N.º 44Shakespeare

 

TERCERA [A ESCENA, QUE EMPEZAMOS]

William y yo

Jesús Campos García

William no sé, pero yo me fui aficionando al teatro al mismo tiempo que me iba aficionando a respirar; aun así, no me encontré con él hasta ya bien cumplidos los trece. En la posguerra, la cartelera de provincias solo se nutría —sota, caballo y rey— de sainetes, zarzuelas y autos sacramentales; también algún dramón y alguna marioneta, pero poco más. Por lo tanto, William era un perfecto desconocido para mí cuando, ya a las puertas del examen, un compañero me alertaba con urgencia: “Míratelo, que a ese seguro que lo ponen”. “¿Qué ha escrito?”. “Romeo y Julieta, Otelo y Amlet, con hache”. Mi amigo es que era un empollón y se sabía hasta lo de la hache. Lamentablemente no lo pusieron y tuve que entregar la hoja en blanco. Si bien, a la salida, lo veo venir eufórico: “Lo habrás puesto, ¿no?”. Jamás hubiera podido imaginar que aquel William Shakespeare, que ponía en el papel, tuviera nada que ver con ese otro “Chespi” del que hablaba mi amigo.

 

(Lástima de profesor, tenía un alumno adicto al teatro y no supo enseñarle el camino que iba de aquellos libros, atiborrados de títulos y fechas, al hecho glorioso de la representación.)
Y nada más supe de William, hasta que unos años después —en el cincuenta y siete— me topé con sus obras completas en la Cuesta de Moyano. Me las bebí. Ya me había aprendido su retahíla de títulos, igual que me aprendí los Reyes Godos —el bachiller no daba para más—, pero de Chespi, Chespi, lo que se dice Chespi, no había vuelto a saber nada de él hasta que Luis Astrana Marín me lo presentara en aquel volumen de Aguilar (Madrid, 1951). “O sea, que este es el figura que me costó un examen”. Y desde entonces le puse todas sus letras: Shakespeare; por más que siga pensado que sobra más de una, que las letras impronunciables —como nuestras haches— no son sino un ardid de las clases privilegiadas para poner en evidencia a quienes, por falta de recursos, no pueden emplear su tiempo y su dinero en letras ornamentales.

     Interior del Teatro del Globo (Londres) en la actualidad.

Y en la lectura lo frecuenté; no así en los escenarios, por los que apenas se le veía. Algún montaje de José Luis Alonso, José Tamayo o Luca de Tena, sí puede que viera, aunque no debieron impresionarme especialmente, pues apenas los recuerdo. La verdad es que ninguna de las veces que lo he visto representado, y lamento tener que decirlo, lo he disfrutado tanto como cuando lo he leído. Solo una puesta en escena, algo arqueológica, a la que asistí en El Globo me dejó una cierta huella, si bien he de reconocer que debió ser el marco y la evocación que pudo provocarme lo que le confirió esa singularidad. Y aquí me pregunto: ¿tan grave sería hacer alguna vez un montaje arqueológico de nuestros textos clásicos? Yo suelo frecuentar los arqueológicos y no tengo noticia de que la escultura contemporánea esté en peligro porque a la Venus de Milo no le hayan puesto prótesis ortopédicas, tal como suele hacerse con nuestros clásicos. Y no estoy en contra de las revisiones, solo contra las gratuitas.
El cine, que normalmente suele ser enemigo del teatro (hay que matar al padre), sí le ha entendido bien. (Paso por alto el mucho cine mudo que se hizo a sus expensas: Shakespeare exprimido, que ya les vale). Sus estructuras dramáticas, tan secuenciadas, admiten ser guion de forma natural. Y también en la pantalla lo disfruté. Mi gratitud a Olivier, Welles y Branagh, entre otros. Si bien la existencia de versiones gloriosas no pude hacernos olvidar las numerosas parodias  —algunas infumables— que pululan por ahí. E insisto: no estoy en contra de las revisiones, solo contra las gratuitas.
Perder el respeto está muy bien y es saludable incluso. Y perdiéndole el respeto —no faltándole al respeto, que sería muy distinto— me permití una broma con el monólogo de Hamlet (con hache). Venía a cuento porque era el modo de mostrar que el granjero de 7.000 gallinas y un camello tenía un cierto bagaje cultural, y así,  al hilo de sus cavilaciones, cogía una piedra del camino y, sosteniéndola como si fuera calavera, le decía con marcado acento andaluz: “Tu bi o no tu bi”. Y fue en ese momento cuando  comenzó a arder el Teatro Español (incendio del 19 de octubre de 1975); obviamente fue una coincidencia, que la causa del mismo fue muy otra (y no diré lo que no puedo probar); aun así, hay veces que me gusta bromear diciendo que fue William, que ya debe estar harto de tanta broma. Claro que si William respondiera con un incendio cada vez que le destrozan una obra, no quedarían teatros en el mundo.
A él sí que le quemaron un teatro (el Globo, 1613) tras el estreno de la Historia de la vida del rey Enrique VIII. La integridad de la reina católica Catalina no debió gustar a los anglicanos y el incendio, al parecer, era un recurso más de la censura. Puedo imaginar cómo debió sentirse. Y entiendo que necesitara desaparecer (se retiró a Stratford); lástima que la muerte le sorprendiera antes de que tuviera tiempo de volver a levantar el ánimo. Y ahí quedó, a la intemperie, sin más protección que la de sus obras, pruebas inapelables de su existencia, pues hasta la existencia se le niega.

 

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