N.º 46El texto teatral

 

El lugar del texto
y el lugar del autor dramático

Eduardo Pérez-Rasilla
Universidad Carlos III de Madrid

Nuestro tiempo se muestra propicio a las preguntas sobre el lugar que algo o alguien debe ocupar en el edifico simbólico que habita. Un mundo en vertiginoso y permanente cambio demanda la evaluación continuada de las contribuciones de cada uno al funcionamiento del mecanismo general y la revisión de las tareas, los papeles y los oficios que se desempeñan. Cierto que esta obsesión evaluadora se lleva mucho más allá de lo razonable, produce hartazgo e induce a la sospecha sobre su propia utilidad, lo que genera, como reacción de defensa, una tendencia a refugiarse en espacios ya conocidos y aparentemente seguros.

El teatro no constituye una excepción, y se ha visto obligado no solo a replantear sus estrategias con vistas a conseguir su viabilidad económica y social, sino a reformular su función estética y política a lo largo de las últimas décadas. Sin embargo, su natural condición proteica le ha permitido desarrollarse en una época en la que otros sujetos artísticos y comunicativos han reaccionado con menor capacidad de adaptación y, desde luego, con menor gallardía. Y, a su vez, cada uno de los oficios que integran el espectáculo teatral ha debido interrogarse sobre su labor en el conjunto y, en no pocas ocasiones, afrontar una revisión de sus quehaceres.

No comparto el impostado entusiasmo postmoderno por el cambio permanente como valor y ejemplo de una actitud positiva ante sucesos que se presentan como inevitables, pero que han sido rigurosamente preparados. Me repugna la palabra “reinventarse”, porque se utiliza como eufemismo para acallar la humillación en quien ha sido arrumbado o confinado a desempeñar tareas de menor relieve profesional, con menoscabo de sus derechos y de su salario, y a quien se le exige además que responda con agradecimiento y halagos al sistema mismo que lo oprime. Nadie debería “reinventarse” si no desea hacerlo. Tampoco en el teatro, donde la asfixia económica –y también estética e ideológica–, al menos en España, ha obligado a sus profesionales a esfuerzos y malabarismos sin cuento. No abogo a lo largo de estas líneas por la conveniencia de “adaptarse”, de cambiar como signo de vitalidad y de modernidad. El filósofo italiano Giorgio Agamben ha escrito un bello ensayo titulado “Lo que podemos no hacer”, en el que sale al paso del entusiasta e irresponsable “no hay problema” o “puede hacerse” y defiende la posibilidad de no hacer como acto de libertad. Sin embargo, poco tiene esto que ver con la obsesión por las clasificaciones y los límites o con el empeño en encerrarse en un espacio al que los demás no puedan tener acceso. O con el inmovilismo como principio. No comparto la opinión que exige un lugar exclusivo y excluyente para el autor dramático en del espectáculo teatral. Ni tampoco, por supuesto, para el director, el actor, el escenógrafo, etc. Ni mucho menos para el espectador, al que como ciudadano, habría que exigirle también sus responsabilidades en el proceso.

El teatro no es un territorio de fronteras estrictas, de límites claros. Los trasvases y las contaminaciones conforman su historia y su presente. Las gentes de la escena han compartido habitualmente funciones o han adoptado felizmente roles que inicialmente no había previsto. Y, si la dramaturgia es una categoría fronteriza con la escritura de otros géneros literarios, también otros oficios teatrales compaginan (o pueden hacerlo) sus quehaceres escénicos con trabajos en otras artes o aprenden de ellas. El teatro es un país inevitablemente mestizo.

Sin embargo, el poeta dramático ha gozado durante siglos de una consideración simbólica privilegiada, al menos desde la concepción que de la actividad escénica tenían quienes se ocupaban de escribir su historia. El estatuto que historiadores y críticos le han asignado parecían diferenciarlo radicalmente –situarlo en un plano distinto– de los demás componentes del espectáculo teatral, que hacían girar en torno a la obra del dramaturgo.

Lola Membrives y Federico García Lorca en el estreno argentino de Bodas de sangre (1933).

Lola Membrives y Federico García Lorca en el estreno argentino de Bodas de sangre (1933).

No obstante, esta asignación de la centralidad no debiera impedirnos advertir la prioridad –e incluso, hasta cierto punto, el predominio– de lo teatral sobre la escritura misma. Tradicionalmente el escritor dramático ha compuesto sus textos condicionado por la escena. No es preciso remontarnos a los clásicos –y ya tópicos como ejemplos– Shakespeare, Molière o Lope de Rueda, que compaginaban la escritura con la actuación y con lo que modernamente llamaríamos dirección de escena y producción del espectáculo. Si buscamos en la tradición española y nos detenemos en dramaturgos considerados como literatos de prestigio en su tiempo, tales como Echegaray o Benavente, los dos (únicos) premios Nobel que ha proporcionado la dramaturgia española hasta el momento, convendremos en que sus dramas y comedias se escribían para compañías concretas y, específicamente, para actrices y actores singulares. Como anotó agudamente Max Aub: “Para lucirse necesitaban los actores obras hechas a la medida de sus desmedidas. Se las ofrecieron, las representaron, murieron con sus intérpretes”. Los Calvo, Vico, Tallaví, Thuiller, Borrás, Díaz de Mendoza o las María Guerrero, Rosario Pino, Lola Membrives, María Palou, Matilde Rodríguez y Margarita Xirgu, por no mencionar sino a algunos de los actores y actrices más relevantes, condicionaron las escrituras de sus personajes y sus situaciones. La lectura de los textos de los dos mencionados dramaturgos revela enseguida hasta qué punto estaban orientadas al lucimiento de sus protagonistas y, lo que siempre resulta más preocupante, cómo pululan por sus dramas y comedias personajes anodinos o reducidos a un simple rasgo de caracterización, destinados a los actores secundarios, quienes, a su vez, debían servir de soporte a las cabezas de las compañías, sin proyectar sombra alguna sobre ellas. No puede concluirse que estos prestigiosos dramaturgos escribieran con absoluta libertad e independencia, guiados exclusivamente por su talento o su genio. Sus cualidades se supeditaban –y, por lo que parece, sin que les causara demasiado trastorno– a las circunstancias del sistema teatral imperante.

No son los únicos, desde luego. Si los traigo a colación es precisamente porque su prestigio literario estuvo, al menos en su tiempo, muy por encima de otras consideraciones. Pero la situación descrita sirve también para casi todos sus colegas durante una larga etapa del teatro español. Y no debía de ser muy diferente la situación en otros países europeos. Por otro lado, Echegaray, Benavente y tantos otros dramaturgos de su tiempo tendían a publicar sus textos después de que se hubieran estrenado, entre otras razones porque daban prioridad a la exhibición teatral y no al hecho literario, por importante que este fuese en el caso de los dramaturgos mencionados (y de algunos más, por supuesto). Antes de ellos, al menos desde el siglo XVIII, y también después, proliferaron las adaptaciones y refundiciones en las que no siempre se consignaba el nombre de quien había escrito el texto original. La noción de autoría se evaporaba ante las necesidades de una compañía y las exigencias de un público.

La vida en un bloc, de Carlos Llopis (1952).

La vida en un bloc, de Carlos Llopis (1952).

Los numerosos volúmenes y artículos que recuerdan la vida escénica en España durante las primeras décadas del siglo XX (antes, pero también después de la guerra) recopilan anécdotas de los autores que estaban terminando de escribir el tercer acto cuando había comenzado ya la función del estreno. Fernando Fernán Gómez ha contado en El tiempo amarillo el tormentoso estreno de La vida en un bloc (1952), de Carlos Llopis, quien había escrito el monólogo final la noche anterior al ensayo general y quien, aconsejado por el actor, tomó en el entreacto la decisión de suprimir un cuadro de la segunda parte de la comedia, apenas unos minutos antes de que se reanudara la representación. Es solo una entre centenares de anécdotas que confirman esta indisociable relación entre la escritura y el quehacer escénico. EL MOTOR DEL ÉXITO SON LAS COMEDIAS, escribía Jardiel Poncela, así, con mayúsculas, para reivindicar vehementemente su papel como comediógrafo frente a las pretensiones o excentricidades de los actores. Pero él mismo componía sus comedias en función de las compañías y de los actores que iban a interpretarlas o reescribía escenas enteras y adaptaba situaciones a los cambios en el reparto o ante las sugerencias de aquellos actores con los que discutía.

Naturalmente podrían aducirse otros ejemplos señeros, particularmente el de Valle-Inclán, quien creó algunas de sus más prodigiosas obras con la conciencia de que el teatro español de su tiempo resultaría incapaz no ya de representarlas sino ni siquiera de asumirlas. Todavía en 1966, en el año en el que se cumplía el centenario del nacimiento del escritor, el inefable Carlos Luis Álvarez escribía en ABC aquello de que “el teatro de Valle-Inclán está muerto, muerto, muerto”. El teatro parece necesitar de cuando en cuando la irrupción de escritores que procedan de lugares ajenos a su territorio para transformarlo, para abrir en él nuevos caminos estéticos. Sin embargo, el mismo Valle buscó el encuentro con el medio teatral precisamente en espacios de cámara o experimentales, en los que se mostró muy activo durante algún tiempo. Su figura como creador no puede entenderse como absolutamente ajena a la práctica. Por el contrario, compaginó, tal vez a su pesar, el acercamiento y la distancia con la profesión.

Albert Camus (1913-1960)

Albert Camus (1913-1960)

No costaría encontrar ejemplos, en el panorama español y europeo de los últimos siglos, que mostraran actitudes muy diferentes ante la escritura dramática; desde quienes han preferido mantener alguna independencia respecto a la vida escénica a la que después entregarían sus obras hasta quienes han compaginado la literatura con la dirección de escena y no solo de sus propios textos, por ejemplo, entre ellos alguien tan ilustre como Albert Camus. Pero, verdaderamente, en unos casos o en otros el perfil del dramaturgo parece distinguirse con nitidez. El respeto hacia su tarea permanece incólume hasta el último tercio del siglo XX.

Como es bien sabido, desde mediados de los años sesenta (aunque los antecedentes de este fenómeno podrían buscarse mucho antes, tal vez a comienzos del siglo pasado), se va cuestionando progresivamente en algunos sectores teatrales el papel que tradicionalmente ha desempeñado el escritor dramático y, desde las posiciones más radicales, la figura misma del autor, que deberá quedar subsumido en un proceso de creación colectiva. No debe olvidarse que esta exigencia extremada se produce en un contexto social y político muy concreto, que impugna cualquier forma de relación jerárquica o cualquier modo de prestigio suplementario y que impone lo colectivo sobre lo individual. Este criterio afectó a todos los estratos de la creación escénica. No era extraño que en los programas de mano de algunos espectáculos, la autoría, la dirección, la interpretación, la escenografía, el vestuario y las demás tareas, se asignasen a la compañía en su conjunto, sin distinción de labores individuales. La responsabilidad completa se transfería al grupo y no se permitía que ninguno de sus componentes individuales pudiera descollar por su trabajo, realizado en el marco de la creación llevada a cabo por todos. No solo se trataba de una propuesta estética; era, claro está, un propuesta política, una toma de posición respecto a la organización del trabajo y de las relaciones humanas.

Pero también influían otros factores sobre esta exigencia de redefinición del dramaturgo. La consolidación del director de escena, que reivindica su responsabilidad sobre el espectáculo, había ido desplazando de esa centralidad al dramaturgo ya desde hacía algún tiempo, y la progresiva tendencia al redescubrimiento y a la relectura de los clásicos (en el sentido más amplio de este término) refuerzan a un escenificador que se hace cargo de un material literario entendido ya como patrimonio común para construir a partir de él una obra autónoma en la que la dimensión textual es solo un elemento de la composición, que convive con otros elementos plásticos, musicales, interpretativos, etc., cuya ordenación e integración en el conjunto establece el director de escena. La afirmación del arte del actor y la toma de conciencia de su responsabilidad y su creatividad en el conjunto del espectáculo, que se fue adquiriendo al menos desde el final del siglo XIX, añade un contrapeso más a la distribución de las categorías sobre el escenario.

A ello se suma la ampliación del espectro de posibilidades para el espectáculo que también desde comienzos de siglo habían ido surgiendo o redescubriéndose, desde el teatro físico y gestual, el mimo o la presencia de la danza, al gusto por formas de teatro ceremonial, teatro documento, teatro de agitación social o político, por no mencionar sino algunos ejemplos, relativizaba esa centralidad del texto dramático autónomo y exclusivo, compuesto fuera del escenario para imponerse después sobre este. Por otra parte, la proliferación de los festivales internacionales parece demandar espectáculos en los que el elemento textual no se convierta en un obstáculo para su exhibición ante públicos que hablan idiomas diferentes.

El impulso, que en toda Europa proporciona el teatro universitario, como alternativa al teatro oficial y comercial, y el desarrollo que después alcanzarán las formas de teatro off e independiente tienen algo que ver también con este proceso. Muchos dramaturgos españoles colaboraron entonces con compañías o grupos establecidos, solos o, a su vez, en equipo, lo que suponía de facto una renuncia, al menos provisional o limitada, a la centralidad del escritor en el espectáculo escénico y la aceptación a insertarse en un proceso de creación grupal o colectiva. El Teatro Independiente quería salir del mercantilismo que imponía la estructura teatral y, de paso, superar el adocenamiento estético dominante, basado en una fórmula que consideraban ya agotada. La situación política española hacía especialmente acuciante esa necesidad de cambio.

Pero al examen estas causas, a las que cabría calificar, al menos en parte, de coyunturales, habría que añadir una consideración que, a mi modo de ver, es de más hondo calado. La crítica de la palabra como medio de comunicación y, más aún, de expresión artística, que desde mediados del siglo pasado va cuestionando la pertinencia del discurso estético, tras constatar la inanidad de esa palabra frente a la barbarie, va dejando paulatinamente poso en todas las manifestaciones de la cultura. Se extiende el escepticismo ante la posibilidad de que la palabra sea portadora de belleza artística en unos tiempos vergonzantes y oscuros. Se advierte que la palabra ha sido colonizada por el poder y que el uso de esa palabra colonizada en el ámbito de lo público hace cómplices de discursos de dominación a quienes la emplean. Se sospecha del discurso de una voz única, a la que se supone dispuesta a silenciar otras voces, a hacerse con el monopolio de la palabra. El autor dramático, como eje central y dominador del espectáculo, se sitúa inevitablemente en el punto de mira.

Delirio a dúo, de Eugène Ionesco (Teatro María Guerrero, 2008).

Delirio a dúo, de Eugène Ionesco (Teatro María Guerrero, 2008).

Podría argüirse que esta crisis del autor dramático fue relativa, puesto que muchos dramaturgos, que escribían desde poéticas muy distintas y que sostenían ideas políticas muy diferentes, continuaron escribiendo y estrenando con éxito y reconocimiento. Los nombres están en la cabeza de todos. Así fue, pero, paulatinamente, la antigua consideración del escritor teatral fue transformándose de manera sutil, pero profunda, mientras parece llegar el declive de una generación de escritores de prestigio. A partir de ahora, los nombres de referencia, que habían orientado tradicionalmente el discurrir de la escena, serán mucho más difíciles de reconocer, como hoy podemos constatar Por otra parte y en estos mismos años, otros dramaturgos están practicando una escritura que horada la palabra, que valora el silencio, que explora las posibilidades de la palabra como elemento de juego, como factor musical, ceremonial o rítmico, que gusta de la elusión, que trabaja la fractura y hasta la destrucción del discurso: Beckett, Handke, Müller, Pinter, Ionesco, Obaldía, Adamov…, cada uno desde una poética propia.

La novela en estos años discurre frecuentemente por los caminos de la experimentación formal, a veces delirante, y se interna por las sendas de la exploración lingüística. Hay que encontrar de nuevo el lugar de la palabra, hay que depurar un lenguaje que se estima que ya no sirve para su propósito. El lenguaje se impone a la narración, a la argumentación, a la trama. Posteriormente, a partir de la década de los ochenta, la novela se ha planteado las causas y las consecuencias de la desaparición del sujeto.

En el teatro tampoco está ausente esta tendencia al exceso verbal, incluso, paradójicamente, en los dramaturgos que pretenden una sustracción radical, como el propio Beckett, cuyo personaje, desdoblado, de El impromptu de Ohio repetirá aquello de “Queda poco por decir”, en la habitual situación crepuscular del teatro beckettiano, que, al mismo tiempo subraya que todavía hay cosas por decir antes de que concluya ese interminable proceso de desaparición. No es extraño que Vila-Matas, el novelista español que más ha discurrido sobre la desaparición del sujeto y haya reivindicado la herencia de Robert Walser, recupere esta cita beckettiana en uno de sus ensayos.

O como Peter Handke. Pero también otros, como Thomas Bernhard, que hará de esta desmesura verbal la base de su poética. O, en España, el personalísimo teatro de Miguel Romero Esteo. Son solo algunos nombres.

En el libro emblemático, aunque discutible, de Martin Esslin se apuntaba que la existencia de un nuevo “teatro de situaciones frente a un teatro de sucesos hilvanados” y se sentenciaba “el reconocimiento que el mundo moderno ha perdido su principio unificador”.

A mediados de los noventa, el dramaturgo y crítico Carles Batlle publicaba unas notas sobre la situación de la dramaturgia catalana y en ellas recogía una cita de Jaume Melendres, en la que decía que “el diálogo –transcripción verbal del conflicto– ya no existe… El texto teatral se ha desdramatizado. No se ha vaciado de contenido, sino de conflicto, espectacular repliegue hacia el discurso interior”. Otros críticos (Valentini) han hablado de “agotamiento del diálogo” o de “diálogo evadido”. El mismo Batlle, sin embargo, opinaba que el teatro de los noventa el diálogo estaba recuperando su peso y se estaba produciendo “un replanteamiento dramático de las historias”. Es decir, el texto estaba tratando de encontrar su sitio y se debatía entre varias posibilidades, sin descartar ninguna por principio.

Llegados a este punto, advertimos que convergen las preguntas sobre el lugar del texto (la palabra) y el lugar del autor dramático en el teatro contemporáneo. Ambos, texto y autor, han experimentado una crisis profunda, a la que hemos hecho referencia, y no se sale de ninguna crisis como se entró en ella. Sin embargo, esa crisis que aquejó al autor y al texto, lejos de terminar con ellos, los ha fortalecido, aunque, ciertamente, ha modificado el lugar simbólico que ocupan en el edifico teatral. Cabría establecer una analogía con la tan traída y llevada crisis del teatro a comienzos del siglo pasado, cuando el teatro perdió el monopolio del espectáculo, sus privilegios como espacio exclusivo (o casi) para el discurso civil y, poco más tarde, pareció quedar desplazado de una modernidad con la que difícilmente podría competir. La escena entonces se vio en la necesidad de renovarse y sus posibilidades estéticas y políticas se ampliaron extraordinariamente y el espectro escénico se enriqueció de manera inusitada, justo cuando algunos agoreros daban por muerto al teatro.

Ninguna comparación entre situaciones alejadas en el tiempo puede ser demasiado precisa, pero no me parece abusivo sugerir el paralelismo entre la mencionada crisis del teatro y el necesario replanteamiento de la función del texto dramático y, en consecuencia, la reubicación del escritor teatral, para quien aceptar la diversidad de posibilidades que ofrece hoy su oficio y la variedad de caminos que puede seguir para ejercerlo no debiera constituir un obstáculo, aunque tal vez sí un problema, pero un problema que lleva implícito un aliciente intelectual y artístico. La exigencia de su renuncia a los privilegios de la centralidad es también liberadora y, además, lleva implícita una invitación a participar en una tarea más rica y más compleja. Son muchos los escritores actuales, jóvenes y no tan jóvenes que aceptan un encargo para una compañía con la que trabajarán como un miembro más del equipo, al tiempo que componen en la intimidad de su mesa de estudio una obra literario-dramática sobre cuyo destino decidirán más tarde, participan en un taller o realizan trabajos de dramaturgia para una coreografía.

La escritura anterior –que no vieja– y la actitud que se mantenía ante ella parecerían, practicadas hoy, demasiado ingenuas y a la vez pretenciosas. El texto, y su autor, se han fragmentado, pero esa fragmentación es también multiplicación y mestizaje.

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