N.º 43Y seguimos pasando el testigo

 

DESDE EL PASADO: LAS PRECEPTICAS DRAMÁTICAS

La creación teatral dieciochista: tratados y tratadistas

María José Rodríguez Sánchez de León
Universidad de Salamanca

Si hay un siglo preocupado por establecer las condiciones que debía cumplir el teatro español, ese fue el siglo XVIII. Junto a los textos de los tratadistas más reputados, la crítica dramática y los propios autores a través de las reflexiones que recogían en sus prólogos y escritos, manifestaron sin descanso que resultaba imprescindible actualizar los principios que habían regido la composición de obras de teatro a lo largo del siglo XVII. La idea de que se hallaban ante otra época histórica y de que el teatro debía representar los procesos estéticos, sociales e ideológicos de una nación que se distanciaba del pasado para acercarse a la culta y admirada Europa, exigía llevar a cabo un proceso de normalización poética del teatro.

 

El punto de partida se encuentra en 1737, año en que Ignacio de Luzán publica la primera edición de su Poética.  Durante los primeros decenios, aunque sobrevivió durante todo el siglo XVIII, el teatro que triunfaba sobre los escenarios eran las comedias llamadas de espectáculo, que poco tenían que ver con el gusto clásico y el universalismo de la teoría aristotélica. El desprecio de esta se identifica con la decadencia de la Poesía, de forma que sobre su reinstauración se establece la regeneración y reforma de la escena española. Así pues, la nueva teoría consistió en proponer a los poetas componer siguiendo criterios racionalistas y obedeciendo a los dictados de la naturaleza y del buen gusto, lo cual se tradujo en un denodado afán por convencer a poetas y dramaturgos de que no existía otra verdad artística que la transmitida secularmente por el clasicismo. De hecho, la poética clasicista basó su prestigio intelectual en demostrar que constituía la única norma estética capaz de reflejar los progresos artísticos e ideológicos de las sociedades modernas.

Agustín de Montiano y Luyando (1697-1764).

Sin embargo, el efecto de sus proclamas no se dejó sentir hasta mediados de siglo y, en especial, con la llegada de Carlos III al trono de España. Fue por entonces cuando se avivó el debate en torno al teatro barroco. Blas Antonio Nasarre, en su edición de las Comedias y entremeses de Miguel de Cervantes (Madrid, 1749), defendió el buen hacer de Cervantes frente al proceder arbitrario respecto de las reglas del arte que observaba en las comedias de Lope de Vega y sus acólitos. De igual modo, el académico Agustín Montiano y Luyando en sus dos Discursos sobre las tragedias españolas (Madrid, 1750 y 1753) manifestó con suma vehemencia que las tragedias españolas no alcanzarían ningún reconocimiento hasta no seguir la estela aristotélica establecida para el género noble. Pero la idea contraria, esto es, que había que proteger el genio español y el teatro nacional que Molière y Corneille habían admirado e imitado, también contó con adeptos. Así, Tomás de Erauso y Zabaleta, en su apologético alegato a favor de Lope y Calderón titulado Discurso crítico sobre el origen, calidad, y estado presente de las comedias de España (Madrid, 1750), sostuvo que el genio patrio no podía someterse a las leyes del clasicismo, pues se corría el peligro de despreciar el arte nacional y sus particulares valores. En su opinión, renegar de los méritos propios por un denodado afán de instaurar no ya unos preceptos, que desde el punto de vista del arte podían aceptarse, sino unos modelos de imitación, franceses sobre todo, resultaba inadmisible. Estos, a su parecer, no obedecían ni a la esencia del arte ni a la identidad dramática nacional. Para sus contrarios, el concepto de imitación en el que se amparaban los defensores del clasicismo suponía confundir un principio general con la práctica individual a la que todas las naciones debían aspirar. En realidad, estando más cerca de lo que a veces parece en lo general o universal, sus propuestas se alejaban en lo que suponía identificar con determinados patrones artísticos el arte dramático español y sobre todo en los criterios con los que unos y otros se apoyaban para posibilitar la evolución de la escena española.

Mas el devenir de las ideas en torno al “deber ser” del teatro español se convirtió con Carlos III en un proyecto de Estado para el que el monarca contó con el apoyo de políticos como el Conde de Aranda e intelectuales de la talla de Mayans, Nicolás Fernández de Moratín, Jovellanos, Llaguno y Amírola, Pablo de Olavide o Clavijo y Fajardo. Esta primera generación de escritores clasicistas pretendió convertir los teatros en lugares donde el recreo incluía la difusión de las virtudes y valores morales, sociales o individuales que se creían útiles a la nación y al teatro en su conjunto así como la mejor expresión del proceso de culturación que estaba desenvolviéndose en España.

Nicolás Fernández de Moratín (1737-1780).

Nicolás Fernández de Moratín en la disertación que antepuso a La Petimetra (Madrid, 1762) y en sus tres célebres Desengaños al teatro español (Madrid, 1762-1763) recogía lo que para él era un proceder puramente patriótico y racional.  En su opinión, no podía aceptarse aquella máxima de agradar al vulgo siguiendo el dictamen de su gusto sino que ser un verdadero patriota consistía en reconducir el teatro hacia aquellas normas (la idea de imitación, el concepto de verosimilitud y la regla de las tres unidades) que se fundaban en la razón natural y en el prestigio continuado de los autores más alabados de la historia universal del arte dramático. De ahí que no se tratara tanto de renegar del pasado sino de construir un porvenir para el teatro español que suscitará la admiración intemporal de nuestros autores. Para Moratín padre faltaba educar al público en los valores literarios de un teatro que no estaba acostumbrado a ver representar.

 

Fue además en estas fechas cuando se declaró una auténtica disputa en torno a la impropiedad de los autos sacramentales, prohibidos por lo demás en 1765 mediante Real Cédula. Junto a Moratín, salieron a la palestra escritores como José Clavijo y Fajardo, autor del célebre periódico El Pensador, Francisco Mariano Nifo y Juan Cristóbal Romea y Tapia, periodistas también. Precisamente en El Pensador, Clavijo manifestaba en 1763 que resultaba difícil aceptar esta clase de composiciones. Si desde el punto de vista de las bellas letras no eran sino alegorías sobre los misterios de la religión, desde el moral parecía poco apropiado subir a escena las verdades del catolicismo representadas por cómicos de dudosa reputación. La polémica se elevó llevando a los partidarios y detractores a posturas extremas en las que se terminaba por sostener que España era una nación atrasada y sin civilizar. Por ello en 1764 Nifo respondió a tales acusaciones con un escrito cuyo elocuente título no deja lugar a dudas sobre su visión del teatro español: La Nación española defendida de los ataques del Pensador y sus secuaces. En este escrito se manifiesta que las comedias de España, además de originales, son las mejores de Europa, y que los famosos poetas españoles deben ser celebrados pero no reprendidos.

En realidad, las polémicas dejaban entrever que había que emprender un camino hacia la reforma del teatro español pero que resultaba complicado determinar cuál había de ser este. Debía conjugarse pasado y presente, los valores nacionales y el respeto a las leyes del arte y además educar a la ciudadanía en el aprecio de un teatro donde primara el valor de lo literario y de lo dramático. El teatro era un instrumento excepcional para que las instituciones pudieran realizar sus proyectos educadores. Por consiguiente, no podía dejarse en manos de escritores que no contemplaran la necesidad de su reforma o que, en aras de un beligerante casticismo, pensaran que dirigirse hacia la reinstauración de las reglas del arte implicaba la aniquilación del teatro español. Periódicos como el Memorial literario emprendieron por ello una verdadera cruzada a favor de la enseñanza de los valores que debían exigirse sobre la escena. A su vez, escritores como Juan Pablo Forner en sus Exequias de la lengua castellana (1788) insistieron en la misma idea e Ignacio de Luzán volvió a reclamar en 1789, con más intransigencia incluso que a comienzos de siglo, que el teatro debía someterse a las leyes que históricamente había sancionado la Poética.

Los escritos de teatro de las últimas décadas del siglo muestran la preocupación por que el teatro español lograra el ansiado progreso mediante la composición y escenificación de comedias y tragedias “arregladas”. Mariano Luis de Urquijo en el “Discurso” antepuesto a su traducción de La muerte de César de Voltaire (Madrid, 1790) constata un hecho que estaba latente en sus antecesores. Los intentos de reforma conllevaban no solo el desprecio de los géneros dramáticos más populares sino su desaparición. Como contrapartida, la comedia y la tragedia se erigieron en los únicos géneros dramáticos que la ortodoxia clasicista amparaba. Pero, al mismo tiempo, se toma conciencia de que ninguna reforma podría prosperar si el público no percibía la proximidad de la comedia y de la tragedia a los intereses y preocupaciones del hombre del día. Ambos géneros debían de sufrir un proceso de actualización que, si bien no implicaba una renuncia del aristotelismo, sí suponía una cierta laxitud respecto de la crítica de ciertos géneros tales como la comedia heroica.

Pedro Estala en sus traducciones de Edipo tirano, tragedia de Sófocles (Madrid, 1793) y El Pluto de Aristófanes (Madrid, 1794) y Santos Díez González con sus Instituciones poéticas (Madrid, 1793) expresan con claridad, de un lado, que la transformación de las sociedades hacía impensable la reinstauración sin más de la fórmula del teatro antiguo y, de otro, que tanto la tragedia como la comedia debían “humanizarse”, además de aceptar con cierto grado de naturalidad la inclusión de elementos propios de la tragicomedia. Sólo aceptando ambos principios podría conseguirse captar el interés del público, como supo entender Jovellanos en su Memoria sobre los espectáculos públicos (1790 y 1796). Junto a las comedias morales, representadas por Tomás de Iriarte y Leandro Fernández de Moratín, suben a escena las comedias llamadas serias o urbanas triunfantes tiempo atrás en los escenarios de Europa. De este modo, la teoría dramática de las últimas décadas del siglo XVIII evolucionó hacia una concepción del arte dramático más incardinada en la naturaleza humana y en la cultura nacional. Su preocupación por las reacciones que el teatro pudiera ocasionar le llevó a examinar con otra perspectiva aspectos de la composición poética relacionados con la recepción.

Estos planteamientos se encuentran recogidos en los dos tratados que sirven de nexo entre los siglos XVIII y XIX. Se trata de las traducciones de los Principios filosóficos de la literatura de Charles Batteux (1797-1801), realizada por García de Arrieta, aplaudidos por los afrancesados, y las Lecciones de Retórica y Poética de Hugo Blair (1798-1801), que publicó José Luis Munárriz y fueron seguidos por los autores de tendencia más liberal. Ambos textos sirven de preludio de la publicación de la colección en 1800 del Teatro Nuevo Español. En los tres casos, se expone la idea de que progresar presuponía introducir cambios e incluso renunciar a una percepción en exceso dogmática de las reglas del arte. El teatro, como la literatura en general, debían evolucionar aunque ello significara contravenir el rigor clasicista o, por mejor decir, dejar en evidencia sus limitaciones.

 

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