N.º 8 Cuéntame. Entrevista
Ignacio Arellano
José Manuel Corredoira Viñuela
Ignacio Arellano (Corella, 1956) es Catedrático de Literatura Española en la Universidad de Navarra y Director del Grupo de Investigación Siglo de Oro (GRISO), donde coordina el proyecto de edición crítica de los autos sacramentales completos y las comedias completas de Calderón, la edición crítica de las Obras completas de Tirso de Molina, la publicación de La Perinola. Revista de Investigación Quevediana, la dirección del Centro de Estudios Indianos (con su “Biblioteca Indiana”), o la dirección de la colección “Biblioteca Áurea Hispánica”. Es autor, editor o compilador de ciento cincuenta libros sobre literatura española, especialmente del Siglo de Oro, y cerca de cuatrocientos artículos en revistas científicas.
Comencemos por el principio, si te parece, Ignacio. Dos de tus primeros trabajos de investigación, publicados en revistas especializadas, están dedicados a la literatura contemporánea: un artículo sobre la técnica del contraste y el contrapunto en Sabato, y otro de nada menos que 40 páginas sobre Retrato de dama con perrito, de Luis Riaza. Nada que ver con los estudios auriseculares, pero sí con el (neo)barroco español (en el caso de Riaza). Los que te leemos asiduamente, sabemos también que tienes un blog llamado “El Jardín de los Clásicos”, donde incluyes de vez en cuando informaciones y noticias de lecturas contemporáneas. Me gustaría que hablases de esta faceta tuya temprana en torno a Riaza (uno de nuestros mejores dramaturgos vivos), contrapunteada con tus notas contemporáneas. ¿Volverás a escribir sobre teatro español contemporáneo?
Yo me dediqué a esto de la Filología porque me gustaba la literatura. Antes de que te especialices parece que tienes algo más de tiempo para picar aquí y allá. Luego el engranaje te pilla y apenas tienes oportunidad de escribir sobre territorios que no sean los de tu campo. El teatro de Luis Riaza me interesó desde temprano por la carga poética de su lenguaje y por la concepción visual, ceremonial, fascinante de su proyección escénica. Cuando Luis estaba destinado a la zona Norte de Correos (pues como sabes era funcionario de Correos) y pasaba por Pamplona, solíamos cenar juntos y hablar de teatro. Y sé muy bien los trabajos que un dramaturgo contemporáneo tiene que pasar en esta España nuestra… Por cierto, años más tarde volví a escribir sobre el Libro de cuentos, de Luis Riaza, en un prólogo a la edición que salió en La Avispa. Luego durante algunos años estuve en el jurado del Premio Nacional de Literatura Dramática y eso me hizo leer bastantes piezas contemporáneas. Quizá vuelva a escribir sobre esta etapa del teatro, empezando por un tal Corredoira Viñuela, que me parece otro caso de teatro especialmente interesante y provocativo.
El GRISO, un referente mundial en los estudios sobre la literatura del Siglo de Oro, cumplía el año pasado sus primeros veinticinco años de vida literaria. Me gustaría que nos hablases del proyecto, cómo surgió la idea de crear el Grupo de Investigación, y en qué punto se encuentra en este momento (publicaciones, congresos, tesis…).
El GRISO empezó como equipo de investigación más bien informal, pero centrado en un proyecto muy ambicioso: la edición crítica de los autos completos de Calderón. Después la Universidad de Navarra, en donde yo trabajaba y trabajo, tras dejar mi cátedra en la Universidad de Extremadura, inició un Plan de Investigación y apoyó una línea de interés prioritario dedicada al Siglo de Oro: ahí empezó de verdad la tarea sistemática del GRISO. En este momento, a sus 25 años de edad, el GRISO ha publicado –obra de sus investigadores de plantilla o de los asociados, o en colecciones fundadas y dirigidas por el equipo– cerca de 500 volúmenes (más de 100 en la Biblioteca Áurea Hispánica; 100 en la serie de autos sacramentales de Calderón); ha organizado más de 250 congresos (la mayoría internacionales, muchos en colaboración con otros equipos); mantiene dos revistas (indexadas, ¡eh!): La Perinola (sobre Quevedo) y Anuario calderoniano, y en fin, navega por distintos rumbos de la literatura del Siglo de Oro, que es inacabable.
Repasando estos días tu currículo (abrumador), compruebo que has dedicado mucho tiempo a la obra de Calderón y a la de Tirso (también a Quevedo, claro, sobre el que escribiste tu tesis doctoral), y menos a Lope de Vega. ¿A qué se debe esa desafección o apartamiento del Fénix de los Ingenios?
Distingamos… La cosa es que cuando uno se mete con Quevedo, por ejemplo, ya está atrapado y es difícil que pueda hacer algo más. Si además se ocupa de Calderón, el panorama se complica. Trabajar en Quevedo, Calderón y Lope es ya algo excesivo y non omnia possumus omnes. Pero de desafección nada. De hecho he publicado unas cuantas cosas lopianas: sobre El caballero de Olmedo, Las Rimas de Tomé de Burguillos (un libro entero sobre esa colección poética, uno de los libros más importantes de toda la poesía española); sobre La Dorotea, sobre el Arte nuevo, sobre los casos de honra en la comedia de Lope, los modelos de comedia temprana de Lope, y otro libro entero, Vida y obra de Lope, en colaboración con mi amigo y colega Carlos Mata… O sea, que a Lope también le he dedicado algunos ratos…
Otro de los proyectos de los que os habéis ocupado (sin parangón, hasta donde yo conozco) es la publicación de todas las comedias burlescas auriseculares conocidas (siete tomos hasta el momento, y algún suelto más: piezas anónimas como La ventura sin buscarla –una de las mejores, sin duda–, textos de Monteser, Bernardo de Quirós, Jerónimo de Cáncer; Céfalo y Pocris de Calderón –una obra maestra–, Lanini, etc.); un género casi inexistente en nuestros escenarios…
Cuando estudiaba la carrera recuerdo que la Historia de la literatura de Juan Luis Alborg empezaba con una caracterización general de la literatura española, que había trazado don Ramón Menéndez Pidal: literatura realista, moralizante, etc. Me pareció que tenía que haber más complejidad y luego, en efecto, me di cuenta de que una parte de la literatura española estaba “oculta” y que en realidad no se puede caracterizar una literatura si solo se tiene presente una parte previamente seleccionada. Un elemento importante que estaba olvidado era precisamente el género de la comedia burlesca. Ahora yo creo que en su mayor parte queda al alcance de los lectores y de las compañías que quieran experimentar con este teatro del absurdo y de lo grotesco que fue inventado en la España barroca mucho antes de La cantante calva. El GRISO ha publicado más de 35 comedias de las 40-45 (según se consideren algunas piezas) que han llegado hasta nosotros. Que suban a los escenarios ya no está en nuestras manos.
Continuando con las comedias burlescas… ¿Qué me dices de La infanta Palancona, de Félix Persio Bertiso, una obra que a mí particularmente me fascina? ¿La consideras más un entremés (atribuido en tiempos a Quevedo) que una comedia burlesca? ¿Para cuándo una edición crítica de ese texto?
La diferencia entre un entremés grotesco, algunas mojigangas y una comedia burlesca puede establecerse a veces por la mera extensión (las comedias burlescas son casi siempre mucho más cortas que las “convencionales”). Estamos trabajando con La infanta Palancona y algunos otros textos restantes del corpus y tenemos intención de incluirla en uno de los próximos volúmenes de burlescas, pero no sé exactamente cuándo los podremos publicar.
Hablemos un poco de Calderón, Ignacio. ¿Por qué nos gusta tanto? ¿Cuánto debemos esperar para leer una biografía crítica del vate madrileño, sin tener que recurrir al texto ya antañón de Cotarelo y Mori, o el reciente pero a todas luces insuficiente de Don W. Cruickshank (Calderon de la Barca. Su carrera secular, Gredos, Madrid, 2011)?
Al parecer, no a todos les gusta Calderón. No gusta sobre todo a quienes no lo conocen. Los que conocen su obra no pueden menos que gustar de ella. Y no sé cuándo habrá una biografía crítica. Las que citas no son malas, pero, en efecto, resultan “incompletas”. De todos modos, no estaría mal que un dramaturgo como Calderón tuviera varias biografías.
Me gustaría que comentases este pasaje tomado de tu libro Calderón y su escuela dramática (Laberinto, Madrid, 2001, pág. 8): “… una obra [la de Calderón] que es, en mi opinión, como he dicho otras veces, más profunda que la de Lope y más compleja que la de Shakespeare”.
Dije que era más profunda que la de Lope porque Calderón supone un grado más de la elaboración dramática. Lope escribió mucho y lo que gana en extensión lo pierde (a veces) en intensidad. Esto es inevitable y no le quita mérito al gran Lope. Pero Calderón no tiene ninguna pieza débil, en mi opinión. Y más complejo que Shakespeare porque el bardo no tiene nada que pueda compararse a los autos sacramentales. Shakespeare y Calderón cultivan ambos la tragedia y la comedia, pero Calderón tiene además los autos y los entremeses. Y de la confluencia y contraposición de estas perspectivas emerge un mundo dramático de máxima complejidad: La vida es sueño no solo es una comedia, es también un auto sacramental (con dos versiones); la Mojiganga de las visiones de la muerte es una especie de grotesco en que el auto sacramental se vuelve del revés…
Antonio Regalado defendió en su día que Calderón era un pensador a la altura de Leibniz, Pascal o Hobbes…
No lo creo. En todo caso, me parece una comparación fuera de lugar, poco útil. Calderón no era un “pensador”; era un poeta, un dramaturgo, un artista. Lo que me interesa de Calderón es el modo de expresar las pasiones humanas, los conflictos, los valores, las dudas y las certezas en un lenguaje poético y dramático, no en un lenguaje filosófico. Se han escrito muchas páginas, por ejemplo, desde el punto de vista “filosófico” sobre La vida es sueño o El gran teatro del Mundo: casi todas me parecen superfluas. La gran habilidad de Calderón es plantear grandes problemas con enorme sencillez (no contraria a la complejidad): porque, seamos sinceros, ¿quién no entiende lo que se representa en El gran teatro del Mundo? Creo que es mucho más importante para la cultura universal un creador como Calderón, que la labor de muchos pensadores…
Calderón es, sin duda, el clásico español sobre el que pesan más prejuicios, el más incomprendido y desconocido del público. ¿A qué o a quién lo atribuyes (aparte de a Menéndez Pelayo y a la leyenda negra antiespañola)?
A Menéndez Pelayo poco, porque dudo de que los “intelectuales”, periodistas, actores y gente en general de la cultura hayan leído mucho a Menéndez Pelayo; a la leyenda negra, interiorizada a menudo inconscientemente, mucho, y a la ignorancia y rutina más aún. Nadie que haya leído a Calderón puede negar su máxima altura dramática; ergo solo quienes no lo han leído pueden denigrarlo. Pero la cultura española tiene un complejo que parece indestructible, complejo de inferioridad, de papanatismo, de masoquismo… y una obsesión ridícula con la Inquisición. A Calderón lo han llamado de todo: inquisidor, defensor de un código del honor asesino, arcaico y hasta cafre. Uno se queda atónito viendo estas cosas.
Valle-Inclán hablaba, despectivamente, de los “tres tonsurados” del teatro español (Lope, Tirso y Calderón). La literatura dramática del XVII era un asunto de curas y frailes…
Había muchos más (grandes) tonsurados en el teatro y en la literatura española de la época: por ejemplo Góngora, y antes en el XVI, San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Fray Luis de Granada… Decir que la literatura dramática del XVII era cosa de curas y frailes con la intención de calificarla de pacata, reducida, dada a la moraleja inmediata o mojigata es no saber ni qué es el teatro del XVII ni qué es un cura o fraile, sobre todo un cura o fraile del Siglo de Oro. Haro Tecglen, que no sabía nada de teatro clásico y que exhibía una soberbia ridícula, llamaba a Tirso “frailecillo”. Podía haber llamado a Lope “curita” o a Calderón “clerizonte”… Puestos a decir tonterías… A mí me resulta patética la falta de respeto a genios como los citados: para hablar de Lope, Tirso o Calderón, lo primero que hace falta es cierta humildad. Esa se consigue conociendo su obra. En el caso de Valle se comprende porque los poetas siempre adolecen de vanidad y la grandeza de los demás resulta molesta. Valle-Inclán, a mi juicio, no es un escritor menor, pero desde luego no se puede poner a la altura de Calderón. Pues que le llame “cura” si quiere; hay que consolarse de alguna manera.
Samuel Johnson, el crítico más honesto de la literatura inglesa, decía que muy pocos de los versos de Shakespeare eran difíciles para el público de su tiempo; el bardo utilizaba expresiones corrientes comprensibles por todo el mundo, y si hoy (1765) no resulta así es debido a “la parquedad de estilo de sus colegas contemporáneos”. Los argumentos de sus obras estaban extraídos de novelas muy populares en su tiempo (Como gustéis, sin ir más lejos, está basada en el Gamelyn de Chaucer) y en crónicas y baladas inglesas conocidas por todo el mundo. ¿Crees que esto es extrapolable a nuestro teatro aurisecular? ¿Entendía el público de los corrales cabalmente las obras de Calderón? ¿Y los cortesanos del Buen Retiro?
Habría que reflexionar sobre lo que dice el Dr. Johnson, que no lo creo del todo exacto. Pero sí lo creo razonable en su sentido esencial, y lo mismo sucede desde luego al teatro español y a cualquiera. Ahora bien, me parece más importante señalar que no es necesario que todo el público entienda completamente una obra teatral. Exigir esa comprensión, que no se da nunca, ha sido nefasto para la recepción del teatro clásico español. Basta que una obra sea “rentable” para un espectador. El teatro del Siglo de Oro se dirige a muchas categorías de espectadores: unos entienden todo, otros no tanto; hay chistes de bajo estilo, refinadas poesías petrarquistas, doctrinas políticas, reflexiones teológicas… ¿Por qué van a entender todos todo? Se ha dicho que muchos aspectos del teatro español áureo resultan incomprensibles para el espectador actual. Puede ser, pero lo esencial es perfectamente comprensible. El público de la época y el de hoy entiende, estoy seguro, lo suficiente para que la experiencia resulte exitosa.
El Doctor Johnson no escatima los defectos del padre del teatro inglés en el Prefacio que escribió a la edición de sus obras en 1765 (puede leerse en Samuel Johnson, Ensayos literarios, ed. Gonzalo Torné, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015, especialmente págs. 67 ss.). El estilo de Shakespeare –escribe– es agramatical, confuso y oscuro, asistemático, inconsecuente, poco metódico y errabundo. Según Dryden (citado por Johnson), “muchas veces es monótono e insípido, su ingenio cómico degenera en juegos de palabras, su pomposa seriedad en ampulosidades…”. Me gustaría, Ignacio, que nos hablases de los defectos de nuestros grandes dramaturgos auriseculares…
Esos defectos que Johnson atribuye a Shakespeare son en buena parte deformaciones de la propia época y perspectiva de Johnson. Los ilustrados españoles enderezaron acusaciones parecidas contra el teatro del Siglo de Oro. No hay que decir que los franceses (que tanto lo copiaron) insistieron siempre en defectos semejantes: excesos, desórdenes, desequilibrios, falta de contención… Los grandes dramaturgos (Lope, Calderón, Tirso) tienen sin duda defectos, pero hay que ser muy petulante para indicarlos, al menos en las grandes obras maestras… Yo desde luego no me atrevería a buscar defectos a La vida es sueño, El castigo sin venganza, El caballero de Olmedo, La dama duende, Marta la piadosa… y tantas otras piezas, tan perfectas como puede serlo una obra salida de manos humanas. En los dramaturgos menores (Claramonte, Lanini Sagredo, el maestro Meneses…) sería más fácil señalar los defectos, pero no le veo utilidad a semejante tarea…
En otro lugar escribe el crítico inglés: “Me he visto obligado a resignarme a que sea el tiempo futuro el que esclarezca muchos pasajes [de Shakespeare] que no he llegado a comprender…”. ¿Suscribes este juicio?
Johnson creía que en la época de Shakespeare el pueblo entendía mejor su teatro que un erudito en la de Johnson. Suscribo en parte ese juicio, porque me dedico precisamente a intentar esclarecer y explicar los textos del Siglo de Oro, incluidos los dramáticos. Muchas claves, motivos, referencias, expresiones… se han oscurecido para un espectador actual, y esa sería la tarea de los filólogos: recuperar el sentido de un texto en su horizonte de emisión y recepción. Después una compañía teatral podrá hacer lo que quiera con una obra, pero primero debería entenderla bien. Todavía hoy me parece que muchos actores no siempre se preocupan de entender el texto y creen que “esas cosas de los profesores” no tienen que ver con “el teatro”. Es un error que conduce a incoherencias de las puestas en escena y a desprestigiar al teatro y a los mismos actores.
Hablemos del tema de la honra y el honor calderonianos. Nuestro mayor poeta dramático, pasa por ser, para muchos, el representante de la España inquisitorial, prefascista, etc. Y Don Gutierre, el protagonista de El médico de su honra, un ejemplo del “machismo deshumanizado”. Los trobriandeses, estudiados por Malinowski, disfrutan con normalidad durante el noviazgo de relaciones sexuales esporádicas con otras parejas. En cambio, los novios pueden sentir su honor herido cuando la prometida se sienta a comer con otro hombre. En el prólogo al libro de Malinowski La vida sexual de los salvajes del noroeste de la Melanesia, Gregorio Marañón escribe: “Un Calderón australiano escribiría su tragedia por un pan partido entre una mujer y un hombre, con la misma convicción con que el nuestro, el castellano, poetizaba el honor localizándolo en la membrana himenal hendida”. Si hacemos caso omiso de la cursilería estilística del doctor Marañón, ¿cuál es tu opinión sobre el tema de la honra?
Uno de los asuntos peor entendidos a propósito de Calderón es este del honor. He intentado aclararlo en algunos estudios, pero me temo que la rutina y el tópico es lo más difícil de remover en esta vida. Para Calderón –como para todo el Siglo de Oro– el honor consiste en la autoridad que se le reconoce a alguien. Lo de la membrana himenal no es exacto. Es solo una de las posibilidades de deshonra, quizá la más llamativa dramáticamente y por eso se ha entendido en un sentido exclusivo erróneo. En Las mocedades del Cid de Guillén de Castro el padre del Cid es deshonrado porque lo abofetean. Cualquier falta de respeto a alguien que se siente acreedor a ese respeto es deshonra y exige la venganza. Darle a alguien un puñetazo no era deshonra; darle una bofetada (signo de desprecio), sí; el atravesado con una espada no quedaba deshonrado; el golpeado con un palo y sobre todo con una caña, sí; tratar a uno de “vos” cuando espera un respetuoso “vuestra merced” es suficiente para provocar un duelo; el marido cuya mujer le resulta infiel o actúa de modo que parece serle infiel queda sin honor porque ha sido irrespetado y pierde su autoridad en el marco de los valores sociales vigentes. Eso le pasa a don Gutierre, de El médico de su honra, el hombre más insultado del teatro universal por críticos que no han entendido lo que pasa. Doña Mencía, su mujer, actúa imprudentemente, de modo que parece que tiene relaciones con el príncipe: esas “apariencias” son cruciales y hechos reales capaces de deshonrar a don Gutierre, porque el honor es algo que solo existe en el respeto que los demás muestran a alguien. Y don Gutierre, como noble, está obligado –aunque se queja reiteradamente; es lo menos machista que hay– a defender ese sistema que le ha sido impuesto. Por lo demás, se ha dicho que el código del honor es responsable de la caducidad del teatro calderoniano: afirmación que no tiene en cuenta que ese código sigue vigente en muchos sitios, y que –como tantos otros códigos y valores– no necesita estar vigente para funcionar como poderosa estructura dramática. Como no creemos en los dioses paganos, ¿no podemos leer la Ilíada o la Odisea o ya no se puede representar a Esquilo?
Borges comentaba en una entrevista (no recuerdo ahora si con Roberto Alifano o con Osvaldo Ferrari) que la conquista de América no había dejado apenas huella en la literatura española de su tiempo. El entrevistador le daba la razón. Y seguramente también los lectores de Borges… Sin salirnos del teatro (¿es que Borges no leyó a Bernal Díaz del Castillo, a Solís, a Bernardino de Sahagún, a Gómara, los Naufragios de Cabeza de Vaca…? ¿No conocía la polémica Sepúlveda-Las Casas? ¿Y el De Indis de Francisco de Vitoria, creador del moderno Derecho de gentes?), ¿qué decir de El nuevo mundo descubierto por Cristóbal Colón o el Arauco domado de Lope de Vega, la Trilogía de los Pizarro de Tirso, o La Aurora en Copacabana de Calderón?
A Borges le gustaba decir alguna que otra vez cosas pintorescas. Que la conquista de América –que debiera haberse llamado las Indias– dejó una huella imborrable en la literatura, la cultura, la historia española no admite discusión. En tu pregunta mencionas suficientes textos como para justificar semejante afirmación. El corpus de crónicas de Indias en toda su variedad de textos no tiene par en ninguna literatura. En el territorio de la ficción artística (obras de teatro, poemas épicos, etc.) es posible que la calidad, en general, de las producciones artísticas no esté a la altura del acontecimiento, pero no se puede tener todo.
Otro de tus trabajos ya clásicos es la Historia del teatro español del s. XVII (Cátedra, Madrid, 1995). Hace poco me comentaba Carole Egger, Catedrática de Literatura Española en la Universidad de Estrasburgo, que lo utilizaba como manual en sus clases…
Pues muy agradecido a Carole Egger. Esa Historia del teatro pertenece a la gama de las de “un solo autor”: es posible que eso limite el grado de conocimiento, pero le da, creo, cierta unidad. Por lo demás, me propuse en ese libro no hablar de ninguna obra que no hubiese leído. Claro que quedan muchos huecos –presté, como la mayoría de los estudiosos, menos atención de la necesaria a los géneros cómicos–, pero del conjunto no me quedé del todo insatisfecho.
En 2011 publicas, en colaboración con Celsa Carmen García Valdés, el Teatro completo de Quevedo (Cátedra Letras Hispánicas). ¿Qué aporta vuestra edición respecto de las anteriores (la de Blecua, por ejemplo), y qué balance harías del Quevedo dramaturgo?
La edición que hicimos Celsa y yo pretendía sobre todo revisar los textos y aportar un aparato de notas que consideramos muy necesario para entender hoy a Quevedo, que fue siempre un artista de la palabra y un genio del conceptismo. Blecua, cuya labor quevediana constituye un hito indudable, no llegó a preparar ese aparato de notas que permite también mejorar puntuaciones, decidir entre lecturas de varios testimonios, etc. Quevedo no fue dramaturgo. Su única comedia conocida, Cómo ha de ser el privado, en elogio de Olivares, es interesante por otras razones. Pero los entremeses, piezas breves, cómicas, son extraordinarios. Valga como ejemplo La ropavejera, cuya protagonista, en vez de ropas de segunda mano, vende “retacillos de personas”: miembros, barbas postizas, trozos que necesitan algunos mutilados que se acercan al tenducho para comprar costillares, manos, piernas o dentaduras… ¿Quién puede superar esa genialidad de lo grotesco? Valle-Inclán, por ejemplo, en sus esperpentos, es un discípulo de este grotesco aurisecular que llevó Quevedo a extremos inigualables.
Los entremeses de Cervantes, Quevedo, Calderón, Quiñones de Benavente… son un monumentum aere perennius. Ninguna literatura de ningún país puede ofrecer algo parecido…
Bueno… No conozco nada de la literatura china del XVII, o de las piezas de teatro cómico bengalíes o gujaratíes (si existen). Así que no me atreveré a decir si hay en otras literaturas un corpus semejante; pero sí se puede afirmar, desde luego, que el conjunto de los entremeses de los autores que citas se sitúa en el máximo rango de la literatura y del teatro, a pesar de haberse considerado a menudo un género menor. El grado de experimentación, eficacia dramática, densidad de ideas y valores concernidos y recursos estéticos (lingüísticos y escénicos) de entremeses como El retablo de las maravillas, La ropavejera, La mojiganga de las visiones de la muerte o el Entremés de la Muerte, por citar un título de cada uno de ellos, entre toda su obra monumental, es difícilmente igualable.
Creo que no hay más preguntas. Muchas gracias por todo, Ignacio.