N.º 5 De aquí y de ahora.Teatro Español Contemporáneo

sumario

Una ventana a las ruinas

Julio Fernández Peláez

Revista Núa

Pedro FRESNEDA
No deberíamos salir nunca de aquí
Madrid, AAFLERA, 2014.
Col. «Pliegos de Teatro y Danza», núm.58.
20 pp. 5 €. ISBN: 978-84-96523-61-6.

 

Desde el Teatro Ensalle, en Vigo, Pedro dirige una compañía estable de teatro configurada casi siempre por los mismos actores. Y es para ellos, también, para quienes escribe sus obras. La formación de la compañía viene unida, en este caso, al nacimiento de un proyecto dramatúrgico, en el que la voz del autor subyace siempre en su anhelante deseo de materializarse. El yo poético deviene en el caso de Pedro –como también en otros muchos autores de su generación– en un yo escénico que no esconde su inclinación por arrancar la palabra desde lo interno, para más tarde proyectarse en el teatro a través del cuerpo de los actores.

Un teatro de personas, no de personajes. Esta es la primera premisa que se advierte en No deberíamos salir nunca de aquí. Ampliamente explorada, por otra parte, en algunos otros textos de este autor, como en el caso de Imprudentemente deseé (2012) o La maleza (2010), pero que en esta pieza adquiere especial relevancia, pues da la impresión de que aquí la escritura teatral se abre al juego coral, a la confusión de voces que se entrelazan y continuamente se alimentan. Si en Imprudentemente deseé podíamos decir que las réplicas se ajustaban como un guante a la piel de las personas / actores (Raquel, Artús y Jorge), en este caso son los protagonistas de la creación teatral (y del texto) quienes asumen la misión de matizar y angular los mensajes. De este modo, Raquel, Artús y Jorge configuran –tanto en la escena como en el texto– identidades independientes pero “a medio hacer”, que se cuecen a la vez y con el mismo fermento.

Leer No deberíamos salir nunca de aquí es casi indisociable de asistir a la representación de la pieza del mismo título, pues el texto responde a un guión exento de acciones físicas, y exento también de referencias espacio-temporales explícitas, a pesar de ser fruto, en parte, del propio proceso de creación escénica. En él no hay indicaciones para la representación, sólo la palabra desnuda, apuntando así la necesidad de asociarse a todo aquello que proclama su ausencia; es decir, la propuesta artística del montaje. Sin embargo, y a pesar de esta incómoda relación –para quienes se acercan al libreto sin conocer la escenificación o incluso sin conocer la compañía y a sus actores–, el texto de Pedro Fresneda se autoafirma en su coherencia poética, de manera que de inmediato el lector se ve arrastrado por el ritmo que marca la eclosión laberíntica de la palabra, a menudo bañada por abundantes reflexiones metafísicas y sociales.

Que nadie espere encontrar en No deberíamos salir nunca de aquí (como tampoco en el resto de piezas de Pedro) un desarrollo argumental. Sin hilo que nos lleve a ninguna parte, Raquel, Artús y Jorge se mantienen suspendidos en un universo común y caracterizado por la descripción de estados de conciencia. Tiene la obra, en este sentido, un tono trascendente, que acierta a exprimir desde lo existencial todas aquellas variables que conforman la vida, pero de modo intenso y particular el espacio que habita el cuerpo y que nos obliga a permanecer y ser conscientes de lo que se mueve a nuestro alrededor. Dice Raquel: “Voy a resistir como una encina al borde de la autopista”.

Si en Imprudentemente deseé la preocupación se situaba en el tiempo de la no-acción, de la espera beckettiana, del inmenso silencio que produce el tiempo que se detiene, la niebla que todo lo confunde, o el imposible regreso: “Hablamos sobre el tiempo, intentando definir el tiempo, como si hubiera tiempo”, “He caminado tanto que ahora es imposible volver”; en No deberíamos salir nunca de aquí el ‘espacio consciente’ obliga a transformar en hábitat el propio teatro, al tiempo que se erige en metáfora política, desde lo privado a lo universal. Escapa, en consecuencia, del dolor provocado simplemente por ser, para ejercitarse en un activo estar-en-el-mundo.

Desde la destrucción de un yo fragmentado, que comenzara a ser explícito en Miniaturas (2011), Raquel, Artús y Jorge se autoreferencian a través de sus vidas escénicas, de modo que su identidad colectiva deviene en acumulativa, y en gran medida dependiente de la memoria dramatúrgica. Como si todas las obras fueran en realidad una sola, una sucesión de piezas en las que sus personas dialogan de distintos modos para abordar en el fondo un mismo discurso, aunque siempre incompleto, siempre imposible de dar fin.

Sin embargo, y a pesar de la evidente afinidad con las piezas que le preceden, hay en No deberíamos salir de aquí una mayor apertura al diálogo vivaz y un decidido alejamiento del monólogo. Por otra parte, la mirada se dirige con plenitud hacia a los espectadores, consciente de la contemplación que pesa sobre ella. El público es apelado una y otra vez de forma indirecta, al tiempo que esta apelación origina una concatenación de intervenciones, no exentas de humor e ironía:

Raquel.– Si no lo hacen por ustedes, al menos háganlo por sus hijos.

Jorge.– Háganlo por los niños.

Raquel.– Los niños son el futuro.

Artús.– Los niños son lo único que importa.

El artefacto metateatral origina, de este modo, un deseo inevitable: el de abandonar la escena para tomar la realidad de afuera, esa que no es aprehensible ni explicable desde la acción dramática, y que apenas puede ser vivida –si es que se tiene tierra sobre la que asentar la vida–. Pero la ventana que se abre no es esperanzadora: “De las ciudades y los pueblos sólo quedaban las ruinas, y animales extraños deambulaban por ellas jugando con objetos absurdos”. “SALVEMOS EL PLANETA” es el cartel que Raquel, Artús y Jorge leyeron –como aquellos extraños animales de haber aprendido a leer– cuando escaparon de su mundo escénico para contemplar ese afuera. Y este cartel olvidado fue lo que les dio la auténtica magnitud de la tragedia. De no haber abierto una ventana al exterior, no hubiera nacido, quizá, el impulso al suicidio, a la desaparición.

Es la contemplación del mundo lo que produce horror. En cambio, la permanencia en el lugar donde se habita protege contra el espanto y contra la alteridad perniciosa, pues la simple imaginación sólo consigue igualar todos los fenómenos al rango de naturales: “…Imagina un parto. / Imagina los dedos cortados por las cuchillas de la frontera, / Imagina a una guatemalteca cruzando a Estados Unidos. / Imagina las cataratas de Iguazú…”. Solo queda, en consecuencia, la tierra como auténtico lugar, como única esperanza de ligazón inquebrantable con la vida. Y quizá por ello, el espacio escénico de esta pieza lo configura una tierra de virutas de corcho: la piel de los árboles.

La mirada política se abre a la palabra poética para dejar huecos en la exposición. Como en otras piezas de Pedro, en especial Exceso de conversación con gaviotas (2009), la descripción permite el distanciamiento con respecto a la emoción, pero no evita, en este caso, que la propia palabra alcance rasgos propiamente ‘emotivos’, y que nos empujan a recrear un escenario simbólico con gran fuerza sonora y visual: “…la tierra se había dejado remover las entrañas, nos lo había concedido todo…”.

En la representación de esta pieza (Teatro Ensalle de Vigo, 2014) estos rasgos se hacen aún más claros en boca de los actores. Como también se hace patente el sentido lúdico de gran parte del texto, allí donde la palabra reconoce su insuficiencia para la expresión de los deseos, sobre todo aquellos que redundan en la necesidad de una vida plena en el exilio interior, capaz de huir del absurdo del aquí: “¿Qué cojones hago aquí?”, “Para eso estamos aquí”, “Usted debe salir de aquí”, “Queda mucho por hacer aquí”, etc.

Con esta pieza de Pedro Fresneda, la colección “Pliegos de Teatro y Danza”, dirigida por Antonio Fernández Lera, cumple su número 58. Una colección de textos emblemáticos con dramaturgos tan influyentes como Rodrigo García, Angélica Lidell, Claudia Faci, Carlos Marquerie o el propio Fernández Lera, y que tienen el denominador común de ser textos que traslucen la voz poética y política de sus autores y que han sido llevados a escena por ellos mismos a través de sus compañías, y en no pocos casos, incluso, producidos en el entorno de la sala de teatro que regentan.

 

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