La Literatura: un espacio de libertad en medio de la dictadura
de lo políticamente correcto
Entrevista y traducción de Beatriz Velilla[1]
Matei Visniec
Cuando se cumplen cien años de la Revolución rusa, y aunque ya no resuenen ecos de zares ni bolcheviques, asistimos hoy a nuevas “revoluciones” en este gran teatro que –diría Calderón–, es el mundo.
Este primer siglo del tercer milenio nos regala una nueva era: la de la información, la digitalización, la tecnología, la “inteligencia” artificial… la era de las redes sociales y de la globalización que, cual personaje ausente pero conocido por todos, condiciona toda una obra.
Y, sin embargo, vivimos una época en la que no demostramos tanta inteligencia, al menos emocional, cuando nos resignamos a ser meros consumidores pasivos, aceptamos la merma de los derechos sociales y laborales por los que lucharon nuestros abuelos, nos sometemos al yugo opresor de líderes políticos y religiosos de dudosa categoría moral, cerramos las fronteras a los emigrantes…
Quizás esta sea la era en la que haya que plantearse, por fin, una insurrección pacífica, una sublevación ideológica, una rebelión en esta granja que es el mundo, pero demostrando que la historia no tiene por qué repetirse y que la cadena de tiranía se puede romper. Y quizás sea esta la época en la que se imponga la necesidad de buscar espacios de libertad, como el gran espacio de libertad que para el escritor Matei Visniec es la literatura.
El dramaturgo, poeta y periodista franco-rumano Matei Visniec (Radaduti, 1956), recientemente galardonado con el Premio Jean Monnet de Literatura Europea 2016, creció en la Rumanía comunista de Nicolae Ceausescu, bajo un régimen brutal y represivo. Autor prohibido en su país natal, Visniec abandonó Rumanía rumbo a París en 1987, donde solicitó asilo político.
Con la caída del comunismo, Visniec se convirtió en el dramaturgo rumano vivo más representado en su país.
Matei Visniec, escritor crítico y denunciante, que escribe por lo que ama y por el tipo de sociedad que quiere, autor que concibe la literatura como “un espacio de libertad en medio de la dictadura de lo políticamente correcto”.
BEATRIZ VELILLA. Antes de nada, muchísimas gracias por recibirme, estando como está tan ocupado, y felicidades en este día tan especial que, como poeta, es también el suyo: el Día Mundial de la Poesía.
MATEI VISNIEC. Es verdad. (Sonríe.)
B.V. En su página web dice que la vía férrea de Radauti, su ciudad de origen, constituye su eje de simetría axiológica, quizás como si usted mismo estuviese dividido en dos. ¿Hay varios Matei Visniec?
M.V. Sí. Digamos que nací en una época en la que vivíamos en un país esquizofrénico, era una sociedad esquizofrénica total la de la época comunista. Descubrí muy pronto en mi vida el hecho de que la gente que me rodeaba tenía una doble identidad. Por una parte tenías que jugar el juego del poder, hacer como que estabas de acuerdo con la ideología, con los protocolos sociales, con el partido, con el poder. Y por otra parte la gente tenía una vida secreta: en casa, en la cocina, con los amigos… criticabas el régimen, escuchabas las emisoras de radio extranjeras para poder informarte. En definitiva, llevábamos una doble vida. Siempre me llamó la atención esa esquizofrenia total de la sociedad.
En esa época descubrí que me tenía que dividir en dos: en el colegio, y de cara a la sociedad, tenía que ser correcto, sumiso, y sin embargo en el exterior tenía que encontrar, en secreto, un espacio de libertad. Y precisamente es en esa época en la que descubrí que la literatura es un espacio de libertad. Y no estaba solo. Hubo toda una generación en la época comunista que hacía crítica social mediante la literatura, pero de forma velada, a veces discreta, muy codificada. La llamábamos “literatura codificada”. Y aprendí muy pronto, con catorce o quince años, a escribir una literatura metafórica, que era una literatura crítica, de oposición, de resistencia cultural. Entonces, sí, puedo decir que en ese país descubrí la doble identidad social, aunque en el interior yo seguía siendo el mismo. En el momento en que me fui de Rumanía, claro que empecé a construir este otro personaje, el escritor francófono que soy. El idioma francés me ha formado de otra manera, es decir, la lengua francesa me ha hecho, en cierto modo, renacer. Así que puedo decir que tengo una doble identidad porque siempre he sido algo así como un enlace: he sido el enlace entre mi ciudad provinciana y la ciudad de Bucarest donde estudié, más tarde entre Bucarest y París, entre el idioma rumano y el francés, entre la cultura de Europa del Este y la cultura occidental. Tengo, ciertamente, una doble identidad. Y tengo también la doble nacionalidad, rumana y francesa. Pero estas son formas, digamos, de volar, y para volar hacen falta dos alas. Estas dos identidades me han ayudado a volar y a comprender muchas cosas.
B.V. Al igual que un actor en escena tiene una intención, un objetivo, ¿cuál es el objetivo del “actor” que es Matei Visniec cuando escribe teatro? ¿Emocionar a sus lectores, a su público? ¿Divertirles? ¿Transmitir un mensaje? ¿Cuál es su principal objetivo?
M.V. Cuando comencé a escribir, empecé con poesía, porque precisamente había descubierto el poder de la palabra, muy pronto creo, con diez u once años. Deseaba tanto leer cuentos y más cuentos, después novelas, poemas… La poesía me fascinó. Y muy pronto empecé a escribir porque la palabra era para mí como la materia que me permitía construir universos. Con el texto, con las palabras, con mis poemas podía construir mundos en los que yo era el rey. Podía evadirme con la poesía. También podía, por supuesto, transmitir cosas secretas, emocionar, impresionar. La palabra se convirtió muy pronto para mí en el instrumento principal de mi vida y enseguida supe que sería escritor. Me fascinaban los escritores, los escritores vivos que veía en esa época en Rumanía pero también las biografías de escritores que leía para ver a qué edad habían comenzado a escribir, en qué momento empezaron a tener éxito… Mucho tiempo estuve marcado por ejemplo por un escritor francés, Raymond Radiguet, que murió a la edad de veinte años, que había escrito dos novelas y que, sin embargo, es célebre. Así que yo también soñaba con morir con veinte años pero escribir dos o tres novelas entre los dieciséis y los veinte años. Viví esta fascinación por la literatura en cierto modo como Don Quijote, porque precisamente con mi amigo Evelio [Evelio Miñano, Catedrático de Filología francesa, Facultad de Filología, Valencia] he hecho un recorrido tras el rastro de Don Quijote. Sí, la literatura ha sido para mí, indudablemente, la verdadera vida. Es en la literatura donde yo sentía realmente que estaba vivo, el resto eran obligaciones. Y más tarde me di cuenta muy rápido de que los géneros en la literatura eran como mis hijos: amaba la poesía, amaba las piezas breves, los cuentos, los ensayos, las novelas, el teatro… probé todo. Nunca en mi vida he sido actor ni director de teatro, y sin embargo he escrito poemas, novelas, piezas breves, cuentos, y por supuesto, obras de teatro. Quizás entre todo yo prefería el teatro porque era lo que me ayudaba a abrirme más hacia los demás. En el teatro eres el primero en lanzar una aventura extremadamente interesante, el espectáculo de teatro comienza con el autor, es la fundación de algo en lo que después viene el director con su visión, los actores con su cuerpo, su imaginación, su expresividad; después llega el escenógrafo con su punto de vista y su maquinaria escénica, más tarde el que hace la música y el iluminador, y después, el público. Por ello el teatro como hecho colectivo me ha fascinado desde siempre porque aunque yo tenía un espacio pequeño era yo el que iniciaba el milagro. Y todavía hoy cuando veo una obra mía bien montada y veo que el público se emociona me digo “soy autor pero también creador del milagro”. El milagro es el encuentro, encuentro entre los artistas y el público alrededor de una idea, de un tema, de una emoción, de una forma de enfrentarse al mundo, alrededor de un deseo de tambalear el mundo, y eso siempre me ha gustado, ese intento de impactar al mundo tal y como lo conocemos a través de las emociones emanadas de un texto o de una obra de teatro. Así que yo soy el detonante de un diálogo más interesante y sutil que el de todos los días. Para mí el teatro es casi el último reducto social que queda donde poder relacionarse de forma directa porque hoy en día, rodeados de tantas pantallas como estamos, es extraordinario poder reunirse alrededor de una emoción, y eso es el teatro.
B.V. Se podría decir que usted es afortunado por haber podido expresarse en francés, una lengua distinta a su lengua materna, para rechazar la censura de Estado que tuvo que sufrir. ¿Cuál hubiera sido su forma de sortear esa censura si no hubiera tenido el francés? ¿La escritura habría seguido siendo su forma de rebelarse, de sublevarse? ¿Habría llegado a ser su literatura tan libre como lo es ahora?
M.V. Antes de irme de Rumanía, en el 87, había escrito muchos poemas, incluso había publicado tres colecciones de poemas, había escrito una veintena de obras, y descubrí algo muy interesante: a pesar del lado crítico de mis poemas, aunque velado y metafórico, conseguía publicarlos ya que el poder se veía confundido ante la poesía, puesto que esta usaba una táctica confusa, no directa, y así esquivaba la censura. Sin embargo, eso no ocurría con mis obras de teatro, estas nunca fueron aceptadas en la escena profesional de aquella época porque el teatro trabaja con la emoción directa y el poder tenía más miedo del teatro que de la poesía y de las novelas. Y eso era así porque los poemas se leen estando solo, cada uno en su casa, igual que las novelas, las leemos en el sofá de casa, incluso aunque se trate de novelas contestatarias uno no puede hacer la revolución estando solo en casa. Sin embargo, en el teatro, si hay cuatrocientos espectadores y treinta, quince o diez actores, se genera una emoción creciente, es casi el inicio de una revolución, el público puede salir del espectáculo con el deseo de hacer frente al poder, de actuar; es por eso por lo que el teatro era más peligroso que los otros géneros literarios. Escribí muchas piezas en Rumanía, en lengua rumana, que nunca fueron representadas. Me censuraban, aunque finalmente yo estaba feliz de ser censurado, ya que eso suponía la confirmación de que mis obras molestaban, y el hecho de ser censurado me corroboraba que en mi cabeza era libre, había conseguido ser un escritor libre en mi propio país y la censura suponía precisamente esa constatación de que yo había logrado una forma de libertad interior. Más tarde, en Francia, la lengua francesa me ayudó de una forma absolutamente excepcional, abriéndome hacia la universalidad, hacia lo internacional. Entonces empecé a traducir mis piezas al francés y a escribir directamente en francés, y a montar mis primeras obras en el Festival de Aviñón. Esto es por tanto un ejemplo de cómo la lengua francesa, como lengua de circulación internacional, puede crear puentes, diálogos. Tengo piezas traducidas del francés al japonés, al inglés, al ruso, incluso al búlgaro y a otros idiomas. De hecho yo buscaba precisamente en esa época vías hacia la circulación internacional y el francés me dio esa oportunidad. Igualmente podría haber encontrado esa vía en España, ya que la lengua española es también un idioma de circulación internacional, al igual que el inglés, no hay muchos idiomas que te aseguren esa salida hacia lo internacional. Yo era más cercano al francés, tanto por mi naturaleza como por el hecho de ser rumano –la legua rumana se formó gracias a las aportaciones del francés y para mí era más fácil escribir en francés que en inglés o en español. De todas formas, para mí cualquier lengua latina está más cercana a mi alma. Viví por ejemplo un año en Londres e intenté escribir en inglés pero no fue para nada igual, me siento mejor en la familia de lenguas latinas porque me he formado con la música de lenguas latinas, la cultura latina, y el francés ha tenido un rol muy fuerte en mi vida.
B.V. Su teatro trata a menudo sobre la identidad. Acaba de recibir el Premio Jean Monnet de Literatura Europea 2016 con su obra Le marchand de premières phrases (‘El vendedor de las primeras frases’). Con todo lo que está ocurriendo en el mundo (Trump, la construcción de muros, el cierre de fronteras, el rechazo de los gobiernos a los refugiados…), ¿se puede hablar de una identidad europea o nacional?
M.V. Europa tiene una identidad, es un hecho innegable. Un lugar como Europa, donde durante siglos hemos acumulado tanta cultura, tanta lucha por la libertad, es el espacio donde el Siglo de las Luces creó una revolución del pensamiento. Europa constituye un espacio de identidad en la medida en que la democracia nació aquí, es aquí donde la práctica democrática ha dado resultado, es un lugar donde la democracia funciona. Europa, con su espíritu de apertura ha dado también una lección al mundo. Europa tiene también una identidad negativa, ya que aquí ha habido dos guerras mundiales que han sacudido al mundo. Europa es también suicida por las ideologías nefastas que han nacido aquí, como la ideología nazi y el comunismo. Europa es un espacio de identidad complejo y contradictorio. Alain Finkielkraut, gran filósofo francés, en un libro muy interesante sobre Europa, L’Identité Malheureuse (‘La identidad infeliz’), trata de ver cuál es finalmente la verdadera identidad de Europa, atendiendo a lo que constituye su verdadera dimensión esencial, y concluye “la verdadera identidad es la apertura”. Europa es, a fin de cuentas, un espacio abierto que ha convertido la apertura en un valor primordial. Aunque también es cierto que una apertura muy grande tiene, igualmente, sus límites porque de una casa que se abre demasiado, si rompemos las paredes, construimos demasiadas ventanas o quitamos el techo, si rompemos las pareces para hacer demasiadas puertas… no quedará nada. Para mí el problema es que para conseguir la verdadera identidad hay que encontrar un equilibrio entre apertura y la inspiración que esa apertura puede provocar en el exterior.

Migraaaants. 1
Creo que Europa debería haberse convertido en modelo a imitar por todos los lugares, y, sin embargo no lo ha conseguido, y esto es un drama. Europa no ha logrado exportar su modelo democrático, y tampoco el modelo llamémosle cultural, no ha logrado imponer la paz alrededor de sus fronteras, actualmente está envejecida, no ha conseguido exportar la prosperidad ni un modelo económico interesante que no destruya el medio ambiente. Reflexiono a menudo sobre Europa, ya que me veo yo también impactado por todo esto que está pasando: la crisis migratoria, el auge del populismo y de los extremismos. Para mí, el hecho de que Rumanía haya entrado en la Unión Europea fue una enorme victoria. Cuando yo era joven soñaba con eso, con que mi país fuera un día aceptado en Europa, integrado en Europa, quería llegar a ser reconocido como europeo, cosa que he logrado hacer. Soy muy sensible a lo que tiene que ver con Europa, y escribo a veces sobre ello, por ejemplo mi última obra, titulada Migraaaants ou On est trop nombreux sur ce putain de bateau (‘Migraaaantes o Sobra gente en este puto barco’), es precisamente una pieza donde analizo el fenómeno migratorio y la forma en que este fenómeno va a cambiar la fisionomía de Europa. De hecho, no sabemos lo que nos espera ni en lo que vamos a convertirnos. La sociedad, la historia, no es una ciencia exacta. Estamos en un momento de transición, en un momento de profunda metamorfosis y nosotros, los autores, no tenemos la solución, yo como escritor no tengo la solución, lo único que puedo hacer es hablar de ello y formular preguntas interesantes, porque todavía hoy existe en Europa algo que la perturba, una especie de dictadura: la dictadura del pensamiento políticamente correcto. Para mí esto es como si volviera atrás a mi país de hace treinta años bajo la dictadura del pensamiento comunista correcto. El pensamiento políticamente correcto es lo mismo, es una forma de no ver la verdadera realidad, de impedir a los demás darse cuenta del verdadero problema, de no plantear los problemas y exigir a los extranjeros que llegan a Europa cumplir las reglas de la democracia: la igualdad entre hombre y mujer, la laicidad, la cultura europea, por ejemplo no imponer sus normas a los extranjeros, sus cuatro o cinco normas, es una forma de no ver el verdadero problema, de no querer actuar y de esconderse tras grandes palabras y falsos aires de humanismo. Eso para mí es insoportable. Yo denuncio en mis obras, en algunas de mis obras como en Migraaaantes, los estragos y la humillación para el pensamiento que supone el pensamiento políticamente correcto.
B.V. Su novela Le marchand de premières phrases (‘El vendedor de las primeras frases’) comienza diciendo que “la primera frase de una novela nunca es inocente” y que esta primera frase es “el grito irreflexivo que provoca la avalancha”. ¿Es también así en sus obras de teatro? Y, cuando escribe la primera frase, ¿ya conoce el final?
M.V. Lo que propongo en esta novela es, de hecho, un juego literario. Siempre me han fascinado las primeras frases de las grandes novelas. También podríamos fascinarnos por las últimas frases porque a veces en la última frase hay una moral, una caída, una emoción, un cambio de sentido, pero para mí la primera frase siempre es interesante como situación dramática de inicio. A menudo escribo mis obras a partir no de una primera réplica o de una primera frase, sino de una situación dramática fuerte, y desde el momento en que hay un encuentro de dos energías que entran en conflicto la obra se escribe casi por sí misma. En una novela es diferente: a veces hay frases tan fuertes al principio de la novela que podemos pensar que todo partió de ahí, como si la primera frase fuera algo así como una célula que contiene lo siguiente. Si cogemos, por ejemplo, la primera frase de la novela de Camus [Albert Camus] L´Étranger (‘El extranjero’), “Hoy se ha muerto mamá”, podemos pensar que la continuación está ya escrita. Pero aparte de eso, a mí lo que me gustaría demostrar es que el texto siempre está vivo, puesto que las letras salen de nosotros, de seres vivos. Las palabras, las letras, son entidades vivas que pueden, ellas mismas, escribir por nosotros. Descubro a menudo que cuando escribo dos o tres frases y comienzo una pieza breve, un cuento o una obra, hay varios caminos que se abren ante mí y debo elegir cuál tomar. Las palabras generan una energía y ellas mismas por la fuerza que encarnan, por las ideas que desencadenan, me proponen diversos caminos, distintas formas de continuar. Si escribo una primera frase, una segunda, una tercera, después tengo diversas posibilidades de continuar. Es lo que yo llamo la vida interior del texto. El texto tiene energías extraordinarias. El autor que sabe escuchar sus energías puede captarlas, comunicarlas y a veces dejar que el texto se escriba solo. Después se puede intervenir para dirigir el texto hacia donde uno quiera porque haga falta un mensaje, ya que nosotros, los autores, somos portadores de mensajes. Por tanto, esta relación con el texto que está vivo, que es, digamos, energía imposible de definir, domesticada a veces, pero que es vida, es lo que me ha fascinado siempre. Y en esta novela yo aporto, de alguna manera, una especie de homenaje a la literatura, a la fuerza de la literatura y a la fuerza de las palabras como expresión suprema de la espiritualidad. Si no tuviéramos el lenguaje no seríamos nada. Así que es una manera de rendir homenaje a lo que me ha formado: la literatura y la palabra.
B.V. La finalidad de algunas de sus obras, como Migraaants ou On est trop nombreaux sur ce putain de bateau (‘Migraaaantes o Sobra gente en este puto barco’) parece ser el de “combatir la indiferencia”. ¿Cree que lo consigue, que, efectivamente, el teatro puede lograr eso?
M.V. Sí, estoy seguro de que el teatro puede aportar mucho. Yo me he formado gracias a libros que me han impactado, y a veces gracias a obras de teatro que he visto, a actores que me han emocionado. Por eso escribo, creo que ahora me toca a mí formar, o transformar, sobre todo a los jóvenes que tienen edad para captar el mensaje y dejarse impactar, emocionarse y formarse por la gran literatura. En el teatro nos podemos formular las preguntas de otro modo, podemos ver el mundo, analizarlo, de forma diferente. Siempre pienso que la literatura puede captar las contradicciones del mundo, las contradicciones del ser humano, de forma diferente a la filosofía, a la sociología, la psicología o las ciencias sociales. La literatura y la emoción que la literatura puede generar, es un útil instrumento de conocimiento. Gracias a ella nos conocemos mejor a nosotros mismos, dialogamos mejor y podemos llegar a comprender mejor hacia dónde va el mundo. De hecho, yo he visto esta obra ya montada en Rumanía, en Italia, en Francia, he hablado con los espectadores, ya que en ella hablo precisamente de Trump, de los emigrantes, pero también de los muros, de las barricadas que se erigen delante de estos emigrantes, de las murallas, también de nuestra cobardía y, aunque sea duro de oír hay que decirlo: Europa no puede recibir millones de pobres porque es una forma de suicidarse, es la prosperidad la que debe enviarse a otros países, a otros continentes. Hablo de todo esto, de manera simple, con personajes concretos, y el público me ha llegado a decir a menudo “gracias, hemos entendido más gracias a usted con su obra que leyendo los periódicos o viendo la televisión”. Y ese es precisamente el papel de la literatura, que capta el drama individual, y los dramas individuales son a veces portadores de mensajes universales de una forma más fuerte que otras iniciativas de los periodistas, de los políticos o de los historiadores. Por eso pienso que la literatura es cada vez más una antorcha, una llama que por la noche nos alumbra el camino de la historia contemporánea.
B.V. Usted ha dicho a menudo que cree en la resistencia cultural y en la capacidad de la literatura para destruir el totalitarismo. ¿Cree que puede también destruir otros “ismos” que amenazan nuestro mundo y la convivencia pacífica, como el racismo, el machismo, el integrismo…?
MV. Sí, por supuesto, creo en ello. Creo que la literatura puede resistir precisamente contra el consumismo, ya que estamos en una sociedad de consumo que quiere transformarnos en consumidores. Somos ciudadanos, y de golpe la industria del ocio, la publicidad, millones de productos que no necesitamos, además de la moda, quieren convertirnos en dóciles consumidores. Pero además, como bien dices, hoy en día hay muchos fanáticos, la religión vuelve como una forma de totalitarismo, eso para mí es inaceptable. Yo respeto la religión de cada uno, la relación con su dios, pero no soporto más ver la religión en espacios públicos queriendo imponer una cultura y una forma de concebir el mundo. Creo que la sociedad, la sociedad democrática, debe liberarse de toda presión religiosa, de todo símbolo religioso, de toda tentativa de imponer otras culturas procedentes del espacio religioso. La religión debe ser una forma de intimidad entre alguien y su dios. Para mí la gran guerra que la civilización democrática europea va a llevar a cabo este siglo y el próximo es precisamente contra este resurgimiento de la religión y de la dictadura cultural de la religión. Veo esto no solo en Europa occidental con el resurgimiento del islamismo y del Islam radical, en los países de Europa del Este es el fundamentalismo ortodoxo el que comienza a infiltrarse en la sociedad y a querer controlar los colegios y el mundo político. Vemos que hay una especie de resurgimiento del catolicismo integrista en Polonia. Así que diría que el totalitarismo religioso no se murió con la revolución francesa, con la democracia, con la globalización del liberalismo, sino que estaba latente y ha vuelto, y nos arriesgamos a ver en un futuro a nuestros hijos sometidos a una nueva forma de inquisición, algo que yo no puedo aceptar. Así que para mí, nosotros, los artistas, tenemos también esta misión, la de denunciar esta presión, esta tentativa de desviar la libertad del ser humano hacia un territorio en el que es la religión la que impone las reglas.
B.V. Usted escribe también obras para niños y adolescentes. En ellas vemos, por ejemplo, una liberación de nomos de jardín, niños que deben abandonar sus juegos para aprender los juegos del adulto, una niña que tiene que hacer frente a la noche después de haber perdido su pulgar… ¿Se puede decir que se producen hechos revolucionarios en su teatro para niños y adolescentes, al igual que en el de adultos? ¿Este teatro sirve también para denunciar, para la protesta y el combate político?
M.V. Escribo para los jóvenes, obras para los más pequeños, para los más grandes, para alumnos… Pienso que el teatro para la infancia y la adolescencia puede ser, para empezar, un espacio de descubrimiento de sí mismo. He visto en colegios e institutos que los alumnos logran vencer su timidez porque participan en talleres de teatro donde descubren otro lenguaje diferente al didáctico, al del colegio, y consiguen expresar sus emociones, hacer teatro, encarnar un personaje es precisamente encontrar su libertad interior y su capacidad creadora. Es decir, todos son talentosos pero no lo saben. Así que hacer teatro o dejarse embarcar en una aventura teatral, supone a veces descubrir su creatividad, su fuerza para abrirse al mundo y comprender que el diálogo es muy importante, comprender la generosidad de la acción en común, es decir la actuación conjunta. El teatro es, sin duda, una disciplina que forma cerebros y almas. Si pudiera, impondría una hora de taller de teatro por semana en los colegios como disciplina de socialización. El teatro supone reunirse y nos ayuda a volver a abrirnos y a dialogar hoy, en una época en la que vemos a todos apartados en un rincón con sus pantallitas, con su Facebook. Un niño puede descubrir muy pronto en una obra de teatro cosas sencillas como el amor, la generosidad, el hecho de que hay que combatir el mal, que puede tener la forma de cualquier cosa, por ejemplo de un lobo. El teatro nos ayuda a reflexionar sobre la relación con el mal, con la belleza, con la amistad… todo eso puede desencadenarse desde la edad de seis u ocho años, once, doce años… una nueva forma de ver y de comprender el mundo. Por eso en ocasiones escribo por encargo para grupos que me han pedido obras, y siempre me ha producido una gran satisfacción cuando escribo conjuntamente con los alumnos, por ejemplo esa obra a la que has aludido, Enquête sur la disparition d’un nain de jardin (‘Encuesta sobre la desaparición de un nomo de jardín’), ha sido escrita a medias con los alumnos que aceptaron las reglas del juego: yo les pedí que escribieran sobre los nomos de jardín, imaginándose que ellos mismos eran los nomos y tenían cosas que reprocharles a los adultos, o bien que eran los propietarios de un nomo y tenían que justificar la necesidad de meter un nomo en su jardín. Escribieron cosas magníficas. Para mí los niños son tesoros, son minas de oro y solo hay que ayudarles a expresarse para que salgan cosas extraordinarias de su alma y de su inocencia. Estos alumnos del instituto estaban deseosos de escribir y luego representarlo. Tengo una obra nueva que se titula Le bonhomme de neige qui voulait rencontrer le soleil (‘El muñeco de nieve que quería conocer el sol’), pero es diferente, se trata de una obra para niños a partir de cinco, seis o siete años… es una obra sobre la generosidad pero también sobre la muerte, o mejor dicho, sobre la desaparición, porque aunque a esta edad no se puede reflexionar sobre la muerte, sí puede uno darse cuenta de que el muñeco de nieve debe desaparecer y eso siempre genera emociones. Aunque el muñeco de nieve finalmente nunca desaparece sino que se convierte en sueño, así que en mis obras para niños siempre hay una apertura, en ellas escribo siempre bajo el signo de la esperanza.

Enquête sur la disparition d’un nain de jardin
B.V. En su caso, ¿podríamos decir que la censura, la resistencia, la revolución, ayudaron al desarrollo de su arte, de sus creaciones, o, al contrario, lo dificultaron?
M.V. Lo que escribí en aquella época en Rumanía todavía es válido hoy, es decir, encontré espacios de libertad interior, por ejemplo al llegar a Francia me estrené con una obra que había escrito en aquella época en Rumanía. La censura no me obligó a hacer renuncias porque yo no quise hacerlas. Hacer renuncias en relación al poder o a la sociedad de consumo es para mí una forma de prostitución. Así que nunca he escrito obras ni textos “para” la sociedad totalitarista de aquella época en Rumanía, ni para la sociedad de consumo, ni para la industria del ocio, siempre he creído que tenía por misión la lucidez, la independencia total. Uno no puede decretarse así como así autor lúcido o independiente o resistente. Creo que siempre he tenido una voz interior que me guiaba constantemente y que me decía “Matei, no tienes que escribir por el dinero, para los poderosos, por la ideología, tienes que escribir para ti, por lo que amas y por el tipo de sociedad que quieres. Yo me considero un autor comprometido pero, al mismo tiempo, siempre he odiado dar respuesta a la demanda social, comercial o ideológica.
B.V. En un régimen totalitario la escritura se convierte en una forma de resistencia. Sin embargo, en un régimen libre como el que pudiera estar viviéndose actualmente, ¿la escritura sigue siendo una forma de resistencia, de revolución?
M.V. He escrito muchos textos sobre el lavado de cerebro. Yo había estudiado la manera en la que el lavado de cerebro operaba en el régimen totalitario en Rumanía, descubrí que existen otras formas de lavado de cerebro en otras sociedades y me di cuenta de que las formas más sutiles y disimuladas se producen en las sociedades democráticas, capitalistas, liberales, porque en Rumanía por ejemplo el lavado de cerebro se ejercía de una forma muy brutal, muy violenta, grotesca, el mal era visible y era fácil identificarlo y denunciarlo, el mal era encarnado por el poder, por la ideología, por el presidente y su esposa, por el aparato político, por la policía política, así el mal era casi una caricatura, era fácil identificarlo. Sin embargo, en las sociedades democráticas el lavado de cerebro es encarnado por la publicidad, por la televisión, por la información que se convierte en espectáculo y “olvida” informar, transformándonos a todos en espectadores pasivos delante del telediario. El lavado de cerebro se ejerce así por instrumentos de comunicación que son cada vez más sofisticados y que, sin embargo, nos hacen cada vez más “autistas”. Así que el lavado de cerebro es tan sofisticado en las grandes sociedades libres y democráticas que, para mí, es muy difícil denunciar el mal en Francia, en España, en Estados Unidos o en estas sociedades que preconizan la libertad absoluta pero que, a la vez, construyen hombres sumisos y dominados por el consumo. Por ejemplo, hoy Donald Trump es un personaje fácil de denunciar y criticar, es tan grotesco que me recuerda a los presidentes de países comunistas antes de la caída del comunismo, eran todos así, Brézhnev [Leonid Ilich Brézhnev] u otros en otros países, encarnan el mal fácil de denunciar. Sin embargo es más difícil de denunciar, por ejemplo, al sistema financiero, al director de un banco que permanece en la sombra, a los que toman las decisiones en las grandes corporaciones, a los emperadores de imperios mediáticos e informáticos, qué sé yo, supranacionales. Los imperios de hoy son transfronterizos, ya no tienen fronteras, son mucho más difíciles de denunciar. Por eso considero que siempre estamos ante el mismo tema, el lavado de cerebros, pero siendo mucho más difícil hoy que entonces. Escribo obras donde analizo la forma en que el hombre es globalizado, mundializado, uniformizado, transformado en un dócil consumidor, y a la vez transformado en un consumidor de placer. Esto se ve incluso en las reformas que se están haciendo en la educación: queremos enseñar desde el lado lúdico, “si no hay placer no es bueno”. Así que de eso se trata, observo, escribo, no tengo la solución, pero al menos estoy lúcido e intento ser crítico.
Madrid, 2017
Grabación en vídeo de la entrevista: https://vimeo.com/215718651?ref=em-v-share
- BEATRIZ VELILLA, de Barlovento Teatro. Dramaturga, directora de escena y actriz de teatro. Máster en Política Social (Universidad de Deusto, Bilbao). Egresada de la RESAD (Real Escuela Superior de Arte Dramático, Madrid).↵ Volver al texto
- Foto: Manuel Pascual↵ Ver foto