N.º 42Teatro y realidad

 

En torno a “realidad y teatro” o, más bien, la compleja realidad del teatro

Ramón X. Rosselló
Universitat de València

Cuando uno se acerca al binomio teatro y realidad, las ideas se agolpan, puesto que este no deja de ser un campo de debate o de reflexión enormemente amplio, sugerente y prolijo. Y no sólo por lo más obvio, y quizás también lo más complejo: ¿qué es el teatro? y, especialmente, ¿qué es la realidad? Ante esta pareja, recurrente en los debates sobre la naturaleza y la función del arte, surge de inmediato el impulso de querer aclarar qué se esconde detrás de esa cuestión, la cual reaparece periódicamente en el discurso de la crítica; o surge, asimismo, la voluntad de analizar cómo se articula la relación entre realidad y teatro, si desde cierta conexión, incluso apasionada, o desde la más absoluta indiferencia. Tal vez haya quien piense que el teatro es también realidad y que, en ese sentido, no puede posicionarse fuera de sus límites. Nada de dualismos, pues.

En todo caso, cuando nos acercamos a ese binomio, puede que nos estemos interrogando, especialmente, por la presencia de determinados motivos y temas en las obras que se escriben en un contexto dado. Por ejemplo, (re)tratar problemas de índole social o colectiva, como lo serían en este momento el paro, la corrupción política y empresarial, los desahucios o el drama de las preferentes, los recortes, la exclusión social…, significaría situarse más del lado de la realidad que centrarse en temas como la identidad, el paso del tiempo, los mecanismos de la memoria, la comunicación interpersonal, las relaciones amorosas o las tribulaciones familiares. Por no hablar ya de las aproximaciones a lo metateatral, un territorio en donde podría pensarse que la realidad ha desaparecido para, en un ejercicio de narcisismo, mirarse al espejito del artista y del lenguaje escénico. Eso nos llevaría a preguntarnos, además, sobre la relación que lo creado mantiene con su creador, hasta qué punto lo autobiográfico, lo personal o lo íntimo marcan la elección de una u otra temática, de una u otra preocupación como germen y motivo de la ficción teatral.

Un enemigo del pueblo, de Ibsen, por la compañía de Fernando Fernán-Gómez (1971).

Puede ser que estemos hablando de elegir determinadas formas o espejos nítidos, supuestos dobles o hermanos gemelos de la realidad. Es decir, que se debería volver a un planteamiento estético más cercano al drama moderno que al posdrama para obtener el pasaporte del país de la realidad. Habría que recuperar ciertas formas, más o menos convencionales, que no estorbasen al mensaje y que hiciesen que este llegase cristalino y contundente a su receptor. Habría que relegar, por las necesidades del mensaje o impulsados por la crítica dominante de ese momento, la ambigüedad o los ejercicios de “evasión” en pos de una tesis o una idea que, como una losa o moraleja, tendríamos que llevarnos a nuestras casas después de la función. Nos podríamos preguntar si deja, pues, la “realidad” espacios o grietas para la incertidumbre o la duda, para la exploración, para un debate sobre perspectivas o puntos de vista, para una reflexión en torno a cómo acercarse y posicionarse ante el objeto llamado realidad y devolverlo en forma de teatro. Habría que retornar, quizás, a los valores de la modernidad, abominando u obviando lo que ha supuesto la posmodernidad, para reencontrarse con la realidad en el teatro. Habría que buscar en ciertas obras de Ibsen o de Brecht los espejos de los que alforjarse para ir al reencuentro de la realidad sobre las tablas.

Tal vez alguien pueda pensar que, puesto que la realidad es inimitable, inaprensible, a lo que hay que cogerse es a esos presupuestos estéticos que se colocaron del lado de la realidad sociopolítica y del mensaje crítico, radical, revolucionario… Nada de monólogos introspectivos, sobre todo si tienen forma de flujo de conciencia o de caos verbal; nada de malabares con el espacio-tiempo, que no llevan más que a un desarme del receptor; nada de juegos metaficcionales que, además de poder resultar excesivamente intelectuales, acaban por “complejizar” en demasía las historias y los temas. O tal vez sí, pero todo ello en una dosis domesticada que no haga revolverse al espectador en su butaca. Y ahora que surge la palabra historia, reivindiquemos las historias, o la HISTORIA, con todas las mayúsculas posibles, o el teatro-documento o el texto basado en hechos reales o los medios de comunicación como fuente de nuestras ficciones o el lenguaje del documental. ¿Pueden el simbolismo, el teatro poético o las vanguardias escénicas situarse en el territorio de la realidad?

El veneno del teatro, de Rodolf Sirera (Teatro del Canal, 2012). Fuente: Archivo CDT. 1.

Quizás en todo ello también pese la idea de lo que el público sabe (y quiere) “leer” y que lo importante es una comunicación eficaz, directa, certera. Y ya sabemos que los niveles de lectura no caracterizan especialmente a nuestra sociedad, pero que al mismo tiempo nadie quiere ser apuntado en la lista de los indocumentados. Quizás lo más realista sería reivindicar, así pues, el planteamiento-nudo-desenlace, con una línea temporal inmaculada y unos mensajes claros, tal cual altavoces. Lo didáctico frente a lo introspectivo o a lo especulativo. Pero seguramente no haya nada más decepcionante que la realidad vuelta realismo, quizás por saber ya que esta es inasible o escurridiza, o fácilmente manipulable en su máscara más “real”. Si uno se pasea por los periódicos o los telediarios, con todos sus ribetes de realidad, comprobará que esa realidad de los medios no parece una, más bien surge como una medusa o hidra, aparente, retadora, peligrosa, victoriosa en su fachada, algo así como un arma arrojadiza. Ya lo plasmaba Rodolf Sirera en su obra El verí del teatre (El veneno del teatro): la obstinación por lo real no lleva más que al espectáculo de la muerte, con todas las derivas éticas que acompañan a este. O a los sucedáneos modernos, tales como los realities televisivos. Y lo otro, el simulacro del realismo, nos lleva, diría yo (y esto es sólo una opinión), al espectáculo de lo inerte. Entre el ocaso del teatro –o la declaración universal de que todo es teatro– y la impostura del realismo, se yergue a veces la exploración de lo ritualístico, de lo festivo, de lo interactivo: abajo la cuarta pared, iluminemos al asustadizo público, ocupemos la platea, y más allá calles y plazas, desnudemos nuestros cuerpos…

II

Se nos antoja que quizás la realidad del teatro sólo resida en el estilo de cada creador, en un posicionamiento estilístico consciente y preciso, en una coherencia que presidiría la trayectoria de alguien como creador teatral, con derecho, eso sí, a la evolución, al cambio, a la exploración de temas y formas nuevas en función de unas necesidades expresivas y no por modas o vaivenes de lo que “toca” en cada momento. Sin atrevernos a exigir en esa coherencia la que se desprende del estilo de vida de ese mismo autor, aunque personalmente tengamos cierta tentación a hacerlo, muy por lo bajini. El estilo es el espejo en donde el arte o la creación se refleja y lo que ese espejo nos devuelve es la mirada, la perspectiva o el punto de vista del creador. Cómo se construye esa mirada resulta lo único real en el teatro, aunque en cómo se concreta esa mirada influyen tanto el creador y el espejo elegido donde mirarse, la relación entre ambos. Y es en el escrutinio de esa mirada devuelta, en el confronte de miradas, en donde parecería lógico situarnos. Y cuando decimos mirada, podríamos decir discurso. Un discurso sobre el mundo y sobre el teatro, de la mano los dos, sin separar las formas y los contenidos.

Y en esa mirada devuelta hay algo o mucho de elección, de selección, de colocación. Debiera también haber algo, o mucho, de análisis crítica y de autocrítica. Y si nos situamos en el terreno de la elección surge otra de las grandes voces: la libertad. ¿Existe espacio para la elección ante la falta de libertad y la censura, bien a causa de regímenes represores, de sociedades injustas, como ocurriera durante el período franquista? ¿O bien, una vez iniciados la democracia y el estado de las autonomías, ante políticas culturales alejadas de lo artístico para erigirse en arietes del mercado y de la rentabilidad económica? ¿O ante el imperio de las estadísticas de la taquilla (taquillas de unos monumentos que, a expensas de la realidad del teatro, alguien con poder sobre nuestro dinero decidió levantar a su mayor gloria, a la de su partido o a la de su clase)? ¿O ante líneas artísticas y límites ideológicos marcados por gestores de lo público; o por empresarios no dispuestos a cierto riesgo ni a cierta pedagogía, a pesar de las subvenciones o ayudas reivindicadas y recibidas?

Todo ello parece llevarnos a ideas como sacrificio y renuncia, o compromiso con una mirada personal, y surgen en ese momento nuevas preguntas: ¿Con quién se compromete el autor o la creación? ¿Consigo mismo, con el sector teatral o con la sociedad? ¿Cómo se relaciona con el sector, en dónde está o quiere estar? ¿Cuál es su espectador modélico, para quién escribe? ¿Escribe lo que desea, hay un circuito o espacio para esa escritura, cuál es la relación entre su propuesta teatral y los sistemas de producción y exhibición? Y, en medio de todas esas cuestiones, surge la pregunta: ¿Queremos autores “realistas” de cuya opción estilística se desprenda una elección y un compromiso fuerte?

III

Elsa Schneider, de Sergi Belbel. (Sala Olimpia, 1990). Fuente: Archivo CDT. 2.

Este debate sobre el teatro y la realidad en la dramaturgia en catalán resurge en la contemporaneidad a raíz de la “nova dramatúrgia” (o como quiera que la decidamos llamar) que, de la mano de nuevos o no tan nuevos autores, aparece a finales de los años ochenta y primeros años noventa del siglo pasado. Pensamos en autores, ya tan consolidados en estos momentos, como Sergi Belbel, con primeros textos como En companyia d’abisme (1988) o Elsa Schneider (1989), J. M. Benet i Jornet, con obras como Desig (1989), o Lluïsa Cunillé y su poética de la “sostracció”, según la etiqueta lanzada por Sanchis Sinisterra.

En ese sentido, resultan clarividentes algunas de las aproximaciones a la literatura dramática catalana escritas durante la última década, las cuales inciden en este asunto. Por ejemplo, Sharon G. Feldman (2005) hablaba de cómo durante los años ochenta y noventa una inclinación hacia el universalismo y, quizás, un deseo de transcendencia, un anhelo cosmopolita de proyectarse más allá de la fronteras locales, llevó a los dramaturgos barceloneses a que en gran parte borraran virtualmente la imagen de Barcelona de los escenarios, dando la espalda a la ciudad (y también, a Cataluña). Pero en el comienzo del siglo XXI Feldman reconoce cierto cambio que llega de la mano de textos que hablan de deseo y de memoria, de continuidad y de identidad cultural –sin complejos periféricos y provincianos–. Y cita como muestra de ello las obras Salamandra (2005), de Benet i Jornet, y Barcelona, mapa d’ombres (2004), de Lluïsa Cunillé.

Barcelona, mapa de sombras, de Lluïsa Cunillé. (Teatro Valle-Inclán, 2006). Fuente: Archivo CDT. 3.

También Batlle (2006), partiendo de la crítica de Núria Santamaria (2003) hacia el escaso compromiso de gran parte de los textos teatrales, ofrece una lista de nuevas obras que marcan un goteo incesante de textos con más o menos dimensión ideológica: Tractat de blanques (2002), de Enric Nolla; 16.000 pessetes (2004), de Manuel Veiga; Paradís oblidat (2002), de David Plana; A les portes del cel (2004), de Josep Pere Peyró; Almenys no és Nadal (2003), de Carles Alberola; Silenci de negra (2000), de los hermanos Sirera, etc. Nosotros mismos (Rosselló, 2011) apuntábamos que la literatura dramática en catalán ha evolucionado hacia propuestas que nos proporcionan una mirada sobre el mundo actual y la realidad social más próxima. Así pues, han aparecido obras, por ejemplo Abú Magrib (2002), de Manuel Molins o Temptació (2004), de Carles Batlle, que se interesan por la inmigración, el choque de culturas o la marginación, por las problemáticas de determinados colectivos como la tercera edad, las mujeres y la violencia de género o las minorías sexuales, o por la memoria histórica. Más recientemente, Francesc Foguet (2012) saludaba la superación del callejón sin salida de la dramaturgia catalana con la apertura a las problemáticas del presente en lugar de esconderse detrás de ambigüedades insolubles. Pero no obstante consideraba que el viraje hacia la realidad se ha hecho de una manera demasiado tenue, sin la radicalidad necesaria.

Estos ejemplos de críticos e historiadores del teatro, entre otros que se podrían aportar, pretenden poner en evidencia una evolución en cuanto a las fórmulas teatrales que han ejercido la hegemonía en los últimos 25 años. Es decir, que de un teatro, y le tomamos los calificativos a Batlle, minimalista, formalista, monologuista y relativista, característico de la segunda mitad de los años ochenta y la década de los noventa, se ha evolucionado hacia una literatura dramática un tanto más conectada a la realidad y a la idea de compromiso. Y es interesante observar, a tenor del tono de los comentarios, que esta evolución es bendecida o, incluso, demandada con mayor insistencia desde los discursos de la crítica.

Esto nos lleva también a otra realidad en el teatro, que sería aquella construida desde la mirada del crítico o del historiador, como otro espejo que se erige a manera de arquitectura de una realidad teatral, bien la realidad que debiera ser, como preceptiva que teoriza, programa y proclama lo actual o lo bueno; bien como realidad que selecciona y deja en un segundo plano otras líneas creativas, puesto que se acaba por jerarquizar una determinada opción teatral sobre otras a partir de criterios tan frágiles como la novedad o el (re)descubrimento.

IV

Quizás el debate sobre realidad y teatro debiera trasladarse, más allá de las valoraciones (o preceptivas) de los críticos o de las realidades concretas de los autores, al reclamo de un adecuado desarrollo de las políticas culturales, con gestores formados e independientes, con proyectos coherentes y ajustados al contexto, en donde el teatro público cumpla sus funciones y el teatro privado las suyas. A pesar de lo que pudiera parecer, la realidad, en este caso, quedaría del lado del teatro público, ya que es desde este ámbito desde el que se puede (y se debe) ejercer un papel de promoción y de creación de determinados tipos de propuestas que, por sus características, difícilmente pueden surgir en el teatro privado de vocación comercial. Todo ello sin olvidar la función que el sector público puede realizar en relación a las salas alternativas, verdaderos laboratorios de creación y de difusión de nuevas formas y de nuevos discursos. En todo ello es de vital importancia que desde el campo de la formación y de la pedagogía teatral, así como de los medios de comunicación, se desarrolle también una función: la de formar e informar, desde la pluralidad y la complicidad, a los ciudadanos. Más allá del entretenimiento, del ocio, de la diversión, todos aquellos agentes implicados deberíamos hacer un esfuerzo conjunto para acercar el público a la realidad del teatro como forma de exploración artística, en la que estilo y discurso, de la mano, contribuyan al descubrimiento o a la revelación de los íntimos, ocultos, secretos de la vida, del mundo, de nosotros y de los otros. Aunque pueda pensarse que en la mayoría de los casos esa “realidad del teatro” de la que hablamos se formula en términos de deseo, puesto que los vientos que nos azotan no parecen situarse en la defensa de lo público, del arte y del espíritu crítico. Con lo cual “la realidad del teatro” debiera, entre otras posibles opciones, hurgar con cierta insistencia en aquello que la justifica como expresión y que le es propio, específico, particular, por muy sectorial que pueda parecernos. Quizás porque no veamos que nada queda al margen del arte y la cultura y de sus profesionales, o eso es lo que nos gusta creer.

En ese sentido podemos recordar algunas experiencias colectivas que durante las últimas temporadas se han puesto en marcha en el teatro valenciano. Estamos hablando de espectáculos como Zero responsables (2010), en relación al accidente de metro ocurrido en Valencia en 2006, en el que se involucraron más de 40 profesionales (autores, directores, actores…), y Valèntia (2012), esta vez con los recortes como telón de fondo, o el Festival Cabanyal Íntim (2011), nacido con una clara vocación de defensa del patrimonio histórico de este barrio de la ciudad de Valencia. Estos ejemplos nos muestran una voluntad de ensanchamiento de esa realidad compleja del teatro actual, esto es, asumir momentáneamente la práctica de un teatro de urgencia, de agitación o de lo que podríamos denominar el cultivo de un teatro indignado.

 

BIBLIOGRAFÍA

Batlle, C. (2006) “Drama català contemporani: entre el desert i la terra promesa”, en Foguet, F./Martorell, P. (ed.), L’escena del futur. Memòria de les arts escèniques als Països Catalans (1975-2005), Vilanova i la Geltrú, El Cep i la Nansa, pp. 75-102.

Feldman, S. G. (2005) “Els paisatges del teatre català contemporani: de Benet i Jornet a Cunillé”, en I Simposi Internacional sobre Teatre Català Contemporani, Barcelona, Institut del Teatre, pp. 55-69.

Foguet, F. (2012) “Trepidant successió”, El País (edición catalana), 5 de julio.

Rosselló, R. X. (2011), El teatre català del segle XX, Alzira, Bromera.

Santamaria, N. (2003) “De l’olimpisme polític al drama humanitari. Notes d’una divagació apressada”, Serra d’Or, 527, pp. 56-59.

Artículo siguienteVer sumario

Copyrights fotografías
  1. © David Ruano↵ Ver foto
  2. © Chicho↵ Ver foto
  3. © Daniel Alonso↵ Ver foto

www.aat.es