N.º 46El texto teatral

 

Sobre teatro de texto
y teatro espectáculo

José Antonio Pérez Bowie
Universidad de Salamanca

La presencia abrumadora en los escenarios teatrales de espectáculos en los que el componente textual es mínimo o prácticamente inexistente no deja de suscitar inquietud entre los defensores de un teatro literario, portador de ideas y con una evidente vocación de profundizar en el conocimiento de la psicología del ser humano y de los complejos mecanismos que rigen las relaciones con sus semejantes. Hay que tener en cuenta que el teatro (salvo determinados géneros o en momentos puntuales de su historia) es esencialmente palabra, pero palabra proferida desde un escenario y, sometida, por una parte, a las constricciones y convenciones que ese hecho impone; pero, por otra, una palabra inserta en una situación enunciativa específica que amplifica de modo extraordinario su potencial significativo.

En su larga historia ambos componentes, el textual y el espectacular, han coexistido en una estrecha interdependencia, aunque en determinados periodos o culturas haya resultado evidente el predominio de uno de ellos sobre el otro a la vez que no han dejado de oírse voces manifestando el rechazo o la defensa de la opción vigente. Podemos detenernos en un caso concreto del ámbito cultural español (que he tratado más pormenorizadamente en otro lugar) [1], como fue el de la polémica suscitada entre numerosos intelectuales ante la aparición del cine sobre el nuevo rumbo que debía emprender el teatro. De entre las diversas manifestaciones de la misma me detengo en los argumentos contradictorios aportados por José Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno en sendos artículos publicados en 1921.

José Ortega y Gasset (Madrid, 1883-1955)

José Ortega y Gasset (Madrid, 1883-1955)

El de Ortega, titulado “Elogio de El Murciélago[2], es fruto del entusiasmo que le produjo asistir a la representación de una compañía rusa de ballet que actuaba en Madrid. Dicho espectáculo suponía, según él, una renovación del arte teatral que consideraba expresión de la una nueva sensibilidad, la de la sociedad surgida de la Rusia postrevolucionaria: un teatro que no puede ser reducido a palabras, que no puede ser contado; que consiste primordialmente “en un suceso plástico y sonoro, no en un texto literario (…) en un hecho insustituible ejecutado en escena”. A partir de ahí, expone todo un alegato contra el teatro de texto con afirmaciones como que “un texto literario no gana nada con la representación sino que más bien sus figuras pierden con ella el margen de indecisión sobre el que se asienta la fantasía”; por ello “el placer que pueda proporcionar el teatro como vehículo de conocimiento de un texto, se goza de modo superior mediante la lectura”, ya que “hoy, un hombre capaz de percibir las calidades superiores de la obra dramática, goza íntegramente de esta sin necesidad de verla representada”.

Las opiniones de Ortega respondían a la insatisfacción general que producía a la mayoría de los intelectuales coetáneos el panorama escénico del momento, dominado por los epígonos de un realismo obsoleto y caracterizado por la pobreza ideológica de los textos, la ramplonería de la puesta o las técnicas viciadas de interpretación. En el espectáculo de los ballets rusos veía el filósofo la bocanada de aire fresco necesaria para la renovación de ese panorama: la plasticidad de la puesta en escena, su carácter lúdico y la exaltación de lo sensorial se señalan como algunas de las vías para la pretendida renovación de un teatro que debía renunciar a sus servidumbres realistas y a su dependencia de lo literario potenciando los elementos espectaculares y una adhesión del espectador más emocional que intelectual.

Unamuno respondió estas ideas con un artículo titulado “Teatro y cine” que publicó en el diario La Nación, de Buenos Aires [3]. En él saca a relucir el cine (no mencionado explícitamente por Ortega, aunque este en otras ocasiones sí había manifestado su interés hacia el nuevo medio) para despreciar sus películas, todavía silentes, equiparándolas a una de las manifestaciones más primitivas del teatro como es la pantomima.

Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864-Salamanca, 1936)

Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864-Salamanca, 1936)

Cuando vamos al teatro –afirma– vamos a él a oír más que a ver. Y nada nos molesta más que el que aparezcan unos fantasmas que gesticulan y mueven los labios como quienes están hablando (…) y luego se nos dice en un cartel, y por escrito, lo que se han dicho.

Refuta, así, a Ortega defendiendo la importancia del texto como elemento central e imprescindible de la representación y sosteniendo que este no alcanza su plenitud mediante la lectura solitaria y silenciosa sino tan sólo a través de la audición colectiva. Aunque coincide con él en señalar muchas de las deficiencias de la escena contemporánea (tendencia al melodramatismo y a los argumentos simplistas, el realismo de cartón piedra, los diálogos insustanciales, etc.), pero la solución no está en supeditar la palabra a la acción ni limitarse a los gags visuales y a contagiarse del ritmo vertiginoso de la pantalla. Confía en que el público culto terminará reaccionando “contra el exceso de cine y de lo cinematográfico” y propiciará “resucitar el drama, el drama hablado, aquel en lo que lo esencial es lo que se dice, la palabra”. Ello implicará la depuración de todos los elementos ajenos que puedan dificultar la recepción pura de la palabra: desde los excesos melodramáticos del argumento y las exageraciones interpretativas de los actores hasta la supremacía de los elementos escenográficos, que potencian la dimensión espectacular a expensas del texto.

Entre ambas posiciones enfrentadas existe un punto de acuerdo: la insatisfacción ante el naturalismo vigente sobre la escena, que entienden como producto de convenciones artificiosas y, por consiguiente, ajeno a toda verosimilitud y escasamente creíble como trasunto de la realidad. Pero frente a la propuesta de “desrealización”, de “deshumanización”, que sugiere Ortega (acorde con el proceso que, según él, han seguido otras artes para adecuarse a la nueva sensibilidad del hombre contemporáneo), Unamuno opta por una profundización en la realidad mediante el despojamiento de todos los añadidos artificiales que trivializan la palabra y la relegan a una función decorativa o de mero entretenimiento en lugar de permitirle desarrollar su potencial de revelación y de interiorización capaz de trascender la superficie de las cosas.

He querido recordar este debate que enfrentó a dos preclaros intelectuales españoles de nuestra Edad de Plata porque en sus argumentos resuenan las voces que desde la última década del siglo anterior venían cuestionando la estética naturalista vigente en los escenarios occidentales y que traerían como consecuencia la radical transformación de los mismos que se produce a lo largo del siglo XX en diversas y sucesivas oleadas propiciadas por las aportaciones de Strindberg, Maeterlinck, Gordon Craig, Pirandello, Brecht, Artaud, Valle-Inclán, Ionesco, Beckett, Weiss, Bob Wilson o Kantor, entre otros muchos. A la vista de ese proceso resulta obvia la insuficiencia de los argumentos esgrimidos por nuestros dos intelectuales y de otros muchos que, antes y después de ellos, debatieron en otros países de nuestro entorno sobre la cuestión. Una insuficiencia que se manifiesta en el esquematismo y la radicalidad de las soluciones propuestas: teatro de palabra o teatro espectacular. Y es que ni la ausencia del elemento textual ni la palabra abstraída del potencial que le confieren las condiciones enunciativas de la puesta en escena pueden considerarse estrictamente teatro. De hecho, la evolución que ha marcado el desarrollo del arte escénico desde finales del siglo XIX se ha caracterizado por una investigación incesante sobre las peculiares condiciones de enunciación en que se profiere la palabra teatral, destinada precisamente a la problematización de esta y a la consiguiente capacidad de trascender la superficie de lo evidente.

Es sabido que toda la historia de la literatura es la del forzamiento ejercido sobre el lenguaje para conquistar territorios a lo “no dicho”. Programa que los formalistas rusos reformularon apelando a la condición “extrañante” del discurso literario: la capacidad de este para provocar la desautomatización de nuestra percepción, trae como consecuencia una mirada “extrañada” sobre la realidad que nos permite acceder a dimensiones desconocidas de la misma. Y toda la evolución del teatro contemporáneo es la consecuencia del esfuerzo, llevado a cabo mediante estrategias muy diversas, por potenciar esa capacidad extrañante (y consiguientemente reveladora) de la palabra proferida en el escenario. Ello ha supuesto en ocasiones el abandono de las fórmulas “narrativas” (lo que se entendía como “argumento bien trabado”) agotadas por un largo uso y la recurrencia a propuestas escénicas que, sin abogar por la disolución completa de la “historia”, admiten la conveniencia de una línea acción destinada a debilitar el peso de la misma, no tanto para potenciar el de los “elementos discursivos” como para forzar una participación menos pasiva del espectador mediante una dramaturgia que se articule discursivamente en la incertidumbre, la duda, la angustia o lo no dicho. En las últimas aportaciones en esta línea estarían las agrupadas por Lehmann bajo la etiqueta de “teatro postdramático” en las que nos encontramos con obras cuyo soporte narrativo ha sido debilitado considerablemente, sumiendo así al espectador en una total incertidumbre respecto de los personajes presentados y de la situación en que se hallan inmersos, pero estimulando a la vez su imaginación y obligándola a rellenar los numerosos agujeros que horadan cada historia y a tratar de reconstruir los soportes de la coherencia que han sido previa y sistemáticamente dinamitados. Al mismo tiempo, desarrollan una reflexión de hondo calado sobre las posibilidades expresivas del medio, la cual alcanza a menudo casos una dimensión metaficcional en cuanto cuestionan los propios mecanismos enunciativos, transgreden los límites entre ficción y realidad o sitúan el objetivo de su mirada en el propio proceso de construcción del espectáculo. Reflexión paralela a que han desarrollado otros géneros y medios artísticos como la novela o el cine que comparten con el teatro su condición de vehículos de universos ficcionales.

Jerzy Grotowsky (1933-1999)

Jerzy Grotowsky (1933-1999)

Esa atención a la palabra ha sido acompañada por un incesante trabajo de investigación sobre las posibilidades de la puesta en escena (su contexto enunciativo) que abarca a los diversos sistemas de signos que se ponen en juego durante la misma: desde la expresión corporal del actor y de su registro vocal hasta los medios tecnológicos cada vez más sofisticados que se utilizan para edificar sobre las tablas el universo ficcional. Aunque en tal sentido puede constatarse la existencia una amplia gama de posibilidades entre dos polos extremos: el despojamiento, representado por la estética del denominado “teatro pobre” basado exclusivamente en las posibilidades del cuerpo del actor (Grotowski), y el exceso, manifiesto en el uso abrumador de los recursos escenográficos, incrementados en las últimas décadas por las disponibilidades tecnológicas que fascinan a no pocos directores contemporáneos (Lepage, como el ejemplo más señero).

Esa fascinación por la tecnología se traduce a menudo en los excesos formales de un buen número de montajes actuales que llegan a prescindir por completo del texto o reducirlo a una presencia insignificante; partiendo de una idea trivial, se intenta superar esa ausencia o insignificancia mediante el despliegue tecnológico, propiciado extraordinariamente por el desarrollo de los medios digitales con la irrupción de pantallas múltiples en el escenario y el consiguiente protagonismo que adquieren las imágenes virtuales. Todo ello, sumado a la contaminación de otros espectáculos más o menos próximos como el circo (con su propuesta del “más difícil todavía”) o los melodramas musicales (muchas veces reciclados a partir de éxitos cinematográficos previos), determina un teatro esencial y exclusivamente espectacular destinado a atraer a las salas a generaciones de espectadores formados con los subproductos hollywoodenses que vienen ofreciendo últimamente, las pantallas cinematográficas y con los shows televisivos.

Homo videns. La sociedad teledirigida (Giovanni Sartori)A este respecto, no resultaría superfluo preguntarse en qué medida en el éxito actual de ese teatro constituye un signo de los tiempos, una manifestación evidente del llamado “giro visual” que ha experimentado la cultura contemporánea y que lleva a algunos teóricos como Giovanni Sartori a hablar de la sustitución del homo sapiens por el homo videns [4]. Es evidente que los efectos de la imagen, especialmente cuando esta se potencia y multiplica con las aportaciones de tecnología actual, pueden resultar mucho más inmediatos y poderosos que los de la palabra. La imagen tiene la capacidad de “mover” con más fuerza, especialmente porque su comprensión no exige el grado de abstracción que supone la escritura, Su lectura es, por tanto inmediata, su falta de regularización convoca de modo instantáneo un sentido, que no puede ser dividido en unidades diferentes y consiguientemente impide la reflexión, lo que determina que la percepción de la imagen contenga ya su propia interpretación. La mirada llega, así a convertirse en “el instrumento de toma de posesión del mundo previa a toda otra articulación lógica de representaciones del mismo” [5].

No se trata aquí de suscribir los planteamientos apocalípticos que se han formulado denunciando este cambio de paradigma desde posiciones absolutamente logocentristas, defensoras de la tesis de que sólo existiría el sentido que puede ser verbalizado, es decir que las imágenes únicamente serían significativas en la medida en que están asociadas a procesos de aprehensión y traducción cognitivas basados en el lenguaje. Las aportaciones de la semiótica contemporánea han contribuido a mitigar ese radicalismo con su propuesta de entender las imágenes no tanto como “signos” unitarios combinables según reglas sintácticas y semánticas rigurosas, sino como textos visuales, como grandes unidades hipocodificadas, y no del todo arbitrarias, puesto que dentro de ciertos contextos históricos y culturales pueden funcionar como motivadas. Ello implica admitir la posibilidad de un conocimiento de base icónica, de un funcionamiento mental mediante imágenes, aunque no sea traducible, al pensamiento proposicional propio de las lenguas naturales, pues como subrayaba Umberto Eco, las “instrucciones” que configuran la “textualidad visual” no son iguales a las instrucciones lingüísticas [6].

Lo que pretendo con estas disquisiciones es evitar una condena en bloque del teatro que subvalora o prescinde del elemento textual y matizar que dentro de este resulta posible encontrar espectáculos que suponen una investigación seria en torno a las posibilidades comunicativas de los códigos no verbales en el escenario. Que no se limitan a subrayar y celebrar la devaluación de la cultura escrita sino que proponen una reflexión sobre las mutaciones que el nuevo paradigma está ejerciendo sobre el modo de percepción humano en el que la visión sucesiva y lineal derivada de lectura deja paso a una percepción simultánea caracterizada por la pluralidad de perspectivas. Gran parte de las características mediante las que Lehmann define el teatro postdramático corresponderían a ese proyecto de abordar un nuevo modo de aprehender la realidad: la desaparición de la concepción dramática del personaje (construido a partir de la acción) para dejar paso a la preponderancia de la presencia física del actor performer, de la materialidad de su cuerpo desgajado por completo de la ficción; la concepción del escenario como punto de partida, como lugar de la creación absoluta, en vez de como resultado de la acción que perseguía la mímesis de la realidad preexistente; el abandono de percepción dramática tradicional para reemplazarla por una mirada no jerarquizante que contempla el escenario como si fuese un paisaje, un cuadro para ser mirado en lugar de “leerlo” de izquierda a derecha y de principio a fin; la obra, por consiguiente, deja de ser entendida como una narración con planteamiento, nudo y desenlace para presentarse como una totalidad cuyos elementos pueden ser simultáneamente aprehensibles; las coordenadas espacio-temporales se reordenan y las palabras llegan a perder su significado racional y son utilizadas por su valor sonoro, constituyéndose en un elemento más de ese “paisaje” [7].

Al otro lado estarían aquellos espectáculos en los que el vaciado textual pretende compensarse con un despliegue gratuito de recursos formales limitándose en la mayoría de los casos a un mero muestrario de las herramientas tecnológicas cada vez más sofisticadas a las que sus responsables apelan sin, al parecer, otra pretensión que exhibir su dominio de las mismas. No es este, evidentemente, el tipo de teatro que nos interesa. Por eso reconforta escuchar a algunos de los jóvenes creadores actuales, inmersos en el experimentalismo con los medios más avanzados, defender la necesidad de un texto poderoso que dote de sentido a una actividad que, carente de él, se limitaría a un juego brillante pero gratuito. Léanse como muestra estas frases de Beatriz Cabur, pertenecientes a su ponencia “La telepresencia en el teatro de texto” presentada en el encuentro “Transficcionalidad, transmedialidad, transescritura”, en julio de 2014 organizado en la Universidad de Salamanca por el grupo de investigación que coordino [8]:

En el árbol genealógico que une tecnología con teatro, el padre de los espectáculos que utilizan la telepresencia en el teatro de texto deberían ser unos montajes como los de los ejemplos citados, una idea de teatro que entronque directamente con la tragedia griega y no con las performances realizadas por directores de escena que pretenden únicamente exhibir su dominio de las nuevas herramientas tecnológicas (…) [Lo cual] nos está llevando a una amateurización de la escena hipermedia contemporánea que en ocasiones termina siendo más una expo tecnológica de duración variable que una puesta en escena interesante capaz de generar comunidad, memoria… y taquilla.

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Notas    (↵ Volver al texto returns to text)

  1. J.A. Pérez Bowie: Realismo teatral y realismo cinematográfico. Las claves de un debate (España 1916-1936), Madrid: Biblioteca Nueva, 2004.↵ Volver al texto
  2. Recogido en El espectador III-IV, Madrid: Espasa-Calpe (Colección Austral), 1966, pp. 123-133.↵ Volver al texto
  3. Recogido en el volumen En torno a las artes, Madrid: Espasa-Calpe (Colección Austral), 1976, pp. 23-28.↵ Volver al texto
  4. Homo videns. La sociedad teledirigida, Madrid: Taurus, 1998.↵ Volver al texto
  5. Fernando R. de La Flor: Giro visual, Salamanca: Editorial Delirio, 2009, p. 66. Este ensayo ofrece una valiosa síntesis de la cuestión donde se recogen las principales aportaciones teóricas sobre la misma y, a la vez, una reflexión sobre las repercusiones que está teniendo este cambio de paradigma en todas las esferas de la actividad humana.↵ Volver al texto
  6. Umberto Eco: Kant y el ornitorrinco, Barcelona: Lumen, 1999, p. 156. Por otra parte, como apunta González de Ávila, la defensa a ultranza del logocentrismo “convierte lo visible en esclavo de lo decible, y reduce el mundo de los significados humanos al de las palabras”. Desde esa perspectiva, añade, “no sería posible comprender las principales aventuras del arte moderno, sin ir más lejos, la pintura abstracta o los valores plásticos del cine” (“Interartístico, interdiscursivo, intersemiótico. Sobre los estudios comparados de arte y literatura”, en J. A. Pérez Bowie y P. J. Pardo García, eds., Transescrituras audiovisuales, Madrid: Pigmalión, 2015, p. 254).↵ Volver al texto
  7. Sintetizo muy brevemente los elementos más destacables de ese teatro contemporáneo al que Hans-Thies Lehmann ha dedicado su libro Le Théâtre postdramatique (manejo la traducción francesa del original alemán realizada por Philippe-Henri Ledru: Paris, L’Arche, 2002).↵ Volver al texto
  8. El texto de su ponencia junto con los de otras presentadas en el citado encuentro serán publicadas en el nº próximo de la revista 1616. Anuario de Literatura comparada (en prensa).↵ Volver al texto

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