N.º 55Autor-Director hoy

 

Algunas calas en la figura
del autor-director
en el teatro español del siglo XX

 

Berta Muñoz Cáliz

 

Cuando comencé mi andadura en la investigación teatral, allá por los años 90, la figura del autor que defendía el papel del dramaturgo como creador del espectáculo en su conjunto, incluidas la dirección y el diseño del espacio escénico, era cuanto menos anómala en el panorama teatral español. Por entonces, todos los testimonios de los autores y directores a quienes tuve oportunidad de conocer parecían incidir en esta idea. Es más, escuchando a ciertos directores en diferentes congresos y seminarios, en las ocasiones en que salió a la palestra el tema de la intervención del autor en las puestas en escena pude constatar una beligerancia más propia de otros tiempos bastante menos cool y posmodernos de los que parecían corresponder al momento histórico. No teman los lectores, porque no voy a transcribir en la revista de la AAT frases como las que entonces escuché sobre la presencia del autor en los ensayos o los inconvenientes de montar a los autores vivos, faltaría más.

En la actualidad esta situación ha variado de forma sustancial: hoy son muchos los autores que dirigen sus propias obras, como también los directores que escriben sus textos y los ponen en escena. Las causas de este fenómeno tendrán que ser estudiadas algún día con atención, poniéndolas en relación con factores como la formación de los dramaturgos que salen de las escuelas de arte dramático, los actuales sistemas de producción y exhibición teatral, o la propia labor llevada a cabo durante más de tres décadas por la AAT, entre otros. Sin embargo, el fenómeno solo es nuevo en parte, y cabe preguntarse si el autor está conquistando un terreno que nunca antes había ocupado o si simplemente está recuperando algo a lo que nunca había renunciado del todo y que durante décadas le había sido negado. Esta es precisamente la pregunta a la que trataremos de responder en este artículo.

En nuestro país, la implicación del autor dramático en la puesta en escena de sus obras se remonta a los inicios del teatro castellano y tiene exponentes tan ilustres como Juan del Encina, Lope de Rueda, Calderón de la Barca o Moratín[1]; sin duda la evolución de la figura del autor-director a lo largo de estos cinco siglos podría ser materia de un jugoso libro; no obstante, y sin ánimo alguno de exhaustividad, sino más bien de compartir unas reflexiones con los lectores a partir de una serie de hitos en nuestra historia reciente, aquí nos centraremos en un período muy concreto, el comprendido entre los años 20 y los 70 del s. XX: cinco décadas muy reveladoras para comprender lo sucedido con esta figura tal como hoy la conocemos. Tomo los años 20 como punto de partida por ser esta la fecha en que está datado el texto con el que abrimos este artículo, un auténtico manifiesto sobre la necesidad de que la obra teatral en su conjunto fuera concebida por un único creador y no por un conjunto de especialistas. Y cerraré con los 70, período complejo y contradictorio donde los haya, de renovación profunda al tiempo que de pugna contra un sistema teatral anquilosado cuyos tentáculos seguían alcanzando a quienes osaban disentir o rebelarse contra lo establecido, porque fue entonces cuando se fraguaron una serie de cambios trascendentales en lo que se refiere a la figura que nos ocupa, con el surgimiento de un teatro neovanguardista cada vez más atento a los signos espectaculares de la representación.

 

EL PERÍODO DE PREGUERRA

Adrià Gual y el teatro simbolista

Adrià Gual

Adrià Gual 1

Muy próximo a la teatralidad simbolista y buen conocedor del teatro europeo de su tiempo, en España uno de los primeros autores que mostró una consciencia más clara de la necesidad de dirigir sus propios textos fue Adrià Gual, que en sus escritos llamó la atención sobre este aspecto de forma explícita y decidida; en sus Ideas sobre el teatro futuro (1929), el creador catalán —autor-director él mismo— atacó con vehemencia la colaboración de distintos artistas que, sin un criterio unitario, aportaban puntos de vista contradictorios y hasta opuestos al montaje teatral, y para ello, comparaba el teatro con otras artes en las que, según él, nunca se darían situaciones análogas. Gual no dudó en tildar de “colaboraciones absurdas” aquellas que sumaban criterios y puntos de vista distintos sobre la obra artística, y a modo de ejemplo, señalaba el contraste entre las interpretaciones de la música de Beethoven, en las que los ejecutantes atendían estrictamente las indicaciones del compositor, con las versiones irreconocibles que -ya entonces- se realizaban del teatro de Shakespeare. Y no dudaba en afirmar: “La palabra colaboración en materia de arte significa discordia”. La vehemencia de este texto continúa sorprendiendo un siglo después.

En su indignación, Gual llega a tildar de “cofradía de los ineptos” a quienes se reúnen para poner en escena una obra de teatro sin conocerla a fondo, como si se tratara de manufacturar cualquier producto no artístico, y propone como solución que sea el creador del texto quien lo dirija: “Otra no puede ser la perfecta concepción teatral que la que exija en manos del creador el dominio de todos los elementos integrables del acto emotivo”. Para apoyar esta idea, recurría a ejemplos de otras artes: “¿Concebiríais una obra pictórica, debida a un gran dibujante y a un gran colorista en colaboración estrecha?”, les pregunta a sus lectores, y añade: “No obstante, en el Teatro se consienten despropósitos análogos”. El asunto llega a poner en cuestión el concepto de autoría de una obra dramática: “Si cada uno de los elementos colaboradores a la obra de teatro actual aporta resuelto un problema de emoción alrededor de la obra que les sirve de pretexto, ¿quién será el verdadero autor de la obra? ¿Todos? ¿Ninguno?”. Así pues, la solución, para el fundador de Teatre Íntim, no es otra que la de “abogar por el advenimiento del autor completo”, es decir, de aquel “que conciba, resuelva y realice la obra orquesta de la dramática moderna”. Pese a lo extenso de la cita, vale la pena reproducir sus palabras:

Considerando el autor como es hoy día, concibe y realiza solamente el texto de la obra teatral. En consecuencia, es esclavo de aquellos que deben aportarle el resto de elementos para expresar lo que él solo concibiere, y fatalmente se establece un torneo de lucimientos que dan por resultado la inexpresión destructora de la intención de la obra.

Cuando hablan los personajes, se realiza la obra; cuando el ambiente escénico se revela, por unos instantes, desposeído de todo otro elemento, se realiza el drama; cuando la entonación de un traje nos afirma el personaje, se realiza el drama. La concepción de ideas, de tonos, de líneas, de ambientes, de ruidos, de acordes, de silencios; ved ahí el drama, cuerpo, como el cuerpo humano, poseedor de un alma, y este es el autor único. (Gual, 1929).

 

Dos figuras clave: Valle-Inclán y García Lorca

Ramón del Valle-Inclán

Ramón del Valle-Inclán 2

Gual es sin duda el más explícito y el más rotundo en su defensa del autor-director en los primeros años del siglo XX, pero no es el único que se sitúa en esta posición, que en el ámbito internacional se incardina de pleno en el movimiento simbolista y modernista. “Todo el teatro es creación plástica. La literatura es secundaria”: quien así se expresaba en 1926 no era ni más ni menos que don Ramón del Valle-Inclán (1995: 414). No son estas sus únicas declaraciones en este sentido; unos años antes, en una carta a Rivas Cherif, escribía: “Dentro de mi concepto caben comedias malas y buenas –casi es lo mismo–, lo inflexible es el concepto escénico”, y tras destacar la importancia del tono lírico y del clima de la puesta en escena, continuaba: “Todo esto acentuado por la representación, cuyas posibilidades emotivas de forma, luz y color –unidas a la prosodia– deben estar en la mente del buen autor de comedias” (en: Hormigón, 1987: 548). Algunos de sus mejores conocedores han señalado que Valle-Inclán “fue ante todo un hombre de teatro, que enfocaba toda su literatura, como señaló Pérez de Ayala con perspicacia, sub specie theatri” (Santos Zas, s.f., en línea), y que su interés por el mundo del teatro iba mucho más allá de su labor como autor dramático:

No había ningún aspecto del ámbito teatral que no le atrajese, y lo cierto es que ejerció a lo largo de su vida diversas funciones en el universo de la farándula. Posiblemente, la mayor nómina de actividades teatrales de don Ramón la encontramos en el período previo a su acción como autor dramático. En la década que precedió a la première de El marqués de Bradomín encontraremos a un Valle-Inclán actor, director, figurinista, adaptador, asesor literario, traductor e incluso peluquero. Solo hubo una actividad que tuviese que ver con el orbe escénico que no ejerció: la de crítico teatral. (Serrano, 2010: 276).

Ya en 1910, el dramaturgo emprendió una gira por varios países de Latinoamérica como director artístico de la compañía García-Ortega, de la que Josefina Blanco, su compañera, formaba parte; con ella estrenó en Buenos Aires Cuento de abril, consiguiendo un notable éxito como autor y como director artístico. Años después, con su grupo El Cántaro Roto no solo estrenó piezas propias como Ligazón. Auto para siluetas (Teatro del Círculo de Bellas Artes de Madrid, 1926), sino también textos de otros autores: fue una pieza de Moratín, La comedia nueva o El café, la escogida para inaugurar la citada compañía en diciembre de 1926.

Federico García Lorca con Lola Membrives y Eduardo Marquina

Federico García Lorca con Lola Membrives y Eduardo Marquina 3

También en fechas próximas a la escritura del citado texto de Adrià Gual, varios de los dramaturgos de la llamada Generación del 27, no menos conocedores de las corrientes escénicas europeas, dirigieron textos propios y ajenos, tal como sucedió con Federico García Lorca o con Alejandro Casona. En el caso de García Lorca, su vocación como director de escena fructificó en la dirección de sus propias obras en el circuito comercial, pero también en la de obras de otros dramaturgos con el Teatro Universitario La Barraca, con los grupos Teatro Cachiporra Andaluz y Títeres de Cachiporra, fundados por él mismo, y con el Club Teatral Anfístora. De todas ellas nos interesa destacar aquí su experiencia como director de sus propias obras: ya en su primer estreno, El maleficio de la mariposa (1920), supervisó día a día los ensayos, una práctica en la que insistió en estrenos posteriores y que le llevarían a asumir personalmente la dirección de algunos de sus textos, como la versión lírica de La zapatera prodigiosa (1935) (Vilches y Dougherty, 1992: 242). Incluso cuando otros directores asumieron la dirección de sus textos, el poeta granadino siguió muy de cerca los ensayos, tal como sucedió con la Yerma que dirigió en 1934 Cipriano Rivas Cherif. La preocupación de Lorca por los aspectos escénicos abarcaba tanto el diseño de los decorados y el vestuario como la música y la dirección de actores, ya que concebía los espectáculos de forma integral: Vilches y Dougherty señalan cómo el poeta diseñó unos dibujos preparatorios para los decorados que más tarde realizaría Salvador Dalí para Mariana Pineda, o cómo diseñó los decorados y los figurines de La zapatera prodigiosa (1930), que luego realizaría Salvador Bartolozzi, además de componer la música de esta obra (ib.).

Y a propósito de Bartolozzi, hemos de recordar que tanto él como otro creador que también habría de exiliarse tras la guerra, Gregorio Martínez Sierra, fueron considerados durante mucho tiempo como dos exitosos autores-directores. Hoy sabemos que los textos que firmó Gregorio Martínez Sierra, los escribió en realidad María de la O Lejárraga (o María Martínez Sierra, como ella escogió llamarse), y aunque en el caso de Bartolozzi no se sabe con tanta seguridad, la hipótesis más fiable es que fue igualmente su compañera, Magda Donato, quien escribió las obras de teatro que él puso en escena y para las que diseñó las escenografías y figurines (Vicente, 2000). En ambos casos no es un individuo sino una pareja la que funciona como creador integral de sus espectáculos, aunque en su día solo ellos obtuvieran el reconocimiento.

 

El exilio republicano y la autoría-dirección

Alejandro Casona

Alejandro Casona 4

Entre los dramaturgos del exilio, Alejandro Casona ocupa un lugar muy destacado, pues es junto con María/Gregorio Martínez Sierra el que alcanza una mayor repercusión internacional con sus estrenos. Hay que decir que fue precisamente Adrià Gual el primero que apostó por su teatro, a comienzos de los años 30, y le animó a estrenar sus obras cuando ningún empresario le abría sus puertas. Casona, que por entonces dirigía el Teatro del Pueblo de las Misiones Pedagógicas, había montado con este grupo algunos de sus propios textos, además de una serie de piezas breves del Siglo de Oro y de dramaturgos contemporáneos como Rafael Alberti (El enamorado y la muerte) y Rafael Dieste (El falso faquir) (ambas en el Teatro Español, 1936). En 1937 partió hacia América como director artístico de la compañía de Josefina Díaz, con la que dirigió igualmente varias de sus propias obras (entre ellas, algunas interesantes piezas para niños). Su exitosa carrera como autor-director en distintos países hispanoamericanos le permitió continuar dirigiendo algunos de los textos que estrenó tras su regreso a España en 1962, durante los años del llamado “festival Casona”: Los árboles mueren de pie (Teatro Bellas Artes, 1963), La casa de los siete balcones (Teatro Lara, 1964) y Prohibido suicidarse en primavera (Teatro Lara, 1965). Carmen Bobes Naves ha destacado la cualidad escénica de su escritura:

Casona es un poeta que domina la palabra dialogada y es un artesano feliz de la puesta en escena; en todas sus obras la literatura y el teatro, si es que queremos distinguirlos y llamarlos así sin oponerlos, van estrechamente unidos, es decir, el Texto Literario (la fábula y su manifestación lingüística) y el Texto espectacular (la teatralidad que el autor imprime a la obra, y permite la puesta en escena) constituyen una unidad de sentido para lograr primero la lectura y luego el espectáculo dramático. La teatralidad está ya en la virtual realización del diálogo en directo, que exige, además de los signos verbales, los paraverbales (tono, timbre, ritmo), que constituye espectáculo, y está también en el mismo diálogo con alusiones a signos no verbales (distancias, objetos, actitudes, gestos, etc.), en las llamadas didascalias… (172-173).

Max Aub

Max Aub 5

Otro exiliado, Max Aub, había dirigido desde 1935 el grupo teatral El Búho, en la Universidad de Valencia. Tras la guerra civil, desterrado en México, Aub fundó un grupo con jóvenes estudiantes al que llamó El Bú, en recuerdo del grupo valenciano, con el que dirigió varias puestas en escena. Y tras El Bú, El Tinglado, grupo con el que en 1948 representó sus textos La vuelta: 1947 y Los guerrilleros, en el Teatro del Sindicato de Telefonistas y en el de los Electricistas respectivamente, además de textos de otros autores (Diago, 2015). También intentó poner en escena un peculiar espectáculo titulado Del amor, para el cual llevó a cabo un trabajo de adaptación y dramaturgia de historias amorosas propias y de otros autores, además de seleccionar la música y de encargar los figurines, aunque finalmente solo pudo ser editado (1960[2]). No obstante, aunque asumiera personalmente la dirección de algunos de sus textos, las ideas de Aub sobre la creación dramática distan mucho de otros autores que tenían una concepción global de sus creaciones, pues en su opinión el teatro era “ante todo literatura”, y llega a afirmar: “Hay que deslindar la literatura dramática de las artes escénicas” (en: Aznar Soler, 1993: 33). En realidad, se puede decir que sus ideas sobre la relación entre texto y escena varían a lo largo de su trayectoria, y aunque siempre confió obstinadamente en el valor fundamental de la palabra, también diseñó escenografías cargadas de valor simbólico para algunos de sus textos vanguardistas (Oleza, 2006: 15) y abogó por la autonomía de los directores de escena en su particular “Proyecto de estructura para un Teatro Nacional” dirigido a Manuel Azaña en 1936, en el que encomendaba la dirección de la primera temporada a cuatro directores que también eran autores: García Lorca, Rivas Cherif, Casona y, con la salvedad que ahora conocemos, Martínez Sierra (Aznar Soler, 1993: 131).

José Ricardo Morales. Foto: Chicho

José Ricardo Morales. (Foto: Chicho) 6

Precisamente en El Búho, la compañía valenciana de Aub, había participado como actor un joven universitario que, al igual que Aub y que Casona, partiría poco después al exilio: José Ricardo Morales, quien una vez instalado en Chile, su país de adopción, fundaría y dirigiría desde 1941 el grupo Teatro Experimental de la Universidad chilena. Él mismo compondría en los primeros tiempos del grupo la música de varios de sus espectáculos, aproximándose así a la idea de creador integral. Muchos años después, a la pregunta de si su experiencia en El Búho había sido definitoria para su escritura dramática, Morales contestaba: “Ambos [se refiere a Max Aub y a sí mismo], así como Lorca y Casona, supusimos que la escritura dramática requería tener la experiencia directa del teatro en su operatividad real” (Ahumada y Godoy, 2002). Morales también dirigió con el Teatro Experimental chileno algunos de sus propios textos, entre ellos su particular adaptación de La Celestina, para la que diseñó además el espacio escénico, un escenario múltiple que permitía que no hubiera interrupciones en ningún momento y que acentuaba el trasiego constante de la protagonista (Teatro Municipal de Santiago, 1949) (Diago, 2018).

 

 

EL AUTOR-DIRECTOR EN LA ESPAÑA DE LA POSGUERRA

Durante la posguerra, la figura del autor-director quedó en parte olvidada, en un sistema teatral lleno de convenciones en el que una determinada forma de entender la dirección formaba parte de los muchos condicionantes a los que se tuvo que someter la creación escénica. A modo de ejemplo, el lector puede consultar los artículos de Alberto Fernández Torres sobre las puestas en escena de Buero Vallejo y de Anxo Abuin sobre las de Valle-Inclán durante la dictadura, cuyos títulos, “Solo hubo un Buero” y “Des-esperpentizando el esperpento: lecturas valleinclanianas de José Tamayo”, resultan de por sí harto explicativos de las limitaciones escénicas a las que fueron sometidos sus textos (Fernández Torres, 2000; Abuin, 2011). Hasta qué punto el franquismo potenció la figura del director de escena y promocionó a ciertos profesionales del medio como parte del complejo mecanismo puesto en marcha para controlar la escena teatral es un tema que está sin estudiar y que probablemente nos depararía más de una sorpresa. De hecho, era habitual que fuera el director y no el autor quien presentara los textos a censura, una vez que tenía concretado el reparto y el local de la representación. Aun así, algunos de los grandes dramaturgos del período no renunciaron a dirigir. Entre ellos se encuentran varios de los más significativos representantes de la llamada “Otra Generación del 27”, pero también, aunque en menor medida, varios autores del realismo social y de las neovanguardias que surgieron desde finales de los años 60. Dicho de otro modo, hubo autores directores en todas las etapas de la dictadura y en todas las tendencias estéticas e ideológicas, aunque con diferencias muy significativas entre unas y otras.

 

Los autores de “la otra Generación del 27”

Enrique Jardiel Poncela

Enrique Jardiel Poncela 7

Uno de los autores que más cuidó los aspectos escénicos y que más se implicó en la representación de sus obras fue Enrique Jardiel Poncela. En palabras de un gran conocedor de su obra, Enrique Gallud, “Jardiel mantuvo una relación pasional con su oficio. Esto le condujo a intentar ser un hombre de teatro ‘total’. De ahí su vinculación continua con sus comedias (en ensayos y representaciones) después de haber entregado el manuscrito”. Él mismo dirigió varias de sus piezas en el Teatro Borrás de Barcelona a comienzos de los 40: Cuatro corazones con freno y marcha atrás (8-10-1943), Las siete vidas del gato (22-10-1943), Madre (el drama padre) (7-12-1943), y un espectáculo compuesto por A las 6, en la esquina del bulevar y Las siete vidas del gato (4-12-1943).

Esta implicación en la dirección de sus textos no es algo anecdótico. La importancia que el autor concedía a los elementos propios de la puesta en escena, más allá del texto en sí, queda de manifiesto en su proyecto de un “teatro ideal” dotado de un sistema de tramoyas que permitiese imprimir a sus montajes un ritmo propio del cinematógrafo, tal como sabemos gracias a Enrique Gallud Jardiel (en: Jardiel Poncela, 2016) y a Liz Perales, que publicó alguno de los bocetos dibujados por el propio Jardiel en El Cultural de El Mundo (Perales, 2010). Jardiel llegó a patentar su invento con el nombre  “Nuevo sistema de maquinaria escénico-teatral que permite la transformación y permutación rápida de múltiples escenarios premontados”. De su conocimiento del mundo de la escena daba testimonio Gustavo Pérez Puig, quien, durante su juventud, llegó a trabar amistad con el genial escritor: “Mi vocación y mi carrera de director de escena a él se la debo, que me adiestró con sus consejos en cómo se puede conseguir la magia en el teatro” (s./f., en línea). Al parecer, fue de Chaplin –con el que trabó amistad en Hollywood– de quien Jardiel aprendió la necesidad de dirigir sus montajes como una más de sus funciones, y de hecho su concepción global de la escritura dramática se extendía igualmente al cine (como es sabido, también trabajó como guionista y como director); según Suárez-Inclán, ambos coincidían en que “el papel del escritor con respecto al cine debía abarcar el guion, la dirección, la supervisión y el montaje” (2015: 30).

Un detenido análisis de sus acotaciones espaciales demuestra que Jardiel diseñaba el espacio dramático de sus obras “sacándole un partido extraordinario y descubriéndole unas posibilidades muy amplias, que luego aprovecharán en formas diversas los directores” (Bobes Naves, 1993: 154). En opinión de la citada investigadora, la elaboración espacial que presentan sus textos es más que compleja: llega a resultar exuberante y se presenta “en inmediata vinculación con el espacio lúdico” (1993: 166). También se ha destacado la enorme concreción del espacio que lleva a cabo el dramaturgo cuando escribe sus textos: utiliza términos como “foro” o “batería” a la hora de describir sus escenarios, y llega a planificar previamente aspectos como el lugar que el actor debía ocupar en el escenario para ser iluminado de un determinado ángulo (Oliva, 1993). De forma coherente con esta preocupación por la concreción escénica de sus textos, señala Oliva:

Jardiel realizaba buena parte de los ensayos, pues daba la importancia necesaria a la puesta en escena, imprescindible para llevar a cabo sus atrevidas propuestas. Con el tiempo, incluso, llegó a formar su propia compañía, en el deseo supremo de “lograr una superación total dentro de la escena, consiguiendo que el escenario alcance, por sus decorados y la presentación de sus cuadros, una unidad de ambiente total que enmarque con propiedad y verdadero arte la labor de los actores” (Jardiel, 1964, p. 13; citado por Oliva, 1993: 204-205).

Miguel Mihura. Foto: Alfredo

Miguel Mihura. (Foto: Alfredo) 8

Durante los años sesenta, otro de los grandes comediógrafos del siglo XX, Miguel Mihura, dirigió varios de sus estrenos en el Teatro de la Comedia: Las entretenidas (12-9-1962), La bella Dorotea (25-10-1963), Ninette (modas de París) (7-9-1966) y Solo el amor y la luna traen fortuna (10-9-1968). Entre tanto, compartió con Mario Antolín la dirección de Milagro en casa de los López (Teatro Talía de Barcelona, 23-9-1964), aunque al año siguiente optó por dirigirla en solitario, esta vez en el Teatro Club de Madrid (5-2-1965). También ese año se ocupó personalmente de la puesta en escena de La tetera en el Teatro Infanta Isabel (3-3-1965). De su atención minuciosa a los elementos escénicos y a la interpretación actoral daba testimonio la actriz Julia Gutiérrez Caba: “Sus diálogos sobre todo, sus expresiones, te llevan por un camino y no hay otro: o lo coges o no lo harás bien, y eso él lo tenía clarísimo y por eso era tan pejiguera en los ensayos” (Moreiro, 304). La actriz llega a contar que, cuando se ensayaba ¡Sublime decisión!, el actor que debía interpretar un ataque de tos, Agustín Povedano, no llegaba a convencer al dramaturgo en esta escena, ante lo cual el propio Mihura se llevó una noche al ensayo a un amigo para que le hiciera una demostración: “¿Lo ves? Así se tose” (Moreiro, ib.). Sobra cualquier comentario. Su biógrafo, Julián Moreiro, describe su proceso de escritura teatral mediante estas reveladoras palabras:

… Mihura concibe la escritura teatral como un proceso complejo, puesto que trabaja a la vez como redactor, como espectador y como director de la obra en curso. Arranca de una idea que a veces surge de manera repentina y casual; una vez perfilada esa situación –la parte más difícil de la tarea–, comienza a escribir dispuesto a sorprenderse a sí mismo ante la deriva que tomen los acontecimientos, al tiempo que dibuja bocetos del decorado e imagina la situación en el escenario de los personajes, a cada uno de los cuales presta una voz, un estilo de decir y hasta el rostro de un actor determinado. Le obsesionaba ejercer un control meticuloso de la suerte de cada comedia, desde la escritura hasta el estreno, y aun después si la reacción del público o de la crítica aconsejaba ciertos ajustes.

Cuando tiene avanzado el trabajo, pero aún inconcluso, comienza los ensayos: entonces aprovecha para perfilar mejor los rasgos de sus criaturas, adaptándolas al estilo que más conviene a quienes finalmente las encarnan sobre las tablas, y para ratificar o rectificar el final previsto, que a veces cambia porque descubre la eficacia dramática de un recurso que no había supuesto tan relevante. (2004: 305).

Junto con Jardiel y Mihura, otros autores de este grupo se implicaron igualmente en la dirección escénica de sus textos. En los años 50, Edgar Neville dirigió sus obras El baile (26-9-1952) y Veinte añitos (9-2-1954), ambas en el Teatro de la Comedia. Unos años antes había puesto en escena una de las comedias de su compañero de generación José López Rubio: Cena de Navidad (Teatro de la Comedia, 1951). Y más allá de sus propias obras y las de un autor tan próximo en su estética como es López Rubio, a lo largo de los 50 Neville dirigió numerosas puestas en escena de autores muy diferentes, casi siempre producidas y protagonizadas por Conchita Montes[3]. A partir de los años 60, otros comediógrafos que dirigen sus propios textos son Víctor Ruiz Iriarte (Un paraguas bajo la lluvia, Teatro de la Comedia, 1965; La señora recibe una carta, Teatro de la Comedia, 1967)[4] y Alfonso Paso (El cardo y la malva, T. Recoletos, 1960; El pan debajo del brazo, T. Maravillas, 1961; Juegos para marido y mujer, T. Recoletos, 1961 y un largo etcétera), por citar solo a algunos de los más relevantes.

En definitiva, los ejemplos son muchos y significativos. Podríamos seguir sumando anécdotas clarificadoras, pero solo redundarían en algo que ha quedado suficientemente explicado: la preocupación de estos dramaturgos por la puesta en escena de sus obras y su condición de hombres de teatro en el sentido integral del término.

 

Los dramaturgos realistas

José Martín Recuerda y José María Rodríguez Méndez

José Martín Recuerda 9 y José María Rodríguez Méndez (Foto: Colita) 10

Y no solo los autores del teatro de humor, o de la llamada “comedia de la felicidad”, frecuentaron la dirección escénica; también lo hicieron algunos de los más reconocidos dramaturgos del realismo social. Así, ya en los años 50, José Martín Recuerda, que contaba con experiencia al frente del TEU de Granada desde los 40, dirigió su texto La llanura en el Teatro Español de Madrid (4-3-1954). Por su parte, José María Rodríguez Méndez (que también se había formado como hombre de teatro en el TEU, en este caso en Madrid) dirigió su obra El vano ayer (I Festival de Teatro Nuevo de Valladolid, 1966), e igualmente puso en escena textos de otros autores, como La hoya, de Ramón Gil Novales (Barcelona, 1966). Ya en 1996, dirigió la lectura dramatizada de El pájaro solitario en la Sala Manuel de Falla de la SGAE, texto con el que había logrado ese mismo año el Premio Nacional de Literatura Dramática. En sus Comentarios impertinentes sobre el teatro español encontramos varios artículos que dan noticia de su interés por los aspectos escénicos más allá del texto dramático. En uno de ellos, este autor lamentaba precisamente la falta de hombres de teatro en el sentido integral del término en la escena española:

Hemos tenido excelentes autores teatrales, hemos tenido también excelentes actores, excelentes escenógrafos, directores regulares; pero personajes capaces de englobar y sintetizarlo todo en una visión conjunta no hemos tenido. Los que apuntaron en este aspectos acabaron derrotados ante la indiferencia general, las dificultades y la falta de coordinación entre gente marcadas —por imperativo de la Historia— por un fuerte acento individualista. (Rodríguez Méndez, 1972: 112).

Alfonso Sastre

Alfonso Sastre 11

Aunque no tenemos noticia de que Alfonso Sastre haya dirigido personalmente ninguna de sus puestas en escena, en sus comienzos codirigió Lo invisible, de Azorín, junto con Alfonso Paso y Medardo Fraile (estreno que tuvo lugar en el Teatro del Instituto Lope de Vega de Madrid, en 1947), y en 1951 firmó en solitario la dirección escénica de La sonrisa de Gioconda, de Aldous Huxley, en el Teatro Lara de Madrid. De hecho, sus primeros pasos en la profesión nos muestran al autor madrileño como un hombre de teatro muy próximo a los escenarios, a través de su participación en los grupos Arte Nuevo, Teatro de Acción Social (TAS) y Grupo de Teatro Realista (GTR), en los cuales colaboró muy de cerca con directores y con actores. También en los años 50 aparece como intérprete y como narrador de alguno de los montajes del grupo Dido Pequeño Teatro. Sin embargo, habrá que esperar a 1999 para tener noticia de una nueva dirección del dramaturgo madrileño; ese año se ocupó de dirigir la lectura de su texto El cuento de la reforma, en el Teatro Arriaga de Bilbao, en un ciclo de lecturas dramatizadas organizado precisamente por la AAT.

 

María Aurelia Capmany y Pilar Enciso

María Aurelia Capmany 12 y Pilar Enciso 13

Tanto Martín Recuerda como Rodríguez Méndez y Alfonso Sastre comparten algo en común en estas experiencias como hombres de teatro: todos ellos se desenvolvían entonces en ámbitos de teatro universitario o de cámara, en ningún caso se trataba de montajes profesionales exhibidos en el circuito comercial, un circuito que al parecer estaba reservado a otro tipo de dramaturgos, muy distintos a ellos en su estética y en sus ideas, como acabamos de ver. También comparten esta cualidad con dos autoras-directoras: María Aurelia de Capmany y Pilar Enciso. La primera de ellas, fundadora junto con Ricard Salvat de la Escuela de Arte Dramático Adrià Gual, llevaría a cabo una intensa labor tanto en su faceta de escritora en distintos géneros como de directora escénica durante los años 60 y 70. Por su parte, Pilar Enciso dirigió con la Compañía de Educación y Descanso los textos infantiles que escribió junto a su marido, Lauro Olmo; textos en ocasiones muy cuestionados por la censura que sin embargo subían al escenario con el apoyo del Sindicato Vertical: el régimen y sus contradicciones eran así.

Ninguno de estos autores llegó a formar parte del establishment cultural del franquismo, por lo que rara vez sus textos pasaron por el filtro de los directores que colaboraban en los teatros oficiales del momento. Aunque también existe alguna excepción significativa, como la que nos muestran los expedientes de censura de Alfonso Sastre: el régimen intentó apropiarse de este autor antes de que la izquierda lo convirtiera en “banderín” para su causa (así lo expresaron los censores); fue entonces cuando se estrenó El cuervo en el María Guerrero, con dirección de Claudio de la Torre; una obra que al parecer fue “poco y mal entendida” (Oliva, 1989: 303) y que constituye una excepción dentro de la difícil trayectoria de su autor durante la dictadura. Por cierto, el lector habrá observado que hay un importante dramaturgo que no ha aparecido en este breve recorrido por el teatro realista: al desarrollar su trayectoria fundamentalmente en los teatros comerciales y oficiales, Antonio Buero Vallejo no tuvo oportunidad de dirigir ninguno de sus montajes, pese a que quienes le conocieron tienen constancia de su interés por los detalles de la puesta en escena y de su frecuente asistencia a los ensayos de sus obras.

 

Las neovanguardias

Albert Boadella

Albert Boadella. (Foto: Chicho) 14

Curiosamente, entre los autores de las neovanguardias de finales de los 60 y principios de los 70 (aquellos a los que se conoció como Nuevo Teatro Español, teatro español underground o autores simbolistas, entre otras etiquetas no menos cuestionables) la figura del autor-director es menos frecuente que en las tendencias antes descritas, lo cual no deja de resultar paradójico si tenemos en cuenta que los autores de estos años son cada vez más conscientes de la importancia de los signos no verbales de la puesta en escena. (Algo similar, por otra parte, a lo que les sucede a los propios censores, cada vez más suspicaces a la hora de interpretar lo que leen y más celosos en su cometido de asistir a los ensayos generales para no dejar escapar un solo signo “subversivo”). Sin embargo, en este período tienen lugar novedades sustanciales en la materia que nos ocupa. Una de ellas es el surgimiento de los grupos de Teatro Independiente, en los que el autor opta en muchos casos por escribir el texto en colaboración con el resto del equipo, aunque no por ello deja de ser el responsable de la dramaturgia final. Figuras como las de Albert Boadella o Salvador Távora son ejemplos claros de autores-directores. Se puede decir que nacen como autores dentro de sus respectivos grupos, trabajan con equipos estables y esto les permite llevar adelante sus puestas en escena al margen de la figura tradicional del autor. En definitiva, se presentan como directores que escriben los textos en colaboración con el resto del equipo. A modo de ejemplo, los componentes de Els Joglars describen de este modo el proceso de creación de su espectáculo Mary d’Ous:

El montaje ha ido surgiendo de improvisaciones y estudios realizados por los actores (…). Se ha creado, como es costumbre en nosotros, un trabajo en equipo, con la particularidad, esta vez, de una estrechísima colaboración entre elementos plásticos y dramáticos. (Els Joglars, s.f., en línea).

Alberto Miralles

Alberto Miralles 15

También hubo dramaturgos que colaboraron en grupos independientes adaptando y dirigiendo textos de otros autores, además de dirigir obras de su propia creación: es el caso de José Luis Alonso de Santos y su compañía Teatro Libre, con la que estrenó obras de Brecht y Calderón de la Barca, y con la que llegaría a poner en escena un texto propio: Viva el duque, nuestro dueño (1975)[5]. En su estudio sobre este dramaturgo, Marga Piñero destaca que esta es una etapa en la que la experiencia escénica le supone a Alonso de Santos, ante todo, el camino hacia la profesionalización (2005: 113 y ss.). Un caso muy particular es el de Alberto Miralles, fundador del grupo Cátaro a finales de los 60, muy vinculado en sus orígenes al Institut del Teatre de Barcelona y con el que dirigió tanto sus propios textos como los de sus contemporáneos Juan Antonio Castro y Manuel Martínez Mediero. Y desde finales de los 70, otro caso reseñable es el de José Sanchis Sinisterra y su Teatro Fronterizo, con el que dirige varios textos propios (Ñaque o De piojos y actores) y adapta textos narrativos de otros autores (Joyce, Sábato, etc.). Se podría hablar aquí de una fórmula intermedia, en la que el autor dirige algunas de sus propias propias y en ocasiones se convierte en director de textos ajenos. No me voy a extender aquí en ninguno de ellos, puesto que tanto a Sanchis Sinisterra como a Alberto Miralles se les dedican artículos monográficos en esta revista.

 

Jesús Campos

Jesús Campos. (Foto: Goya) 16

La de aquellos autores que escriben de forma individual y que tratan de poner ellos mismos sus textos en escena como parte indisoluble del proceso de creación sería una aventura especialmente difícil en el contexto de la España del tardofranquismo y la Transición; también en la de las primeras décadas de la democracia. Es el caso, en el que tampoco voy a abundar aquí, de Jesús Campos, pues remito igualmente al lector a su artículo en esta revista, donde explica al detalle las complicaciones a las que hubo de enfrentarse. Únicamente  advertiré que en los años en que inicia su andadura el concepto del hecho teatral se había transformado radicalmente, al menos para el grupo de creadores del que forma parte (el teatro comercial iba por otros caminos, claro), de manera que el hecho de dirigir sus propios textos se convierte en algo más que una opción estética: forma parte esencial del proceso de comunicación con el espectador, de un deseo, en palabras de José Monleón, de “existencializar el hecho teatral” (1980: 128) propio de un tiempo en el que aún había lugar para las utopías y los grandes desafíos[6].

 

Francisco Nieva. Foto: Miguel Zavala

Francisco Nieva. (Foto: Miguel Zavala) 17

Campos ha sido sin duda el autor que más ha batallado por defender el derecho de los autores a poner en escena sus propios espectáculos y el que ha llevado a cabo esta práctica de forma más coherente; no obstante, ya en los años 60 encontramos a otros autores en las filas de las neovanguardias que parten de un concepto global del espectáculo, aunque aún pasarían años hasta que comenzaran a dirigir sus propios espectáculos. Es el caso de Fernando Arrabal, que estrena varios espectáculos fuera de España (entre ellos, alguna ópera, como La vida breve de Manuel de Falla y Goyescas de Enrique Granados, en Lieja, Bélgica, 1985), y de Francisco Nieva, a quien su condición de escenógrafo y figurinista le supuso la introducción en los escenarios de los Teatros Nacionales a mediados de dicha década, de la mano de José Luis Alonso. Si bien ya desde 1969 codirige o incluso dirige en solitario varios espectáculos, no será hasta finales de los 80 cuando dirija textos de su autoría, con una compañía propia[7]. Llegados a este punto, traspasaríamos los límites cronológicos que nos habíamos autoimpuesto al comenzar este artículo.

 

CODA FINAL

La historia teatral de estos años nos muestra cómo la figura del autor integral que propugnaba Gual y que llevaron a cabo, en la medida en que el sistema teatral de su tiempo se lo permitió, el propio Gual, Federico García Lorca o Alejandro Casona, desaparece prácticamente bajo el franquismo, pese a que fueron muchos los autores que dirigieron varias de sus obras en este período, sobre todo en el espectro ideológico más conservador. Da la impresión de que a mayor peligrosidad desde el punto de vista del régimen, más filtros se le impusieron a determinados autores, y someter sus textos a ciertas directrices escénicas pudo ser uno de ellos. Quienes hemos dedicado parte de nuestra vida a investigar sobre la censura teatral hemos podido constatar que esta no fue sino uno más de los muchos mecanismos de control que la dictadura impuso sobre un arte al que consideraba extremadamente inquietante desde el punto de vista social y político; todo un sistema de “censura positiva” contrapesaba y complementaba el control impuesto por la Junta de Censura teatral: Teatros Nacionales, Festivales de España, premios ministeriales, crítica teatral en la prensa del Movimiento… Y un concepto muy determinado de la dirección de escena que formó parte de un juego mucho más complejo e intrincado de lo que una historiografía literaria y teatral inspirada en cierta medida por el propio franquismo nos había hecho pensar.

Pese a las muchas restricciones, en las postrimerías del período el teatro y la cultura, como la propia sociedad española, se habían transformado de forma sustancial, aunque persistieron ciertas inercias del pasado a las que se unieron otros factores que dificultaron el desarrollo de la autoría en su vertiente escénica y que serán analizados aquí por otros articulistas. En la actualidad, son muchos los autores que dirigen sus propias obras: Sergi Belbel, Rodrigo García, Juan Mayorga, Angélica Liddell, Ernesto Caballero, Laila Ripoll, Paloma Pedrero, Juan Carlos Rubio, Yolanda García Serrano, Antonio Álamo, Alfonso Zurro, Ignacio García May, Luis Miguel González, Antonia Bueno, Javier de Dios, Elena Cánovas, Carolina África, Jordi Casanovas, Carmen Losa, Alberto Conejero, Fernando J. López, Tomás Afán, Marta Buchaca, María Velasco, Vanessa Montfort, José Padilla, Alberto de Casso, Denise Despeyroux, Ainhoa Amestoy, Félix Estaire, Juan Luis Mira, Almudena Ramírez-Pantanella, Eva Redondo… son solo algunos ejemplos de una lista que podría ser mucho más amplia. La coyuntura con la que se han encontrado es muy diferente a la que hubieron de enfrentarse los dramaturgos que querían dirigir sus obras en épocas anteriores, como también lo son sus poéticas escénicas. Vistas desde la perspectiva de una realidad compleja y con hondas raíces históricas, las frases extemporáneas a las que hacía referencia al comienzo de este artículo –y que, en mayor o menor medida, muchos de nosotros hemos podido escuchar en el mundo teatral– sobre la presencia del autor en los ensayos o sobre su falta de perspectiva a la hora de dirigir sus textos parecen dictadas por el desconocimiento o por inercias poco democráticas, cuando no por intereses que poco tienen que ver con la dimensión artística del hecho teatral.

 

 

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Notas    (↵ Volver al texto returns to text)

  1. Recientemente se han leído sendas Tesis Doctorales sobre las acotaciones escénicas en las obras de Juan del Encina y de Calderón de la Barca que demuestran con rotundidad la preocupación de ambos autores por los aspectos espectaculares de su teatro (Sánchez Hernández, 2020 y Monzó, 2019). Sobre este último, Evangelina Rodríguez ha señalado que “escribe no sobre pliegos sino sobre el tablado de un corral o del Coliseo del Buen Retiro” (en: Díez Borque, 2001: 391) y habla directamente de la “escritura escénica” calderoniana (ib., 394). Harto conocida es la implicación en sus montajes de Lope de Rueda, a quien Alfredo Hermenegildo se ha referido como el “primer director, autor y actor teatral de la historia escénica de España” (s.f., en línea). En cuanto a Moratín, Juan Antonio Hormigón afirma que las condiciones por él exigidas en su montaje de La comedia nueva “no eran las propias de un escritor que vigila la escenificación, sino las de alguien que se erige en responsable de la misma” (2019, en línea).↵ Volver al texto
  2. El texto tal como lo elaboró Aub aparece recogido, junto con los figurines y las historias originales, en: Aub, 2006: 561-625.↵ Volver al texto
  3. Aunque no podemos recoger aquí todos los títulos, baste con señalar que su trayectoria como director se remonta a comienzos de los años 40, y una de sus primeras puestas de escena fue La venganza de don Mendo, de Pedro Muñoz Seca (Teatro Español, 1941). Puede consultarse la relación de estrenos de Edgar Neville, como la del resto de autores a los que aquí se hace referencia, en la base de datos de Estrenos del CDAEM: https://www.teatro.es/estrenos-teatro↵ Volver al texto
  4. Ruiz Iriarte dirigió también Nina, de André Rossin, en el Teatro Reina Victoria, un montaje que producía y protagonizaba Conchita Montes (1963). Ya en 1975, dirigió en el Teatro Arlequín de Madrid su comedia Buenas noches, Sabina.↵ Volver al texto
  5. Un lustro más tarde, el Teatro Libre estrenaría otra obra de este dramaturgo con dirección de Ángel Barreda.↵ Volver al texto
  6. Los lectores interesados pueden consultar mi artículo “La poética teatral de Jesús Campos” (Muñoz Cáliz, 2013).↵ Volver al texto
  7. Es en 1969 cuando por primera vez codirige una pieza junto con Antonio Malonda, además de diseñar su escenografía (Los fantásticos, de Harvey Schmidt y Tom Jones, estrenada en el Teatro Reina Victoria de Madrid), y en 1980 cuando dirige en solitario Danzón de exequias, de Michel de Ghelderode, con el grupo La Girándula, en el Museo Visigótico de Toledo. (CDAEM, s.f., en línea). Ya en 1989 dirige su texto Corazón de arpía en la Sala Olimpia de Madrid, montaje para el que también diseña la escenografía, y al año siguiente, El baile de los ardientes en el madrileño Teatro Albéniz.↵ Volver al texto
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  1. Fuente: Diccionario Biográfico de la RAH↵ Ver foto
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