N.º 9 Mejor pensarlo dos veces. Ensayo
Literatura dramática del exilio en Centroamérica
Pedro Catalán
Autor e investigador teatral
José Ángel ASCUNCE,
Escena y literatura dramática del exilio republicano de 1939
en Centroamérica.
Sevilla. Renacimiento. 2016.
Biblioteca del Exilio. Col. Anejos nº 27.
312 pp. 20 €. ISBN: 978- 84-16685-47-9.
Un nuevo título de la Editorial Renacimiento que se suma a la ya larga lista de su “Biblioteca del Exilio”, y en el que su autor, José Ángel Ascunce, catedrático emérito de la Universidad de Deusto, nos ofrece una visión de la actividad teatral –escénica y literaria–, llevada a cabo por los exiliados españoles en Centroamérica, y cuyo estudio es necesario para conocer su influencia en la formación y desarrollo de los teatros nacionales de los respectivos países.
Estructurado el libro en cuatro capítulos, en el primero de ellos se define el ámbito geográfico, formado por Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá, y se exponen sus antecedentes históricos y culturales para entender la situación que, desde el punto de vista teatral, encontrarían los españoles que se asentaron en la región ístmica, aunque no fuera ésta, por razones geográficas y políticas, un destino prioritario del exilio republicano.
En este breve pero preciso repaso histórico, los acontecimientos obligan a diferenciar dos grandes períodos al referirse a las manifestaciones culturales y teatrales en la zona: el precolombino y el colonial. Con notable acierto se ofrece una lúcida visión general, y con ejemplos particulares, de las características de la teatralidad precolombina, en una región marcada por su condición multiétnica y multicultural. La llegada de los conquistadores supuso la imposición de una cultura nueva a través de la lengua, la religión, las formas de vida y de pensamiento de la sociedad española, que transformaron los modelos anteriores.
Tras la independencia, a partir de 1820, el teatro centroamericano conoció una evolución que se inició con la copia de los modelos españoles hasta alcanzar la representación de obras genuinamente nacionales. A ello contribuyó la frecuente presencia de compañías teatrales españolas cuyos integrantes, cuando se disolvían por problemas económicos, fomentaron y enriquecieron el panorama teatral de esos países.
Ascunce recurre a algunos ejemplos de esta realidad, como Panamá, con la llegada en 1850 del actor y empresario español Mateo Furnier y la inauguración del primer teatro de la ciudad, o en Costa Rica, donde la compañía de Saturnino Blen (1868-1880) dinamizó la vida teatral del país y de Nicaragua, o en Honduras, donde será Gerardo de Nieva, a su llegada en 1923, quien forme la primera compañía hondureña.
Surgen, por tanto, compañías originarias del país a imitación de las españolas, y cuya creación propicia el origen de un verdadero teatro nacional. Se comienzan a estrenar obras de autores nativos por compañías españolas, como en 1887, cuando la Compañía Mariano Luque lleva a las tablas Úrsido, de Francisco Gavidia, contribuyendo decisivamente con ello al nacimiento y consolidación de un teatro propio. Sin embargo, aún se caracterizan estos primeros textos por su baja calidad literaria, aunque su significación cultural fuese elevada.
Continúa el segundo capítulo con cuatro ejemplos de la presencia del teatro español, que influirán positivamente en el devenir del teatro centroamericano y cuyos representantes más destacados, Alberto Martínez Bernaldo, Gerardo de Nieva y Santiago F. Toffé, servirán de nexo con los autores del exilio republicano.
La última muestra de este breve recorrido se centra en el teatro español en la escena costarricense entre 1936 y 1975, donde había un claro predominio de las compañías españolas, y algunos de sus miembros influyeron positivamente en el desarrollo del teatro nacional, como Mariano Luque, Saturnino Blen o Tomás García.
Aunque por razones políticas Costa Rica no acogió a exiliados republicanos, en el terreno teatral, en cambio, hay tres autores del exilio cuyas obras se representaron en el país. El primero de ellos sería Alejandro Casona, seguido de León Felipe, con su obra El juglarón montada en 1965, y de Fernando Arrabal, con Picnic en el campo de batalla, en 1968.
En el capítulo tercero se abordan las figuras principales del exilio relacionadas con los países citados, como María Solá de Sellarés en Guatemala y El Salvador, Jokin Zaitegi también en Guatemala, y Cipriano Rivas Cherif, Edmundo Barbero en El Salvador, Andrés Morris en Honduras, y en Panamá Ramón María Condomines y Renato Ozores.
En El Salvador, y más tarde en Guatemala, sería la pedagoga catalana María Solá de Sellarés (1899-1998) la figura más relevante. En 1940 llega a El Salvador para dirigir a Escuela Normal de magisterio “España”, donde introduce como asignaturas la danza, el teatro y la música. En esta tarea tuvo a Gerardo de Nieva como un inestimable colaborador. Más tarde pasaría a Guatemala y por último a México, donde permaneció dedicada a la enseñanza, a escribir libros y a colaborar con revistas mexicanas.
En Guatemala también encontramos la figura del jesuita Jokin Zaitegi, (1906-1979), escritor, editor y traductor, pionero en la defensa de la cultura y la lengua vascas, y que escribió la mayoría de su producción literaria en euskara. En 1944 abandonó la Compañía y se autoexilió en Guatemala. Continuó con su labor docente en la Universidad de San Carlos y en el Instituto América. En México, en 1945, tradujo al euskara cuatro de las tragedias de Sófocles y, en 1950, fundó la revista Euzko-Gogoa, que dio mucha importancia al teatro combinando la edición de obras con la traducción de las grandes obras del teatro universal, como Sófocles y Shakespeare, y también obras tradicionales de carácter popular.
La presencia de Rivas Cherif en Guatemala fue breve, intensa y accidentada. Llegó en 1953 invitado para llevar a cabo una labor como docente y asesor teatral. Durante su permanencia conoció problemas y sinsabores, y las promesas no se vieron cumplidas. No obstante, impartió clases de teoría dramática y dirigió varios espectáculos, sobresaliendo el montaje de Pepita Jiménez, en 1953. Tras su desencuentro con el mundillo teatral, inició su aventura solitaria con las representaciones en forma de bululú, hasta que, en 1954, tras un golpe de estado, regresó a México, destino inicial de su exilio.
Figura destacada del exilio en Centroamérica es Edmundo Barbero (1899-1982), que afincado en El Salvador desarrolló una extensa labor tanto como docente y director teatral, como escritor, periodista y conferenciante. Se exilió a Chile en 1941, con estancias en Argentina, Uruguay, Perú, El Salvador y México. En Chile desarrolló una intensa actividad dedicándose al teatro, la docencia, el cine y la radio, y entrando en contacto con Margarita Xirgu y Santiago Ontañón, con los que creó la Escuela de Arte Teatral de la Municipalidad de Santiago de Chile, con la que representaron obras de Molière y de García Lorca, entre otros autores.
En su actividad supo ofrecer un teatro plural que conjugaba clásico y moderno, extranjero y nacional, siempre cuidando la calidad literaria y el interés temático, y preocupado por representar un teatro nuevo y rupturista.
Tal vez por todo ello, nuestro admirado Jerónimo López Mozo, que lo conoció personalmente, evocó su figura en su obra El olvido está lleno de memoria (2003), como un merecido homenaje.
Por su parte, Andrés Morris (1928-1987) se trasladó a Honduras en 1961, donde trabajó como profesor y creó, en 1965, el Teatro Nacional de Honduras. Cultivó también el periodismo y la crítica literaria, y como dramaturgo es autor de varias obras, algunas de las cuales supusieron una importante aportación al desarrollo del teatro hondureño. También colaboró en la televisión y fue agregado cultural de la embajada española en Honduras. Entre sus obras figuran La ascensión del busito, El guarizama y Oficio de hombres. Ascunce destaca, entre las características del teatro de Morris, su espíritu crítico y desmitificador, combinando teatro del absurdo y teatro surrealista.
Ramón María Condomines (1904-1969), también jesuita, aunque abandonó la Compañía en 1931, alterna estancias en Cuba Perú y Panamá. Como profesor y director fomenta un teatro religioso, pero también obras modernas y de gran calidad dramática, de autores del teatro existencialista, surrealista o del absurdo. Organizó y dirigió el Instituto de Arte Dramático de la universidad y con los alumnos representó obras de autores peruanos y españoles. En 1954 llegó a Panamá para ejercer como cura rural, entre campesinos sin recursos. Aquí surgió la idea de representar el Misterio de la Pasión por los propios vecinos del pueblo, sin experiencia teatral, pero con los que consiguió un gran éxito, combinando así apostolado, docencia y teatro. Desde sus diferentes puestos y responsabilidades –catedrático, director, conferenciante, articulista–, siempre procuró extender la cultura a todas las capas sociales. En 1957 crea el TEXPA (Teatro Experimental de Panamá), que ayudó a divulgar el teatro por todo el país, logrando que en 1960 se creara la primera Escuela Nacional de Teatro, en la que realizó una gran labor. En su repertorio daba cabida tanto a obras del Siglo de Oro español como a otras clásicas y modernas, siempre cuidando la calidad, basándose su éxito en ofrecer un teatro muy trabajado que incidía en la preparación del actor.
Por último, Renato Ozores (1910-2001) es el autor que cierra este recorrido por Centroamérica. Obligado a exiliarse en 1938, llegó a Panamá, donde se instaló y desarrolló su brillante carrera, tanto profesional –fue fiscal en Gijón– como artística –en el terreno de la escritura teatral. Trabajó en la embajada de nuestro país en la capital panameña. Desarrolló después una intensa actividad en diferentes ámbitos, bien como profesor, o en la judicatura o en la acción política, además de la labor periodística y la escritura, y siempre con un compromiso ético que le señala como un gran humanista. En su labor dramática cuenta con cinco obras: Un ángel, Una mujer desconocida, La fuga, El cholo y El otro final, con las que contribuyó decisivamente al desarrollo del panorama teatral panameño.
Concluye el volumen con un cuarto capítulo dedicado a ofrecer un cuadro de las representaciones por países, autores y obras más frecuentes, y un apéndice gráfico con imágenes de algunos autores o programas y carteles de determinadas funciones o ediciones teatrales.
Es destacable la utilización de los testimonios de primera mano de los familiares o alumnos de algunos autores estudiados o sus publicaciones autobiográficas que sirven para documentar aspectos que de otra manera quedarían olvidados. Insiste el autor en la gran tarea que queda aún pendiente para investigar y llenar los grandes vacíos que todavía existen para poder conocer más en profundidad la actividad dramática del exilio y su influencia en América. No obstante, este inestimable trabajo viene a llenar en parte ese vacío al ofrecernos, con profundo conocimiento, la decisiva aportación de los exiliados republicanos españoles a la formación y desarrollo de los teatros nacionales en los países centroamericanos, contribuyendo así a paliar el olvido de tan meritoria labor.