N.º 48Teatro y revolución (1917-2017)

 

LIBRO RECOMENDADO

El teatro como instrumento político en España (1895-1914), de Antonio Castellón

El teatro como instrumento político en España (1895-1914) 
de Antonio Castellón Molina

Carlos Alba Peinado
Universidad Nacional de Educación a Distancia

Madrid, Endymion, 1994.

Antonio Castellón (1947-1993) dedicó su vida investigadora al estudio del teatro como instrumento político en España. Durante veinte años fue rescatando del olvido a autores dramáticos que, por una u otra razón, habían quedado sepultados bajo las ruinas de la historiografía oficial.

Ricardo Doménech lamenta en el prólogo el retraso con que se publica el ensayo de Castellón. Pero las circunstancias no eran las más idóneas. Consagrado a su Cátedra de Instituto en centros madrileños como el “María Moliner” (Coslada), el “Ramiro de Maeztu” (Madrid) o el “Cardenal Cisneros” (Alcalá de Henares), poco era el tiempo que podía dedicar a su pasión investigadora. Aun así, consiguió reunir en una tesina toda la documentación recopilada durante años y establecer un esbozo de tendencias bajo la dirección del prestigioso historiador José María Jover Zamora. Este es el origen del ensayo lamentablemente póstumo que publicó la editorial Endymion en 1994 con el título El teatro como instrumento político en España (1895-1914).

Doménech en su prólogo resalta la novedad de una temática que, según él, está ausente en los manuales de referencia. Ni Gonzalo Torrente Ballester (1957) se habría interesado por la “cuestión social” ni lo habrían hecho tampoco Domingo Pérez Minik (1961) ni Jean-Paul Borel (1966) ni Francisco Ruiz Ramón (1967) en sus respectivos estudios. Como antecedentes del trabajo de Castellón se cita únicamente el Teatro social en España (1962) de Francisco García Pavón y el Teatre català d’agitació política (1969) de Xavier Fábregas.

El señor feudal y Juan José, de Joaquín Dicenta

El señor feudal y Juan José, de Joaquín Dicenta.

Si bien el juicio de Doménech es acertado para obras “mayores” como Teatro moderno español (1944) de Ángel Valbuena Prat o Panorámica del teatro en España (1973) de Enrique de la Hoz, en el caso de Teatro Español Contemporáneo de Torrente Ballester no es del todo exacto. El autor gallego sí menciona la cuestión social e inicia su obra con un capítulo titulado precisamente “La materia dramática social”, entendiendo por tal el teatro que incorpora a la escena los problemas de la clase obrera. Torrente Ballester llega a identificar dos acercamientos: el marxista y el cristiano. Su opción por el segundo no le impide mencionar a autores como Joaquín Dicenta y Federico Oliver, que también serán tratados por Castellón. A Dicenta le considera un paladín prematuro de la lucha de clases y a Oliver un reformista, de forma muy similar a como Castellón los enjuicia en su ensayo. Por otra parte, la cronología del Teatro Europeo Contemporáneo de Pérez Minik no corresponde a la época acotada por Castellón, por lo que su mención aquí no parece muy oportuna. Ni tampoco la de Jean-Paul Borel, ya que se trata de una monografía sobre un tema –El teatro de lo imposible– que en nada tiene que ver con el teatro como instrumento político.

El caso de Ruiz Ramón, sin embargo, es innegable. Su Historia del teatro español es todo menos una historia de las mentalidades. La omisión o amputación, sin duda intencionada, de todo este teatro social en una obra tan difundida como cuestionada justifica perfectamente la necesidad de trabajos como el de Castellón. Pero su acierto y valentía a la hora de emprender una empresa semejante no debe cegarnos el juicio. La obra de Castellón, siendo relativamente pionera, adolece de una falta de claridad crítica al enjuiciar el concepto de “instrumento político” que permita, a su vez, justificar un canon de autores que hoy nos parece incompleto. Su revisión de la “cuestión social” resulta algo imprecisa, así como su acotación histórica en torno a la Generación del 98, poco convincente e incluso contradictoria cuando lo que se pretende en realidad es un acercamiento crítico a la mentalidad de los autores. Esto va a generar, como veremos a continuación, esa selección demasiado limitada y sesgada de la nómina de autores y una articulación poco consistente de las tendencias que los reúnen.

La idea del teatro como instrumento político aparece en Castellón ligada únicamente –salvo en el caso de un reducido número de autores inmovilistas que parecen haberse incluido aquí sólo por su origen catalán– a los autores de tendencia liberal o marxista. Es un reflejo evidente de la mentalidad radical-reformadora que se impuso durante la Transición y que en su afán de reequilibrio democrático colocó el objeto de estudio únicamente en el espectro censurado o silenciado por la dictadura franquista. El carácter pionero del ensayo disculpa en parte este desvío que ha sido remediado en los últimos años por estudios complementarios y de conjunto que incluyen también en sus análisis la mentalidad restauradora y patriótica de destacados grupos de dramaturgos del XIX. Como comenta Gregorio de la Fuente Monge en un excelente monográfico titulado El teatro político en la España del XIX, “el teatro, como arma política contra el poder o sus adversarios, se asienta con las revoluciones antiabsolutistas y recibe su impulso definitivo con la francesa de 1789” (De la Fuente, 2013:13). De este instrumento político en un sentido amplio al concepto marxista que parece desprenderse de la lectura de Castellón hay un largo recorrido. Tener consciencia de este origen revolucionario le hubiera permitido a Castellón enfocar su ensayo desde un trasfondo histórico más amplio desde el que esbozar con más precisión las tendencias que afectaban a la crisis de la Restauración.

Observemos, por un momento, el teatro como instrumento político a lo largo de todo el siglo XIX. Vemos que durante la Guerra de la Independencia hay un teatro de los fernandinos y un teatro de los josefinos; un teatro que apoya la causa carlista y un teatro que legitima el gobierno de Isabel II; un teatro de liberales moderados y otro de exaltados; y así hasta llegar al teatro de la Restauración, en el que Castellón distingue hasta cinco tendencias en sus autores, que evidencian una profunda crisis político-social. Si Castellón hubiera contemplado la diacronía de esta problemática del teatro como instrumento político no habría eliminado de su estudio esas otras tendencias que legitiman una visión tradicionalista y que justifican en parte la respuesta de las otras visiones del mundo. ¿Acaso no es un extraordinario instrumento político, tras la derrota africana en el Barranco del Lobo de 1909, la obra de Eduardo Marquina En Flandes se ha puesto el sol?

El teatro como instrumento político en manos de este sector conservador ya había sido analizado por Jorge Campos en aquel mismo año (1969) en que Fábregas publicaba su estudio del teatro catalán. En Teatro y sociedad en España, 1780-1820 Campos sistematizaba el teatro “patriótico” de la guerra contra Napoleón. En 1988 Emmanuel Larraz había defendido también en la Universidad francesa de Provence su tesis doctoral Théâtre et politique pendant la Guerre d’Indépendance espagnole, 1804-1814, mientras Ana María Freire López daba a conocer “La Guerra de la Independencia española como motivo teatral: esbozo de un catálogo de piezas dramáticas (1808-1814)”. De las 119 piezas recopiladas por Freire López se llega en 1991 a las 315 que Francisco Lafarga ofrece en “Teatro político español (1805-1840): Ensayo de un catálogo”, que forma parte, a su vez, del Teatro politico spagnolo del primo ottocento editado por Ermanno Caldera. Todos estos trabajos, anteriores a la publicación del ensayo de Castellón, cuestionan que el teatro político no haya sido abordado con anterioridad tal y como se afirma en la introducción. De hecho, el mismo año que aparece el trabajo de Castellón, Ana María Freire López ofrece ya una de las mejores visiones de conjunto sobre el reinado de Fernando VII en “Teatro político en España en el primer tercio del siglo XIX”. Y el interés por este primer período decimonónico no ha disminuido en los últimos años como lo muestra el trabajo de Emilio Palacios Fernández y Alberto Romero Ferrer sobre “Teatro y política (1789-1833): entre la Revolución Francesa y el silencio”. El balance final de esta guerra de propaganda teatral arroja una clara victoria del sector fernandino sobre el josefino, lo que conlleva a la larga un abandono de las críticas que los dramaturgos partidarios de José I –Francisco A. Cabello, José M. Carnerero, Gaspar Zavala y Zamora– habían dirigido contra el fanatismo religioso, el clero y la Inquisición.

Con el regreso de Fernando VII en 1814 el teatro político se utilizó únicamente para alabar y ensalzar su figura. Sólo durante el Trienio Liberal (1820-1823) hubo una cierta tendencia crítica de tono anticlerical que cuestionó el papel constitucional del monarca y legitimó el pronunciamiento de Riego. Así lo recogen Ermanno Caldera y Antonietta Calderone en “El teatro en el siglo XIX (1808-1844)”, que forma parte de la Historia del teatro en España que José María Díez Borque publica en Taurus en 1988.

Jesús Rubio Jiménez, que ya había publicado en 1982 su conocida obra Ideología y teatro en España: 1890-1900 –y que inexplicablemente no se encuentra incluida en la bibliografía de Castellón–, acometerá en 1997 el estudio “El teatro político durante el reinado de Isabel II y el Sexenio Revolucionario”. En este caso los esfuerzos de los dramaturgos liberales –Bretón de los Herreros, Ventura de la Vega o López de Ayala, por ejemplo– se centran en defender el trono constitucional de Isabel frente a las fuerzas carlistas, mientras los más románticos –Martínez de la Rosa, Gil y Zárate, Hartzenbusch– recrean historias pretéritas forjando así un espíritu nacional. Entre el teatro histórico de raigambre regionalista y el teatro de actualidad colonialista –véase Teatro patriótico y nacionalismo en España, 1859-1900 de Marie Salgues (2010)– se genera a mediados de siglo un “drama socialista” que será un antecedente ineludible del “drama social” de finales de siglo.

Para el teatro político durante la Gloriosa, ya en 1977 Alberto Castilla había publicado su estudio sobre los cafés-teatro del Madrid revolucionario, tema que en los últimos años ha experimentado un gran desarrollo gracias a los trabajos de Marie-Pierre Caire-Mérida (2007) en el ámbito catalán y Gregorio de la Fuente en una visión de conjunto: “El teatro republicano de la Gloriosa” (2008).

Al llegar al período de la Restauración los estudios parciales se imponen a las visiones de conjunto. Según De la Fuente, tres son los temas más recurrentes: “la zarzuela, como vehículo de transmisión de los valores patrióticos; el teatro social finisecular, que por su mayor calidad literaria cuenta ya con una tradición de estudios; y el teatro de la última guerra de Cuba” (De la Fuente, 2013:28). El trabajo de Castellón se encuentra enmarcado precisamente en el segundo de los temas: el teatro “social”.

Galdós con la Xirgu, los Quintero, el actor Paco Fuentes y demás actores de Marianela - 1916.

Galdós con la Xirgu, los Quintero, el actor Paco Fuentes y demás actores de Marianela – 1916.

La selección de autores que propone Castellón viene motivada, sin embargo, por la definición de “teatro social” que plantea García Pavón y que excluye a aquellos dramaturgos que no traten en sus obras la lucha de clases ni las injusticias que ella conlleva. El problema de esta definición es que traslada a la mentalidad de la época en cuestión –1895-1914– categorías que no le son propias y que obedecen a planteamientos críticos muy posteriores. Esto genera incoherencias como la inclusión en el trabajo de autores inmovilistas o nacionalistas o incluso renovadores como Clarín, Galdós o Dicenta, cuya obra difícilmente puede ser explicada por una lucha de clases.

A estos autores, contemporáneos de la I Internacional (1864-1876), el marxismo no les ofrece otra cosa que una vaga determinación social de la cultura y un vago concepto de realismo que, como Engels relata a la señorita Harkness, solo se trataría de una reproducción fiel de caracteres típicos en circunstancias típicas. No será hasta la II Internacional (1889-1923) –demasiado tarde ya para algunos de estos autores– cuando Plejanov y Lunacharski apunten a la obra literaria como reflejo de la posición de clase. Y no es hasta Lukács y la III Internacional (1919-1943) –fuera ya de los límites del estudio de Castellón– cuando a esta clase social revolucionaria se le ocurra adoptar el teatro como instrumento político ante la necesidad de implantar un modelo real de socialismo. Este teatro tan habitual desde la Revolución rusa del 17 y tan presente en España en la época de la II República y especialmente durante la Dictadura resulta muy difícil de detectar en el período acotado por Castellón.

Si la definición de “instrumento político” es problemática en esta obra, lo es aún más la aplicación del concepto de “tendencia”. En el estructuralismo genético de Lucien Goldmann la tendencia es el resultado de aplicar un examen crítico a la “homología estructural” subyacente en las obras de un grupo de autores. Esta homología vincula la obra de creación y la conciencia del grupo social que la está generando. La clave está, por lo tanto, en descubrir qué visión del mundo adopta esa pequeña burguesía finisecular en cada caso. Castellón habla en la introducción de cinco tendencias: inmovilista, capitalista, radical, revolucionaria y nacionalista. Pero luego, en el interior, omite la capitalista y escinde la radical en autores renovadores, reformistas y revolucionarios, tratando de diferenciar en estos últimos entre anarquistas y socialistas. Detengámonos brevemente a analizar esta particular estructura.

En la tendencia inmovilista Castellón incluye a aquellos autores que desean restaurar la visión del mundo de la nobleza como ideología dominante. La homología está clara pero hubiera sido más acertado mantener la terminología que Ángel Berenguer, discípulo de Goldmann, presentó en 1988 en El teatro en el siglo XX (hasta 1939). A esta tendencia la denominó Restauradora, identificando así la conciencia de este grupo con los valores propios del sistema político en vigor. Sin embargo, Castellón en lugar de tratar –como hace Berenguer– los casos de autores principales como Eduardo Marquina, Francisco Villaespesa, Apeles Mestres o los dramas poéticos de Valle-Inclán, opta por centrarse en un reducido grupo de autores menores del ámbito catalán que se encuentran reunidos en las revistas La Talia Catalana y L’Escon. No parece, por tanto, que su intención aquí sea trazar la tendencia en su conjunto, sino que se trataría más bien de un estudio particular de estas publicaciones conservadoras de forma similar al reciente trabajo publicado por Francisco José Rosal Nadales (2017) sobre La Lectura Dominical en Madrid.

Al explicar la tendencia capitalista, cuyo estudio eludirá por completo, no se entiende tampoco bien por qué Castellón habla de “falsa conciencia” en la identificación de la pequeña burguesía con los principios de la burguesía industrial. Si alguna tendencia posee una conciencia real y verdadera es esta tendencia que Berenguer denomina con mayor acierto Innovadora. Y el caso de Benavente así lo demuestra con una permeabilidad absoluta a los avatares políticos sin perder el favor de la taquilla. Sorprende que siendo éste el teatro más estrenado durante todo el período y por lo tanto con una incidencia social más acusada, Castellón lo ignore completamente.

La tendencia radical que identifica los intereses del proletariado con esa pequeña burguesía incluye tanto a los autores renovadores –cuya identificación con la visión del mundo del proletariado ya hemos puesto en duda– como a los reformistas, procedentes en buen número también del ámbito catalán. Su selección aquí parece obedecer más a una heterogénea adscripción de su obra a la problemática del 98 que al criterio de lucha de clases que parecía estar organizando el concepto de tendencia. De ahí que el autor sienta la necesidad de separar estos grupos de la tendencia revolucionaria –socialista o anarquista–, a pesar de que estos autores comparten obviamente también la visión del mundo del proletariado. En Berenguer todos estos grupos encuentran acomodo en la tendencia Renovadora, donde efectivamente se ensayan nuevas estrategias de ruptura para crear una nueva sociedad.

Toda esta confusión que genera la interferencia del concepto de tendencia con la problemática del 98 lleva al autor a apuntar una nueva tendencia “nacionalista” que se sale del marco teórico adoptado, haciendo pasar por grupo social lo que en aquella época no era más que una sensibilidad política, transversal, por otra parte, a las diferentes clases sociales. El propio Castellón se da cuenta de su contradicción cuando puntualiza que “la mayor parte de los autores catalanes que hemos estudiado en este trabajo tienen alguna obra de marcado signo nacionalista” (Castellón, 1994: 23) Sorprende en todo el estudio esta sensibilidad por la Renaixença catalana y la ausencia total de referencias al nacionalismo vasco, donde en 1895 se estaba estrenando Vizcaitik Bizkaira de Resurrección M.ª de Azkue y poco después Lizardi de Telesforo de Aranzadi y ya en pleno 98 De fuera vendrá… de Sabino Arana. Y sorprende el silencio también sobre el Rexurdimento gallego que, aunque de impronta menos nacionalista, en aquella época no carece de obras con testimonios obreros, como ha estudiado en profundidad Gérard Brey en “Sociabilidad obrera y prácticas teatrales en Galicia (1894-1910)” (2002).

Ignasi Iglesias

Ignasi Iglesias. 1

El ensayo de Castellón resulta hoy, a pesar de estas lagunas, un interesante estudio de recopilación y de rescate de figuras olvidadas. Sin su investigación autores como Joaquín Albanell, Joaquín Riera i Bertrán, Ignasi Iglesias o Jaime Firmat Noguera seguirían ausentes en el limbo de los olvidados. Su denuncia de la ausencia de un teatro social en la historiografía académica, con todos los matices que aquí hemos expuesto, ha impulsado la aparición de nuevos trabajos –Tiempo de 98, por ejemplo– que desde diferentes métodos ponen en juego las diferentes mentalidades de aquella época. Es justo agradecer a su autor la valentía de tratar de explicar el teatro social finisecular desde un método crítico que sea coherente con su génesis y sus planteamientos. Su trabajo complementa la historiografía de autores como Berenguer (1988) y Ferreras (1989), y ha impulsado la necesidad de crear nuevas herramientas metodológicas como las carteleras teatrales del Madrid de principios del XX, que hoy son una realidad gracias a las investigaciones de Silva de Baya (2002) y Letón Rojo (2003).

 

FRAGMENTO SELECCIONADO

EL TEATRO DE TENDENCIA REVOLUCIONARIA

El teatro de inspiración anarquista se mueve en dos direcciones, una, la militante, que concibe el teatro como un vehículo de sus ideas libertarias y tiene como fin primordial la “evangelización” del proletariado en los principios bakuninistas; y otra que desarrollan autores que, sin pertenecer a organizaciones anarquistas, tienen una temática que se acerca a los puntos de vista libertarios.

Es claro el pensamiento que para estos autores tiene la “cuestión social”, en donde el obrero es el firme puntal sobre el que se centra el drama. Es curioso observar cómo en el campo teatral se ponen de manifiesto las influencias ideológicas que ciertos autores europeos ejercen sobre el anarquismo español.

La constante del teatro anarquista es su permanente deseo de libertad, sin ninguna institución ni poder que lo pueda coartar. También es frecuente el ataque al estamento religioso como aliado de las fuerzas represivas. Los representantes religiosos son el símbolo de la intransigencia, la corrupción y el fanatismo.

Los conceptos más característicos que aparecen en las obras anarquistas son: el internacionalismo, la dignidad del trabajo, la camaradería, el ataque a la burguesía, la confianza en la fortaleza revolucionaria del proletariado, la utopía de la nueva sociedad anarquista, el rechazo de la guerra burguesa, el deseo de cultura para todos y la defensa del amor libre. Conciben el teatro como un vehículo de ideas. (…)

Es importante la influencia que ejercieron ciertos autores europeos en el anarquismo español. Concretamente Nietzsche, Tolstoi, Ibsen y Bjorson, influyeron de forma inequívoca en los autores anarquistas de fin de siglo. Autores como Fola Igurbide seguirán fielmente las teorías de Tolstoi, en particular su teoría sobre la sociedad feliz, su evangelio de paz, igualdad, fraternidad, resistencia pasiva a todo poder. Hay que apuntar que, aunque el anarquismo español admitió muy pronto las ideas de este autor, desde un principio mostró ciertas reservas hacia su misticismo y, con el tiempo, fueron rechazadas, en concreto la teoría sobre la resistencia pasiva. (…)

La influencia de Ibsen en el anarquismo español fue muy profunda. Ibsen fue aplaudido por el mensaje social de sus obras y se le consideró portavoz del nuevo espíritu progresista. Su ataque a los convencionalismos sociales fue interpretado como un ataque contra la sociedad española de su época.

Durante estos años, el teatro era una de las actividades que gozaba de mayor popularidad entre los obreros. (…) Estos grupos montaron obras de compañeros anarquistas y de autores próximos a su ideología, cuyo mensaje pudiera suponer un apoyo a sus posiciones.

Los grupos que realmente alcanzaron una gran popularidad fueron los de Ignasi Iglesias en el barrio obrero de San Andreu de Palomar, y el grupo teatral de Felip Cortiella en el barrio obrero del Pable Sec. Ambos grupos realizaron numerosas representaciones teatrales en las que montaron las obras de los mejores autores del momento, como Ibsen y Mirbeau, de los que se representaron obras mucho antes de ser estrenadas en los locales comerciales. (185-187).

 

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