N.º 51El teatro en la Transición Política Española

 

Testimonio

Datos sueltos para una biografía
de José Ruibal

Jerónimo López Mozo

José Ruibal. En “Ángeles Ruibal recuerda a José Ruibal cantando a Benedetti”. Publicado el 26/08/2018.

José Ruibal. En “Ángeles Ruibal recuerda a José Ruibal cantando a Benedetti”. Publicado el 26/08/2018. 1

Conocí a José Ruibal en 1968. Fue en el Centro Dramático de Madrid, creado y dirigido por José Monleón. Ruibal venía de Galicia, a la que había regresado tras diez años de estancia en Buenos Aires y Montevideo y de algún que otro recorrido por Europa. En América Latina, donde ejercía el periodismo, empezó a escribir teatro, de modo que, cuando llegó a España, tenía en su haber algunas obras. Entre ellas, La ciencia de birlibirloque y Los mendigos. A ellas había añadido, ya aquí, en suelo lar, como solía decir, El asno y Su majestad la sota. Pero aquel año 68 fue, desde el punto de vista creativo, uno de los más importantes de su vida. Tal vez el que más. En él escribió su obra más ambiciosa, El hombre y la mosca, y varias piezas cortas: El rabo, Los mutantes, Los ojos, La secretaria, El padre, El supergerente y El ascenso. Por otra parte, El asno y Los mendigos fueron traducidas al inglés y publicadas en Estados Unidos. Y, en fin, esta última fue representada en sesión única por los alumnos de la Universidad Estatal de Pennsylvania. Si no recuerdo mal, fue la primera obra suya que llegó a los escenarios. Para entonces, yo había estrenado Los novios o la teoría de los números combinatorios y Los sedientos y obtenido el Premio Sitges de Teatro.

El hombre y la mosca. Teatro María Guerrero, de Madrid, 1983.

El hombre y la mosca. Teatro María Guerrero, de Madrid, 1983. Estreno: 3 de febrero de 1983 en el Teatro María Guerrero de Madrid. 2

Recuerdo su aspecto, que tan poco cambió a lo largo de su vida. Era de cuerpo menudo y su rostro, enmarcado en una melena corta separada por una raya central y una cuidada barba —que, de vez en cuando, rasuraba a conciencia—, parecía, por las agudas aristas de sus facciones, esculpido en piedra. Lucía poblado bigote y los ojos, siempre inquietos, tenían un brillo especial. Cuando hablaba, lo hacía en voz baja y con lentitud, pero con la firmeza de quien se cree convencido de estar en posesión de la verdad, aunque, a menudo, concluyera sus frases con un «¿no te parece?». Tenía cuarenta y tres años y yo, veintiséis. Si atendemos a la edad, su sitio estaba entre los realistas. Lauro Olmo, Martín Recuerda, Rodríguez Méndez y Alfonso Sastre habían nacido entre los años veintidós y veintiséis. Pero su integración en el grupo de los nuevos autores no era una excepción. Riaza, Romero Esteo y Juan Antonio Castro, entre otros, también rondaban la cuarentena. Y es que la adscripción a uno o a otro grupo no dependía tanto de la fecha de nacimiento como de la escritura elegida: realista o antirrealista. De que Ruibal estaba entre los que habían optado por la segunda fórmula, no cabía ninguna duda. Nunca la hubo, pero, de haberse dado, la despejó el jurado del Premio Valle-Inclán, creado por Dido, Pequeño Teatro. En la edición de 1962, a pesar de haber reconocido los méritos de su obra El asno, optó, con más de un año de retraso, por declararlo desierto, porque su estética rompía con la corriente dominante. Lauro Olmo, con La camisa, había sido el anterior y último ganador del Premio, pues no volvió a ser convocado.

Desde el principio, pues, militó Ruibal en el Nuevo Teatro. Algunos autores que pertenecíamos a él, nos reuníamos a cenar con regular frecuencia en un restaurante llamado La Cruzada, situado en la calle del mismo nombre, cerca de la plaza de Oriente. Atendidos por su dueño, Tiburcio, al que auxiliaba su sobrino y heredero, entre plato y plato y más intensamente en la sobremesa, nos desahogábamos contra los atropellos de la censura y tramábamos estrategias para darnos a conocer. Luis Matilla, Ángel García Pintado, Ruibal, Miguel Arrieta, Luis Riaza, Romero Esteo, Diego Salvador, Alfonso Jiménez y yo, entre otros comensales, salíamos reconfortados y dispuestos a comernos el mundo. Ruibal se sentía allí como pez en el agua, en primer lugar porque, en aquel cenáculo, podía ejercer de profeta de un nuevo teatro. Además, siendo, de los de más edad, el que tenía la cabeza más sentada y contando con la ventaja de que era el que más mundo había corrido en tiempos en que no era fácil salir al extranjero, jugaba el papel de patriarca. La expulsión por razones ideológicas del periódico madrileño en que trabajaba, le dio cierta aureola de mártir y su prestigio se veía reforzado porque su obra empezaba a ser conocida en las universidades norteamericanas. Su afición a rodearse de amigos, le llevó a abrirnos las puertas de su casa, en Arturo Soria. Consuelo, su mujer, nos ofrecía cenas más informales que las de La Cruzada, con sabor y música latinoamericana. A ella acudió en cierta ocasión Francisco Nieva, acompañado de la hermosísima Angélica Becker, para descubrirnos que, además de excelente escenógrafo —acabábamos de admirar su decorado para Marat-Sade—, era un gran autor. En La Cruzada o en casa de Ruibal se fraguó la idea de proponer a los autores catalanes un encuentro, pues muchos de los problemas que padecíamos eran comunes. Tuvo lugar en Madrid durante los días ¡18 y 19 de julio! del año 70. Acudieron a la cita, entre otros, Gil Novales, Miguel Pacheco, Alberto Miralles y Jordi Teixidor. A ellos se unieron Martín Elizondo y el recientemente fallecido Manuel Azaña, que vivían en Toulouse. Aquellos días de amistad y de vino tinto, como los llamó García Pintado[1], tuvieron su réplica en Barcelona cuatro meses después.

Ruibal tenía ideas muy claras acerca del teatro y no perdía ocasión de exponerlas. Uno de sus temas más recurrentes era el del público. Hablaba continuamente de él. No quería escribir para minorías, pero se negaba a ganarse el favor de los espectadores a base de acariciar sus oídos. Tenemos que escribir contra el público, decía. En una ocasión lo expresó por escrito[2] y muchos lo tomaron como una provocación intolerable a pesar de que su apuesta era por la dignificación, tanto del público, como la de los propios autores. Para Ruibal, escribir contra el público era hacerlo contra la rutina y la pereza mental de aquel tiempo y ponía como ejemplo a su admirado Valle. Consideraba que los militantes del Nuevo Teatro estábamos en esa línea y, en general, se refería con entusiasmo a nuestras obras. Decía que, a diferencia de los realistas, nosotros habíamos apostado por derribar la barrera de los Pirineos y que lo hacíamos escribiendo un teatro planetario. Cuando alguien nos acusaba de imitar la escritura de autores extranjeros, respondía que las coincidencias eran consecuencia de la afinidad ideológica que nos ligaba a ellos. Otro asunto al que se refería con frecuencia era al de la censura, de la que todos éramos víctimas. Con el humor gallego que siempre cultivó, nos decía que los mejores conocedores de nuestro teatro eran, sin la menor duda, los censores del Ministerio de Información y Turismo.

Ruibal tenía un elevado concepto del teatro y de su función en una sociedad dominada por las ansias de poder, asunto que estaba presente en buena parte de su producción. Una sociedad sin teatro es una sociedad sin pensamiento, aseguraba, y atribuía al autor dramático el papel de conciencia, superior al de espejo que correspondía al novelista[3]. Pero era consciente de que el autor, por sí solo, carecía de fuerza para hacer oír su voz y atraer a un público nuevo y, por eso, proponía utilizar los canales que el teatro experimental e independiente iban abriendo. En unas declaraciones a la revista Primer Acto señalaba: «El teatro español moderno, para crecer, necesita producirse en la conjunción de autores, directores, actores y críticos. Pero no tirando cada cual por su lado, sino en los teatros experimentales […], que son los lugares más adecuados para dar salida a la audacia que el teatro necesita»[4]. Sin embargo, desconfiaba de ellos. Le parecía que, en la programación, apenas asumían riesgos y, la preferencia de los directores de escena por textos de autores foráneos, la atribuía a que los españoles les producíamos vértigo. Con frecuencia lamentaba la ausencia de buenos profesionales de la escena. De algunos actores decía que solo trabajaban con la voz, cuando los derroteros seguidos por el teatro contemporáneo reclamaban el empleo de otros recursos expresivos. La inquina contra los directores fue aumentando a medida que crecía su poder y se hacía más evidente su rechazo hacia nuestro teatro. Llegó a tal punto, que el hecho de que La máquina de pedir, escrita en el 69 por encargo del Teatro Nacional María Guerrero, no se llegara a estrenar lo atribuyó a que su deliberada complejidad había asustado a José Luis Alonso [Mañés], que era, entonces, su director. Aunque algo de verdad hubiera en la denuncia de Ruibal, lo cierto es que apenas [Manuel] Fraga Iribarne, promotor del encargo, fue destituido del cargo de Ministro de Información y Turismo, Alonso se desvinculó del proyecto, que, sin duda, había asumido de mala gana. La verdad es que tan apreciado director nunca mostró demasiado entusiasmo por el teatro de los autores vivos españoles.

El futuro de Ruibal, dentro de las dificultades que padecíamos todos, era prometedor. Varias piezas fueron publicadas en Primer Acto[5], Revista de Occidente[6], Escélicer[7], El Urogallo[8] y Siglo XXI de España[9] a lo largo de los años sesenta y nueve y setenta. A las ya habituales traducciones al inglés, se sumaron las de El hombre y la mosca y La máquina de pedir al alemán y la de El asno, al polaco. Obtuvo el Premio Modern International Drama, en Estados Unidos, por su obra El asno. Y sobre todo, sus obras breves empezaron a subir a los nuevos escenarios alternativos madrileños. En el café-teatro «Lady Pepa» vimos, a primeros de mayo, La secretaria y Los mutantes, representadas por el grupo Nuevo Teatro Experimental. Estas dos piezas, más El rabo y Los ojos, llegaron pocos días después, bajo el feísimo título común de Caf-Tea 69, al Instituto Internacional de Boston en España.

Lo más negativo de ese período fue la ya citada decisión de José Luis Alonso de no llevar a buen término el compromiso de incluir en la programación del María Guerrero La máquina de pedir. No sólo por la frustración de no ver su obra representada en tan prestigioso escenario, sino porque buena parte de sus compañeros recibimos su aceptación del encargo oficial como un jarro de agua fría y así se lo hicimos saber. Aunque no lo dijera él, todos sabíamos que la operación había sido posible porque Fraga, gallego como Ruibal, le había tendido una mano, quizás en respuesta a una petición del propio autor. Pero, para quienes no estábamos dispuestos a pactar con el régimen franquista, aquel acto nos pareció una traición. No hubo ruptura entre nosotros, pero sí un distanciamiento que pasó prácticamente desapercibido porque poco después, con motivo del estreno de El hombre y la mosca en Nueva York y con el respaldo de una beca que le concedió la Fundación March, viajó a Estados Unidos. De la mano del profesor George Wellwarth recorrió numerosas universidades dictando cursos y conferencias. No me atrevería a asegurar que tan larga ausencia, apenas interrumpida por algunas visitas a España, no fuera en realidad una huida. Él lo negaba, asegurando que tenía gran interés por dar a conocer su teatro breve en la ciudad de los rascacielos, seguro de que acabaría triunfando entre su numerosa población hispana. Pero Carlos Isasi, que le visitó en 1971 en su casa de Nueva York para hacerle la entrevista que incluiría en su ensayo Diálogos del Teatro Español de Postguerrax[10], creyó percibir que, el de Ruibal, era un claro caso de transterramiento voluntario impuesto por las dificultades que encontraba en España. A la pregunta de si pensaba establecerse definitivamente en Nueva York, la repuesta fue: «No te puedo decir cuál será mi futuro. ¿Quién sabe?».

Pero Ruibal regresó a Madrid. Su mentor americano, George Wellwarth, había publicado en 1972 un libro titulado Spanish Underground Drama[11], que supuso el espaldarazo al Nuevo Teatro Español. Ocho años antes había publicado el ensayo The Theater of Protest and Paradox[12], que fue traducido poco después al español. En la contraportada se anunciaba que tenía en preparación «un panorama antológico del teatro español contemporáneo». ¿A qué teatro español se refería? Al nuestro, no, desde luego, pues algunos ni siquiera habíamos empezado a escribir. A Ruibal, tampoco. De modo que aquel anunciado proyecto concluyó de forma muy distinta a la inicialmente prevista. En esa mudanza, que acabó favoreciéndonos, Ruibal jugó un papel importante, que es justo reconocer.

En el prefacio a su libro sobre el Nuevo Teatro Español, Wellwarth explica que, atendiendo la queja de José María Bellido de que en su libro Teatro de protesta y paradoja se ignorara al teatro español actual y tras conocer su pieza Fútbol, decidió visitar España y aprender nuestro idioma. Aquí conoció a José Monleón, quien le recomendó que visitara en Toledo a Martínez Ballesteros. Tiempo después, Ruibal se puso en contacto con él y le envió algunas de sus obras. Con la generosidad que le caracterizaba, nos animó a otros autores a que siguiéramos su ejemplo. Yo lo hice a principios del 69 y algunos meses después supe que el material que había puesto a su disposición le había interesado. De hecho, publicó una de mis obras, El testamento, en Modern International Drama. En 1970, Wellwarth regresó a España para recoger nuevos textos y conocernos personalmente.

No es este el lugar apropiado para analizar el libro del ensayista y profesor americano[13]. Sí, en cambio, para informar de las consecuencias que su publicación tuvo en el asunto que nos ocupa. El hecho de que el ensayo lo abrieran, por este orden, Ruibal, [Antonio] Martínez Ballesteros y [José Mª] Bellido y de que a cada uno de ellos les dedicara entre dieciséis y veintisiete páginas, mientras a los restantes autores nos reservaba entre ocho y diez, fue interpretado como el reconocimiento de una mayor calidad y madurez, lo que daba pie a concederles una cierta autoridad sobre nosotros. De ahí a considerarnos seguidores suyos solo había un paso. Wellwarth no lo dio, al menos de forma explícita, pero sí quienes leyeron el libro. La existencia de esa relación de dependencia fue, pues, asumida en los medios teatrales en que nos movíamos, con gran disgusto por parte de quienes habíamos sido señalados como discípulos, cuando era evidente que no podíamos serlo, pues nuestra escritura era contemporánea a la suya —a veces anterior— y el mutuo conocimiento de nuestras obras era inexistente, ya que la mayoría permanecían inéditas.

Bellido jamás asumió ese papel de líder generacional, entre otras razones porque no era uno de los nuestros. Así quedó demostrado el mismo año de la publicación del libro, 1972, cuando, a la menor oportunidad que tuvo, olvidó su militancia vanguardista para meterse de cabeza en el teatro comercial. Tampoco Martínez Ballesteros, que nunca se sintió vinculado al Nuevo Teatro, al menos en la medida establecida por el profesor americano, aunque dejara pasar bastantes años para manifestarlo públicamente y para quejarse de las consecuencias negativas que, en su opinión, tuvo, para su trayectoria como dramaturgo, la errónea adscripción a nuestro grupo[14]. Ruibal, en cambio, no solo no desdeñó el liderazgo, sino que hizo cuanto pudo por proclamarlo. Abundan los ejemplos. Aquel mismo año se celebraron en la Sorbona unas jornadas sobre el teatro español contemporáneo y Ruibal habló, sin que nadie se lo hubiera pedido, en nombre del Nuevo Teatro. Algunos de los presentes se lo reprocharon y tuvo que recoger velas. Poco después explicó que él no había pretendido erigirse en portavoz de ningún grupo y que el alboroto fue consecuencia de un equívoco, pues el «nosotros» empleado en sus intervenciones era una deformación del «nos» de los canónigos gallegos[15]. Pero de su vocación de jefe de filas hay otras muestras. Refiriéndose a esos primeros años setenta, dejó escrito en una semblanza que hizo de sí mismo: «Comencé así a profetizar un nuevo teatro por muchas de las tierras del solar hispano, y no niego que […] muchos jóvenes se hicieron sensibles a la buena nueva»[16].  Y más adelante, rememorando el Premio Modern International Drama concedido a su obra El asno, aseguró que aquello causó un cierto chisporroteo publicitario que contribuyó a sacar a la superficie el teatro subterráneo que un grupo de desconocidos dramaturgos veníamos escribiendo en silencio y, como consecuencia, a que obtuviéramos la ciudadanía autoral que se nos venía negando[17]. Tal actitud levantó ampollas y provocó numerosos enfrentamientos y, esta vez sí, alguna ruptura. No mereció la pena, porque  el liderazgo, de haber existido, hubiera resultado efímero. El grupo no tardó en saltar hecho añicos, tan pronto como empezaron a aflorar las diferencias estéticas entre sus miembros y tras la llegada de un nuevo sistema político que propició estrategias personales muy diversas.

El capítulo dedicado por Wellwarth a nuestro autor concluía así: «Es difícil predecir la dirección que va a tomar Ruibal. Tiene el talento y la versatilidad suficientes para lograr casi todo en el teatro, y la suficiente madurez y clarividencia para tratar cualquier tema. El único obstáculo imaginable en su camino es el desaliento en que puede caer como resultado de la imposibilidad de ver estrenadas sus obras en su propio país»[18].

Faltaban tres años para que muriera Franco. Por ley de vida, el tiempo de espera no podía ser grande. Pero para Ruibal, que se acercaba a la cincuentena, era casi una eternidad. Consumía la espera haciendo viajes de ida y vuelta entre España y Estados Unidos. Aquí, apenas se representaban sus obras y las pocas que llegaban a los escenarios, todas pertenecientes a su teatro breve, lo hacían de la mano de grupos independientes o universitarios que ofrecían pocas representaciones. Aunque lo negara, el desaliento temido por Wellwarth empezaba a adueñarse de él. José Monleón asistió a una conferencia que pronunció en la Universidad de Nueva York y sus palabras le sonaron bastante patéticas. El internacionalismo presente en casi todo el teatro de Ruibal parecía responder, en aquel contexto, a la necesidad imperiosa de ser entendido fuera como respuesta a la dificultad que tenía para serlo dentro. Así, su discurso planetario, visto como fruto de un afán de supervivencia, era desgarrado[19].

En ese estado le sorprendió el final de la dictadura y, con él, la vuelta a las esperanzas casi perdidas. Ruibal vio el cielo abierto cuando en 1976 recibió de la Dirección General de Teatro una subvención de un millón de pesetas para llevar a escena, ¡al fin!, El hombre y la mosca[20]. Dos empresarios asumieron, sucesivamente, el proyecto. El primero, lo abandonó cuando los ensayos habían comenzado. El segundo, antes. Ruibal, derrotado, devolvió el importe de la ayuda ministerial y, en carta dirigida al Director General, denunció la falta de agallas de los empresarios españoles, al tiempo que reclamaba que el Ministerio aportara sus propios medios económicos y de gestión, sin intermediarios mediocres, para dar a conocer, en condiciones adecuadas, un teatro de nueva planta como el suyo[21].

Una vez más emprendió Ruibal el camino de los Estados Unidos, sin plantearse su regreso a España. Desde allí tuvo un gesto de solidaridad con sus colegas españoles al firmar en enero del 79 un polémico manifiesto en el que un grupo de autores y críticos denunciábamos la castración y falta de identidad que suponía, para la cultura española, la ausencia de un teatro propio[22]. Y allí tuvo lugar el estreno, a cargo de una compañía profesional, de El hombre y la mosca. Fue en Nueva York, en 1982, en la sala del Puerto Rican Traveling Theater, fundado y dirigido por la actriz Miriam Colon. Se hacía realidad así uno de los sueños de Ruibal.

Estaba satisfecho con la puesta en escena y con el trabajo de los actores, tanto con el de los que representaban la obra en inglés, como con el de los que la hacían en español, a pesar de las dificultades derivadas de su desconocimiento de la tradición teatral española. Cuando me dijo que la compañía neoyorquina representaría la obra en España, nada menos que en el escenario del María Guerrero, sentí que, al tiempo que él, todos sus compañeros, de alguna manera, seríamos partícipes de aquel estreno. Acababa de ganar las elecciones generales el Partido Socialista y eso nos pareció una buena señal. Suficiente para sentirnos moderadamente optimistas respecto a nuestro futuro. Ruibal, dejándose arrastrar por el entusiasmo del momento, olvidó sus recelos sobre el talante progresista de los políticos españoles, incluidos los de izquierdas, y vaticinaba que acabaríamos por salir adelante. A la pregunta de si no nos llegaría el reconocimiento demasiado tarde, respondía que no debíamos preocuparnos, pues, siendo los autores españoles jóvenes promesas durante tantos años, teníamos todo el tiempo del mundo para mostrar nuestro talento.

El estreno tuvo lugar el jueves tres de febrero de 1983, en sesión de noche. Cuando se alzó el telón, al ver la escenografía, sentí un escalofrío. La enorme cúpula de cristal imaginada por Ruibal para albergar al hombre y a su doble era, en el escenario del María Guerrero, lo más parecido a una miniatura que no daba ninguna sensación de grandeza. Enseguida tuve la certeza de que aquella puesta en escena, concebida para un espacio mucho menor y para otro público, no respondía a las expectativas despertadas entre los que deseábamos el éxito de nuestro compañero. Dejé el teatro con un amargo sabor de boca. Ruibal, que, ante la escasez y la tibieza de los aplausos, no había salido a saludar, estaba en la calle. Quienes nos acercamos a saludarle estábamos apenados por lo sucedido, pero, para nuestra sorpresa, él no parecía afectado. Las críticas aparecidas en la prensa madrileña durante los días siguientes fueron severas. En El País[23], [Eduardo] Haro Tecglen titulaba la suya «El hombre y la mosca. Frustración». La de [Francisco] García Pavón, en Ya[24], la encabezaba la frase «Con el tiempo no hay quien pueda». Presidía la de Pablo Corbalán en Informaciones[25] un lacónico «Underground sin underground». Bajo el largo epígrafe «Ruibal estrena, demasiado tarde, El hombre y la mosca«, [Lorenzo] López Sancho, que ocupó una página entera de ABC[26], después de calificar de mediocre el montaje y el trabajo de los actores, escribía: «El juicio del público no fue, pues, favorable. Los años pasados son muchos. Ruibal ha quemado parte de su vida en los esfuerzos por romper un silencio impuesto que se ha roto solo y que ahora le deja inerme ante una realidad de libertad, de contienda ideológica, de cambio social para la que no parece pertrechado».

Revista Pipirijaina, nº 15 (VII-1980).

Revista Pipirijaina, nº 15 (VII-1980).

Palabras duras las de López Sancho, porque, si Ruibal estrenó tarde, no fue por su culpa. Sí la tuvo, quizás, por hacerlo con aquel desafortunado montaje, aunque era comprensible que, quien había soportado tan larga espera, se resistiera a ver los inconvenientes que la disparatada aventura llevaba aparejados. Apenas un mes antes del estreno, Luis Eduardo Siles le entrevistó para la revista Pipirijaina y, a una de sus preguntas, respondió: «Si tengo ahora éxito en el María Guerrero, muy bien. Si no, me da igual. Yo seguiré escribiendo el mismo tipo de teatro»[27].

Es cierto que Ruibal siguió escribiendo. Cuatro años después concluyó El patio de Yocasta. Más tarde, Helena y Celestina. Todas permanecen inéditas. Tras la despedida en la calle Tamayo y Baus, a las puertas del teatro, fueron muy escasas las veces que nos vimos. Tampoco creo que se viera mucho con los demás autores del grupo, pues cada vez era más frecuente que nos preguntáramos unos a otros: «¿Qué sabes de Ruibal?». Algunos le situaban en alguna universidad americana y, más adelante, en su Galicia natal. La mayoría carecía de noticias suyas. La explicación a las dificultades para dar con su paradero la había anticipado él mismo en el año ochenta y cuatro con ese lenguaje clásico que gustaba cultivar: «En estos presentes días, señor, voy de un lugar a otro sin saber bien dónde se acomodarán mis posaderas. Digo que no sé si aquí o en otro lado o en el cementerio oyendo responsos»[28].

Un día coincidimos en algún lugar que no recuerdo. Tampoco, la fecha. Sí sé, en cambio, que fue nuestro último encuentro. La conversación no fue larga, pero sí lo suficiente para, además de contarme que estaba ocupado en la versión de algún texto del Siglo de Oro, quizás de Calderón, quejarse del vacío que habíamos creado a su alrededor y de las ofensas que algunos colegas desagradecidos, entre los que no me incluía, vertieron a propósito de su supuesto afán de protagonismo, que él seguía negando y atribuyéndolo a algún que otro equívoco y a la mala fe de sus detractores. A esas alturas, Ruibal era la viva imagen de un Don Quijote agotado, pero dispuesto a no rendirse. Sensación que corroboran las palabras que, a mediados de los ochenta, incluyó en un artículo que el profesor alemán Klaus Pörtl le había solicitado. Casi al final del mismo lanzaba este grito de socorro: «Yo, desde aquí, les pediría ayuda [a los alemanes], ya que estoy peleando prácticamente solo»[29].

Ruibal murió, olvidado por la profesión teatral, en febrero de 1999. La noticia nos llegó, a casi todos los que le habíamos conocido, mucho más tarde, primero en forma de rumor y luego como hecho confirmado. Aunque alguno de los que compartimos aquellos años postreros del franquismo no está de acuerdo, estoy convencido de que Ruibal, el autor de teatro, dejó de existir bastante antes: otro mes de febrero dieciséis años atrás, en el escenario desarbolado del María Guerrero, al que había accedido por la puerta trasera.

 

 

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Notas    (↵ Volver al texto returns to text)

  1. Ángel García Pintado, «Un pretexto para conocerse (Dos días de amistad y vino tinto, en Madrid)», Primer Acto, nº 123-124, agosto-septiembre 1970, págs. 41-42.↵ Volver al texto
  2. José Ruibal, La máquina de pedir/El asno/La ciencia de Birlibirloque, Siglo XXI de España, 1970, prólogo, págs. 5-7.↵ Volver al texto
  3. José Ruibal, Idem.↵ Volver al texto
  4. Primer Acto, nº 100-101, noviembre-diciembre 1968, pág. 63.↵ Volver al texto
  5. Los mutantes y Los ojos en Primer Acto, nº 112, septiembre 1969.↵ Volver al texto
  6. El rabo, en Revista de Occidente, junio 1969.↵ Volver al texto
  7. Los mendigos y seis piezas de café-teatro (Los mutantes, El rabo, Los ojos, La secretaria, El padre y El supergerente), en Escélicer, colección Teatro, nº 632, 1969.↵ Volver al texto
  8. Currículum vitae, en El Urogallo, nº 2, abril-mayo 1970.↵ Volver al texto
  9. José Ruibal, La máquina de pedir/El asno/La ciencia de birlibirloque, ed. cit.↵ Volver al texto
  10. Amando C. Isasi Angulo, Diálogos del teatro español de postguerra, Editorial Ayuso, Madrid, 1974, págs. 311-320.↵ Volver al texto
  11. George E. Wellwarth, Spanish Underground Drama, The Pennsylvania State University, Estados Unidos, 1972.
    El libro fue traducido al español por Carmen Hierro y publicado con un extenso prólogo de Alberto Miralles por Editorial Villalar, Madrid, 1978.↵ Volver al texto
  12. George E. Wellwarth, Teatro de protesta y paradoja, Editorial Lumen, Barcelona, 1966.↵ Volver al texto
  13. De ello se ha ocupado Alberto Miralles en su ensayo Nuevo Teatro Español: una alternativa [cultural] social, Editorial Villalar, Madrid, 1977, y en el prólogo a la traducción española de Spanish Underground Drama, ed. cit.↵ Volver al texto
  14. A la condición de escritor fundamentalmente realista de Martínez Ballesteros y a las circunstancias que determinaron su inclusión en el Nuevo Teatro Español se ha referido Fermín Cabal en la introducción a: Antonio Martínez Ballesteros, El despacho del Señor Calleja/ Salir en la foto , Fundamentos, Madrid, 1994, págs. 6-7.↵ Volver al texto
  15. Declaraciones recogidas en la entrevista realizada por Ramón Chao y publicada en La Voz de Galicia en diciembre de 1972.↵ Volver al texto
  16. José Ruibal, Teatro sobre teatro, Cátedra, Madrid, 1984, pág. 13.↵ Volver al texto
  17. José Ruibal, El hombre y la mosca, Editorial Fundamentos, Madrid, 1977, prólogo, pág. 13. El escrito está fechado en abril de 1976.↵ Volver al texto
  18. George E. Wellwarth, Spanish Undergraund Drama, ed. cit., pág. 80.↵ Volver al texto
  19. José Monleón, «USA: Ruibal y el nuevo teatro español», Triunfo, nº 535, 30 diciembre 1972, págs. 62-63.↵ Volver al texto
  20. La obra había sido representada en inglés en noviembre de 1971 por el Departamento de Drama de la Universidad Estatal de Nueva York y Binghamton.↵ Volver al texto
  21. Los pormenores de la frustrada puesta en escena de El hombre y la mosca y el texto de la carta dirigida por Ruibal al Director General de Teatro están recogidos en el prólogo de Alberto Miralles al libro de George E. Wellwarth Spanish Underground Drama, ed. cit., págs. 27 y 28.↵ Volver al texto
  22. El manifiesto apareció por primera vez en la revista La Calle, nº 45, 30 enero- 5 febrero 1979.↵ Volver al texto
  23. El País, 5 febrero 1983.↵ Volver al texto
  24. Ya, 6 febrero 1983.↵ Volver al texto
  25. Informaciones, 8 febrero 1983.↵ Volver al texto
  26. ABC, 6 febrero 1983.↵ Volver al texto
  27. Luis Eduardo Siles, «José Ruibal: recuperar la tradición española», Pipirijaina, nº 24, enero 1983, págs. 30-33.↵ Volver al texto
  28. José Ruibal, Teatro sobre teatro, ed. cit., pág. 13.↵ Volver al texto
  29. José Ruibal, «España: un teatro desorientado», en VV.AA., Reflexiones sobre el Nuevo Teatro Español, Klauss Pörtl (ed.), Max Niemeyer Verlag Tübingen, Alemania, 1986, pág. 24.↵ Volver al texto
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