N.º 43Y seguimos pasando el testigo

 

DESDE HOY: LOS TALLERES DE ESCRITURA

Talleres sí

Paloma Pedrero

Para mí no existe ninguna duda de que los talleres, seminarios o laboratorios de escritura teatral son algo estupendo para los autores dramáticos. Especialmente para nosotros. Porque el teatro es el arte más social de todos, y el autor debe ser parte de ese equipo que se organiza para generar el milagro.

 

Cuando yo empecé a escribir, todavía era algo muy nuevo lo de organizar talleres para dramaturgos. Pero tuve la suerte de participar en dos, impartidos ambos por pioneros en la cuestión. El primero lo dirigió Jesús Campos en 1985. En él coincidimos los jóvenes autores de antaño: Yolanda García Serrano, Ignacio del Moral, Maribel Lázaro, Luis Araújo, José Manuel Arias y Fernando Laigorri. Allí nació una relación de colegas que permanece en el tiempo. Y esto es algo fundamental: contactar con otros que hacen lo mismo que tú, que comparten intereses y sueños, que podrían ser compañeros de viaje. La soledad del escritor es algo tremendo, todos lo sabemos, así que el tener colegas a los que pedir ayuda en los momentos críticos es algo grande. Es una suerte poder enviarle una escena de la que dudas, o leerle un argumento para conocer su opinión, o contarle tus problemas con la estructura. Es una suerte tener personas de confianza que, en un momento dado, puedan sacarte del atolladero en el que andas metido. Y esto se consigue cuando, en un taller, el director o maestro logra que los alumnos tomen conciencia de que es mejor ser cómplices que enemigos. Cuando un maestro transmite que lo primero que ha de poseer un artista es autenticidad, cuando potencia que cada estética ha de ser única y que todas son igualmente valiosas. Cuando preconiza la libertad total en la ética y la poética de cada autor. Porque cada autor será un universo diferente y tendrá su propio lugar en el universo de todos. Cierto es que no congeniarás igual con todos los compañeros, pero, con seguridad, alguno habrá que se convierta en tu amigo y compañero de fatigas. Y ya se sabe, tener un amigo es tener un tesoro.

Reunirse con un grupo, hablar de escritura y, sobre todo, escribir tiene otra ventaja: es muy estimulante. Genera entusiasmo e imaginación. Ayuda a poner en marcha ese motorcito que, en ocasiones, anda un poco oxidado por falta de apremio, y que requiere de un impulso. Y no es que los otros vayan a crear una necesidad que tú no poseas, escribir nace casi siempre de una necesidad, pero sí puede generar una provocación.

Gracias a mi experiencia como “tallerista” con Jesús Campos, dado el temperamento y sello de este autor-director de sus textos, de sus escenografías y hasta de su publicidad, dirigí por vez primera una obra propia, la que acabábamos de escribir. Jesús nos dio cuatro palabras, nunca lo olvidaré: “perro”, “piscina”, “palmera” o “pirámide”. Y nos pidió una obra breve que debíamos escribir en un fin de semana. Aquel fin de semana, en concreto, yo tenía que estar en el Festival de Cine de Valladolid, presentábamos El Pico 2 de Eloy de la Iglesia, en el que había participado como actriz. Y allá que me fui, con mi perro en la cabeza. Casi todos los alumnos elegimos al perro, como es natural, lo vivo es mucho más estimulante para generar un conflicto. Mi obrita se tituló Resguardo Personal. Y, aunque no podía ni imaginarlo entonces, ese texto se convirtió años después en lectura obligada de varias universidades de Estados Unidos.

Después de trabajar en conjunto, analizar y corregir las obras, Jesús se las dio a leer a un grupo de actores y, ellos mismos, eligieron sus personajes favoritos. En el viejo hospital, hoy Centro de Arte Reina Sofía, entre escombros y musarañas, ensayamos todos nuestro texto inédito. Menuda experiencia. Qué maravilloso lío. Al final, las seis obras se presentaron en el Colegio Mayor Isabel de España. Los seis textos, uno detrás de otro, fueron encarnados por un elenco de actores profesionales que dieron aliento a esos personajes recién inventados. Recuerdo muchas anécdotas de ese estreno. Precipitaciones, fallos técnicos, hasta accidentes. Mi actriz, María Luisa Borruel, le dio tal bofetón a mi actor, Jesús Ruyman, que le desencajó la mandíbula, al acabar hubo que llevarlo a Urgencias. Al actor de la obra de Luis Araujo, cuyo nombre no recuerdo, le tiraron una bolsa de basura en la que, alguien, por error, había introducido una botella de cristal. Siempre recordaré como iba creciendo el chichón en su frente mientras transcurría la acción dramática.

Aprendimos mucho, aprendimos que una cosa es imaginar y otra poner en escena lo imaginado. Aprendimos que dirigir actores es una labor complicadísima. Aprendimos a enfrentarnos con nuestras propias palabras. A veces imposibles. Y yo, personalmente, me reafirmé en lo importante que es ser actor o haberlo sido, antes de aventurarse con la literatura dramática.

Podría escribir muchas páginas sobre este taller, como verán, inolvidable para mí.

Mi segunda experiencia, imprescindible en mi vida de dramaturga, fue un taller con Fermín Cabal en el año 87. En ese momento yo ya había escrito tres o cuatro textos, incluso los había estrenado. Pero lo que no sabía, y Fermín me desveló con maestría, es cómo había construido instintivamente esos textos. Cómo era su esqueleto, sus venas y su inconsciente. Técnica y creación. Algo, desde mi punto de vista, imprescindible. Porque, aunque la técnica no ha de estar presente a la hora de teclear, es primordial tenerla integrada. Es de gran ayuda para un creador, por mucho que algunos lo cuestionen, conocer las reglas clásicas, incluso para no utilizarlas. Otro de los favores que trae conocer ciertas técnicas de escritura es el de poder parar y retomar camino cuando te pierdes. Las técnicas son brújulas.

En aquel taller de Fermín, estuvimos como alumnos Ignacio del Moral, Ernesto Caballero, Rosana Manrique, José Pedreira, Miguel Santesmases, Alberto Rubio y Laura Parra. Allí escribí mi primera Noche de amor efímero, que más tarde se convertiría en las siete u ocho obras que componen Noches de amor efímero. En esta ocasión, los textos escritos durante el taller fueron puestos en escena por otros directores jóvenes coordinados por Juanjo Granda. En aquel taller sentí, no por primera vez, la impotencia de no ser entendida por el director que me tocó en suerte. Algo a lo que una nunca se acostumbra, pero que aprende a aceptar como parte del juego. También he vivido lo contrario. Ver mejorado mi sueño con el montaje. Sensación sublime.

Tengo que agradecer a Fermín Cabal, y aprovecho esta ocasión para hacerlo, el que me enseñara a entender la Poética de Aristóteles, maestro de cabecera. El que me diera esas herramientas básicas que he utilizado tan a menudo en mi labor como profesora, labor que me ha permitido sumar alguna moneda para mi sobrevivencia.

Así fue, pronto se me ofreció la posibilidad de ser yo la que coordinara un taller. Fueron Guillermo Heras y Jesús Cracio, en 1990, desde sus respectivos cargos en el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas y el Instituto de la Juventud, los responsables de mi bautismo como enseñante. Y, como el primer amor, fue una experiencia memorable para mí. Allí me encontré con un grupo de chicos y chicas, no mucho más jóvenes que yo, y de nivel excelente. Allí estaban Juan Mayorga, Raúl Hernández, José Miguel Fernández, Margarita Sánchez, Soledad Iranzo, Pedro Víllora y Carmen Delgado. Allí se escribió y se compartió. Y ocurrió aquello que también me había ocurrido a mí como alumna, nació un grupo de autores cómplices, algunos más que otros. Incluso, los tres primeros nombrados, se unieron y formaron “El Astillero”, lugar desde el que siguen trabajando a día de hoy.

De mi práctica como profesora he aprendido mucho. Y no sólo de poética teatral, también de dinámica de grupos, de universos extraños y fascinantes, de los otros y de mí misma. En los veintitrés años que llevo haciendo talleres, aquí y en otros países, he recorrido mucho saber y no saber. Pero, sobre todo, he comprendido que cada alumno es único e irrepetible y que, un profesor es sólo una vía de transmisión. Verlos en su unicidad y quererlos en su universo es lo mejor, y lo fundamental, que les puedes dar. No hay milagros: el que goza de mucho talento será un gran autor dramático, el que tiene menos, podrá llegar a ser sólo un buen autor, y el que no tiene ninguno, será un autor fracasado. Pero, al menos, los talleres les habrán dado la posibilidad de medirse, de conocer el cuerpo y el alma de las grandes obras, de entender la forma en que se escribieron. Les habrá dado una gran oportunidad. La de saber si escribir teatro es, o no, su lugar en el mundo.

 

Artículo siguienteVer sumario


www.aat.es