N.º 52Teatro español en el exilio

 

Entre autores

El laberinto del exilio
Lo que nos duele. El teatro como compromiso con la verdad

Entrevista realizada por Beatriz Velilla[1] a

ERNESTO CABALLERO Y JOSÉ RAMÓN FERNÁNDEZ, 2019

 

BEATRIZ VELILLA: En 2016 con TRATOS (versión y dirección) tomas como punto de partida un texto clásico de hace más de 400 años para plasmar una realidad tan actual como el confinamiento de extranjeros. ¿Qué papel tiene o debe tener un creador a la hora de denunciar esta realidad tan cercana y cruel como es la política migratoria europea?

Tratos, texto y dirección de Ernesto Caballero. Versión de 'El trato de Argel' de Miguel de Cervantes. Centro Dramático Nacional y Donostia 2016.

Tratos, texto y dirección de Ernesto Caballero. Versión de ‘El trato de Argel’ de Miguel de Cervantes. Centro Dramático Nacional y Donostia 2016. 1

ERNESTO CABALLERO: Esto fue una colaboración del CDN con San Sebastián, Capital de la Cultura. Me plantearon hacer un Cervantes y pensé en esta obra, que es tan poco conocida, que es muy autobiográfica porque habla de la experiencia de Cervantes, que estuvo confinado cuatro años en Argel. Esto me llevó a pensar lo difícil que es la situación, siempre complicada, de confinamiento, y pensé que hoy en día se producía un anverso de esa situación con las personas del Magreb y subsaharianas que están confinadas en los centros de internamiento.

Como autores hablamos de lo que nos duele, de lo que nos toca y eso me dolía, pero no desde lo sentimental, sino que me parecía que eso era un drama humano, un desajuste, un desarraigo. No partía de un planteamiento ideológico previo. Busqué, como dramaturgo, la honestidad. Al final, el propio carcelero y el encarcelado, ambos, son víctimas de su propio encarcelamiento y confinamiento, y al final planteas las contradicciones humanas que también son las contradicciones de todo un sistema. Yo soy muy cauto a la hora de pensar que el teatro tiene que salvar patrias ni nada de esto. Sí tiene que dar cuenta de las contradicciones de la sociedad y esta es una realidad muy lacerante que tenemos muy cerca.

BEATRIZ VELILLA ¿Qué vino primero: la dramaturgia o la fundación del Teatro del Astillero? ¿Y cuál es el paso de una a otra?

JOSÉ RAMÓN FERNÁNDEZ: Bueno, éramos unos jovenzuelos que estábamos en un taller de escritura con Marco Antonio de la Parra en el año 92 y cuando él se fue, cuatro de los que estábamos en ese taller decidimos seguir haciendo cosas juntos. Nos ayudaba mucho esa confianza que se había creado para la crítica feroz de nuestros textos, esa crítica nos ayudaba a crear, a buscar en común referentes. Una tarde quedamos y a [Juan] Mayorga se le ocurrió llamar al invento “El Astillero”; un par de años después, a mí me dieron el Premio Calderón de la Barca, Guillermo Heras propuso montarlo, y a partir de ese momento nos planteamos crear el Teatro del Astillero para hacer montajes, lecturas, publicaciones, traducir textos de fuera… y eso duró por lo menos hasta 2008 que fue cuando nos disgregamos, pero aún continúan creo Luismi y Raúl. Es que lo de escribir solo es muy complicado. Escribimos teatro porque el teatro no se escribe solo. Porque cuando te pones a escribir  novela te sientes como un terrorista que está fabricando una bomba, solo, sin contárselo a nadie. En una novela tienes 100 páginas y no tienes nada y en teatro, sin embargo, —como nos pasó con la última obra—, tienes una página y ya el proyecto se pone en marcha y ya tienes un grupo de gente nutriéndote y empujándote a escribir.

E.C. Es verdad, eso es muy curioso, porque ya desde la escritura en el teatro hay muchos lectores implícitos. Cuando uno escribe está viendo los actores que lo van a hacer, quién lo va a producir, quién lo va a dirigir… Uno está escribiendo, dialoga y da cuenta de sus fantasmas y obsesiones, pero también se proyecta uno con el público.

J.R.F. Nosotros somos muy de formar parte de un equipo. Y la obra que estás escribiendo está ya en la cabeza de mucha gente. Yo empecé a escribir en un taller de Escritura Dramática que hicimos este señor y yo en el Instituto de la Juventud con Luismi, Raúl, Alfonso Plou,… no recuerdo si estaba Ángel Solo, también estaba Itziar Pascual. El taller de Marco Antonio de la Parra en 1992 iba a durar dos meses pero Marco estaba muy a gusto y lo alargamos un año. Toda esta generación tuvimos maestros de los que aprender en talleres de más o menos duración.

E.C. También hicieron talleres Fermín Cabal, [Josep Maria] Benett [i Jornet], [Juan] Mayorga, Paloma Pedrero, Ignacio del Moral, Sergi, [José] Sanchis [Sinisterra]…

J.R.F. Después se crearon las escuelas de Arte Dramático pero nosotros en ese momento tuvimos, por un lado, la oportunidad de un magisterio muy cercano, y por otro, de aprender de referentes de escritura: por ejemplo Benet i Jornet no daba cursos pero te pedía los textos, se interesaba…

E.C. Era de una gran generosidad. Y Fermín, también. Porque nosotros éramos unos pipiolos y ellos se leían nuestros textos, nos daban su opinión…

J.R.F. Yo empecé a escribir un poco más tarde. Para cuando yo empecé a escribir, [Sergi] Belbel y otros de mi edad ya llevaban escribiendo seis o siete años. Marco, Fermín, Sanchis —que estaba en Barcelona pero empezó a venir por aquí—,…

E.C. Jesús Campos también, en el Círculo de Bellas Artes…

Ahora es un fenómeno muy asentado pero entonces éramos unos bichos raros. Y hacían oídos sordos con nosotros. Cuando nosotros escribíamos, era impensable una institución como la de ahora en cuyos estatutos figura el impulso de la dramaturgia española contemporánea…

Solo es verdad —y hay que siempre agradecerle—, y resaltar el papel de Guillermo Heras, dentro de ese panorama negacionista… Guillermo nos ayudó mucho con el Centro [Nacional]  de Nuevas Tendencias [Escénicas].

B.V. Ahora, con una versión (y dirección) muy novedosa de El Jardín de los Cerezos haces también una crítica de la sociedad rusa de hace más de cien años en la que “solo hay miseria y corrupción”.  ¿No hemos aprendido nada? ¿Seguimos repitiendo los mismos errores de la historia?

El jardín de los cerezos. Texto: Anton Chéjov. Dirección: Ernesto Caballero. Teatro Valle-Inclán. Centro dramático nacional, 2019.

El jardín de los cerezos. Texto: Anton Chéjov. Dirección: Ernesto Caballero. Teatro Valle-Inclán. Centro dramático nacional, 2019. 2

E.C. Es verdad que la situación que plantea Chejov en El Jardín tiene muchas similitudes con la actual, porque es un momento en el que hay una conciencia colectiva que ya se acaba, que ya no funciona y que va a desembocar en algo que desconocemos… Son momentos muy propicios para el “sálvese quien pueda”, para la ausencia de proyectos —sobre todo colectivos— Son momentos de incertidumbre… En ese sentido, parece que la obra está hablando de hoy. La obra habla también de un fenómeno muy interesante que es la deliberada infantilización de la sociedad —infantilización en el sentido de que no quieres tomar conciencia, no quieres asumir tu propia responsabilidad, te quieres anclar en un pasado que ya no responde más que a una invención o a un mito—, y esto ocurre tanto en proyectos individuales como colectivos  —el nacionalismo, por ejemplo, es eso: un cuento de hadas a partir de una pasado que nunca existió, que se mitifica y te agarras ahí—. Todos, en los momentos así necesitamos agarrarnos a algo, construirnos algo ante la ausencia de un proyecto colectivo, y nos agarrarnos a un pasado quimérico donde el individuo no quiere asumir la responsabilidad. El Jardín de los cerezos son cuatro actos: empieza en el cuarto de juegos, un espacio de la infancia —ahí acuden, casi como moscas a la miel, a jugar como niños—… Yo lo he potenciado con los muebles de juguete… Son niños. Y así, en el segundo y tercer acto. Cuando ellos ven que se aproxima el momento en el que tienen que asumir su propia responsabilidad y en ningún momento —ni aunque se esté hundiendo el mundo, simbolizado en este caso con la subasta, con la venta del Jardín—, organizan esa fiesta, como hacemos hoy en día. Nos evadimos de nosotros mismos.

En la obra se habla de la emancipación de los siervos —algo que es muy reciente, que sucedió en la Rusia del XIX—, pero también hay una emancipación —de la que también habla Chejov—, que tal vez sea la más difícil de todas, y que, hoy en día, es el gran reto: la emancipación de uno mismo, esto es emanciparse de lo que uno ha construido, de ese disfraz, de esa coraza que uno ha construido que nos sirve para ser aceptados… y hoy más que nunca. Por ejemplo, ¿cómo te emancipas de la imagen que te has construido en las redes sociales? Es un yo ficticio que nos inventamos y terminamos por fundirnos con esa máscara creyendo que es nuestra identidad. Liberarse de eso es lo más complicado, es la más ardua emancipación. Todo es un mecanismo de defensa para evadir la realidad.

J.R.F. Además, en la función [El Jardín de los Cerezos], todos los personajes quieren ser lo que no son —y no solo lo quieren, sino que además dicen ser lo que no son—. Hay una lucha tremenda entre lo que quieren mostrar y lo que son en realidad, lo que les está pasando por dentro. Hubo un momento en el que pensé que eso era la corte de Felipe IV, Las meninas,… hay un secretario que no se sabe lo que hace, hay un maestro que no tiene alumnos, hay una señora de compañía que acompaña a una niña que no necesita ninguna compañía,…

E.C. ¡Qué bueno, José Ramón! ¡Qué bien visto! Es verdad, es el [Real] Alcázar [de Madrid]. Son Las meninas. Todos sueñan lo que son, pero ninguno lo entiende. Es Calderón.

Cuando antes me preguntabas sobre mi balance a posteriori, creo que ese fingir ‘lo que cada uno quiere creerse que es’ se muestra en la obra; por ejemplo, Andréievna tiene necesidad de creerse que está enganchada al pasado porque lo que quiere es un amor sin ataduras, una libertad ilimitada —aunque sea con un impresentable que le ha robado el dinero—, ella quiere irse con él a París… “Hay que amar” —le dice al estudiante.

Y muchas veces ocurre que la canción, el lugar, la película… que nos emocionó hace veinte años, tenemos necesidad de que nos proporcione la misma sensación y forzamos un poco la máquina pero ya no es así. Es imposible, no se vuelve.

B.V. En 2017 llevasteis a escena tu versión de El laberinto mágico, de Max Aub. ¿Por qué Max Aub? Y, ¿cómo surge ese proceso de convertir material narrativo en dramático?

El laberinto mágico.

El laberinto mágico. 3

El laberinto mágico.

El laberinto mágico. 4

J.R.F. [Señalando a Ernesto] El culpable es él. (Risas) Pero yo suelo decir que la vida rima… En las universidades no se mencionaba a Max Aub y yo estaba leyendo textos y obras en El Ateneo y cayó en mis manos Morir por cerrar los ojos, y a partir de ahí fue cuando empecé a conocer a este autor, me fascinó y se convirtió para mí en un maestro del que aprender a escribir. Me fijo mucho en la manera que Aub tiene de contar las cosas con lo mínimo, de trabajar el idioma,… Y entonces un día—creo que era por 2014—, me llega Ernesto con el embolado — “Oye, ¿tú crees que esto se puede hacer?”—, y fue una etapa muy difícil porque las novelas [hexalogía de El Laberinto, formada por las obras Campo cerrado, Campo abierto, Campo de sangre, Campo del Moro, Campo francés y Campo de los almendros] están tan bien escritas que tú te ves dentro llorando, soñando que estás en el puerto de Alicante,… (Se emociona) Y nos dijimos: “Vamos a hacer esto con tiempo”. Esto, trabajar todo ese material —que es enorme—, solo se puede hacer en un sitio como este, en un teatro público. De hecho, luego me di cuenta de que tenía como cien folios de escenas que no habíamos usado —o que habíamos usado en ensayos, pero que finalmente quitamos porque no funcionaban—, pero tenía material para hacer otra… Y se hizo como en un proceso de laboratorio, donde —como no había la idea de hacer un montaje—, todo el mundo fue más libre y así pasan cosas interesantísimas a la hora de buscar soluciones —porque no vas a la solución segura—, se hacen propuestas estupendas, seguimos cambiando cosas en el propio proceso de ensayos…

Paco Ochoa, José Ramón Fernández, Pepa Zaragoza y Ernesto Caballero, en Alicante.

Paco Ochoa, José Ramón Fernández, Pepa Zaragoza y Ernesto Caballero, en Alicante. 5

El material previo —las novelas de Max Aub—, son de una calidad literaria extraordinaria. Lo que cuenta lo hace con una fuerza fantástica y una gran verdad. Las íbamos eligiendo en base a una construcción formal, pero también podíamos haber elegido otras… pero es que con Ernesto nos ocurre que nos pasamos el balón sin mirar (Risas) y eso es muy bueno. Nos pasó por ejemplo un día, saliendo de un ensayo, que dijimos a la vez “Necesitamos una escena de grupo” y los dos pensamos en Las meninas, ya que uno de los personajes está salvando Las meninas. Y a través de Las meninas decidimos contar la Guerra Civil española a la vez que la Guerra Mundial, algo que le interesaba mucho a Max Aub. Y Las meninas nos sirvieron para contar que, a la vez que se estaba bombardeando Barcelona, Hitler estaba entrando en Viena.

Y, además, durante este proceso de escritura, ocurría lo de Alepo [Siria], y decir que Barcelona en enero del 38 estaba siendo bombardeada cada hora, era también hablar de Alepo. “Estoy escribiendo sobre una cosa que estoy viendo en el telediario”. Y esto era algo que todo el equipo tenía muy presente.

B.V. El tema de Las meninas lo retomáis también en La autora de Las meninas

E.C. Sí, es que para mí es “el cuadro”, no solo desde el punto de vista pictórico, sino que también es uno de los cuadros más teatrales, es un manifiesto del propio teatro. Hay una teoría que dice que lo que está representándose en el cuadro es una escena teatral, porque en esa sala se hacían representaciones teatrales, comedias a modo de improvisaciones en verso, con el propio Felipe IV y sus amigos, que eran todos esos grandísimos artistas. Era un rey muy aficionado al teatro. Y las propias Meninas —paradigma del arte barroco—, tienen esa teatralidad y lo utilicé en La autora de Las meninas para hablar de arte, de política,… de muchas cosas.

‘La autora de las Meninas’, la postmodernidad y otras cuestiones.

La autora de las Meninas, la postmodernidad y otras cuestiones. 6

J.R.F. En El Laberinto [mágico] se menciona también, de forma repetitiva, “¡Hay que salvar Las meninas!” —lo más arriesgado cuando están cayendo bombas—. Nos preguntábamos “¿Cuántas vidas puede valer salvar Las meninas?”. De los iconos españoles tienes Las meninas [de Velázquez] y El Guernica [de Picasso].

E.C. Y lo que yo cuento es que antes de la guerra todo el mundo —y también la gente menos instruida—, quería salvar Las meninas, “¡Hay que salvar Las meninas”! —lo vivían como algo suyo—, y que, sin embargo, después de la guerra esto ya no así. Se han dado bastantes pasos hacia atrás en lo que es la conciencia cultural, humanística; se ha trivializado la experiencia. Es una obra que tenía algo de provocación pero que también partía de algo que es el día a día, cosas que te afectan, te inquietan, te sorprenden… los autores damos cuenta de eso con nuestra manera de ver el mundo. Pero en este caso, no deja de ser una obra socarrona, una comedia satírica.

J.R.F. Refleja ese momento en que vivimos en el que la frase “Esto puede crear muchos puestos de trabajo” justifica cualquier cosa.

E.C. Exactamente. Y además, es verdad que hay que democratizar el acceso a la cultura, pero hay una nivelación por debajo, una democratización mal entendida de la cultura. Entonces se habían dejado oír voces de que cualquiera que pintara estaba a la altura de, por ejemplo, Picasso. Cualquier aficionado que se aprendía el [Don Juan] Tenorio tenía el mismo derecho a estar en un escenario como Nuria Espert. Cualquiera que pintara estaba la altura de Picasso, cualquiera que escribiera un poema muy sentido a su novia, estaba a la altura de Vicente Aleixandre. Esto nos lleva a una democratización  o un igualitarismo que es muy espurio.

Ahora, en periodo electoral, hay tanta demagogia. En la obra hablamos también de la inconsciencia del espíritu —transversal a cualquier partido político—. El fracaso de nuestro sistema educativo es quizás uno de los más claros hechos distintivos de la sociedad contemporánea.

B.V. En El Jardín, sitúas en Rusia personajes con acento porteño (Lopahim), una Dunyasha caribeña… ¿Pretendes con eso hacer llegar algún mensaje al espectador? ¿Qué crees que supondría algo así para los autores del exilio español, y para los migrantes en general, si pudieran verlo?

E.C. Uno de los prejuicios que tenemos en la escena española —que no la tienen en otros sitios, ni en Francia ni en Reino Unido—, es que tenemos un idioma con muchas variantes fonéticas que es riqueza. E incluso, me atrevería a decir, que hay países como Colombia en los que se habla mejor que en España. Entonces, nunca he entendido, ni cuando hice El Rinoceronte con Fernanda Orazi —que hablaba en español con su acento porteño—,… Vamos a ver, ¡[Eugène] Ionesco era francés de origen rumano! ¿Por qué nadie me pregunta “Por qué hablan en español si esto está escrito en francés”? ¿Por qué nadie me dice “por qué no hablan en ruso, si esto está escrito en ruso? Hablan en español. ¡Y el español es muy variado! Tengo un canario —Paco Deniz—, hay gente del Norte, gente del Este, catalanes, gallegos —Tamar Novas es gallego—, tenemos una actriz colombiana, un actor argentino, … eso es riqueza. Todavía tenemos que acostumbrarnos —es como dejar de fumar—. Es normalización, y además, es una reparación. ¿Qué pasa con los artistas, con los actores, que viven nacionalizados pero han nacido “al otro lado del charco”?

J.R.F. El actor estandarte durante mucho tiempo de la Compañía [Nacional] de Teatro Clásico fue Héctor Colomé, que era de Córdoba, Argentina, que tenía que disimular su acento. Y eso se lo hemos trasladado también a gallegos y catalanes.

E.C. Y andaluces.

J.R.F. En la televisión gallega, o en las obras catalanas, de pronto tienen un especialista para ayudarles a evitar los acentos. Yo tuve una experiencia preciosa: me pidieron hacer una especie de antología de escenas de teatro español —me invitaron a una feria en Miami— y lo hicieron gente de una compañía de ahí, de la universidad, y fue una gozada escuchar la literatura dramática española desde Juan de la Encina con cubanos, argentinos, colombianos, venezolanos… ¡un sabor tenía aquello! Y les escuchabas decir “¡Cómo me gusta hacer Luces de Bohemia!”. Estaban encantados.

E.C. Es que lo que hace Valle-Inclán en Luces de Bohemia: es un gran mosaico de modalidades del castellano, desde Rubén Darío… los serenos gallegos orensanos, el preso catalán, Don Latino el de Hispalis, el casticismo casi de [Carlos] Arniches… Cuesta, parece que tienes que reprimir. También tiene que ver con el idealismo de decir que hay un castellano de Valladolid —que no se sabe dónde está—, que es una construcción teórica a la que parece que hay que tender. Yo, en ese sentido, soy muy militante. Por eso siempre digo que el castellano es muy rico y variado, es una herramienta que fundamentalmente sirve para que nos comuniquemos y que, además, la enriquecen las formas, cuantas más mejor. Luego es verdad que en El Jardín de los Cerezos hay una lectura social en los personajes… no es que sean los siervos, pero sí que es verdad que los personajes ocupan, o han ocupado, los lugares en la escala social más bajos, que se corresponde también con esa emigración que hemos tenido en España —que no ha sido una emigración de “Ahora lo que necesitamos son obreros de la construcción”—… En España no hemos tenido la perspicacia —como en otros países—, de decir “Vamos a llevarnos los ingenieros ecuatorianos”… Hemos traído mano de obra barata, para cuidar ancianos, para hacer casas cuando la burbuja inmobiliaria… Y en ese sentido, El Jardín [de los Cerezos] refleja una familia de aquí, una familia española, hay una correspondencia y el público lo reconoce.

El jardín de los cerezos. Texto: Anton Chéjov. Dirección: Ernesto Caballero. Teatro Valle-Inclán. Centro dramático nacional, 2019.

El jardín de los cerezos. Texto: Anton Chéjov. Dirección: Ernesto Caballero. Teatro Valle-Inclán. Centro dramático nacional, 2019. 7

J.R.F. Yo recuerdo una crítica de Haro [Tecglen] que hablaba de estas cosas, no tienes por qué hacerlo con el acento de tal o cual sitio, es verdad que el castellano es muy rico y tiene músicas muy especiales.

B.V. ¿Cuánto tiempo pasa desde que versionar El Laberinto está en tu (vuestra) cabeza hasta que se convierte en un texto, más tarde (¿o antes?) en un taller de investigación teatral…  para finalizar en el escenario?

J.R.F. Comenzamos en enero de 2014; en la primavera de 2015 es cuando se hace el laboratorio; Ernesto le pasó una encuesta al público y luego, tuvimos un año hasta el estreno en junio de 2016. Y en otoño de 2017 se hizo la gira.

El laberinto mágico. Dramaturgia: José Ramón Fernández a partir de las seis novelas de Max Aub. Dirección escénica: Ernesto Caballero. Teatro Valle-Inclán de Madrid, en el marco del Taller de Investigación Teatral del Laboratorio Rivas Cherif. Madrid, 2015.

El laberinto mágico. Dramaturgia: José Ramón Fernández a partir de las seis novelas de Max Aub. Dirección escénica: Ernesto Caballero. Teatro Valle-Inclán de Madrid, en el marco del Taller de Investigación Teatral del Laboratorio Rivas Cherif. Madrid, 2015. 8

E.C. Hicimos una primera muestra con público, antes de llevarlo a la programación habitual.

J.R.F. Queríamos convertir unas 400.000 palabras en una función de dos horas, en unas 10.000 palabras. Queríamos ver cómo lo recibía el público, gente que no conocía a Max Aub y gente que conocía muy bien su obra. Hubo gente que nos reprochó haber dejado fuera una novela entera pero nosotros decidimos cortar en el final de la Guerra Civil. En esa segunda fase, probamos las escenas que encajaban con lo que ya teníamos, hilamos mucho más a los personajes que eran el núcleo de la historia…

Tuvimos el privilegio de “catar el melón” con el público y comprobar que aquello que podía parecer un disparate funcionaba, y de hecho, funcionó. El proceso fue estupendísimo, pero además, el resultado también lo fue.

Se hizo aquí, después descansó unos meses y después se hizo gira en sitios donde el público terminaba de escribir la obra: el [Teatro] Principal de Alicante —que está a pocos metros de donde termina la obra—, en Valencia, donde ocurre una parte importantísima de toda la trama y en Barcelona, donde recuerdo el cariño con que nos recibió Carles Canut, que era en ese momento el director del [Teatro] Romea. Y luego, además, se fueron a Moscú.

E.C. Sí, lo llevamos a Moscú. Con sobretítulos. Allí también había gente del exilio, gente que hablaba español. Fue muy emocionante. Despertó muchísimo interés.

B.V. Max Aub, aunque nacido en París, y de madre francesa y padre alemán, llegó a España de niño y se exilió en 1939… Y, sin embargo, siempre siguió considerando que España era su patria, llegando a afirmar que “se es de donde se ha hecho el bachillerato”. ¿Lo creéis también así?

Con los tiempos que corren de intransigencia en nuestro país… ese orgullo nacional, ¿sería ahora impensable? ¿O, como decimos en mi tierra [Bilbao], “uno nace donde le da la gana”?

E.C. ¡Eres de Bilbao! Haber empezado por ahí (Risas). Nosotros cuando teníamos la compañía íbamos a Bilbao y se ponían “¡No, no es Bilbao, os han programado en Barakaldo!” Y yo decía: “Pero, bueno, ¿no se puede ir a los dos sitios?” Pues no, imposible, si vas a Barakaldo no puedes ir a Bilbao. Bilbao es Bilbao. (Risas).

J.R.F. ¡Pero si de Barakaldo a Bilbao se baja en autobús! (Risas)

El otro día recordaba cómo después de una función de La colmena científica, salió Santiago Ramos de la función, me vino a felicitar y me dijo: “Yo quiero ser un español de esta España”. La obra hablaba de la Residencia [de Estudiantes] y de ese proyecto de un país cuya base no era una historia gloriosa, sino un proyecto de tolerancia, educación, cultura e integración. Y claro, Max Aub, era hijo de extranjeros, llega aquí, aprende castellano y catalán, y se tiene que ir de España con 36 años; más tarde, vuelve unas semanas —creo que en el año 70—, y deja aquella frase terrorífica: “He venido, no he vuelto”. Es una generación de personas para las que ser español era algo que no podían permitir que se les arrebatase.

Me llamó la atención en Federico Sánchez se despide de ustedes, donde [Jorge] Semprún cuenta su vida de ministro y cuenta cómo le llama un día a París Javier Solana y le pregunta: “Oye, ¿tú de dónde tienes el pasaporte?” “Yo tengo pasaporte español”. Semprún se fue a Francia con unos 18 años y había hecho toda su vida como francés y, sin embargo, había conservado su pasaporte. Hay una identidad como proyecto.

Yo he tenido la suerte de caer en un país y en una época en la que  puedo disfrutar de muchas cosas. Me quedo con la frase de Santiago (Sonrisa).

B.V. ¿Hasta qué punto atribuís al teatro una función de denuncia histórica o documental? ¿El teatro siempre es político?

E.C. El teatro siempre es político, de debate, un espacio de ciudadanía, teniendo en cuenta que hay debates que no se pueden zanjar —porque el teatro también tiene algo de “suscitador de debates” —, el teatro no propone soluciones unívocas. El teatro también es, como en Chejov, la complejidad de la vida, las contradicciones, las verdades contrapuestas… Hoy día tal vez hacer política sea eso: dar posibilidades al espectador para elegir. Se trata de un compromiso con la verdad, aunque los procedimientos para acceder a esa verdad puedan ser ficcionales. El teatro tiene mucho de desenmascarar mitos.

J.R.F. El teatro es un lugar donde va gente a habitar preguntas juntos. El sitio donde se reúne gente a que le digan la verdad suprema se llama Iglesia. Son otros locales. Lo estupendo es eso, la polis, estar reunidos y compartir juntos determinados asombros, determinadas preguntas que no se resuelven. Tienes un plano general, y tú decides. Y es estupendo cuando sales del teatro hablando de esas cosas. Por eso el teatro sigue fascinando a lo largo del tiempo.

B.V. ¿A cuántos autores y autoras del exilio habéis versionado o llevado a escena? ¿Y quiénes son los que más os han marcado?

J.R.F. Yo, versiones que he hecho… creo que solo Aub. Bueno, y del primer exilio, claro, Lorca, porque hay exilio y muerte. Hay autores que durante décadas desaparecieron del imaginario colectivo. Sí los he leído mucho y estudiado mucho. Y hay un segundo exilio, en los años sesenta, hay gente que se dio cuenta de que aquí no se podía vivir como si fuera un país normal y también se tuvieron que marchar: [Francisco] Nieva, [Fernando] Arrabal, [Agustín] Gómez Arcos… hay nuevamente una generación a la que no van a matar pero a la que no van a dejar vivir.

E.C. También está Pepe Estruch [José Estruch], un hombre del exilio, un hombre de teatro, mi maestro. Y me estoy acordando también de un espectáculo que hice de Alberti —gran poeta y dramaturgo de mucho interés, una gran figura—, He visto dos veces el cometa Halley. También he hecho Max Aub y Nieva. Eso son los que he hecho, pero luego desde aquí hemos programado María Teresa León, José Bergamín, José Ricardo Morales… y me estoy dejando a mucha gente.

J.R.F. Manuel Aznar está haciendo una labor estupenda con sus tomos sobre el exilio… Mucho de ese teatro del exilio se queda en el exilio y luego, el desarrollarse fuera implica que cuando se vuelve se vuelve en el tiempo que ya no le toca. Es por ejemplo el caso de [Alejandro] Casona. Casona viene a España a morir.

E.C. Eso fue tremendo, porque muchos se van con una idea de una España y cuando regresan, ya en la época del desarrollismo, ya no es su país, ven los 600 [Seat 600] y ven los bikinis del turismo… y se produce un colapso. Ellos han inventado una España que es la que dejaron, la España del 39.

J.R.F. La censura es parte del exilio. [Antonio] Rodríguez Huéscar, que era alumno de [José] Ortega [y Gasset], cuando termina la guerra tiene que ponerse de profesor en una academia, hasta que, por  fin, puede irse al extranjero y se exilia un tiempo en Puerto Rico. Hay muchos que se convierten en profesores de colegio o de academia, y muchos autores —no solo de teatro—, que escriben lo que les dejan. Un ejemplo tremendo es el de la crítica magnífica Mª Luz Morales: cuando terminó la guerra, primero es presa en un convento, después se la libera y se le permite escribir siempre que no firme. Se termina convirtiendo en la crítica más importante de la época pero termina firmando en cuestiones de moda, siendo la traductora que en el año 25 publica Peter Pan y siendo la primera crítica de cine y siendo, también, la fundadora de la Residencia de Señoritas de Barcelona, residencia de estudiantes para chicas.

E.C. Es también el caso de María Moliner. Hay un exilio interior.

J.R.F. Eso es, exilio interior. No se fueron, pero su escritura vivió un cierto exilio.

B.V. [A Ernesto] En unos meses cierras tu etapa al frente del Centro Dramático Nacional. ¿Lo haces como tus personajes de El Jardín, con melancolía de lo que un día fue y sabiendo que dejas “tu casa”, o con la ilusión de plantar “nuevos jardines”?

E.C. (Sonríe) Lo segundo. Me voy muy satisfecho porque yo presenté un programa con unas condiciones muy difíciles, fundamentalmente basado en la dramaturgia española contemporánea, con una serie de actividades —no solamente de exhibición—, y las hemos llevado a cabo. Muy satisfecho. Y con ganas de seguir. Al final no es tanta la diferencia porque yo, antes de entrar aquí, como director ya tenía mucha conciencia de que había que trabajar por nuestros autores, y había hecho [Ignacio] Del Moral, Alfonso Zurro, Paloma Pedrero, a ti [José Ramón Fernández], Dulce Chacón, Carmen Rico Godoy, Juan Mayorga… —y me estoy dejando a muchos—, y, de pronto, tenía como ese prurito —que no sé de dónde me viene—, que muchas veces Juan Mayorga me recuerda “¡desde que hicimos La Tortuga de Darwin!”… necesito dialogar con mis contemporáneos, no sentirme solo, porque creo que  eso se tiene que hacer. Aunque, es verdad, que entonces yo llevaba el Teatro “Uf”, no Off (Risas), arruinándote, con cuatro cosas. Llegué aquí, que era una tendencia natural, y desde aquí se ha podido dar ese impulso con condiciones un poco más dignas. Y cuando salga voy a seguir haciendo lo mismo, colaboraré, impulsaré proyectos, evidentemente con el apoyo —espero—, de las instituciones. Y eso también me ilusiona. Así que no creo que se rompa una etapa. Es verdad que, por un lado, esto es muy gozoso, pero pagas mucha cuota de vida personal, te lleva mucho tiempo. Sergi [Belbel], que fue director del Teatro Nacional [de Cataluña], me dijo un día: “Ya verás, no vas a escribir nada”, y me hizo palidecer, y me he revelado contra eso. He hecho Reina Juana, La autora de Las meninas, las Matrioskas en los [Teatros] Luchana…

También tengo ganas de volver a los clásicos, a Lope, a Calderón, a Tirso… aquí eres director artístico pero también tienes que estar resolviendo líos burocráticos… He cumplido una etapa absolutamente enriquecedora, “he aprendido latín” —porque desde aquí se ven todos los proyectos y mucha lucidez—. Desde aquí te solidarizas mucho con la profesión, te entusiasman todos los proyectos y quieres que todo salga —aunque no se puede, porque hay cuatro producciones por sala—. Te vuelves solidario y con una gran apertura. He conocido gente maravillosa. Y cuando salgamos, seguiré igual. He sido muy consciente de que esto es un lugar de paso, el Centro Dramático Nacional no es de nadie y es de todos, no nace y muere con un director, lleva ya cuarenta años, es una institución que hay que defender y apoyar. Así que, lo segundo, nuevos jardines (Sonríe).

 

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Notas    (↵ Volver al texto returns to text)

  1. BEATRIZ VELILLA, de Barlovento Teatro. Dramaturga, directora de escena y actriz de teatro. Máster en Política Social (Universidad de Deusto, Bilbao). Egresada de la RESAD (Real Escuela Superior de Arte Dramático, Madrid).
    Beatriz Velilla
    Tel.:  (+34) 655960300
    velilla.beatriz@gmail.com
    http://buscautores.aat.es/autor/bvl/
    BarLOVEnto TEATRO
    barloventoteatro@gmail.com
    https://barloventoteatro.wordpress.com/↵ Volver al texto
Copyrights fotografías
  1. Foto: marcosGpunto (12 de septiembre de 2016). ‘Tratos’: la inmigración, los CIE y Cervantes. Recuperado de https://www.elconfidencial.com↵ Ver foto
  2. Fuente: https://cdn.mcu.es/espectaculo/el-jardin-de-los-cerezos/↵ Ver foto
  3. Tabuenca, E. (31 de octubre de 2017). Crítica: El laberinto mágico de Max Aub. Recuperado de www.espectaculosbcn.com↵ Ver foto
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