N.º 5 Mejor pensarlo dos veces. Ensayo

sumario

Prohibido autolesionarse: Poéticas del desarraigo

Carlos Alba Peinado
Universidad Nacional de Educación a Distancia

Mariam BUDIA
Prohibido autolesionarse.
http://www.cervantesvirtual.com/obra/prohibido-autolesionarse/
Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2012.

 Tengo la impresión, no me atrevo a llamarla intuición, de que el teatro español del siglo XXI está escribiéndose en femenino. Es solo una impresión. Pero me parece advertir que aquellos escenarios mal ventilados del siglo pasado, por los que apenas asomaban sus narices dramaturgas como Paloma Pedrero, Carmen Resino o Ana Diosdado, están siendo oreados y renovados de forma integral por las nuevas generaciones de escritoras como Yolanda Pallín, Lüisa Cunillé, Laila Ripoll, Angélica Liddell o Mariam Budia (la única, fíjense bien, que elude el dígrafo palatal en su patronimia). No estoy diciendo, bajen las pistolas, que las innovaciones de esta dramaturgia femenina consistan solo en ventilar y adecentar la escena, por mucha falta que le haga. Lo que intuyo –vaya, no puedo evitarlo– es algo más sutil y dramático, en el sentido anglosajón del término.

Afortunadamente, en los últimos años están apareciendo nuevos trabajos de investigadoras como Nieves Baranda Leturio y su Bibliografía de Escritoras Españolas (BIESES), o Ángela Mañueco Ruiz y su estudio sobre la mujer en el teatro español de la II República, o Mª Isabel Veiga Barrio y su ensayo sobre la construcción de las relaciones de género en el teatro contemporáneo andaluz, que ponen de relieve la mirada femenina en la construcción de los paradigmas artísticos. En sus estudios se puede observar cómo las autoras españolas, absolutamente conscientes de su empresa, han empezado en el siglo XXI a trasladar a la escena sus propias miradas y a diseñar sus propias estrategias creativas. Han generado nuevos formatos, nuevos géneros y nuevos sistemas de producción. Los detalles se han convertido en motivos, al tiempo que los espacios de lo femenino han ido ocupando el lugar central de la escena. ¡Por nosotras! brindaba orgullosa Julia García Verdugo en 1994, justo cuando el premio María Teresa León empezaba a reconocer a esta nueva dramaturgia femenina.

Los textos de estas autoras, en algunos casos, irrumpen con fuerza, con violencia, en los escenarios. En otros su presencia es más tenue, menos perceptible, como si siempre hubieran estado ahí. Este es el caso de Mariam Budia, cuya obra no resulta en absoluto extraña y sin embargo es una rara avis en su generación. En su teatro las cosas parecen ser lo que son. La bruja Malísima es malísima. Las Retenidas, como es evidente, están presas, prisioneras de un Hombre Elegante. La geisha, como todo el mundo sabe, no ama al samurái. La marioneta Rosita malvive como todo quisque con el títere Cristóbal. Callas es una actriz (¡claro!), Mrozek un director (¡obvio!), Dalí un escenógrafo (¡exacto!) y Kennedy y Monroe se besan furtivamente como fantasmas (¡de cajón!). Todo parece tener una correspondencia con la realidad, pero la autora, muy cuca, prefiere que no sea así. Las autoras como Mariam no necesitan del striptease para legitimar su escritura femenina. Les basta con deslizar el guante, recorte en cenital y el escenario se estremece bajo sus pies.

Por eso las protagonistas de su teatro no tienen que alardear de su condición femenina. Son mujeres y ya está. Y a partir de ahí la autora comienza a deshacer la falsedad de su identidad de género. En Al soslayo las dos mujeres retenidas por el Hombre Elegante llegan a preguntarse: “¿Quién es el impertinente que ha escrito nuestra vida sin pedirnos permiso?”. En Carlaño es Rosita quien vive pendiente de las decisiones de su amante, Cristóbal, y de su padre, Moscón, y de la tiranía de Poderoso. En La mujer Sakura es la geisha la que concentra la acción de la pieza y deja al samurái en un papel antagonista menor. En Cancán de Moulin todos los personajes son emanaciones de la conciencia confusa de la actriz Callas. Mariam, al situar a la mujer en el centro de sus conflictos, se da cuenta de que sigue siendo tan vulnerable como lo eran los héroes trágicos. No es una cuestión de género. Pero sí alberga la esperanza de que, explorando el conflicto desde esta nueva mirada, se alcance una solución diferente.

El afán positivista y falsamente andrógino que ha dominado las investigaciones sobre el teatro escrito por mujeres en España, anacrónico ya en la segunda mitad del siglo XX, y la inadecuación de su método crítico, dependiente de paradigmas que nunca tuvieron en cuenta la presencia de la mujer en la cultura española, hace imposible que podamos distinguir a unas autoras de otras. A las autoras que siguen e imitan la visión del mundo de los autores macho alfa y a las que escriben desde un punto de vista propio y ajeno a la mirada que de ellas proyecta su sociedad. De los atrevidos Apuntes para una biblioteca de escritoras españolas desde el año 1401 al 1830 de Manuel Serrano Sanz (1903) a la ambiciosa edición de Autoras en la historia del teatro español de Juan Antonio Hormigón (1996, 2000) la lista de dramaturgas ha aumentado, pero no el reconocimiento crítico de su mirada.

Aquí radica el interés y el enorme valor que tienen los textos de Mariam Budia. Su teatro es un teatro del desarraigo. Un teatro que descuaja al personaje de su realidad y lo injerta en un juego dirigido por ella misma. Un teatro transgénico en el que los elementos de la escena ven alteradas sus funciones y modificado su ADN. A Mariam no le interesa el desarraigo como tema. No es un teatro ideológico. La historia, la clase social o la conducta del personaje no determinan sus movimientos en la escena o en la trama. Su propuesta estética busca precisamente pensar la escena desde su condición femenina, aislando a los personajes de todo aquello que parece ser su esencia. Incluidas las coordenadas espaciales y temporales de la ficción.

En Prohibido autolesionarse, quinta entrega de su Teatro del Desarraigo, Mariam traslada su mirada crítica sobre los mass media al futuro irónico de una cocina rústica repleta de electrodomésticos inservibles. En este caso, elige no solo un personaje femenino sino un núcleo matriarcal formado por la abuela Ángela y sus dos hijas, Angustias y Amparo. Todas ellas acusan la ausencia de Jacinto, el marimbista, quien, aun casado con Amparo, se convirtió en la pasión de la hermana y la madre. Hasta aquí parece un remake atrevido de La casa de Bernarda Alba o de cualquier culebrón vespertino. Pero es lo que la autora pretende: crear un marco reconocible que poco a poco va a ir desmontando y trasgrediendo.

La cocina rústica, en realidad, no pertenece a ningún lugar determinado y aunque el contexto parece situarse en un futuro próximo, la tecnología a la que se recurre es perfectamente reconocible para el espectador. No resulta tampoco extraña la interactuación con el proyector y su control tiránico por parte del Presidente. El recurso alegórico, en lugar de evadirnos en la ficción, nos remite a nuestra realidad más cotidiana, y por ello, más acrítica. El desarraigo espacial y su ambigüedad permiten un juego irónico entre autor y espectador ya ensayado en la celda-parque de Al soslayo, en el refugio con hiedra donde todo parece irreal de Carlaño, en el jardín japonés de La mujer Sakura, o en la biblioteca en medio del desierto de Cancán de Moulin. Limbos-umbrales todos ellos que son en realidad cartografías de la conciencia de la autora.

La abuela, lejos de ser un ejemplo de conducta intachable, aparece caracterizada por su cualidad más bestial: el olfato. La tía Angustias, con problemas locomotores y psíquicos, sólo encuentra seguridad en la fonética (recuerden el dígrafo palatal). Y Amparo, madre de Anselmo, Asensio y Abelardo, oculta tras la escoba sus miedos e inseguridades. El clan de la A, que guarda en su linaje el recuerdo de un pasado con mayor libertad, se rebela cotidianamente contra la tiranía de los mass media. Junto a la torpeza de los gestos obscenos que practican sus nietos, la abuela prefiere tararear el La, la, la de Massiel –ay, los recuerdos del 68– haciendo oídos sordos de las sintonías wagnerianas que se repiten una y otra vez en la radio. Estos personajes, en realidad, son servoseres, dispositivos terminales que han fracasado en organizar su vida en torno al YO y han vuelto, en su desarraigo, a funcionar como clan. Están constantemente vigilados por los Detectores que abortan cualquier inclinación emocional (léase sexual). Prohibido autolesionarse, el clan es propiedad de los mass media.

Si en las piezas anteriores el desarraigo había explorado las posibilidades estéticas del teatro-ceremonia (Al soslayo), de la pantomima expresionista (Carlaño), del simbolismo y los lenguajes tradicionales orientales (La mujer Sakura) y del teatro dentro del teatro (Cancán de Moulin), en Prohibido autolesionarse Mariam regresa a los paradigmas alegóricos más frecuentados en el teatro de los 70. Allí se trataba de escapar de una censura política que impedía la expresión libre. Aquí, de una globalización que, paradójicamente, hace inviable todo pensamiento divergente.

El teatro de Mariam Budia constituye una de las miradas más personales del teatro español actual. Lejos de limitarse a reclamar el derecho a proyectar su propia visión, Mariam nos enfrenta con la realidad de nuestro desarraigo que va, intuyo, mucho más allá del género. El hecho de que apenas haya sido representado es una prueba más de la ceguera voluntaria que existe en nuestros escenarios y de la vergonzante obstrucción que se ejerce sobre estas miradas divergentes. Tengan cuidado, no vayan a autolesionarse con su lectura.

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