N.º 42Teatro y realidad

 

DE AQUÍ Y DE ALLÁ [Selección de Miguel Signes]

La polémica literaria
MARIANO JOSÉ DE LARRA.

“Muchos son los obstáculos que para escribir encuentra entre nosotros el escritor, y el escritor sobre todo de costumbres, que funda sus artículos en la observación de los diversos caracteres que andan por la sociedad revueltos y desparramados: si hace un artículo malo, ¿quién es él, dicen, para hacerle bueno? Y si le hace bueno, será traducido, gritan a una voz sus amigos. Si huyó de ofender a nadie, son pálidos sus escritos, no hay chiste en ellos ni originalidad; si observó bien, si hizo resaltar los colores y si logra sacar a los labios de su lector tal cual picante sonrisa, es un payaso, exclaman, como si el toque de escribir consistiera en escribir serio. Si le ofenden los vicios, si rebosa en sus renglones la indignación contra los necios, si los malos escritores le merecen tal cual varapalo, es un hombre feroz, a nadie perdona.¡Jesús qué entrañas! ¡Habrá pícaro, que no quiere que escribamos disparates! ¿Dibujó un carácter, y tomó para ello toques de éste y de aquel formando su bello ideal de las calidades de todos? ¡Qué picarillo, gritan, cómo ha puesto a don fulano! ¿Pintó un avaro como hay cientos? Pues ese es don Cosme, gritan todos, el que vive aquí a la vuelta. Y no se desgañite para decirle al público: “Señores, que no hago retratos personales, que no critico a uno, que critico a todos, que no conozco siquiera a ese don Cosme”. ¡Tiempo perdido! “Que el artículo está hecho hace dos meses y don Cosme vino ayer”. Nada. “Que mi avaro tiene peluca y don Cosme no la gasta”. ¡Ni por esas! Púsole peluca, dicen, para desorientar; pero es él. “Que no se parece en nada don Cosme”. No importa; es don Cosme, y se lo hacen creer todos a don Cosme por ver si don Cosme le mata; y don Cosme, que es caviloso, es el primero a decir: «Ese soy yo». Para esto de entender alusiones, nadie como nosotros.” (9 de agosto de 1833).

 

¿Por qué el teatro?
Editorial de Cuadernos para el diálogo, en su número extraordinario dedicado al Teatro español y publicado en junio de 1966.

“[…] El Teatro como cualquier otra rama de la cultura, no puede explicarse si no es enmarcándole dentro de unas coordenadas más amplias que desbordan los límites estrictamente literarios. La complejidad e interdependencia de las relaciones sociales convierte en vasos comunicantes aspectos de la realidad que, a primera vista, pudieran considerarse extraños. El Teatro se relaciona directamente con la sociedad circundante de la que es reflejo, no solamente de sus contradicciones y desajustes, sino también, y principalmente, de sus condicionamientos y limitaciones. Así, pues, el Teatro español contemporáneo, su pobreza intelectual, su raquitismo ideológico, su reducción a mero objeto de consumo de una clase, su inhibición ante los problemas que España y los españoles tienen planteados, es fiel reflejo de una situación palpable que remite a un concepto del lugar que el arte y la cultura deben ocupar en la sociedad y cuál es la función de aquellos en relación con ésta. Cuando el Teatro es concebido como mero divertimiento al servicio de unos intereses económicos y clasistas, cuando el arte escénico es reducido, y rebajado, al nivel de un subgénero literario sin relación con la realidad circundante, hay que pensar que se vive dentro de una estructura que difícilmente admite la crítica y mucho menos la exposición de los problemas y contradicciones del momento histórico que le ha tocado vivir”.

 

Carta a Cipriano Rivas Cherif
En respuesta a la petición que éste le hace para que colabore en un proyecto de renovación teatral (12 de diciembre de 1922).
RAMÓN DEL VALLE INCLÁN.

“Querido Cipri:
Tiempo hace que estoy para escribirle, y responderle al tema del teatro que me propone en una de sus cartas. Bueno es todo cuanto se haga por adecentar el concepto literario del teatro, y estimo así la voluntad de ustedes: «Comedias arquetípicas o simplemente discretas, sea cualquiera su estructura y concepto escénico». Mis deseos acerca de un teatro futuro son cosa algo diversa. Dentro de mi concepto caben comedias malas y buenas –casi es lo mismo–; lo inflexible es el concepto escénico. Advenir las tres unidades de los preceptistas, en furia dinámica; sucesión de lugares para sugerir una superior unidad de ambiente y volumen en el tiempo; y tono lírico del momento total, sobre el tono del héroe. Todo esto acentuado por la representación, cuyas posibilidades emotivas de forma, luz y color –unidas a la prosodia– deben estar en la mente del buen autor de comedias. Hay que luchar con el cine: Esa lucha es el teatro moderno. Tanto transformación en la mecánica de candilejas como en la técnica literaria. Yo soy siempre un joven revolucionario, y poniéndome a decir la verdad, quisiera que toda reforma en el teatro comenzara por el fusilamiento de los Quintero. Seriamente, creo que la vergüenza del teatro es una consecuencia del desastre total de un pueblo, históricamente. El teatro no es un arte individual, todavía guarda algo de la efusión religiosa que levantó las catedrales. Es una consecuencia de la liturgia y arquitectura de la Edad Media. Sin un gran pueblo, imbuido de comunes ideales o dolores no puede haber teatro. Podrá haber líricos, filósofos, críticos, novelistas y pintores. Pero no dramaturgos ni arquitectos. Son artes colectivas. Primero los Faraones y las Pirámides después. Primero el honor caballeresco, después Don Pedro Calderón. El sentimiento de los espectadores crea la comedia y aborta al autor dramático. ¿Quiénes son espectadores en las comedias? Padres honrados y tenderos, niñas idiotas, viejas con postizos, algún pollo majadero y un forastero. Los mismos que juegan a la lotería en las tertulias de la clase media. Por eso los autores de comedias –desde Moratín hasta Benavente– parecen nacidos bajo una mesa camilla. Son fetos abortados en una tertulia casera. En sus comedias están todas las lágrimas de la baja y burguesa sensibilidad madrileña. Son hijos de una sensibilidad y de un ingenio que se estremece como ante un enigma alejandrino, cuando el bizarro capitán que agita la bolsa de la lotería canta guiñando un ojo: «Los dos patitos». En fin, cuente conmigo, si algo puedo hacer en pro de ese intento”.

 

El público del teatro
Esto escribía JACINTO OCTAVIO PICÓN en el ABC, el 1 de enero de 1903.

En materia de teatro nuestras costumbres conceden importancia exclusiva a los autores y a los actores; las obras y sus intérpretes absorben la atención de los aficionados; en cuanto al público, estamos acostumbrados a considerarlo como rey absoluto a quien es necesario servir y aun adular, dándole la razón en todo y no discutiendo nunca sus fallos.

Y, sin embargo, acaso más que nadie sea él digno de estudio y en gran parte de censura por faltas y errores que con frecuencia se echan en cara a cómicos y poetas.

No falta quien sostenga que, pues el público paga, es dueño de imponer su capricho; mas nadie negará que el gusto y el sentimiento artístico son susceptibles de educación, y que, bien dirigido, el pueblo que hoy se divierte con una mojiganga puede mañana deleitarse con un buen drama.

Yo me atrevo a creer que quien con la autoridad y prestigio necesarios emprendiera la crítica de los fallos del público, haría grandísimo beneficio a la literatura dramática, contribuyendo a crear, poco a poco, una minoría capaz, en momentos determinados, de influir poderosamente en el éxito de las obras.

La sentencia con que hoy en el teatro se aprueba o rechaza una obra, no es más que la suma de opiniones individuales que fallan por impresión, acaso influidas por prejuicios y preocupaciones ajenas al arte, contrarias a la razón y funestas a la verdad; por eso el respeto exagerado al público es una especie de adulación.

La prueba de que necesita quien lo dirija y guíe por el intrincado laberinto que forman las distintas manifestaciones dramáticas, viejas y nuevas, anticuadas y novísimas, está en que todavía no se ha establecido la línea divisoria que separa el verdadero arte dramático, reflejo artístico de la vida, y el mero arte teatral de interesar o entretener al espectador; cosas harto diferentes, pues para lo primero hacen falta dramas y comedias con caracteres reales, y para lo segundo bastan ingenios hábiles y empresarios rumbosos.

Es verdaderamente notable que estando ya en España la novela de aventuras y mera imaginación destronada por la de caracteres y costumbres, no haya repercutido en la escena con mayor fuerza ese triunfo de la verdad. […]”.

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