N.º 53La autoficción teatral

 

Autoficción y teatro
(Cuestiones teóricas)

José-Luis García Barrientos
(CSIC)

 

1. SUMARIO

Si en la narrativa, que es su patria, la autoficción es una especie de deconstrucción de la autobiografía, con la intención de desacreditarla y suplantarla, en el teatro es la solución de una aporía insalvable, la de la autobiografía teatral, imposible en rigor. Porque el teatro es incompatible con lo “auto” y con lo “factual”. Es impermeable a la primera persona por su carácter de representación in-mediata y es irreductible a la mera realidad, se pongan como se pongan los posdramáticos. Porque el teatro es siempre ficción; aunque no solo ficción. El desdoblamiento realidad/ficción es en él constitutivo. El teatro y su doble. No hay teatro sin realidad, pero tampoco hay teatro con solo realidad. Al subir a un escenario cualquier realidad real se dobla en otra ficticia. A la fuerza, por definición y afortunadamente. Por eso el teatro resulta ser un juego más sofisticado que la lucha de gladiadores. Pues bien, la autoficción relaja esas dos condiciones constitutivas de la autobiografía: abre la puerta a la ficción y a la tercera persona. De forma que el teatro, aunque no sin problemas, puede ser autoficticio, ya que no autobiográfico.

 

2. AUTOBIOGRAFÍA

Al decir “autobiografía”, se piensa de inmediato en un relato, en una narración; no en un drama; tampoco en un poema, por más que pueda defenderse que todo poema es autobiográfico. Pero dejemos a la poesía en sentido moderno, o sea, a la poesía lírica, en su alta y exquisita o marginal esfera, y atengámonos a la poesía en sentido aristotélico, es decir, a la mímesis, a la representación de mundos imaginarios, esto es, a la ficción.

Aristóteles

Aristóteles

Sabido es que Aristóteles distinguió en ese campo dos (y solo dos) modos de imitación, o sea, de poner en pie un mundo ficticio: el de la narración y el de la actuación o el drama, el modo narrativo y el modo dramático (Poética, 48a19-24). Yo sostengo que la teoría aristotélica de los modos sigue vigente hoy, dos milenios y medio después: que sigue habiendo los mismos dos (y solo dos) modos de representar ficciones, el narrativo (en el que hay que encuadrar al cine) y el dramático o teatral; y que el rasgo distintivo es el carácter “mediado” o no de la representación. El narrativo es el modo mediato, con la voz del narrador o el ojo de la cámara como instancias mediadoras constituyentes. El dramático es el modo in-mediato, sin mediación: el mundo ficticio se presenta (en presencia y en presente) ante los ojos del espectador.

Basta este escueto presupuesto teórico para entender con claridad el porqué de la afinidad entre lo autobiográfico y el modo narrativo, y su incompatibilidad con el dramático. La autobiografía resulta ser así “narrativa” en su sentido más esencial, de representación mediata, no tanto por ser biografía, sino por ser “auto”, o sea, biografía mediada por el biografiado. Y por eso mismo resulta ser también esencialmente antitética del drama, del teatro, del modo representativo de la actuación.

La autobiografía canónica, como ha mostrado Philippe Lejeune (1980), se caracteriza por la identidad de estos tres elementos: Autor = Narrador = Personaje. Pero interesa tener a la vista las demás posibilidades. Los elementos contraen tres tipos de relaciones: semántica (entre Autor y Personaje), sintáctica (entre Narrador y Personaje) y pragmática (entre Autor y Narrador) (Genette, 1991: 72). La primera define la oposición (temática) entre la autobiografía (A = P) y la “alobiografía” (A ≠ P). La segunda, la antinomia (sintáctica) entre relato homodiegético o en primera persona (N = P) y heterodiegético o en tercera persona (N ≠ P). Y la tercera, en fin, la muy problemática dicotomía (pragmática) entre relato factual (A=N) y relato ficcional (A ≠ N), en términos de Genette (1991: 65-66). La triple igualdad que define la autobiografía en sentido estricto se traduce así en estas tres características: (1) relato factual, histórico, (2) homodiegético, en primera persona, y (3) de contenido autobiográfico (alguien cuenta su propia vida).

Apenas intentamos trasladar la cuestión de la autobiografía al campo, en verdad impropio, del modo dramático de representación, las contradicciones saltan a la vista, empezando por la ausencia, por la imposibilidad en el drama de narrador alguno en tanto instancia mediadora, que no hay más remedio que descartar, lo mismo y por lo mismo que la de la cámara cinematográfica. Esta ausencia o imposibilidad es constitutiva del teatro, de forma que bien se podría definir el drama con exactitud como el relato sin narrador. Pero que no haya —que no pueda haber— narrador ni nada equivalente en el teatro elimina de golpe uno de los elementos que definen la autobiografía y dos de las relaciones que la constituyen, la sintáctica y la pragmática. Dicho de forma mitigada, no es posible ni un drama homodiegético, en primera persona, ni un drama factual, sin mácula de ficción.

En la Poética aristotélica, toda la poesía, tanto la narración como el drama, se identifica con la ficción. Basta recordar cómo distingue el estagirita la poesía de la historia (1451a36-1451b11). Pero la relación de cada uno de los dos modos de imitar con la ficción resulta bien diferente. La narración puede ser ficticia (y entonces es poética o literaria), pero también puede no serlo, o sea, ser factual, como la histórica o la biográfica. Esta segunda posibilidad, en cambio, no la conoce el drama: el teatro es ficción y solo ficción. Que tal disimetría tiene relación con el modo lo prueba quizás que el documental cinematográfico no tenga equivalente en el teatro (verdadero, no sucedáneo, como el llamado “teatro documento”), igual que no lo tienen la historia o la biografía genuinas. Se diría que el teatro contagia de ficción cuanto toca. De ahí la doble imposibilidad de un teatro autobiográfico: por “auto” y por factual.

Pero es cierto, a la vez, que no hay arte representativo —ni la literatura ni el cine— con una mayor carga de realidad que el teatro. Lo que distingue al teatro de cualquier otro espectáculo de actuación es la convención representativa que definió Borges de forma lapidaria así: «La profesión de actor consiste en fingir que se es otro ante una audiencia que finge creerle» (en Stornini, 1986: 14). Este doble pacto teatral, la simulación del actor y la denegación del público, implica el desdoblamiento de todos los elementos constitutivos del teatro: como el actor se desdobla en personaje, el espacio, el tiempo y el público reales de la representación se desdoblan en otros espacio, tiempo y público representados o ficticios. Esta duplicidad es irreductible en el teatro y capaz de enseñar a la autoficción que se puede ser verdadero e imaginario al mismo tiempo. El teatro lo es siempre, sin excepción.

La conclusión teórica es que no puede hablarse de autobiografía teatral o drama autobiográfico en sentido estricto, sino, si acaso, en el sentido lato que correspondería más o menos a la modalidad (impropia) de autobiografía —siempre más o menos ficticia— que llama Genette (1991: 67) “heterodiegética” y Lejeune  (1980) “en tercera persona”, es decir, en el sentido más débil, que cumple solo el criterio temático, la igualdad entre Autor y Personaje; pero disociándose ambos del Narrador (que no existe). Esta relajación excesiva de las exigencias del concepto de autobiografía, que sigue siendo nítido y preciso mal que les pese a nuestros bizantinos à la page, abre las puertas a ese nuevo concepto, ambiguo o paradójico de nacimiento: la autoficción. De manera que se puede afirmar, en buena lógica, que el teatro es incompatible con la autobiografía, pero no con la autoficción.

 

3. AUTOFICCIÓN

Dentro del género narrativo, la parcela de la autonarración (Gasparini, 2008) se la disputan hoy la autobiografía, la novela autobiográfica y, entre ellas y contra ellas, un poco a codazos, la autoficción. Más allá, si ampliamos el campo, encontraremos, a un lado, la biografía, el ensayo a la manera de Montaigne, etc., y al otro, las diversas formas novelescas, hasta completar, respectivamente, la narración factual y la ficción narrativa.

Tomemos la definición de Jacques Lecarne (1994: 227) para la autoficción, que sintetizo así: relato en que autor, narrador y protagonista comparten la misma identidad nominal y que se declara una novela. Es preferible por práctica, por realista, por sencilla. Pero no se me escapa que es contradictoria, como todas y como —porque— lo es el propio género.

Si la terminología literaria no hubiera ocupado ya ese marbete con un contenido inequívoco, se podría sintetizar aún más la definición del género en el oxímoron novela autobiográfica, después de devolver a estas dos palabras su pleno sentido literal; es decir, novela y autobiografía a la vez, o si se quiere, novela verdaderamente autobiográfica, y no falsamente, como es sin duda la que se ha convenido en llamar así y que es del todo novela pero solo formalmente autobiográfica.

La autoficción es la paradoja que intenta salvar esa contradicción y que nace de ella como género necesariamente ambiguo, híbrido, mestizo: ni plena autobiografía ni plena novela, sino autobiografía contaminada de ficción o novela contaminada de “realidad” autobiográfica. Esto abre, como ya dije, una puerta a la operación de trasladar la discusión al teatro, o sea, de convertir la contradicción del teatro autobiográfico en la paradoja de la autoficción teatral.

Pero, para trasladarlo al teatro,  es preciso tomar el concepto de autoficción en su acepción más amplia, incluso si nos conduce a «una suerte de cajón de sastre», en palabras de Ana Casas (2012: 10), de la que tomo la expresión de los límites de esta ampliación del concepto: 1º) la «presencia del autor proyectado ficcionalmente en la obra» y 2º) la «conjunción de elementos factuales y ficcionales» (p. 11).

En cuanto al primero, la identidad se afloja en proyección del autor en la diégesis, y no necesariamente siendo el protagonista, como exige la definición estricta de Lecarne, sino también como otro personaje e incluso como una figura autoral que irrumpe mediante digresiones, comentarios o procedimientos como la metalepsis o el engaste, y hasta si la identidad entre autor y personaje no es explícita sino solo sugerida, como en Proust. En cuanto al segundo pacto, la manga ancha llega hasta a acoger relatos con estatuto inequívocamente novelesco o ficticio, con ruptura incluso de la verosimilitud realista, como «El Aleph» de Borges o La Divina Comedia de Dante.

Divina Comedia

Divina Comedia

Lo decisivo es la admisión de la posibilidad, en rigor contradictoria, de una autoficción “en tercera persona”. Pues resuelve de un plumazo el problema insoluble de conjugar autorrepresentación e inmediatez en el teatro. Y en cuanto al pacto de referencialidad, tanto más útil será la categoría de autoficción para el teatro cuanto la acerquemos más a la novela y menos a la auténtica autobiografía.

Por otro lado, creo que en el ámbito propio de la narración es también el concepto lato de autoficción el que resulta productivo, el que permite acotar, aunque sea de forma polémica, un corpus estrecho pero suficiente para hablar de género o subgénero. Y es que en su acepción más estricta (y contradictoria) tal vez la autoficción se reduce, si acaso, a una sola realización: el texto bautismal o natal, Fils de Doubrovsky (1977).

Una primera peculiaridad al trasladar la mirada al teatro es que todo el campo de la autonarración lo ocupa en él lo que, en vez de autoficción teatral, sería más preciso llamar autoteatro, es decir, teatro autorreferencial. Pues no compite ni con una presunta autobiografía teatral, inexistente e imposible en sentido estricto, ni con una ficción autobiográfica equivalente a la llamada “novela autobiográfica”, es decir, totalmente ficticia. La ambigüedad, o mejor, la duplicidad del pacto de referencialidad es en el teatro constitutiva: todo en él es real y ficticio, verdadero e imaginario a la vez, de forma indistinguible.

En cuanto al pacto de identidad, y puesto que no hay narrador en el modo dramático o inmediato, la fórmula para el teatro tendría que derivar más bien hacia esta otra: [Autor=Actor=Personaje]; que resulta posible, sobre todo con el signo de igualdad atenuado [Au≈Ac≈P], aunque no exenta de problemas. Al revés que en la narración, no es la primera igualdad [Autor (real)=Actor (real)] la problemática, sino la segunda [Autor (real)=Personaje (ficticio)].

En cuanto a la relación entre Actor y Personaje, la identidad es obligada en el teatro, como vimos, pero no es propiamente identidad, sino fusión en una entidad de dos caras, desdoblamiento: más [Ac/P] que [Ac=P]. De otro lado, el Autor, inequívoco en las escrituras (literatura y cine), se torna también problemático en el teatro. ¿Cubre solo al autor del texto (cuando lo haya) o también al del espectáculo? ¿Equivale al “Dramaturgo”, término más específico pero también impreciso, o a la suma de este más el Director? ¿Y más el escenógrafo y otros artífices del espectáculo?

 

4. AUTOTEATRO

El prototipo de teatro autobiográfico o autoficticio es el de un espectáculo unipersonal, un monólogo, cuyo único ejecutante es también el autor tanto del texto (si lo hubiere) como de la puesta en escena y un actor que se representa a sí mismo, es decir, que en rigor no representa, sino que habla y actúa en su propio nombre. Esto último, si se cumpliera al pie de la letra, lo excluiría del teatro o por lo menos del teatro dramático (valga la redundancia). Pero dejaría abierta la posibilidad de otro tipo de espectáculo de actuación —por ejemplo, de performance— genuinamente autobiográfico (v. Pavis, 1996; Trastoy, 2002:161-162); aunque no sin problemas, y tan graves que ponen en entredicho incluso tal posibilidad. Habría que asegurarse primero de que no se trata simplemente de un espectáculo narrativo, o sea, de narración oral (que admite un componente espectacular de mayor o menor peso). En tal caso se disuelve el problema, al regresar al seno del modo representativo en que lo “auto” y lo factual encajan a la perfección.

¿Y qué interés puede tener para el espectador asistir al teatro para que un actor —y más si no se trata de una celebridad, sino de un desconocido— le muestre parte de su propia vida. En principio, ninguno; excepto quizás los que encajan en las tres «formas de la autobiografía escénica» que distingue Pavis (1996: 438-439): un interés propiamente teatral, como en La novela de un actor, de Philippe Caubère, en que muestra su itinerario de actor en el Théatre du Soleil; un interés testimonial, sobre la enfermedad, el sexo, la violencia política, etc., caso de un actor seropositivo, como en S/N de Teiji Furuhashi (“Dumb Type”); o, por fin, un interés identitario, de tipo sexual, social, étnico, cultural, etc., como en Spalding Gray, Laurie Anderson o Gómez-Peña. Todos los casos coinciden en utilizar lo autobiográfico para hablar de otra cosa, más general, que nos atañe a todos y de la que el actor es solo un ejemplo, lo que quizás implica ya un conato de desdoblamiento en personaje y por tanto de ficción.

Para justificar la autoficción señala Doubrovsky (1980: 53) un aspecto interesante: frente a la autobiografía, que «es un privilegio reservado a los importantes de este mundo, en el otoño de su vida y en un estilo bello», la autoficción supone una especie de democratización de la práctica autográfica, pues «no siendo por sus méritos uno de los derecho-habientes de la autobiografía, “el hombre cualquiera” que soy debe, para captar al lector reacio, endosarle su vida real bajo la imagen más prestigiosa de una existencia imaginaria. Los humildes, que no tienen derecho a la historia, tienen derecho a la novela».

Una dificultad práctica para trasladar el género autobiográfico propiamente dicho al teatro deriva de lo extraño que resulta imaginar que un prócer, alguien sancionado social, cultural o políticamente como importante y respetable, esté dispuesto a ofrecerse en espectáculo in-mediato, a convertirse en actor, a exhibirse sobre un  escenario. Ningún demérito, nada de bochornoso o denigrante acecha, en cambio, si de lo que se trata es de escribir la autobiografía, es decir, de mostrar (más o menos) la propia vida, pero mediante su narración mediada.

Lola MontesLos ejemplos de personas de gran relieve y popularidad que se atrevieron o se vieron abocados a protagonizar unos espectáculos más o menos autobiográficos remiten precisamente a personajes caídos y que han perdido, por tanto, su condición de importantes en el momento de exhibirse (o quizás que la pierden al hacerlo). Es el caso de Lola Montes (1821-1861) tal como la presenta la excelente película de Max Ophüls (1955). En la realidad, estuvo a punto de estrenar en el Covent Garden Lola Montes, reina de Baviera, la pieza de teatro en la que se relata su periplo bávaro, y que prohibió el gobierno por su contenido político. Más tarde volvió sobre la idea y consiguió en 1852 representar en un teatro de Nueva York Lola Montes en Baviera, aunque sin pena ni gloria. Puede considerarse, pues, pionera del teatro autobiográfico (o autoficticio).

También resulta interesante, desde este punto de vista, el caso, bien distinto, de Buffalo Bill y su celebérrimo espectáculo del Salvaje Oeste (Buffalo Bill’s Wild West), no o no del todo autobiográfico, pero sí en gran medida factual, con la identidad nominal (y real) del propio Cody, como autor-actor-personaje, y de otras auténticas personalidades históricas como Toro Sentado y algunos de sus guerreros, Annie Oakley y Frank Butler, Calamity Jane, etc. Es seguramente un lugar privilegiado para observar el entrecruzamiento entre realidad y ficción en un espectáculo de actuación; que, por ejemplo, solía terminar con una representación melodramática de la batalla de Little Big Horn en la que Cody representaba  el papel del general Custer.

Marina Abramovich

Marina Abramovich

El inconveniente de la autobiografía teatral de una celebridad desaparece o se atenúa si se trata precisamente de una celebridad de la escena. Es el caso, por ejemplo, del espectáculo The Life and Death of Marina Abramovic (Vida y muerte de Marina Abramovic) que se estrenó en el Teatro Real de Madrid en 2012: una creación de Marina Abramovic y Robert Wilson con música de Anthony y William Basinski. De ella dice la gran performer que es su «sexta biografía» y la explica por el hecho de que el camino que encontró para librarse del dolor original fue llevarlo al escenario. La aguda ambigüedad genérica —¿teatro, ópera, performance?— no impide, sino quizás refuerza, que pueda considerarse un caso bastante completo de autoficción escénica.

Abramovic es autora, actriz y personaje protagonista; aunque la dirección de escena y la escenografía de Wilson maticen un poco el componente “auto”; quizás también la música de Anthony, presente como intérprete sobre el escenario. ¿Habría entonces que ampliar la fórmula de identidad hasta los cuatro (o cinco) términos [Autor=Director(=Músico)=Actor=Personaje] para considerar estricta autobiografía escénica un espectáculo como este? ¿No es el caso precisamente, o casi, de algunas obras de Angélica Liddell? En cuanto al ingrediente ficticio, basta pensar en la «muerte» del título («Vida y muerte…»).

Valdrá la pena investigar si hay ejemplos de autobiografía o autoficción escénica de celebridades ajenas al mundo del espectáculo. Pero reconozcamos que cuesta imaginar a la reina de Inglaterra o al Papa, por ejemplo, representando sus propias vidas en circos o teatros.

 

5. AUTODRAMA

Se llega así a la paradoja del autodrama, o sea, de la autoficción dramática, entendida en el sentido más ancho de autoficción, pero en el más estricto de dramática, es decir, abandonando las formas fronterizas o marginales de teatro por las genuinas y medulares, prestando atención sobre todo a las obras dramáticas. La primera consecuencia es que la fórmula se nos encoge hasta quedar en la identidad (aproximada) entre autor y personaje [Au≈P], o sea, decae la exigencia de que el autor dé la cara como actor; aunque se cumpla en ocasiones, como en los casos de Dario Fo, la citada Angélica Liddell, el uruguayo Iván Solarich, etc..

El autor por ausente y el público por excesivamente presente no se dejan representar o “ficcionalizar” de forma radical en el teatro. Pues si se dramatizan, como en Comedia  sin título de García Lorca, no cabe duda de que se tratará de verdaderos personajes, pero de autor y de público falsos. La aporía se disuelve en la laxitud del concepto de autoficción, cuando no se exige ya la identidad sino que nos conformamos con la proyección. Pensemos en El público del mismo García Lorca (1936). Paradójicamente, en vez de ser «el espejo del público», como declaró el dramaturgo a La Nación de Buenos Aires en 1933 y como cabría esperar del título, resulta ser el espejo del autor: un autorretrato, plasmado sobre todo en los protagonistas, el Director y el Hombre 1, pero también en casi todos los demás personajes, que viven su mismo drama, el del amor homosexual como manifestación extremada —nítida, radical— del amor sin más.

Comedia sin título

Comedia sin título 1

La obra, que de ninguna manera cabe considerar autobiográfica, quizás quepa en los amplios límites de la autoficción. Es más que evidente el componente ficticio. El ingrediente factual es el que plantea el problema de si puede satisfacerlo tal nivel de profundidad en la proyección del yo o si es exigible un cierto grado de observancia anecdótica, ausente del todo en el drama lorquiano. En cuanto a la expresión del subconsciente o la dimensión psicoanalítica privilegiada por Doubrovsky (1980), en pocas autoficciones genuinas serán tan poderosas.

Si es importante para el autodrama —por inevitable— la contaminación ficticia de la autobiografía, no lo es menos la quiebra estilística, que en palabras del padre fundador «tiene que ver con la escritura: si abandonamos el discurso cronológico-lógico en beneficio de una divagación poética, de un verbo sin rumbo fijo, donde las palabras tienen prelación sobre las cosas —se toman por las cosas—, basculamos automáticamente fuera de la narración realista en el universo de la ficción» (Doubrovsky, 1980: 54). De nuevo, pocos textos cumplirán tan al pie de la letra como el de Lorca tal ideal estilístico o semejante ruptura con el realismo.

En el teatro, que por su inmediatez carece de los recursos autorrepresentativos propios de la voz narrativa, como la primera persona, es aún mayor el valor indicial de los aspectos formales y estructurales que, aunque carezcan de valor distintivo, parecen caracterizar a las autoficciones frente a la autobiografía. En tres bloques los sintetiza Ana Casas (2012: 33-38): 1º) (des)orden cronológico, caracterizado por la heterogeneidad y el fragmentarismo; 2º) multiplicación de voces y perspectivas, con frecuentes transgresiones de esta; y 3º) reflexividad y metadiscurso. Resulta que El público da cumplimiento a los tres en grado sumo. Va incluso más allá en el primero, pues la ordenación cronológica, más que quebrarse, queda abolida, y la heterogeneidad y el fragmentarismo, lo mismo que el metateatro,  no se pueden llevar más lejos.

El Público

El Público 2

Pero asombra aún más notar que los tres grandes procedimientos no solo son posibles en el teatro sino en buena medida característicos de él. No lo puede ser más la multiplicación de voces y perspectivas, que resulta obligada en el drama, como «el empleo de estructuras dialógicas» o su «aptitud polifónica» y «su capacidad para multiplicar los puntos de vista» (Casas, 2012: 36). En cuanto al orden cronológico, es la opción no marcada o normal en el teatro, sometido al tiempo real como no lo está la narración, que es más bien una mirada sobre el tiempo. Pero por eso mismo sus rupturas tienen más consecuencias y más graves en el teatro. Y se han practicado en el teatro más actual de forma tan insistente que resultan casi la norma y no la excepción.

Lejos de la identidad nominal, la extrema heteronimia entre autor y personajes de El público hace pensar en otros casos cuyo carácter autodramático podría discutirse. Por ejemplo, Luces de bohemia, si se entiende que el personaje ficticio de Max Estrella es, sí, una proyección más o menos “en clave” del escritor Alejandro Sawa, en lo más anecdótico, pero quizás también, en lo más hondo, sin descartar anécdotas como el interrogatorio en la comisaría, del propio Valle-Inclán. De ser así, se trataría de un drama al tiempo biográfico y autobiográfico, trufado sin duda de ficción, o sea, biodrama y autodrama a la vez. Algo parecido podría decirse de las obras históricas en que Buero Vallejo parece proyectarse sobre el personaje de artistas como Velázquez (Las meninas), Goya (El sueño de la razón) o Larra (La detonación). Menos complicado resulta que se pueda identificar en la medida que sea al autor con un personaje plenamente ficticio, como parece el caso de Virgilio Piñera y Oscar en Aire frío; que presenta menos resistencia a ser considerado un drama —aunque sea parcialmente— autoficticio.

El álbum familiar de José Luis Alonso de Santos (1982), es un drama escrito en primera persona, cuyo protagonista tiene por nombre «Yo» y alterna con personajes como «Mi Padre», «Mi abuela», «Mi vecina», etc. Subrayo “escrito” porque esos usos de primera persona gramatical, interesantes sin duda y con posibles legítimos efectos en la lectura, resultan intrascendentes desde el punto de vista teatral; es decir, no trascienden a la escena. Este juego estilístico no subvierte la inmediatez del modo dramático ni hace posible el drama autobiográfico en sentido estricto; pero, sin entrar en detalles, la obra constituye un ejemplo casi incuestionable de drama autoficticio.

Autoficción dramática plena, de acuerdo con las características apuntadas, son ya las obras de Borja Ortiz de Gondra (2019) Los Gondra y Los otros Gondra, que alcanzaron un gran éxito en nuestros escenarios. El impresionante ingrediente de realidad se nutre de la propia familia del autor y el contexto de la sociedad vasca en los años de hierro del terrorismo etarra. En ambas funciones el dramaturgo se desdobla en actor, hace de sí mismo o, mejor dicho, interpreta el papel homónimo de la pieza, que no es sin embargo el protagonista.

Pero el campeón indiscutible de la autoficción dramática en nuestra lengua es el dramaturgo franco uruguayo Sergio Blanco (2018a), con un corpus que supera los diez autodramas en la última década, representados en escenarios de todo el mundo y que han alcanzado éxitos resonantes. Su práctica ha ido acompañada desde el principio por una lúcida reflexión sobre esta modalidad dramática que terminó cristalizando en un soberbio ensayo (Blanco, 2018b). Como conocedor a fondo de los entresijos del género, tanto en la teoría como en la práctica, Sergio Blanco sigue la buena dirección y acierta.

¿Y cual es la buena dirección? No la de simplificar sino la de complicar el juego. No la de reducir el esencial desdoblamiento teatral sino, al contrario, la de reduplicarlo hasta el mareo que hace borrosos los límites —lógicamente nítidos— entre los niveles de realidad y ficción. No la de lo performático, aunque pueda jugarse a simularlo, sino la de la reinvención de una especie de pirandellismo de larga y alta prosapia (Cervantes, Shakespeare), cuyo efecto encuentra una expresión feliz en Borges (1960: 68-69): «¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores y espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios». Se trata, en fin, de buscar la realidad, no fuera del teatro, sino adentrándose más y más en él. No huyendo de la ficción, sino abismándose en ella.

Tebas Land (2012) supone el paso decisivo de Sergio Blanco hacia su autoficción. No solo por el contenido de verdad sino también por el despliegue de recursos formales de la máxima eficacia. El protagonista se llama, al modo kafkiano, «S», que es la inicial de Sergio, pero también la de Saffores, el actor que lo interpreta en la puesta del estreno, dirigida por Blanco; amén de la de Sófocles, cuyo Edipo es el palimpsesto de la pieza, y la de Sigmund Freud, que es el otro padrino de este drama sobre el parricidio. Este personaje central se relaciona con el público y con otros dos personajes, Martín, el parricida, y Federico, el actor que debe representarlo en el teatro. O con un personaje doble, pues ambos deben ser interpretados «necesariamente» por el mismo actor. Lo decisivo es que «S» es un dramaturgo y director, como Blanco, y, como él, el de la obra que estamos viendo o leyendo, que pone en escena precisamente el proceso de escritura y montaje de la misma.

Tebas land

Tebas land

Ostia (2013) da un paso adelante. Dos son ahora los personajes, «El hermano» y «La hermana», pero en la instrucción inicial se establece: «El texto deberá ser leído y en ningún momento podrá ser actuado. Las únicas personas que podrán leer Ostia serán la actriz Roxana Blanco y el dramaturgo Sergio Blanco.» De nuevo, parece que lo importante no es que la obra sea leída por él y su hermana, la gran actriz uruguaya Roxana Blanco, como ocurre en efecto, sino el hecho de que uno y otra son, al modo de la ficción pero con base en la realidad, los dos personajes de la obra, que igual podrían llamarse «Sergio Blanco» y «Roxana Blanco». Con la misma exactitud, pero quizás con excesiva claridad. Pues de eso se trata en todos los casos, de oscurecer las líneas, difuminar los perfiles o disolver los límites. De confundir, en la dirección que señalan las palabras de Borges.

La ira de Narciso (2014) supone otra vuelta de tuerca. Es un monólogo, o mejor, un unipersonal, lo que en principio favorece e intensifica la condición autoficticia. Y más si, como ocurre, el único actor interpreta casi todo el tiempo a Sergio Blanco. Que comparece por primera vez aquí con su propio nombre, aunque, como no podría ser de otra manera, convertido en personaje y por tanto ficcionalizado en mayor o menor grado; pero con un abultado poso de realidad. En el reparto de la obra, que lo tiene a pesar de parecer una mera narración escénica, figuran dos «Personajes / Sergio Blanco / Gabriel Calderón» y la lógica interna de la pieza obliga a que, como ocurría con Martín y Fede en Tebas Land, sean interpretados necesariamente por el mismo actor. Que, para rizar el rizo, será en la puesta en escena el director, dramaturgo y actor “real” Gabriel Calderón, al que Sergio Blanco llama en la dedicatoria «mi amigo, mi hermano, mi otro yo»; lo que dará lugar a innumerables intromisiones de realidad. ¿Podrá hacer el papel otro actor? Seguramente no, sin modificar a fondo el texto.

En conclusión, la categoría de autoficción resuelve la aporía del teatro autobiográfico, abre un punto de vista fecundo y novedoso a los estudios teatrales para abordar un amplio corpus de obras y espectáculos autorrepresentativos en mayor o menor grado, o sea, de lo que hemos llamado autodrama o autoteatro, en particular de obras como las que acabamos de atisbar, sin duda emparentadas con las autoficciones (narrativas) de última hora. Y hasta puede que la reflexión teatral, precisamente por excéntrica, llegue a arrojar alguna luz también sobre la autoficción propiamente dicha.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Trastoy, B. (2002) Teatro autobiográfico. Los unipersonales de los 80 y 90 en la escena argentina. Buenos Aires: Nueva Generación.

 

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