N.º 42Teatro y realidad

 

Cuaderno de bitácora

La Monja Alférez

de Domingo Miras

La reciente puesta en escena de La Monja Alférez parece justificar alguna glosa sobre la gestación de su origen y el alcance de su objeto. Y, por añadidura, tal glosa parece ser de mi incumbencia en tanto que responsable del texto sobre el que se proyectó, se ensambló y edificó el montaje teatral que ocupó la ilustre escena del teatro María Guerrero por espacio de un dilatado período de su reciente historia. Una responsabilidad realmente abrumadora, si se tiene en cuenta el trabajo de tantas personas, de artistas y técnicos que se han tenido que reunir y ponerse de acuerdo para organizar y programar sus distintas tareas con objeto de alcanzar un resultado unitario y armónico.

El texto en cuestión fue escrito en 1986 y, a estas alturas, echar el lazo sobre mis apetencias y sentimientos de aquellos días es como andar a la caza de los tenues y evanescentes fantasmas de un pasado perdido en la noche de los tiempos. Es cierto que leí La Monja Alférez de Thomas de Quincey, que leí La Monja Alférez de Luis de Castresana, que leí La Monja Alférez de Juan Pérez de Montalbán, que leí las Memorias de Catalina de Erauso, pero estas lecturas ya eran posteriores a mi interés por el tema. Mi interés me llevó a las lecturas, no mis lecturas al interés. Y es, precisamente, ese interés previo lo que más nos debe de interesar, él es el motor primero que puso en marcha todo lo demás, el primum movile, el punto de arranque, la causa primera, el origen o el génesis, la diminuta semilla que encierra en sí misma todo el frondoso árbol posterior: los cuadernos misteriosos del director, los madrugones de los actores y actrices para ensayar desde por la mañana temprano, el tenaz esfuerzo de su memoria para aprenderse al pie de la letra lo que ha escrito un tipo cuya existencia ignoran, los trabajos y los días de tantos colaboradores para ir levantando desde la nada un espectáculo lleno de complejidad y dificultades, hasta acabar, vive Dios, llenando las nobles butacas del magno coliseo.

Esa semillita, esa semillita tan prolífica es lo que se difumina y se pierde en las nebulosas oscuridades del pasado. Me compré la novelita de Thomas de Quincey y me la leí, pero aquello no era, no, aquello no era lo que yo quería. Y, ¿qué es lo que yo quería?

En la década de los setenta trabajé con bastante asiduidad y, al comenzar la de los ochenta, comencé a flojear. Terminé El doctor Torralba en 1981, y me quedé con la sensación de que lo que tenía que decir ya estaba dicho, y no había prisa en seguir hablando. Me lo tomé con calma, dejé pasar los años, y de la mala conciencia de ese abandono salió La Monja Alférez. Mis ideas de siempre estaban ahí, incluso las más primitivas tratadas en mis obras de formato helénico, con mujeres que no se resignan con su papel histórico, que se rebelan contra él (Clitemnestra, Fedra, Penélope) o, más elaboradamente, en un medio social más complejo, seres marginales que igualmente se rebelan e igualmente fracasan (la Saturna, Donata la Seronera, las brujas rurales de la Alcarria, las monjas reclusas de San Plácido, el heterodoxo que pretende una libertad imposible, etc.). Tras cinco años sin escribir, mi permanente mujer rebelde consigue lo que sus antecesoras no consiguieron: el éxito. Catalina de Erauso se rebela, quiere vivir como un hombre, y lo hace. La sociedad no la aplasta como a los otros protagonistas de mi teatro, al contrario: la admira, la aplaude, la autoriza expresamente a seguir disfrutando de su victoria. Y, sin embargo, la castiga igualmente, aunque con un castigo mucho más sutil: la hace objeto de su curiosidad, la convierte en un espectáculo, en un fenómeno, en una excentricidad, con la que la rebelde aparentemente triunfante se siente íntimamente fracasada, se siente una mona de feria.

Todos escribimos siempre la misma obra, parece que el tema único al que estoy para siempre condenado es el de la libertad imposible. Heme, pues, en los antípodas de nuestro querido Calderón: el libre albedrío que formuló el Concilio de Trento y que él confirmaba con hábiles recursos dramatúrgicos contra el fatalismo de las profecías de los astros, que no pasaban nunca de meras inclinaciones o tendencias que la libre voluntad podía vencer y vencía, no parece darse en mi caso: o mis astros son muy poderosos, o mi voluntad es muy débil: todo lo que he escrito (y, a pesar de mi pereza, no ha sido poco) ha sido para decir que la libertad no es más que una ilusión. Deben de tener razón quienes me tildan de pesimista, si así circulo por la órbita de Schopenhauer, aunque con la ínfima modestia que me corresponde.

En todo caso, en aquel caldo de cultivo que produjo esa permanente temática de rebeldías fracasadas, saltó sin duda la débil chispa que encendió mi interés por una mujer fieramente rebelde, brutalmente rebelde, orgullosamente rebelde, que no sostuvo su decisión con ficciones ni con intrigas, sino con la fuerza de su brazo.

El resto, es lo de siempre: la idea crece, se potencia, se solidifica, adquiere una forma cada vez más precisa, una forma que Catalina de Erauso me sirvió en bandeja porque, si de Quincey y Castresana me dieron una poco aprovechable ornamentación exterior (la comedia de Montalbán, ni siquiera eso), sus Memorias me dieron toda la simplicidad, la sinceridad, la rudeza interior de un personaje poderoso, con unas ideas escasas y muy claras, que le sostendrán en una lucha larga y desigual contra el destino en la que poco a poco irá cayendo sin perder la gallardía.

Un personaje simplicísimo en apariencia, pero de profundas y oscuras complejidades. Aunque esa complejidades tal vez no sean ni tan oscuras ni tan profundas. Realmente, su subconsciente está tan a la vista que resulta casi escandaloso. El padre, representado en el hermano mayor que ha sido siempre una referencia y un modelo, ha de ser asesinado para que la propia identidad pueda llegar a completarse. O el hacer que fracase una relación sentimental del hermano –tan admirado y querido– con una dama cualquiera, ¡qué aspecto de celosa tiene esa conducta de la chica travestida! ¿Una aparente relación homosexual con el hermano, para tapar y encubrir la más insoportable que sería el incesto? Todo ello, claro está, en el turbulento nivel de la subconsciencia, donde las pasiones viven por su cuenta, sin las bridas de la voluntad consciente, sin la luz y el freno de la conciencia ética.

Los materiales se acumulan, y el escribir se va haciendo cada vez más fácil. El problema ya no es qué poner, sino qué no poner. Estamos ya en el momento de la redacción, y eso es ya pura rutina. El lenguaje no me preocupa, lo tengo siempre a mano, las situaciones lo dan hecho. Eso sí, escribo demasiado, luego habrá que cortar, pero eso ya no es problema mío, pertenece a la puesta en escena.

La puesta en escena.

La monja alférez, de Domingo Miras, dirigida por Juan Carlos Rubio. (Teatro María Guerrero, 2013).

He estado mucho tiempo apartado del teatro. En los años setenta o al principio de los ochenta, los actores y yo éramos de la misma edad y nuestra relación era sencilla y fluida; ahora, parecen mis hijos. La diferencia es enorme.

En fin, ahora me pregunto: ¿es esto un cuaderno de bitácora? El capitán de un barco cada día escribe en un cuaderno lo que en esa jornada ha ocurrido: si al pasar frente al cabo tal o cual no han podido verlo por causa de la niebla, si se han cruzado con un petrolero, si el marinero fulanito se ha emborrachado, etc. Ese es su Cuaderno de Bitácora, y viene a ser la historia de un viaje. Yo tendría que haber escrito día a día la historia de La Monja Alférez, y no sé lo que habría resultado. Dejémoslo en esto: unas palabras en busca de mis recuerdos y mis manías, y aquí acaba todo.

 

La monja alférez

[fragmento]

 

Doña Úrsula.– Quién me había de decir, cuando de chica jugaba con mi prima María, tan pava como parecía, que tiempo adelante la picarona me habría de cargar con la más pesada de sus hijas.

Catalina.– No quiero yo ser carga para nadie, así que déme licencia para irme, y me iré.

Doña Úrsula.- ¿Has perdido el juicio? ¿A tu casa quieres ir, que tu padre te mate por desobediente?

Catalina.– No digo ir a la casa de mi padre, sino a buscar mi vida por esos mundos.

Doña Úrsula.– ¡Miren, qué honrada resolución! ¿Esos son los ejemplos que aquí has tenido, que quieres trocar tus hábitos por la falda arrezagada de las mozas del partido, y amancebarte por las ventas con arrieros y con pícaros en los burdeles?

Catalina.– ¡Yo no haré nada de eso!

Doña Úrsula.– ¿No has dicho que quieres buscar tu vida por esos mundos?

Catalina.– Eso he dicho, mas no que quisiera ser puta.

Doña Úrsula.– No están las paredes de mi celda hechas a oír ese vocablo.

Catalina– Tanto da que lo llame de una u otra manera.

Doña Úrsula.- Bien está, no digamos más locuras.

Carmen Conesa en La monja alférez, de Domingo Miras, dirigida por Juan Carlos Rubio. (Teatro María Guerrero, 2013).

Catalina.– No son locuras, señora tía, sino que bien claro veo que no me llama Dios a esta vida del convento.

Doña Úrsula.– Piénsalo bien, y si eso es firme yo escribiré a tus padres para que te busquen marido y de aquí saldrás para casarte.

Catalina.– ¿Un marido para mí? Diga mejor demonio. No, tía, no tengo intención de sujetarme a un hombre para toda la vida.

Doña Úrsula.– ¿Quieres mejor tener muchos para irlos cambiando, puerca? ¡Y aún decía que no quiere ser puta!

Catalina.– ¿Es que la que no profesa o no se casa por fuerza ha de ser puta?

Doña Úrsula.– Eres hidalga, y podrías ser criada de respeto en alguna casa noble: cuidar de los reposteros o de la ropa blanca, y en teniendo más edad serías dueña de compañía…

Catalina.– No, no es eso lo que quiero, no.

 

(La monja alférez, Murcia, Cuadernos de Teatro de la Universidad de Murcia, 1992, pp. 71-72).

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