N.º 58El autor teatral en las Comunidades autónomas II

NUESTRA DRAMATURGIA

La dramaturgia de Juan Mayorga, Premio Princesa de Asturias
de las Letras

 

José-Luis García Barrientos
(CSIC)

 

Juan Mayorga premio Princesa de Asturias

Juan Mayorga, premio Princesa de Asturias de las Letras 2022.

I

Por la obtención del Premio Princesa de Asturias de las Letras 2022 hay que felicitar, en primer lugar, al premiado, Juan Mayorga: por merecerlo; pero también, me parece, al teatro y más exactamente a la literatura dramática; lo que bien merece una reflexión preliminar. No admite discusión el hecho de que Mayorga es un genuino escritor de teatro, un dramaturgo, y hasta que lo es casi en exclusiva. Por eso no se pueden encontrar atenuantes a la excepción que supone que el premio, destinado a destacar la trayectoria de hombres de letras, recaiga este año en un dramaturgo, o sea, un hombre de teatro.

En las cuatro décadas de vigencia del galardón, y entre los cuarenta y dos autores premiados, solo dos dramaturgos, y tan genuinos como Mayorga, lo habían recibido antes: Francisco Nieva (1992) y Arthur Miller (2002); lo que representa un exiguo 7% del total. Creo que este hecho no es casual sino revelador de la muy precaria posición del teatro en el canon de los géneros literarios en la actualidad. Subrayo esto último porque pocos podrán creer hoy que desde la Poética de Aristóteles hasta bien entrado el siglo xix el teatro haya ocupado, en nuestra cultura, la cima de la Poesía, de la Literatura; que haya sido el género literario por excelencia, por antonomasia. Al menos para la teoría o el pensamiento literario.

El responsable de la caída del teatro desde la cima hasta la sima en la estimación literaria es, sin duda, el Romanticismo, padre también de otros engendros tan dañinos para la humanidad como el nacionalismo o la posverdad. Él sienta las bases de la revolución literaria que acaba con la hegemonía del teatro en beneficio de la lírica y la narrativa; cuyo triunfo cultural, a dos siglos vista, puede constatarse consultando la lista de ganadores del Premio de las Letras en cuestión. Se verá que la parte del león es para los narradores, seguidos de los poetas. Solo hay otro género más maltratado aún que el teatro, con solo dos representantes premiados, Rafael Lapesa (1986) y Ricardo Gullón (1989), que representan el 4,7% del total: los ensayos o estudios lingüísticos y literarios. Algunos –no yo– les negarán quizás su pertenencia a la Literatura, pero ¿también a las Letras, que es de lo que se trata?

Esto me da pie a una última consideración al respecto. Por extraño que pueda parecer, buena parte de la propia gente de teatro, incluidos sus escritores, se han empeñado durante buena parte del siglo XX en desmarcarse de la literatura, en negar a los textos de teatro su posible estatuto de “obra” verbal autónoma, o sea, literaria; que es perfectamente compatible con sus dimensiones genuinamente teatrales de “partitura” para una puesta en escena y de “documento” o fijación parcial de la misma. Este tirar piedras contra su propio tejado se explica seguramente por la guerra que libró el arte escénico durante el siglo pasado para independizarse de la literatura.

Pero una vez ganada esa guerra justa, cuando nadie en su sano juicio niega su autonomía al arte de la escena (directores, actores, escenógrafos…), carece de sentido seguir enfrentando el espectáculo a la literatura, como si fueran incompatibles. Quienes siguen erre que erre me recuerdan a aquellos soldados japoneses de la segunda guerra mundial que, aislados, no se habían enterado, mucho tiempo después, de que la guerra había terminado.

Creo que el siglo XXI será, es ya, el de la integración armoniosa de esos dos aspectos del teatro, en relación conjuntiva, no disyuntiva: espectáculo y literatura, plena y ventajosamente, sin contradicción alguna. Es lo que ejemplifica la trayectoria de Juan Mayorga de manera paradigmática, a mi juicio, y lo que quiero creer que el Premio Princesa de Asturias de las Letras viene a certificar este año.

El encargo de Las puertas del drama, que me honra y que acepté por eso sin pestañear, de un texto en el que celebrar este importante premio me recordó enseguida la laudatio que me encomendó pronunciar la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en el acto de entrega del Premio La Barraca el 27 de agosto del 2013 y que, una vez revisada, actualizada y considerablemente ampliada, me pareció el germen idóneo de este texto; cuyo objetivo es, como el de aquella, proporcionar una idea lo más clara posible de la obra de Juan Mayorga, de su dramaturgia.

En pos de esa pretendida claridad, pero también como gesto de insumisión, el artículo ostenta sin complejos un tono ensayístico que, a mi juicio, lo dota de un valor añadido y no lo priva de nada, contra lo que piensan los zotes de la “política científica”. Del mismo modo, no se arredra ante el concepto de “valoración”, en este caso estética, que asusta a muchos hoy; sino que lo practica con osadía -espero- responsable y hasta lo elije como hilo conductor de la reflexión. Para provocar a los pusilánimes bizantinos, pero sobre todo para desafiarme a mí mismo.

 

II

Juan Mayorga nació en Madrid en 1965. Se licenció en Filosofía y en Matemáticas en 1988. Amplió estudios en Münster, Berlín y París. En 1997 se doctoró en Filosofía. Ha enseñado Matemáticas en Madrid y Alcalá de Henares y es profesor de Dramaturgia y Filosofía en la Real Escuela Superior de Arte Dramático, en excedencia desde hace algunos años. En la actualidad dirige la Cátedra de Artes Escénicas en la Universidad Carlos III de Madrid y el Máster en Creación Teatral de la misma universidad. Sus trabajos filosóficos más importantes son Revolución conservadora y conservación revolucionaria. Política y memoria en Walter Benjamín y los ensayos recogidos en Elipses. Es miembro de número de la Real Academia Española y acaba de ser nombrado Director Artístico del Teatro de la Abadía.

Entre los muchos premios que ha cosechado, además de los dos recién mencionados, el que motiva estas palabras, sin duda el más importante, y el que las prefiguró, se cuentan el Nacional de Teatro 2007 y el Nacional de Literatura Dramática 2013, el Valle-Inclán 2009 y los Max al mejor autor (2006, 2008 y 2009) y a la mejor adaptación (2008 y 2013), así como el Premio Europa Nuevas Realidades Teatrales de 2016. La película francesa Dans la maison, de François Ozon, basada muy fielmente en su obra El chico de la última fila, ganó, entre otros premios, la Concha de Oro del Festival de San Sebastián 2012 y el Premio al mejor guion, precisamente.

Además de haber escrito una cuarentena de piezas breves, reunidas en el volumen Teatro para minutos, es autor de los siguientes textos teatrales: Siete hombres buenos, Más ceniza, El traductor de Blumenberg, El sueño de Ginebra, El jardín quemado, Angelus Novus, Cartas de amor a Stalin, El Gordo y el Flaco, Himmelweg, Animales nocturnos, Palabra de perro, Últimas palabras de Copito de Nieve, Hamelin, El chico de la última fila, Fedra, La tortuga de Darwin, La paz perpetua, El elefante ha ocupado la catedral, La lengua en pedazos, El crítico, El cartógrafo, Los yugoslavos, El arte de la entrevista, Reikiavik, Famélica, Amistad, El Golem, El Mago, Intensamente azules, La intérprete, La colección, El diablo cojuelo, Voltaire y Silencio.

Ha escrito versiones nada menos que de Rey Lear de Shakespeare, La vida es sueño y El monstruo de los jardines de Calderón de la Barca, La dama boba y Fuenteovejuna de Lope de Vega, La visita de la vieja dama de Dürrenmatt, Natán el sabio de Lessing, El Gran Inquisidor de Dostoievski, Divinas palabras de Valle-Inclán, Un enemigo del pueblo de Ibsen, Ante la Ley de Kafka, Platonov de Chéjov, Woyzeck de Büchner y Hécuba de Eurípides, entre otras.

Sus obras han sido traducidas al alemán, árabe, búlgaro, catalán, coreano, croata, checo, chino, danés, esloveno, esperanto, estonio, euskera, finlandés, francés, gallego, griego, hebreo, holandés, húngaro, inglés, italiano, japonés, letón, noruego, polaco, portugués, rumano, ruso, serbio, turco y ucraniano; y se han representado en Alemania, Argentina, Australia, Bélgica, Brasil, Bulgaria, Canadá, Chile, Colombia, Corea, Costa Rica, Croacia, Cuba, Dinamarca, Ecuador, El Salvador, España, Estados Unidos, Francia, Grecia, Holanda, Hungría, Irlanda, Israel, Italia, Letonia, México, Noruega, Paraguay, Perú, Polonia, Portugal, Reino Unido, Rumanía, Rusia, Serbia, Suiza, Turquía, Ucrania, Uruguay y Venezuela.  

Como director, ha puesto en escena sus obras La lengua en pedazos (2012 y 2021), Reikiavik (2015), El cartógrafo (2016), Intensamente azules (2018), El Mago (2018) y Silencio (2022). En 2011 fundó la compañía La Loca de la Casa.

Hasta aquí una apretada selección de hechos. Y los hechos, en efecto, lo dicen todo. Por ejemplo, dicen también que Mayorga es el dramaturgo español de nuestro tiempo con mayor proyección internacional. Por algo será. Pero, puesto que caben y creo que vienen a cuento, me gustaría añadir unas pocas puntualizaciones a estos hechos.

La formación y la talla intelectual de Mayorga están muy por encima de la media de su oficio. Y eso se nota –ya lo creo– en sus obras. Para bien, desde luego. Pues circula el bulo, muy socorrido entre artistas analfabetos, de que el conocimiento puede mermar la creatividad, la intuición, la frescura… Lo cierto es que el saber no ocupa lugar: no resta nada y se suma con todo. El caso lo demuestra.

Hombre de teatro de los pies a la cabeza, creo que la plena dedicación –que asombrará a muchos– de un intelectual como Mayorga a un arte en apariencia tan modesto contribuye a dignificarlo. Muy particularmente el oficio de dramaturgo. Pues el teatro de hoy, embobado con los directores, corre el peligro de perder el respeto a esta figura, que sigue siendo la fundamental o la menos prescindible para el éxito de los espectáculos. Aunque no lo parezca.

 

III

Aun habiendo conseguido antes éxitos tan rotundos como el de Cartas de amor a Stalin (1998), la consagración de Mayorga como dramaturgo llega en 2003 con Himmelweg (Camino del cielo), que es a mi juicio su obra maestra hasta el momento y también de la que se siente el autor «menos insatisfecho».

 

Cartas de amor a Stalin, de Juan Mayorga. (Teatro María Guerrero, 1999)

Cartas de amor a Stalin, de Juan Mayorga. (Teatro María Guerrero, 1999). 1

Su mérito es proporcional al formidable desafío estético que afronta y que supera con suma inteligencia artística: nada menos que poner en escena el Holocausto, y en su escenario más genuino, el horror de los campos de exterminio; lograr una auténtica dramaturgia de lo irrepresentable.

Creo que la obra es plenamente teatral y que yerran quienes le regatean ese carácter, deslumbrados quizás –y con razón– por sus alardes de forma y estructura. Pocos dramas consiguen como este, no ya quebrar, sino abolir el orden cronológico, anular la lógica del tiempo. Y sin merma del interés.

Lo mismo puede decirse del empleo de la repetición, o del recurso al monólogo, de los que solo el extenso inicial es predominante aunque no exclusivamente narrativo. A partir de este, que revela todos los hechos, la representación no puede sino volver y dar vueltas sobre ellos, para explicarlos, para comprenderlos. Lo asombroso es que la intriga, el afán por saber más, no decaiga en ningún momento.

Himmelweg habla de los campos de exterminio de judíos en la Alemania nazi, o mejor, de la ceguera ante el terror por incredulidad o cobardía; de las oportunidades echadas a perder, más criminales a veces que los mismos crímenes. Pero nos interpela directa y a veces expresamente, pues es ante todo «una obra sobre la actualidad» según Mayorga.

No resulta difícil identificarse con el personaje focal, alguien bienintencionado, que quiere ayudar. Pero que no se atreve a abrir las puertas que hay que abrir para descubrir que el camino del cielo es en realidad un camino al infierno. Tampoco cuesta identificar a una sociedad que no quería –y que no quiere– ver.

Las atroces relaciones entre víctimas y verdugos, entre culpa e inocencia, entre horror y pasividad cómplice, se despliegan en un perverso juego meta teatral: hacia dentro, la espeluznante representación del engaño criminal; hacia fuera, la revelación de la verdad por la puesta en evidencia de la impostura. 

Obra de una dureza casi insoportable, mitigada por la mirada oblicua y el derroche de inteligencia. Incursión en el infierno de la inhumanidad, que nos hiere de muerte tanto como nos cura el milagro del arte. Pura y gran literatura. Teatro grande y genuino. Eso es Himmelweg.

Resulta significativo que la única pieza que podría disputarle, en mi opinión, el título de obra maestra del autor, El cartógrafo, sea también una obra sobre la Shoah, centrada en este caso en los sucesos del gueto de Varsovia. Y es que este tema ocupa buena parte de la producción de Mayorga, que asume el mismo reto artístico que Himmelweg y despliega recursos similares.

 

José Luis García Pérez y Blanca Portillo en El cartógrafo

José Luis García Pérez y Blanca Portillo en El cartógrafo. 2

Es su “teatro del Holocausto”, que, además de en estas dos obras mayores, se expresa por lo menos en las siguientes: discutiblemente en El traductor de Blumemberg, parcialmente en La tortuga de Darwin, indirectamente en dos piezas breves, Tres anillos y JK, centrada esta en la peripecia final de Walter Benjamin, y plenamente en Job y en Wstawac, una versión sobre textos de Primo Levi.

Todo apunta en la misma dirección: rehuir lo explícito, lo directo, lo frontal y sobre todo lo inmediato en favor de lo implícito, lo indirecto, lo oblicuo y especialmente lo mediado, como solución a la aporía de decir lo indecible, de representar lo irrepresentable: un horror de tal calibre que no puede exhibirse sin resultar obsceno.

Destacaré solo la presencia recurrente, junto a otras formas de oblicuidad, de una impúdica mediación narrativa, siempre dentro del modo dramático de representación, pero a punto siempre de transgredirlo; mediación que se compadece a la perfección con esa hegemonía casi absoluta de la palabra que caracteriza todo el teatro mayorguiano y no solo, aunque sí quizás en especial, su teatro del Holocausto.

Siendo lo decisivo, desde luego, su talento como dramaturgo, Mayorga es además, como se ha dicho, matemático y filósofo. Lo relevante es que sus tres vocaciones no resultan divergentes ni siquiera paralelas, sino que convergen en su creación artística. Su peculiar teatro histórico, del que Himmelweg y El cartógrafo son excelentes muestras, tiene mucho que ver con la dedicación del autor a la filosofía de la historia. Y la estructura de muchas de sus obras es, como la de estas, de una precisión y una belleza genuinamente matemáticas.

Sin ceder un ápice de emoción y naturalidad, a la vez hondo y vivo, llano y exquisito, el de Mayorga es sobre todo un teatro inteligente. Y yo creo que el drama es más exigente que el relato y el poema con la inteligencia. Y que esta no menoscaba la teatralidad, sino que la acrecienta.

El éxito de este teatro cuenta con el agravante de haberse producido en gran medida contra corriente. Casi ninguna de las etiquetas que lo pueden definir parecía favorecer el interés ni menos aún el aplauso del público teatral establecido. Ni el teatro de la palabra ni el teatro de ideas (filosófico, intelectual, de tesis) ni el teatro político tenían muy buena prensa cuando Mayorga irrumpe en el panorama del teatro español contemporáneo.

Como dramaturgo, es uno de los protagonistas de la vuelta a un “teatro de la palabra”, que practica hasta el punto de que a sus obras le estorban más que le ayudan los alardes espectaculares. Sin dejar de ser teatral en absoluto, este tipo de drama, novedoso como el que más y del que Mayorga es quizás el representante más genuino en su generación, supone también un nuevo encuentro de la escena y la literatura, que se reconcilian después de haber andado enfrentadas durante buena parte del siglo xx.

Creo que esa hegemonía de la palabra hace que al teatro de Mayorga le sienten mejor el pequeño formato y el ascetismo espectacular, modelo al que se atiene él mismo en las obras que ha dirigido hasta ahora. Considero, por ejemplo, más lograda la puesta, casi totalmente despojada, que dirigió Víctor Velasco de El chico de la última fila en la sala Cuarta Pared que la estrenada por Helena Pimenta, más rica.

 

El chico de la última fila con dirección de Víctor Velasco

El chico de la última fila con dirección de Víctor Velasco. 3

El despliegue escenográfico de Himmelweg cuando se estrenó en el Teatro María Guerrero de Madrid (2004) —y la asunción con todas sus consecuencias de la disposición “a la italiana”— atentaba gravemente contra el sentido de la obra, a mi entender. Y resultaba más chocante todavía tras haber visto Animales nocturnos en La Guindalera, una pequeña sala alternativa en la que no cabe (literalmente) veleidad espectacular alguna y no hay más remedio que confiar el quehacer representativo a la palabra y, claro está, al trabajo del actor.

 

Himmelweg (Camino del cielo) de Juan Mayorga. Teatro María Guerrero, 2004

Himmelweg (Camino del cielo) de Juan Mayorga. Teatro María Guerrero, 2004. 4

Pienso que la opulencia del María Guerrero ha vuelto a frustrar en el mismo sentido los estrenos de La paz perpetua, dirigida por José Luis Gómez, y de El arte de la entrevista. Por el contrario, el montaje quizás más logrado entre los que he visto de las obras del autor  y que roza la perfección, el de Hamelin dirigido por Andrés Lima con el grupo Animalario, se basa casi en exclusiva en la palabra y el actor, con una mínima escenografía, y aun esa en mi opinión prescindible por gratuita.

En un tiempo en que parecía imposible o haber pasado a la historia, Mayorga nos propone un «teatro de ideas» sin anestesia. Y, sorprendentemente, con un éxito notable. Lo que demuestra quizás que la calidad vence siempre y puede con todo. Estoy seguro de que entra en juego aquí la ventaja de su sólida formación intelectual. En ocasiones se llega al extremo de rozar el cuasi imposible de que sean las ideas, y no la acción, el personaje o la ambientación, el elemento subordinante en la construcción dramática. Es el caso, por ejemplo, de las recientemente estrenadas Voltaire y Silencio

En este sentido de un nuevo teatro de ideas, de prosapia filosófica, y no en el de un didactismo primario o un doctrinarismo ramplón, se puede definir el de Mayorga también como un “teatro político”, si limpiamos esta palabra de las adherencias que la ensucian y empequeñecen hoy. Un teatro que, muy por encima de raquíticos partidismos, pone con nobleza y hondura a la ciudad ante sus problemas más candentes: el terrorismo (La paz perpetua), la emigración (Animales nocturnos), la pederastia (Hamelin), etc. A veces se recurre a una distancia histórica, pero que siempre apunta –y dispara– al presente.

Si todo el teatro de Mayorga es político, ideológico y predominantemente verbal, solo una parte, pero importante, puede calificarse de “teatro histórico”. Y ello en un sentido bastante amplio del concepto. La incursión en el pasado no rebasa el siglo xx, casi sin excepción (La lengua en pedazos), y rara vez cuenta con personajes históricos en sentido estricto (Cartas de amor a Stalin). Todo se encuentra sometido a un alto grado de ficción, más allá de su poso de realidad. La historia aparece siempre reinventada por la imaginación. Nada más lejos de lo documental.

En “El dramaturgo como historiador”, una reveladora reflexión al respecto, Mayorga afirma que «el teatro histórico siempre dice más acerca de la época que lo produce que acerca de la época que representa». La afirmación tiene validez general. El concepto de distancia temporal, tal como lo he teorizado, implica las dos épocas aludidas pues se mide precisamente entre ellas y es un aspecto de la recepción que se resuelve tanto en la dramaturgia (que no puede desembarazarse de su tiempo al crear el pasado) como –quizás sobre todo– en la puesta en escena, que es en sí misma una actualización, una máquina de hacer presente; forzosamente, incluso la que pretendiera lo contrario.

En el límite casi insostenible de lo ideológico, una de las mayores rarezas del teatro de Mayorga es que haya frecuentado un género insólito, que podía parecer bien muerto y enterrado y que fue propio, por cierto, de la Ilustración. Me refiero a la fábula dramática con animales como personajes. Palabra de perro está basada libremente en la novela ejemplar de Cervantes. Los personajes de La paz perpetua, que nos remite nada menos que a Kant, son perros policías. Últimas palabras de Copito de Nieve, también de acentuada carga filosófica, tiene como protagonista al histórico gorila albino del zoo de Barcelona, impenitente lector de Montaigne.

Pero en ninguna obra la distancia entre actor y papel ha sido mayor ni la ilusión de realidad más lograda que en La tortuga de Darwin. Se trata de una comedia que se estrenó con éxito el 6 de febrero del 2008 en el Teatro de la Abadía de Madrid bajo la dirección de Ernesto Caballero y con una memorable Carmen Machi en el papel protagonista. Su interpretación contribuyó tanto como el encaje de bolillos del texto a hacer creíble, de principio a fin, que ella es ni más ni menos que una tortuga, la de Darwin.

 

Carmen Machi en La tortuga de Darwin dirigida por Ernesto Caballero

Carmen Machi en La tortuga de Darwin, dirigida por Ernesto Caballero. 5

El soporte de la trama es tan leve como eficaz: Harriet se presenta ante el Profesor, autor de una Historia de la Europa contemporánea, y se ofrece a señalarle inexactitudes y a revelarle aspectos desconocidos de los últimos doscientos años de esa historia, de la que ha sido testigo presencial, a cambio de que la ayude a volver a Galápagos para morir, pues no la dejan viajar porque «no tiene papeles». Está a punto de cumplir doscientos años y «ha visto la historia desde abajo. A ras de tierra».

A partir de este resorte la obra se despliega en dos líneas casi paralelas, una narrativa, con el relato que hace Harriet de los acontecimientos decisivos de los dos últimos siglos, y otra propiamente dramática, con las peripecias de la tortuga en su relación con los humanos, primero con el Profesor y su entorno, y luego con un Doctor que estudiará su peculiar constitución biológica. Ambas líneas se van alternando y entrecruzando con destreza a lo largo del espectáculo.

El poder de convicción de Mayorga como dramaturgo se puede calibrar en esta pieza, pues consigue que el espectador, siendo plenamente consciente del juego que la obra le propone, del artificio que sustenta ese recorrido histórico desde el punto de vista de la tortuga al que asiste con fruición intelectual y casi siempre con una sonrisa, se vaya sintiendo más y más interesado por –y hasta identificado con– la peripecia personal de Harriet, contra toda verosimilitud y hasta el punto de alegrarse del desenlace. El equilibrio entre distanciamiento e identificación adquiere aquí primores de filigrana ya desde la dramaturgia.

Hay, por último, una zona más secreta en la producción de Mayorga, en extremo radical, exigente, de una densidad de pensamiento en ocasiones casi insoportable, en el límite de la experiencia humana, sin ninguna concesión, no ya al público, sino a la teatralidad misma.

En este teatro de la palabra y del silencio, que roza en ocasiones el misticismo, se encuadra, junto a piezas sobre el Holocausto como Job y Wstawac, La lengua en pedazos (2013), el precioso diálogo ficticio entre Santa Teresa de Jesús y un Inquisidor con el que el dramaturgo se estrenó como director, ejercicio que ha repetido luego en casi todas sus obras posteriores (Reikiavik, El cartógrafo, Intensamente azules, El Mago y Silencio), con pocas excepciones (los estrenos de Voltaire, dirigida por Ernesto Caballero, y de El Golem, por Alfredo Sanzol).

 

El Golem con dirección de Alfredo Sanzol

El Golem, con dirección de Alfredo Sanzol. 6

Mayorga, que sale muy airoso del doble reto de dirigir por primera vez y de hacerlo enfrentándose a un texto tan difícil, nos pone, ante un bodegón de Zurbarán o de Sánchez Cotán habitado por esos dos fantasmas, a escuchar con atención y recogimiento sus palabras y sus silencios. Lejos de la vociferante algarabía de estos tiempos revueltos.

No es difícil imaginar el estupor –yo lo he visto en sus caras– de mucha de esa gente de teatro, digamos, “unidimensional” al ver que Mayorga se descuelga en un momento dulce de su carrera con esta obra sobre Teresa de Jesús, que se nutre además en lo esencial de las palabras de la gran escritora y santa. Y Mayorga es seguramente tan progresista como todos ellos. Pero no es en absoluto unidimensional.

Como genuino dramaturgo, además de inteligente, y siendo de tal calibre la munición ideológica de su teatro, Mayorga tiene buen cuidado de no dejar en sus mundos ficticios huellas o interferencias de sus propias ideas o tendencias. Y lo consigue casi siempre. Rara vez, pero alguna, ha rebajado su talento hasta el panfleto político, como en Alejandro y Ana: Lo que España no pudo ver del banquete de la boda de la hija del presidente, obra de circunstancias o de “agit-prop”. Nadie es perfecto.

Volviendo a levantar la vista hasta su nivel, la complejidad que se sigue de esa especie de autonomía de las ideas en juego o de los diferentes puntos de vista, sin privilegiar tramposamente ninguno, se logra con especial felicidad en las obras “históricas”. Y es que en ellas, a pesar de la corta distancia temporal, la cuestión medular está ya indiscutiblemente sancionada por la historia misma. Nadie en su sano juicio dejará de condenar los horrores del nazismo (Himmelweg, El cartógrafo) y del estalinismo (Cartas de amor a Stalin), por ejemplo.

En La paz perpetua, en cambio, el problema no puede ser más actual y hasta más abierto al futuro. El planteamiento está a la altura de su complejidad, y su complejidad es tal que lo hace –creo– irresoluble, o sea, trágico. Simplificando: ¿es lícito torturar a un terrorista si con ello pueden salvarse miles de vidas inocentes? (Podemos pensar en las de los asesinados en Bagdad, Daca, Estambul, Lahore, Bruselas, París, Londres, Madrid, etc.) Y poniendo como sujeto del dilema, no a una persona, sino a los servicios antiterroristas o a las llamadas “cloacas” del Estado. 

 

La paz perpetua con dirección de José Luis Gómez

La paz perpetua, con dirección de José Luis Gómez. 7

No pude evitar que el desenlace de la obra me defraudara en su día. Me pareció una salida en falso, buenista o maniquea, que no se hace cargo de la magnitud del problema y en la que vuelve a notarse demasiado la mano (ética y filosófica) del autor. Pero debo añadir enseguida que me refiero al desenlace de la obra cuando se estrenó en Madrid, o sea, en abril del 2008. Y es que Mayorga mantiene sus textos en permanente estado de revista y corrección, de forma casi obsesiva, y no los da por acabados nunca.

Esto, que debe de ser desesperante para sus editores, puede entenderse también como un homenaje al teatro, arte viviente, siempre renovado, que nace y muere cada día; por tanto incompatible con su fijación definitiva en un objeto inerte e intocable, es decir, en un texto. Sea como sea, añade a cada nueva edición el valor de ofrecer el último estadio de unas obras siempre en estado de severa vigilancia por parte de su autor, que me consta que las revisa para cada ocasión.

 

IV

Terminaré calificando el de Mayorga de teatro dramático; valga la redundancia, de la que me excuso. Porque en tiempos alejandrinos como el nuestro lo obvio puede llegar a resultar revelador. Quiero decir que no se trata de un teatro “posdramático”, sea eso lo que sea, si es algo en realidad, ya que ni el propio Lehmann acertó a definirlo con claridad. A mí me parece una exageración conceptual tan vaga como exitosa. Si la traigo a colación es para deshacer un equívoco, el de la identificación, que procede del propio Lehmann y se ha extendido alegremente, de lo posdramático con lo nuevo en el teatro actual.

Que las obras de Mayorga observen el desdoblamiento entre realidad y ficción –en personajes, espacio, tiempo y público– que es constitutivo del teatro no significa que sean antiguas o tradicionales, sino simplemente que son obras de teatro: ni más ni menos. Dejo a cuenta de lectores y espectadores descubrir la novedad radical de la producción mayorguiana, mucho más variada, profunda y duradera que la de muchas manifestaciones, cada vez más manieristas y previsibles por repetitivas, del mal llamado teatro posdramático.

Tampoco se precisa de mucha perspicacia para advertir que estamos ante un teatro en absoluto realista, pero con una densa carga de realidad, que no es lo mismo. Tan atento a la actualidad más palpitante que la pederastia, el terrorismo o la emigración son los temas, como ya dije, de otras tantas obras. Pero Hamelin, La paz perpetua y Animales nocturnos no pueden ser, desde el punto de vista estético, menos realistas.

Y si los que acabamos de citar son dramas contemporáneos, incluso en la vertiente del teatro histórico, la mirada hacia atrás  no es más que una estrategia para profundizar en la visión crítica del presente, de la realidad más inmediata. Sin embargo, de nuevo, sería de todo punto insostenible considerar realistas piezas como Himmelweg, Job, La lengua en pedazos o Cartas de amor a Stalin.

Con todo, salvando la novedad estética de este teatro, para mí indiscutible, hay que reconocer –y celebrar– una cierta ambigüedad en lo que vengo diciendo, que apunta quizás a una honda afinidad entre carga de realidad y realismo. El chico de la última fila es un caso ejemplar.  Con situaciones, personajes y lenguaje bien arraigados en la realidad, su estructura dramática –continuamente saboteada por irrupciones narrativas– está tan alejada del realismo o tan cerca de la convención teatral como demostró el montaje ya citado de Velasco, frente al más “realista” de Pimenta.

Pero cuando François Ozon traduce –más que adapta– con éxito el texto de Mayorga en su película Dans la maison demuestra que soporta a la perfección un tratamiento realista en el cine, ese arte retrógrado y fascinante. Claro que se trata de otro lenguaje y para nosotros hasta del otro único modo de representar ficciones, el narrativo, frente al dramático o teatral. Pero aun así, es difícil negar un cierto realismo de fondo a la obra. Y al teatro todo del autor. Y, en último término, al arte en su conjunto, tal como sugiere convincentemente George Steiner en Presencias reales:

Cualquiera que sea su aparente novedad, cualesquiera que sean sus técnicas de dislocación, la ficción verbal, la pintura, la escultura, son, en última instancia, miméticas. Los elementos del mundo, de la existencialidad habitada, están ahí. El Surrealismo, los collages y las tácticas no figurativas con la palabra o la forma son simplemente disfraces. Un “negro sobre negro” es una instantánea de la noche; un centauro es un guión entre realidades manifiestas. […] Alguna finalidad de realismo, de reproducción socialmente sancionada, es, hasta donde llegan la literatura y las artes plásticas, no tanto una opción libre como un hecho ineludible.

Don Benito Pérez Galdós ponderaba con razón, refiriéndose a Clarín, «uno de los pocos placeres que hay en la vida, la admiración, a más que placer, necesidad imperiosa en toda profesión u oficio, pues el admirar entiendo que es la respiración del arte, y el que no admira corre el peligro de morir de asfixia».

Hace años que Juan Mayorga viene proporcionándonos este placer, este oxígeno, tan vital también para el pensamiento y la crítica; salvándonos de esa muerte por asfixia. Con sus obras, desde luego, pero también con su persona. Pues su talla humana está a la altura de su talla artística e intelectual. Es un hombre comprometido, ecuánime, generoso, inteligente, nada engreído y, en el mejor sentido de la palabra, bueno. Y eso en algo se tiene que notar.

Las muchas distinciones que ha merecido, empezando por la que encendió el fuego de esta reflexión, la concesión del Premio La Barraca de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, y terminando, de momento, por la que celebran estas palabras, el Princesa de Asturias de las Letras, señalan a un artista de hoy digno de verdadera admiración; y, créanme, no son tantos como necesitamos. Lo hacen además en este momento y en esta sociedad de la híper información –casi toda de ínfima calidad– en la que es más necesario que nunca separar el trigo de la paja.

Puedo asegurar que Juan Mayorga es trigo limpísimo y un artista admirable que vale la pena leer y ver representado. También un estandarte espléndido que alzar en la batalla –a vida o muerte– que la cultura, el arte y la sociedad deberían librar siempre en pro de la excelencia.

 

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