1976, antes de que se cumpliera un año de la muerte de Franco, estrena  …Y de Cachemira chales, una parábola del fin de la dictadura y del intento de persistencia del represor. Escrita en clave simbólica, presenta a unos personajes cuyos comportamientos están marcados por una extrema dureza, encerrados en un espacio imposible de salvar. La parábola remite a la situación de la España de ese momento en el que las ataduras del régimen se resisten a desaparecer. Dos niveles temáticos se aprecian en ella: la búsqueda de la libertad, a partir de la consecución del espacio exterior y el enfrentamiento de dos concepciones del mundo representadas por los perpetuadores del antiguo sistema frente a los que intentan establecer el cambio. En la superficie, el argumento está sustentado en una historia futurista. Se ha producido un cataclismo nuclear y en lo que queda de unos grandes almacenes se han refugiado tres personas: Juan, un hombre de 60 años; Biel, un joven; y Espe, una adolescente ciega; después se les sumará Dani, un hombre de treinta años que procede del mundo exterior. El texto guarda evidentes relaciones con El okapi como hizo notar Phillys Zatlin en 1984: y, por supuesto, con En la ardiente oscuridad, o El concierto de San Ovidio, de Buero Vallejo, ya que Dani, como Ignacio o David, no viene a traer la concordia sino la subversión, de la que podrán salir victoriosos o perecer en el intento. Lo que propone es abandonar la aparente seguridad de aquel espacio donde están cubiertas todas sus necesidades e intentar la salida a un mundo que suponen desierto y calcinado. Pero el poder no está dispuesto a perder su territorio. Juan, bajo su tranquila y paternal apariencia, esconde al representante del pasado código y se empeña en imponerlo a los otros. Ha hecho de Biel su lacayo a cambio de ofrecerle a la chica y la fuerza de las armas; él lo obedece, obsesionado por obtener la supervivencia engendrando un hijo.

Espe, la niña ciega, ha de soportar los abusos de los dos hombres. Con ella ha trazado Ana Diosdado un interesante personaje, símbolo de la marginación de la mujer en un universo dominado por el violento y autoritario canon masculino; su ceguera, producto de la catástrofe, la obliga a transitar siempre por un mismo y conocido camino, ello la hace vulnerable y fácil de controlar; su corta edad la convierte en signo de la mujer mantenida en una invariable infancia. Dani será quien convenza a los dos jóvenes de la existencia de otra realidad. La marcha hacia el exterior y los ruidos que desde allí se perciben abren la puerta a la esperanza de unos seres que han sido capaces de enfrentarse a la tiranía.

Los espacios revisten un profundo simbolismo en esta pieza en la que Diosdado refleja el miedo de una generación que ha vivido alienada y las trampas que ocultan los que desean seguir dominando por el miedo. El lenguaje verbal expresa la dureza de situaciones y comportamientos y hace pensar, dado su nivel simbólico, en el teatro de autores como Dürrenmatt, Pinter o, en el panorama español, Luis Riaza. Es un texto inquietante que, sin llegar a la perfección de los anteriores, se enfrenta con valentía a un tema de la más radical actualidad del momento de la escritura.

En 1979 realizó un guion para la radio, La imagen del espejo, que, en 2004, publiqué en una antología de teatro breve en la editorial Cátedra. Vuelve allí a colocar a un personaje del pasado ante su verdad en el marco de las cárceles secretas de la Inquisición, Ana Diosdado propone una reflexión dramática sobre el poder y la culpa, la intolerancia, la vulnerabilidad del rebelde sometido al miedo y a la soledad e indaga, mediante las trampas a las que son expuestos sus personajes, en los mecanismos que los más fuertes emplean para reducir la sedición. La pieza sustenta su argumento sobre una estructura de incógnitas y reconocimientos, técnica esta, la de utilizar la intriga, en la que, como hemos indicado, Diosdado era ya diestra en su teatro extenso. Tal procedimiento llevará al relevo de identidades y papeles entre el Preso y el Otro y, finalmente, a que personajes y receptor comprendan que los otros han estado engañando a todos. Se organiza el conflicto mediante tres encuentros en la atmósfera asfixiante de una celda privada de luz, donde los seres se convierten en sombras y los perfiles individuales se desdibujan y mezclan, por ello, cada uno de los dos personajes que habita tal espacio asume su identificación con el otro, unidos como se encuentran en su peligrosa situación de disidentes y en su deseo de libertad.

Nos hemos detenido de forma particular en estas piezas porque no solo fueron la etapa teatralmente más fructífera de la autora sino también aquella en la que ensayó fórmulas diversas de dramaturgia con éxito y en la que su compromiso con su entorno se hizo patente en los temas de cada una de ellas. Por esos motivos es sorprendente que se encontrase diez años ausente de los escenarios teatrales, aunque sí obtuvo importantes éxitos con sus guiones de televisión en 1985 (Anillos de oro) y 1986 (Segunda enseñanza), hasta reaparecer en la escena, en 1986, con Cuplé, “un disparate simbólico-festivo” de la España de la democracia. El tiempo transcurrido y la consolidación del cambio de régimen, requerían, como ella misma explica, una presentación diferente. Fiel a su actitud renovadora, efectúa en esta pieza una derivación hacia la estética esperpéntica, con grandes desmesuras y la idea que desde el principio la ha acompañado: hablar del mundo que ve. La obra se configura como una metáfora sobre la situación de la España del presente de su escritura, encarnada en Carmen, su protagonista y en el entorno en el que vive, al tiempo que permite detectar el crítico desencanto producido por los comportamientos políticos de esos años de democracia que el tono humorístico, sobre todo en boca de Balbina, la criada y fiel compañera de Carmen, con el que está tratado el texto no pretende encubrir.

Con Los ochenta son nuestros (1988), como hemos indicado, vuelve al mundo de los jóvenes, como también había hecho en la serie de televisión Segunda enseñanza. Son ahora chicos y chicas salidos de la reciente “Movida madrileña”, con su carga de desorientación vital y los traumas que una mal entendida libertad les ha ocasionado.

Un cambio radical en cuanto a la estética y la construcción del drama se encuentra en su siguiente obra, Camino de plata, del mismo 1988. Frente a la amplía nómina de personajes de aquella, ahora solo tres actores, el psiquiatra, Paula, la enfermera, y el personaje ausente del marido desarrollan en un espacio único el tema de la posible liberación de la mujer. Como en sus propuestas anteriores, Diosdado deja también una puerta abierta a la esperanza en el futuro de sus protagonistas.

 

Camino de plata

Camino de plata de Ana Diosdado. Teatro Muñoz Seca de Madrid, 1988. 6

 

Tres años después escribe En la corteza del árbol y estrena Trescientos veintiuno, trescientos veintidós, que suscitó la sorpresa de la crítica porque en esta abandona los contenidos sociales para poner en pie un juego de espacios y personajes, hábilmente trazados en una comedia de corte clásico con una noción cuántica del espacio de las dos habitaciones del hotel de lujo donde dos parejas, una joven y otra madura, viven, alternando fantasía y realidad, una historia de amor y final feliz.

Trescientos veintiuno-trescientos veintidós

Trescientos veintiuno-trescientos veintidós 7

Cristal de Bohemia (1994), subtitulada “Disparate melo-satírico”, se desarrolla en “una antigua casa de lenocinio”; en ella, la autora maneja una expresión y unas acciones broncas, con gran acumulación de temas, con realidades y ficciones que marcan a los personajes en una pieza que la propia Diosdado calificó de “comedia feroz”.

En la acotación inicial de Decíamos ayer (1997) indica que “se desarrolla entre las ruinas de una antigua abadía medieval, esencialmente en la nave de lo que fue la iglesia, desacralizada ya y desprovista de ornamentos religiosos”. En ese lugar se produce lo que calificó de “un cuento imposible, que en realidad es posible, como los amores imposibles”. En esta pieza, como en otras suyas, fantasía y realidad se alternan porque en un espacio actual, habitado por personas del momento de la escritura, aparece una joven del siglo XV acusada de bruja y condenada a la hoguera. Estos elementos, manejados con destreza por Diosdado, favorecen el humor, en el choque de las formas expresivas, e intenta llevar al espectador, como otras veces, mediante el suceso histórico o mediante la parábola, a contemplar que el tiempo no ha pasado para la intolerancia, el abuso y la mentira, como “decíamos ayer”.

Preguntada en 1999, en El País por la aventura a la que se refiere en su obra La última aventura, respondió: “a la aventura en su sentido más amplio, que es la aventura de vivir”. Con esta intención enfrenta a sus personajes en el restringido espacio de un bar, propiedad de dos de ellos, y va desgranando con su habitual pericia y adecuada expresión lingüística los pequeños –o grandes– problemas particulares y tocando al igual que en otras obras los conflictos colectivos.

Harira (2005) es una pequeña joya dentro de la escasa dramaturgia de pequeño formato de la autora. Forma parte de un conjunto de piezas breves de varios autores que se recoge en Once voces contra la barbarie del 11-M publicado tras los atentados de los trenes de cercanías de Madrid en 2004.

Ana Diosdado desarrolla la suya con dos mujeres y, con la habilidad que la caracterizaba para la construcción dramatúrgica, hace brotar el tema de la solidaridad femenina mediante la situación que viven la inmigrante musulmana y la señora española, en cuya casa trabaja, el día del atentado, poco antes de que se produzca; ambas van a resultar víctimas de la violencia que los hombres han provocado. En este texto se establece un puente entre las dos culturas por la proximidad entre las mujeres que comparten un espacio, el de la cocina de la casa de Carmen, donde trabaja Amina, y unos elementos: las confidencias que una y otra se intercambian durante la elaboración conjunta de una comida marroquí, la harira. La unión se completa trágicamente tras los mortales sucesos. El reducto doméstico es un lugar de salvación; pero a través de la radio penetra en él el exterior traumático trasmitido por un constante y envolvente espacio sonoro de voces que recitan el nombre de los muertos que, superpuestas al diálogo, irá adueñándose del mismo. El avance de la conversación va provocando la intranquilidad del receptor, convertido en investigador, al poder reconocer, en lo que Amina cuenta de su sobrino, los rasgos de un furor imparable que culmina al marcar el reloj que preside el escenario (junto con el calendario y la radio) el momento de las explosiones. La acción reside en el diálogo y progresa mediante la palabra, por la que el receptor adquiere, así mismo, conocimiento de los hombres, personajes omitidos; de los terroristas (familiares de Amina) y de una víctima directa (el marido de Carmen); el recitado de los nombres, que constituyen desde el principio la atmósfera de la tragedia, se adueña de la escena cuando Amina hace el ademán de subir el volumen de la radio; de esta forma palabra y acción se conjugan hasta llegar al gesto final con el abrazo de las dos mujeres, igualmente aniquiladas por el terror.

En El cielo que me tienes prometido (2015), última obra dirigida y estrenada por Ana Diosdado, vuelve la autora a un personaje histórico del siglo XVI, a Teresa de Jesús, la gran mujer, religiosa, emprendedora, valiente frente al mundo masculino “del paño” y frente a sus muchas limitaciones de salud, trabajadora incansable, escritora prolífica y certera, fiel a sus principios y luchadora por sus ideas. No es extraño, aunque se produjera la oportunidad del centenario, que Diosdado la eligiese como protagonista de su obra porque algunas concomitancias podrían encontrase entre ella y el personaje. En otoño de 2020, la revista Estreno publica la pieza y en la “Nota de la autora”, que se transcribe antepuesta al texto, ella indica que la Teresa que la atrae es “la que enseña que Dios está también en las cacerolas, la del día a día”. Esa faceta de la Santa, que se percibe en sus cartas y en tantos de sus escritos, se entrecruza con los consejos sobre estrategias de defensa contra quienes quieren aniquilar su reforma y con su siempre declarada confianza absoluta en la voluntad de Dios.

Teresa sufrió duros ataques por quienes habían convertido los conventos en lugares de reunión y tertulia de los nobles; ella limpió tales vicios al crear los monasterios reformados de descalzas y aquello no se le perdonó fácilmente. Una de sus oponentes fue la princesa de Éboli, a la que la enfrenta la autora en su obra como lo explica en la “Nota” antes citada:

Ambas mujeres eran de genio vivo y dominantes en su entorno, ambas tuvieron discusiones y choques durante la construcción del monasterio de Pastrana y volvieron a tenerlos al morir el príncipe y pretender su desconsolada esposa tomar el hábito en Pastrana… pero sin dejar de vivir y ser tratada como una princesa que manda en su casa.

 

El cielo que me tienes prometido

El cielo que me tienes prometido. 8

 

Como es habitual en su dramaturgia, Ana juega con la realidad y la ficción, tiempo y espacio, marcados en las acotaciones, se mueven entre lo concreto y lo irreal soñado, la voz de su gran amigo Fray Juan de la Cruz lleva a otro espacio, distinto de los habilitados por la luz y las gasas que juegan en el escenario y sus versos identifican la actitud religiosa de Teresa con la del poeta místico.

Por fortuna, como comentaba Paloma Pedrero en el “Homenaje” que le dedicó, tras su muerte, Las Puertas del Drama, esta autora ha sido siempre reconocida y sus méritos aplaudidos, al igual que su obra. Muy joven quedó finalista del Premio Nadal de novela, Fue Premio Fastenrath de la Real Academia Española, Premio Maite, TP de Oro y Fotogramas de Plata, Socio de Honor de la Asociación de Autores de Teatro, en la XVI edición de los Premios Max le fue concedido el Premio Max de Honor, Medalla de Oro de Valladolid, Doctor Honoris Causa por la Universidad de Alcalá… En 2016, recibió la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio, a título póstumo.

Desde el título hemos llamado a Ana Diosdado “mujer de teatro” y, si lo fue desde la cuna, lo ha sido hasta el final. En 2015, la muerte le sobrevino en una reunión de la SGAE, y tuvo en cartel su obra sobre la Santa de Ávila. Como hemos intentado mostrar, deja un importante legado para la historia del teatro español y para aquel público que pueda acercarse a su obra.

 

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Notas    (↵ Volver al texto returns to text)
  1. Ana Diosdado, Olvida los tambores, Acto primero, pág. 63, en Teatro escogido, Coord. César Oliva, Madrid, Asociación de Autores de Teatro, 2007. El lector podrá también encontrar en este volumen: Los Comuneros, Usted también podrá disfrutar de ella, trescientos veintiuno, trescientos veintidós Decíamos ayer, La última aventura, La imagen del espejo y Harira.↵ Volver al texto
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