N.º 56Director-Autor hoy

Fumar mientras rezo

 

Rafael Campos Lozano

 

De la interpretación a la dirección y a la autoría

Elaborar una especie de reflexión personal sobre la manera de afrontar mis propios textos desde la dirección de escena, que entiendo que es lo que se me propone, tiene que partir desde una inevitable revisión de la memoria, que enumeraré brevemente para contextualizar en lo posible el modo en que he ido relacionando estos desempeños principales, junto con la pedagogía, en mi vida profesional: la autoría y la dirección de escena.

Padre, ¿puedo fumar mientras rezo?
No, hijo; pero puedes rezar mientras fumas.
Atribuido al acervo de la Compañía (la de Jesús, naturalmente).

O sea que no sé si sé bien, a estas alturas de la verbena, si soy un director que se escribe teatro o un autor que se dirige. Pero como se me pide qué haya de/ sobre la cosa, o sobre estas dos cosas, en forma de reflexión dedicada a la relación entrambas, veamos si logramos con entenderme, entendernos.

 

Actor, pedagogo y director

Como suele ser común en los asuntos humanos, en lo que tomamos por decisiones hay a veces buena parte de circunstancias y avatares exógenos, por así decir. Al menos en mi caso fue así; cuando escribí mi primera y segunda obras fue más por estos accidentes que por ninguna suerte de plan previsto en mi, por otra parte, escasa costumbre de proyectarme hacia ningún futuro ni ambición concreta que no fuera ir salvando los trabajos abundantes y los días aciagos para poder dedicarme al teatro, primero como actor, como director y pedagogo después, y finalmente y en la forma que digo, como autor y director al alimón.

Allá por mis primeros años fui alumno de Juan Pedro de Aguilar, quien me proporcionó a lo largo de tres cursos escolares unos primeros y preciosos conocimientos sobre la interpretación así como varios programas para aplicar el teatro en la enseñanza, en la pedagogía y en la dirección de escena. Igualmente, me facilitó las primeras indicaciones sobre los autores de referencia, los santos apóstoles de nuestra particular hermenéutica; aquellos materiales y experiencias, y mi afán de conocer todo lo que hubiera sobre este oficio, o arte, como le queramos decir, fue sumando poco a poco, desde esos dieciocho años míos de entonces, un deseo de alimentar, contrastar, completar etc, mi conocimiento sobre el oficio —yo le digo oficio— con una curiosidad crítica y apasionada a partes iguales que sigo manteniendo, si bien con algo más de sosiego y serenidad, propia seguramente de la propia biología y de los numerosos calendarios consumidos.

Paralelamente, aprovechando los programas de enseñanza que iba fraguando a partir de mi primer maestro y de todas las lecturas sobre la materia que buscaba y devoraba con verdadera voracidad, desarrollé numerosos cursos y talleres en Institutos y grupos de aficionados de distintos pueblos de Aragón. De forma que entre los 20 y los 30 años y sobre todo desde mediados de esa década, burla burlando, entre actuar y impartir cursos para estudiantes, enseñantes motivados en aquellas esforzadas Escuelas de Verano, donde dirigía talleres para profes y maestros interesados en la aplicación de las técnicas del teatro dentro de sus planes pedagógicos, o montajes con grupos de distintas localidades con los que poníamos en escena obras —que en ocasiones se representaban tanto o más que los montajes de las compañías profesionales—, iba yo comenzando mi calendario como director de escena, embaulándome todas las lecturas que caían en mis manos o que buscaba con incansable afán, como ya he dicho, con el fin de descubrir teorías, fundamentos, reflexiones, aparatos formales y espacios críticos, etc., desde distintas perspectivas que me permitieran agrandar mi conocimiento y, en lo posible, ponerme a salvo de ciertas sandeces pomposamente proclamadas que de cuando en cuando tenía la paciencia de escuchar o leer; que no hay parte alguna en el mundo sin su lista de necios engreídos y profetas de cualquier verdadera fe.

Conque mi primera autoría vino pues precedida de —y originada por— una crisis de la compañía que, junto con otras y otros habíamos formado allá por el año ochenta y siete del pasado siglo —Tranvía Teatro le pusieron y así se sigue llamando, aunque desde hace quince años con la dirección, seguramente más atinada, de Cristina Yáñez—.

 

Y por fin, la escritura

Farsa de espectros de Rafael Campos. Estrenada en 1991 en el Teatro del Mercado de Zaragoza

Farsa de espectros de Rafael Campos. Estrenada en 1991 en el Teatro del Mercado de Zaragoza. 1

Entrando propiamente en materia: escribí mis dos primeras obras desde mi condición de director de escena y para un reparto concreto; para los actores y actrices de mi compañía, todos ellos procedentes de las primeras promociones de la Escuela de Teatro de Zaragoza en la que yo era por entonces profesor. Escribo Farsa de espectros y Memoria de Bolero y en ambos casos sigo una norma sin norma alguna. Invento una situación de partida, una peripecia con los personajes ya “vistos” antes de la escritura encarnados en los integrantes de la compañía –queríamos ser (y lo fuimos un tiempo) una compañía de repertorio–.

Durante la escritura, que es rápida, anticipo, casi veo ya un espacio de ficción con sus texturas escénicas, su vestuario y sus ambientes de luz y sonido. Casi, digo. Los diálogos fluyen y las unidades de acción se suceden en mi cabeza como una anticipación de la puesta bastante aproximada. Todo surge de la nebulosa de la primera idea sin un plan ni escaleta ni esquema previo. El texto de la obra se va formando y con cada frase estoy tentado de poner ya la acotación expresiva del personaje, a veces lo hago y luego borro porque me doy cuenta de que estoy dirigiendo desde la escritura —conozco a los integrantes de la compañía y sé (creo saber, o sea) cómo actúan, sus puntos fuertes y sus mejores capacidades. Supongo que este conocimiento condiciona la forma de escribir estas dos primeras obras y representa una innegable influencia para mi desempeño de autor de cuando entonces—.

Cuando la cosa pasa al proceso de ensayos los “casis”, naturalmente, se manifiestan muy a menudo insuficientes, inadecuados, contradictorios o equivocados; a veces totalmente y otras en parte; y en las menos ocasiones sí, más o menos de acuerdo con lo previsto. El paso de autor a director, en cualquier caso, es fluido en general, pero es en la dirección cuando se adoptan decisiones definitivas con vistas al resultado final. Si había un plan de trabajo con sus tiempos, sus ritmos y su proceso de continuidad, la propia dinámica de los ensayos lo replantea desde la praxis, y hago caso a estas soluciones porque suelen ser provocadas por todos los detalles que me gusta trabajar desde la dirección con los actores y las actrices ya desde la misma lectura primera del texto en común.

Vale decir esto como primera providencia, sobre todo para señalar lo peculiar de mi ubicación como director de compañía, primero, y más tarde como director de compañía con sede propia, desde 1996, cuando abrimos el Teatro de la Estación en Zaragoza, que dirigí hasta 2005. El trabajo en nuestro teatro fue siendo aún más determinante tanto en mi condición de autor como de director de compañía de repertorio con su propia sala de exhibición. —Me salto los avatares de los primeros años de existencia del Teatro de la Estación, porque daría para un ensayo y una colección de avisos para navegantes, pero el hecho feliz es que la sala sigue existiendo, perfectamente consolidada y con dimensión nacional e internacional—.

 

Seguir aprendiendo desde todas las miradas posibles

Como señalaba en algún punto anterior, mi atención al aprendizaje constante de mis dos oficios seguía intacta, así como mi curiosidad interesada y mi capacidad de asombro ante algunos trabajos de mis colegas. En aquellos años asistí acreditado a distintas ediciones del Festival de Avignon. Hacía críticas/crónicas para Heraldo de Aragón, que me las pagaba medio bien, y cuya acreditación me permitía el acceso a las zonas de prensa, así como a encuentros y ruedas de prensa de algunos inmortales. Alain Crombecque dirigía el festival en esos años, en particular la edición del 85, donde se estrenaban dos espectáculos casi legendarios, sobre todo el Mahabaharata de Peter Brook según adaptación textual de J. C. Carriére y Qu ́ils crèvent, les artistes! de Tadeus Kantor. Hubo  más estrenos estupendos en aquella edición, pero destaco estos dos porque el primero fue casi una revelación de algunas de las cosas que sabíamos ya de Brook, y porque además nos ofreció varias comparecencias donde habló largamente sobre su modo de trabajo —por cierto, sin pontificar en absoluto, sino que explicando, confesando más bien, con pasmosa sencillez y seguridad, el laberinto de dudas que va resolviendo en cada trabajo—.

The Mahabharat

Mahabharata de Peter Brook. 1985. 2

La dirección del Mahabaharata fue uno de esos ejemplos donde un director de genio había ya depurado un estilo ilustrando las reflexiones que forman parte de sus publicaciones; aquella grandiosa desnudez de la escena bajo la cantera en plena naturaleza y la forma en que resolvía los movimientos sobre ese espacio imponente fueron para mí sencillamente asombrosos. Y si hablo de cómo se sigue aprendiendo, en mi caso al menos y sobre todo en aquél tiempo, hablo de ver espectáculos, leer y escuchar las palabras de los que tienen algo que decir y elocuencia para decirlo con coherencia, así que fue, por así decir, a más de un placer como espectador, una lección para un director atento y curioso. Recordé —creo que en otra edición— las palabras de Arianne Mnouhckine en un encuentro en la sede del festival, donde entre las reflexiones sobre su propia estética como directora, avisaba, por cierto, de la incipiente importancia del voto popular a la extrema derecha de Lepen padre, que estaba recortando ya presupuestos de educación y de cultura en sus dominios de Marsella. Una especie de Casandra que advertía a partir de una una posición política desde la que orientaba su trabajo. También se refirió, y fue bien interesante, a las contradicciones para mantener la compañía cuando los actores y las actrices protagonistas la abandonaban para ganar dinero y fama en el cine. Otro motivo de reflexión, sobre todo para mí, que me vi luego en un avatar parecido, a escala mucho más modesta, pero esencialmente con parecidas contradicciones con los integrantes de Tranvía Teatro y del Teatro de la Estación.

Por otra parte, Tadeus Kantor, en el estreno de su pieza, me ofreció otra ocasión imborrable para la reflexión sobre la función y los límites de un director de escena y de paso otra página para mi colección de asombros. Estuvo toda la función sobre el escenario; movía a los personajes —literalmente: los trasladaba, colocaba, sentaba, levantaba y llevaba casi a empellones hasta su siguiente ubicación— como marionetas; levantaba los brazos aparatosamente hacia la cabina de control para pedir más volumen en la música, y en definitiva era el actor más importante de la puesta en escena que él mismo había dirigido, o estaba dirigiendo, mejor dicho. El director, modificando sobre la escena los movimientos, corrigiendo sus acciones, era un signo más poderoso que cualquier producción significante que todos los demás elementos. Nunca he visto, lo confieso, nada igual. No sé si en el resto de las representaciones “actuó” con el mismo brío o confió por fin la escena a sus actores.

Tadeusz Kantor

Qu ́ils crèvent, les artistes! de Tadeus  Kantor. 1985. 3

La cuestión: como directores de escena, como autores que dirigen o directores que escriben ¿hemos sentido la tentación de subir al escenario y mover o dirigir en vivo y en directo durante la función con público? ¿O de corregir la entonación, el ritmo, la cadencia de una frase, o la forma de un gesto, o el dibujo de una acción o, en fin, el movimiento de los personaje en uno o más momentos de la representación que hemos escrito, dirigido y ensayado?. Pues bien: Kantor sucumbió a la tentación a lo largo de toda –repito, toda– la representación. Aquello siguió alimentando mis reflexiones sobre la actitud y la inseguridad del director de escena y sobre el ego de algunos narcisismos que he tenido y tengo ocasión de ver, aunque ahora con una actitud más cercana a la conmiseración, cuando no a la misma risa (interior, casi siempre)

Pero lo cierto es que aquí hay un nudo interesante sobre el que pensar cuando analizamos los dos ámbitos de competencia: autoría y dirección. Como autor construyo, invento e imagino una obra, una fábula, una ficción; con sus personajes, sus situaciones, y sobre todo con unas palabras precisas, esas y no otras, para que sean dichas con un sentido, con una intención y no otra. Si doy esta obra para que sea leída, cada lector pondrá de su magín cómo es ese personaje, qué aspecto físico tiene, cómo habla, cómo es el timbre de su voz, su entonación, sus énfasis o sus modos de realzar esta o aquella parte de su parlamento para lograr éste o aquel efecto. El lector representa la obra en su cabeza como si fuera una novela; –pero ya sabemos que el teatro no suele ser consumido para lecturas solitarias, pena. El espectador, sin embargo, tiene ante sí una determinada y única “ilustración” de la obra con la fisicidad de los personajes, sus gestos acciones y movimientos, en un espacio de ficción delimitado y envuelto en un ambiente iluminado y sonorizado; todos estos elementos han sido estructurados desde la visión y bajo el criterio dramatúrgico de un director de escena. Es decir, el director se ocupa de elegir el “cómo” va a ser contemplado ese texto por el espectador, y al hacerlo cierra y concreta una lectura particular del texto, con su propio criterio artístico, con el que elaborará todos los elementos, los signos que configurarán una poética sobre el espacio de ficción que es el escenario. Y no veo modo —o a mí no se me ocurre— de establecer un protocolo para garantizar el encuentro feliz y eficiente entre la autoría y la dirección de escena. Sólo la confianza en que no se va a “traicionar” ni la intención ni la visión fundamental de un texto puede hacer posible ese encuentro. El autor, si es un autor vivo y permite que su obra sea llevada a escena, tiene derecho a que esto sea tenido en cuenta, en el supuesto de que el director ha elegido el texto por su interés en ponerlo en escena y con esa confianza bien establecida; el resultado será más o menos satisfactorio en función del talento y el acierto del propio director y de la buena elección de todos los elementos de la puesta, desde la adecuación del reparto a los personajes hasta la estructura coherente de todos los elementos que intervienen. Supongo que la ecuación puede expresarse más o menos así, aunque sea de modo apresurado: la constante de la ecuación ha de ser la confianza.

Por mi parte, y volviendo a mi experiencia subjetiva, puedo decir que me sujeto a estas premisas cuando dirijo textos de otros autores. En la mayoría de las ocasiones he procurado —sin ningún esfuerzo ni sensación de limitación, por cierto— atenerme a lo que he tratado de explicar, con la salvedad de que la mayoría de las veces tienes que partir de los recursos de que dispones —algunas ideas posibles que te gustaría llevar a la práctica, en ocasiones han de ser acomodadas a las posibilidades de la producción, y esta es otra más de las condiciones de realidad con las que tenemos que trabajar; pero están establecidas desde el principio, así que no cabe ningún lamento. Si no se encuentra manera de llevar a escena una obra con los recursos de que se dispone es mejor, sencillamente, renunciar a ese deseo.

En fin, es inevitable que se produzca cierto conflicto entre una y otra función, por cuanto desde que se inicia la aventura de los ensayos se pone en marcha un proceso de decisiones autónomas y libres sobre un texto desde cuya autoría seguramente se imaginó ya una cierta forma con un mayor o menor grado de precisión. La solución de esta relación se verá en cada encuentro, en cada propuesta, en cada proyecto: unas veces la dirección colma las expectativas del autor, o al menos lo dejará satisfecho en mayor o menor grado; en otras ocasiones el resultado será decepcionante, pues al cabo cada director arriesga una mirada personal con la que pone en pie la obra y la solución puede no corresponder con la idea o ideas iniciales del autor. Y es complicado afirmar que siempre se logra la mejor versión posible cuando se trata de trabajos de imaginación, o como se suele decir, de creación. Hay directores que suelen plantear su trabajo buscando que su presencia se perciba inequívocamente desde el primer minuto de la representación; los hay también que casi desaparecen en su propia propuesta, como si lo que hay en la escena estuviera ya completado en el texto original y los hay que adoptan una u otra de estas actitudes en función de la obra que elijan —Recuerdo haber leído en algún sitio el escándalo y el escaso éxito que Peter Brook tuvo con algunas de sus propuestas de Shakespeare, antes de convertirse en su profeta con sus novedosos tratamientos escénicos. Por otra parte creo que quien más quien menos hemos tenido experiencias casi estupefacientes como espectadores ante ciertas retóricas pomposas con las que algunos “genios” nos han iluminado el camino, incluso sobre escenarios de campanillas— pero sobre este asunto no vale la pena perder demasiado tiempo.

Así que, para concluir este apresurado comentario sobre mí mismo y mi visión sobre el asunto, y siempre desde mi propia experiencia, mi trabajo como director de mis propios textos ha condicionado la relación entre la figura del autor con la del director de escena. Cuando me he corregido lo he hecho conmigo mismo, y los conflictos con uno mismo se suelen resolver —en este plano, al menos— con cierta mayor facilidad.

Cuando he dado textos a otros directores tampoco he tenido mayores problemas, porque no me cuesta ningún esfuerzo desprenderme del texto y confiarlo a alguien que lo ponga en escena. Casi siempre me ha sorprendido la solución que otros directores o directoras han dado a mis obras y en general la sorpresa ha sido grata; y cuando he montado textos ajenos he tratado de respetar la esencia de la obra y la intención del autor hasta donde mis entendimientos y talentos me han iluminado.

Seguramente los más de veinte años como profesor de interpretación en la Escuela de Teatro de Zaragoza también me han ido dotando de cierto músculo para trabajar con los actores y actrices en los montajes, y al cabo han ido contribuyendo a conformar paso a paso mi forma de ordenar los elementos de cada montaje con una especie de ley de composición interna que yo mismo me prescribía en cada comienzo y a la que me iba ateniendo en cada paso del proceso de montaje, contando con las modificaciones que a menudo surgían durante los distintos momentos del proceso de ensayos. Creo que los dos oficios tienen su ámbito legítimo de creación personal, y pienso que la dirección puede cumplir su programa en cada proceso de puesta en escena sin contrariar esencialmente el texto escrito ni las ideas y formas allí establecidas. Y como he dicho, y para terminar, pienso que es en cada encuentro, en cada proceso de trabajo que se inicia a partir de la obra concebida, hay que encontrar una forma propia de confianza en la relación entre el proceso de creación del director y la obra que ha elegido para desarrollar su visión.

 

 

 

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