N.º 9 Mejor pensarlo dos veces. Ensayo

sumario

HOUSTON STEWART CHAMBERLAIN. El drama wagnerianoEl drama wagneriano

Enrique Martínez Miura
Crítico musical

Houston Stewart CHAMBERLAIN,
El drama wagneriano.
Traducción de Heriberto Laribal. Prólogo de Javier Nicolás Cintas.
Torrevieja, EAS, 2015.
193 pp. 15 €. ISBN: 978-84-941924-3-2.

Houston Stewart Chamberlain (1855-1927) ha pasado a la historia de la infamia como uno de los teóricos de la exaltación del racismo. En relación con Wagner, que es lo que nos ocupa, este autor –de educación inglesa, pero completamente germanizado– se entregó a un culto que rozaba lo religioso. Se casó con Eva (1867-1942), hija del compositor, e influyó poderosamente en la deriva nacionalista que preparó que el Festival de Bayreuth acabara en las redes propagandísticas del nazismo. Este libro, escrito en 1892 y que ahora se reedita (edición original: Barcelona, Nuevo Arte Thor, 1980) pertenece a la mitología wagneriana, aunque no deja de tener un cierto interés que vuelva a estar en circulación y el lector con sentido crítico pueda enfrentarse con su auténtico contenido. La exposición de Chamberlain se enmarca claramente en la tradición idealista y romántica que considera al artista como héroe, pero llevando esa postura hasta la frontera que roza con lo religioso; no hay sino que fijarse en su afirmación acerca de las obras de arte como “revelaciones” (pág. 188). Dado ese estatus de las creaciones entregadas por Wagner al mundo, no todo espectador es digno de acceder a ellas: es precisa una iniciación que haga comprensible su “secreto”. Con semejantes planteamientos, no será necesario insistir demasiado en que muy poco del escrito de Chamberlain sea aprovechable, tanto desde el punto de vista musical como del dramático, para el lector de hoy. Dos son las tesis principales del libro: que Wagner era superior en su condición de poeta dramático a su lado de compositor y que sus obras no eran óperas. La primera proposición es inaceptable, Wagner ha pasado a la historia de la cultura como compositor y los a veces farragosos libretos que escribió para lo que él llamaba dramas son hoy en día más un lastre que el motor mismo de la acción. El recurso a trucos por parte de Chamberlain, como la supuesta necesidad de redefinir lo que se entiende por “acción”, frente al evidente estatismo de no pocas escenas de Tristán e Isolda, el Anillo o Parsifal, se muestra ineficaz para sustentar la idea de que estas obras fueron concebidas como tragedias declamadas, algo que, privadas de la música, las haría totalmente inviables. Es por demás sintomático que Chamberlain ni mencione siquiera la influencia de Wagner en la música moderna por su contribución a la disolución de la tonalidad. Por lo que respecta a la segunda cuestión, Chamberlain se empeña a fondo en el intento de demostrar que el drama wagneriano no es ópera, forma que considera “monstruosa” (pág. 42). Claro que la galería de monstruos de Chamberlain está también habitada nada menos que por la música absoluta (pág. 90). Si pensamos que Wagner transformó a fondo el teatro con música y canto, pero estuvo muy lejos de crear algo nuevo ex nihilo, podremos comprender mucho mejor los exabruptos de Chamberlain, porque las obras de madurez de Wagner, a partir de Tristán e Isolda, proceden exactamente de dos de esos “monstruos”, las largas escenas continuas que se encuentran ya como cierre de acto en las óperas finales de Mozart y el sinfonismo beethoveniano. Precisamente el criterio de la forma cerrada –aria, dúo, coro, etc.–, todavía existente en Tannhäuser, es lo que mueve al autor a situar esta obra como inferior a Lohengrin, pero con total incoherencia se busca reivindicar Rienzi, una obra temprana cuya debilidad manifiesta le ha impedido históricamente entrar en el canon de Bayreuth. En ausencia de análisis estilístico o estudio estructural, poco es lo útil en la exposición de Chamberlain, tal vez su referencia al empleo de la aliteración o la proximidad del mundo de Parsifal con el de El anillo del nibelungo, por cierto datos que estaban en los escritos del propio Wagner. Tal vez debamos entender como un rasgo de humor surrealista la pretensión de superioridad, cuando menos en algún aspecto, del drama wagneriano sobre Shakespeare (pág. 153), “los dos más grandes genios dramáticos de raza germánica” (pág. 120). Sin comentarios. La reedición del texto hubiera podido aprovecharse para subsanar descuidos tipográficos y alguna fea falta de ortografía (“hacerca”, pág. 50).

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