N.º 5 Mejor pensarlo dos veces. Ensayo

sumario

La escena constituyente

Andrés Recio Beladiez

César de VICENTE HERNANDO
La escena constituyente: teoría y práctica del teatro político
Madrid, Centro de Documentación Crítica, 2013.
372 pp. 18,00 €. ISBN: 978-84-616-3212-1

El teatro y la historia del siglo XX. De este ensayo se desprenden verdades que son a un tiempo incómodas y fascinantes. Incómodas para los que piensan, como hacen muchos críticos e intelectuales, que el teatro es un medio de evasión más, una forma de eludir la realidad; no importa en qué condiciones esté naufragando. Buena parte del teatro occidental de los últimos siglos podría definirse así, como la reafirmación de los poderes establecidos, su proyección, un divertimento burgués cuyas enseñanzas, si las hay, sirven para todas las épocas, el siglo XVII o la posmodernidad, ya que los hechos humanos no cambian y están sujetos a los mismos y eternos condicionantes. Son fascinantes porque sitúan al autor dramático y al sujeto activo de la obra, el público como clase, frente a la historia y su época, en este caso nuestra época cercana.

La primera verdad está implícita a lo largo de su contenido: el teatro forma parte indisoluble de la vida de los pueblos; de la vida, y no tanto, como se verá enseguida, puesto que lo anuló, de la historia; una paradoja que sólo puede darse en una manifestación social viva inmersa en los zarpazos de la burguesía y en la lucha de clases, es decir, sólo cuando el teatro asume su participación en la historia. La segunda verdad es inseparable de la primera y sigue haciendo referencia a sus relaciones con la estética burguesa: el teatro que surge y se proyecta en el pueblo raramente sirvió para que los pueblos se liberaran de la ignominia y de la esclavitud. Seguía habiendo individuos, caracteres y una suprarrealidad que todo lo regía. La tercera verdad, la más próxima a nosotros, por su función de desvelamiento, incluye un efecto que desmonta y vuelve a montar estructuras de disuasión y a la vez de conocimiento, y es por sí misma insustituible; revela, y esto sí lo registra la historia, cómo la clase dominante se vale del teatro para engañar y manipular, es decir, para imponer su dominio mediante sus leyes. Como el teatro ha estado, y sigue estando, supeditado al poder (y el mercado es una de sus imposiciones, y la ideología), le resulta sencillo negar estas y otras verdades semejantes, entre ellas la más elemental y solapada de todas: que el teatro es una expresión política, hable de lo que hable, y que esta negación es también otra actitud política, pues está reforzada por la mentira que implica (Augusto Boal, El teatro del oprimido). Este ensayo de César de Vicente nos refiere el asentamiento del teatro en la modernidad, un teatro que ya es crítico y radical frente al poder.

Muestra cómo en los años veinte del siglo pasado (incluso, tal vez, algo antes, en 1919), preocupado por los cambios radicales surgidos de la emergencia del proletariado, ya en el siglo XIX, sus conflictos y reivindicaciones en un mundo dominado por la producción y el capital, por los estragos que había dejado en Europa la primera gran guerra y por las vanguardias revolucionarias extendidas desde 1917, Erwin Piscator (1893-1966) puso los cimientos de lo que sería desde entonces el teatro político. Con él el acto teatral pasó de la “normalidad capitalista” a la normalidad materialista y se reencontró a sí mismo, hundió su lucidez en la mediocridad de un teatro, el burgués, que rebajaba a la clase proletaria a no tener su propia estética y situaba la verdad política en el centro de sus actuaciones. ¿Cómo no iba a ser así cuando el público no burgués, la conciencia que observa y desmenuza la obra, se convertía en protagonista, parte activa de la expresión dramática y, en consecuencia, dueño de una actitud que le hacía partícipe de su historia, de las contradicciones de su tiempo? ¿Cuándo, no ya en el teatro, sino en la historia de la lucha de clases, excepto en las últimas décadas del siglo XIX, había ocurrido algo así? ¿No es entonces cuando la historia, al fin, registra el hecho teatral como parte vinculante del proletariado?

Este nuevo teatro comenzó, pues, a dar una respuesta radical a los descalabros producidos por el capital. Una lectura atenta de este ensayo (atenta porque va diciéndonos cuáles son las contradicciones de las clases sociales durante la segunda mitad del siglo XIX y todo el XX atendiendo a la evolución del hecho teatral) nos señala el camino que había de recorrer para su liberación; cómo con el teatro político (el teatro concreta y decididamente político) se encontraron las herramientas necesarias, los instrumentos de cohesión desprendidos de sus planteamientos y estructuras, una resistencia a las intenciones de la burguesía y que permitía, por primera vez en nuestro tiempo, ver con claridad lo que en la vida estaba ocurriendo, con qué mecanismos y estrategias imponía aquélla sus formas de explotación. Estos nuevos enfoques, estas nuevas estructuras dieron al teatro político, a sus consecuencias y a su evolución posterior con la llegada de los grandes renovadores (Brecht, Weiss, Müller y Boal, sin olvidarnos, claro está, del mismo Piscator) en sentido opuesto al que hasta entonces tenía el teatro. Nos hizo ver que ya era posible salir de la ignorancia obligada y por lo tanto actuar, que ya era más fácil cambiar el mundo y de paso nuestra historia. Con este teatro podíamos ser dueños de nuestra realidad porque nos facilitaba la posibilidad de pensar, de hacer del juego teatral, del divertimento teatral, una precisa convulsión liberadora. Desde aquellos primeros años de tanteo hasta la llamada posmodernidad, en la que al parecer aún nos encontramos, con lo que César de Vicente en sus conclusiones finales denomina teatro antagonista (aquel que “produce dispositivos con los que pensar y vivir el mundo como estructura en proceso que se libera de las dominaciones existentes”), el teatro político ha supuesto el desmantelamiento de los resortes ideológicos que un teatro para la ceguera y la sumisión se mantenía vigente al servicio de la burguesía.

Con este bagaje, pues, es difícil no ver la importancia de lo que por aquel entonces estaba ocurriendo en Alemania. Ya en los inicios, nos dice César de Vicente, Piscator comprobó la eficacia y necesidad de un teatro construido para el conocimiento y no para hacerle el juego a la burguesía. No para la manipulación política y cultural, ideológica, sino para desmontar siglos de mentiras y de falsos supuestos de identificación burguesa. No un teatro de individuos sino de clases. No un teatro de oscuros y sublimes destinos personales sino de Historia. En una palabra, un teatro de estética materialista. Con razón, señala César de Vicente, la verdadera ruptura con el teatro de normalidad capitalista “se inicia en el mismo instante en que la escritura estética reconoce la estructura social en su dinámica contradictoria y conflictiva” (p. 134). Sólo cuando las clases explotadas se dejan ver y escuchar e imponen su presencia en la Historia el teatro se despoja del peso muerto que arrastraba, o lo que es lo mismo: recobra el protagonismo tanto tiempo perdido. Entonces ya sólo quedaba por sustituir el simbolismo burgués que impregnaba todo el teatro y toda la vida, lo que implícitamente servía como reflejo de dominación, y que el proletariado aún no sabía distinguir para luego cribar y rechazar, por una mecánica también materialista, aquellos elementos de representación capaces de darnos una imagen del mundo acorde con el materialismo histórico. A Piscator no le servía cualquier montaje. También los decorados, la disposición escénica de sus diferentes elementos materiales, jugaban su papel revulsivo. Eran las estructuras externas de la radicalidad rompiendo también la normalidad heredada, y en el teatro político, no lo olvidemos, todo era radical o no era porque todo en sus planteamientos absorbía necesidades revolucionarias. Los que vinieron detrás lo entendieron a la perfección

Pocas veces hemos podido leer una síntesis tan completa y lúcida de los autores que siguieron a Piscator, cada uno, por descontado, desde sus propias concepciones de lo que es un teatro que funciona desde y para la historia, desde y para, lo que viene a ser lo mismo, el entendimiento de los conflictos de las clases explotadas. Sin éstas no se escribiría aquélla. Los capítulos dedicados a Brecht, Weiss, Müller y Boal, así como el que explica el sentido y desarrollo de la posmodernidad, muestran a las claras el papel que César de Vicente otorga al conocimiento de la realidad contradictoria que lleva al arte y a la historia como práctica política y social.

Con estos supuestos no es difícil ver la posición del autor ante el mundo y la función que para él tiene el arte en cualquiera de sus manifestaciones. Esta posición le sirve fundamentalmente para desvelar los viejos tinglados, levantar el velo y mostrar las mentiras que el capitalismo ha urdido durante siglos para dominar y domesticar. Es lo que ha hecho con un libro como La escena constituyente: partir de lo asumido como normalidad en la historia del teatro e ir desmontando lo que dicha historia ha supuesto como factor de dominación. Cuando desmenuza a los autores antes citados lo que hace es describirnos la historia del siglo XX, sus terribles contradicciones, sus profundas divisiones, sus despiadados mecanismos para la sumisión. No es otra cosa que nuestra historia reciente, aquella que habla de nosotros y de nuestras limitaciones.

Al modo de Brecht y la dialéctica en la historia, al modo de Weiss y el teatro documento en un mundo dividido, al modo de Müller o la crítica a las clases medias de la posmodernidad en su defensa de “la utopía comunista”, algo impensable en otros muchos autores autodenominados de izquierdas, al modo de Boal en la explotación de los oprimidos más indefensos: maneras cuyos ejercicios de escritura teatral implican diferentes aspectos de libertad y de rigor estético. Todos ellos nos ayudan, y más aún desde la lectura de este libro, a plasmar en conocimiento crítico lo que siempre ha tenido apariencia de natural, como si la Historia sólo pudiera escribirse desde una sola perspectiva impuesta. Lo contrario es lo que ellos han hecho y lo que César de Vicente dice con acertada exactitud en el capítulo dedicado a Piscator: “Se puede decir entonces que su proyecto trata de representar la Historia como una estructura sobredeterminada que no es visible en la realidad, no es reproducible en sí misma más que a través de sus efectos” (p. 147). Y, desde luego, sobre sus efectos escribieron. El teatro había que sustraerlo de todo lo que olía a mentira estética burguesa, a ficción deliberadamente engañosa con respecto a la realidad, y colocarlo donde exigía la historia, en los dominios de la política. Es justamente lo que César de Vicente ha hecho. Un libro de obligada consulta si sus lectores y amantes del teatro queremos mantenernos vivos en el compromiso.

 

artículo siguientevolver al sumario


www.aat.es