N.º 3 De fuera vendrá. Traducciones y teatro extranjero

sumario

 Max FRISCH. Don Juan o El amor a la geometría. AndorraReleyendo a Max Frisch

David Ladra
Crítico teatral

Max FRISCH,
Don Juan o el amor a la geometría. Andorra.
Madrid, Cátedra, 2012. Col. Letras Universales, 446.
Traducción de Juan Antonio Albaladejo Martínez
y María Isabel Hernández González.
384 pp., 13,46 €.
ISBN: 978-84-376-2974-2.

Agotada desde hace tiempo la edición que Jaime García Bustamante preparara de sus Obras escogidas (Aguilar, 1979), se echaban a faltar en el país una serie de buenas traducciones de la obra teatral del escritor suizo en lengua alemana Max Frisch (Zurich, 1911- Zurich, 1991). Felizmente, el libro que aquí se comenta comienza a rellenar este vacío con la publicación de dos de sus piezas más importantes –Don Juan o El amor a la Geometría y Andorra– en la colección Letras Universales de Ediciones Cátedra (nº 446). Isabel Hernández y Juan Antonio Albadalejo, respectivamente profesores de filología alemana en la Complutense de Madrid y la Universidad de Alicante, han preparado la edición y una nueva traducción de las dos obras con un sobresaliente esmero.

Al igual que su compatriota Friedrich Dürrenmatt, Max Frisch fue un autor esencial en la renovación de la escena española de la segunda mitad de los sesenta. En el período de siete años, de 1965 a 1972, se montaron en los teatros universitarios, de cámara y comerciales madrileños, seis obras del autor, además de las representadas en teatros y facultades de toda España. Entre ellas se pusieron, además de las contenidas en el libro, La ira de Philippe Hotz por el TEU de Industriales, El señor Biedermann y los incendiarios por Dido, pequeño teatro, Biografía por Adolfo Marsillach en el Español y La muralla china por Tamayo en el teatro Bellas Artes. En cuanto a Don Juan y el amor a la Geometría, la estrenó Víctor Andrés Catena en el teatro Candilejas de Barcelona en 1965, reponiéndola para el Teatro Nacional de Cámara y Ensayo en el teatro Español en octubre del 68 con decorados y figurines de Sparza y un reparto compuesto por Trini Alonso, Enriqueta Carballeira, Cándida Losada, Julita Martínez y Paco Valladares. Fue tanto el éxito obtenido que el montaje se retransmitió en el espacio “Teatro de siempre” de TVE en noviembre de aquel mismo año y volvió a ponerse en escena en noviembre de 1972 en el Teatro María Guerrero, esta vez con decorados de Emilio Burgos y un nuevo elenco en el que figuraban, además de Cándida Losada que seguía en el papel de Celestina, Olga Peiró, Gloria Cámara, Teresa del Río, Manuel Alexandre, Manuel Otero e Ignacio de Paúl. El estreno comercial de Andorra, adaptada por Julio Diamante y dirigida por Ricardo Lucia, se llevó a cabo en  septiembre de 1971 en el desaparecido teatro Goya de Madrid con decorados de Víctor Cortezo y un reparto de lujo en el que destacaban Manuel Dicenta, Berta Riaza, Mayrata O’Wisiedo, Antonio Iranzo y Montserrat Blanch. Basta con revisar esta relación de salas, directores y actores que lo representaron durante aquellos años en Madrid para darse cuenta de la importancia y la repercusión que llegó a alcanzar el teatro del autor suizo en nuestro país.

Además de las notas oportunas a las obras y de una extensa bibliografía que incluye los trabajos más recientes publicados sobre el autor en edición digital, el libro se abre con una penetrante introducción que ilumina al lector sobre la vida y la obra de Max Frisch. Su biografía se resuelve en dos pasos decisivos: el primero consiste, tras un primer intento de dedicarse a la literatura, en la decisión tomada en los años 1936-37 de quemar sus escritos, estudiar Arquitectura en el Politécnico de Zurich y llevar una vida burguesa; y el segundo, a contrario, la determinación que adopta en 1955 de separarse de su familia, vender su estudio de arquitecto y dedicarse exclusivamente a las letras. En realidad, nunca dejará de escribir e incluso durante su primera etapa de estudiante y de actividad profesional empezará a publicar diarios, novelas y obras de teatro que van a introducirle en el mundo de la escena y procurarle la amistad de dramaturgos como Bertolt Brecht o Friedrich Dürrenmatt, o directores artísticos de teatros como Kurt Hirschfeld, que lo era por entonces de la Schauspielhaus de Zurich y montará algunas de sus obras. Así nacen su primera gran pieza de teatro, Don Juan o El amor a la Geometría (1953), o su primera gran novela, No soy Stiller (1954). De modo que, cuando Max Frisch se tira al agua, ya será un autor reconocido, afamado y recompensado con varios e importantes premios tanto en Suiza como en Alemania. A partir de ese momento, el autor lleva una vida extremadamente ajetreada e intensa, repleta de viajes, episodios sentimentales (en especial con la escritora austríaca Ingeborg Bachmann) y polémicas literarias y políticas, sin abandonar nunca su interés por la teoría arquitectónica, de la que fue pertinaz conferenciante. En el terreno literario, completará la trilogía que empezó con No soy Stiller con su novela cumbre, Homo Faber (1957) y la revolucionaria Digamos que me llamo Gantenbein (1964). Y tras recuperar y estrenar piezas de juventud como La ira de Philippe Hotz y El señor Biedermann y los incendiarios en 1958, empieza a trabajar en la que se trata de su obra teatral más conocida, Andorra, que será estrenada, dirigida precisamente por Hirschfeld, en 1961. Una etapa central de su vida como escritor que rememorará en una de sus últimas piezas, Biografía (1968), en la que pone en práctica una innovadora manera de estructurar la obra que Adolfo Marsillach explotará a fondo en su puesta en escena del Español. Para esas fechas, Frisch se ha convertido en una personalidad literaria de carácter mundial, uno de esos miembros de la intelectualidad de lengua alemana cuya obra y cuyo pensamiento marcan tendencia en todo el mundo como lo fueron Thomas Mann o Hermann Hesse en su tiempo o lo son ahora Jürgen Habermas o Günter Grass. Un prestigio avalado por grandes premios de las letras alemanas como el premio de Literatura de la ciudad de Zurich, el Georg  Büchner, otorgado por la Academia Alemana de la Lengua y la Literatura, o el Gran Premio de la Fundación Schiller de Suiza.

Refiriéndonos ya a las dos piezas que contiene el libro, Don Juan o El amor a la Geometría es todo un anti-don Juan. Aún respetando los principales episodios de la obra de Tirso y de la versión de Molière, Frisch los reinterpreta y da la vuelta creando un personaje que, por su talento y perspicacia, más parece venir del siglo de las Luces que de la Sevilla de los Austrias. Y es que, aun siendo un estajanovista de la coyunda, este don Juan no quiere a las mujeres, que considera impuras, sino que ama la perfección e integridad de una ciencia como la Geometría: “¿Sabes lo que es un triángulo? Inevitable como un destino: sólo existe una única figura compuesta por las tres piezas que sostienes; y la esperanza, lo aparente de posibilidades incalculables, lo que tan a menudo desconcierta nuestro corazón, se desmorona como una ilusión ante estas tres rayas”. Ilusión imposible ésta de este don Juan de retirarse del mundo y entregarse al cultivo de la ciencia. La sociedad sevillana, religiosa y pacata como es, le necesita. Ya no es una persona sino un mito, su particular “burlador”, violador de esposas casquivanas y matarife de maridos cornudos que puede ser puesto como ejemplo de la conducta que se debe evitar. Y es que sus paisanos le han convertido en la “imagen” acabada del Mal (una constante permanente en el teatro de Max Frisch, ésta que tiene la sociedad de hacerse una imagen de los hombres que nada tiene que ver con la realidad). Para acabar con esta situación, a Don Juan no se le ocurre más que seguir paso a paso los pormenores de su propio final, como un tal Tirso va contando por los tablados de Sevilla. De modo que reúne a todos los personajes de su historia incluyendo, con permiso de Rojas, a la alcahueta Celestina, en su destartalado palacio y ante ellos, auxiliado por músicos y tramoyistas, desaparece camino del Infierno. Pero el hecho de cumplir con su leyenda no le libra de un destino agridulce: en la ruina y oculto de por vida en el castillo de la duquesa viuda de Ronda, una antigua barragana que fue pupila de Celestina, podrá dedicarse por entero a su querida Geometría, pero a costa de casarse con ella y terminar formando una familia. “El burlador burlado”, que diría un preceptista de Sevilla. Desde el punto de vista formal, Don Juan o el Amor a la Geometría se desarrolla entre la comedia y la farsa y, como tal, es una de las obras más originales y “ligeras” del autor, en la que éste abandona el ambiente bélico asfixiante y la estética expresionista de sus primeras obras y expone sus ideas a las claras, con ironía y gran humor. Además de resultar extraordinariamente entretenida con sus continuos lances y reinterpretaciones del mito del sevillano burlador.

Andorra es diferente. Desde luego en la forma, que parece extraída del teatro épico de Brecht, por el que Frisch sintió toda su vida una gran atracción. Como el gran autor y director germano, lo que pretende Frisch es romper cualquier lazo afectivo entre el personaje y el espectador, manteniendo a éste “distanciado”, atento solamente al significado de la fábula y el desarrollo de la peripecia. De este modo, la pieza se convierte en una parábola, una pieza didáctica, una lehrstück, de la que cada uno debe extraer sus propias conclusiones. En este sentido la obra, dividida en doce cuadros, es de una austeridad espartana, sometiendo el tratamiento de los personajes a una severa economía y reduciendo los medios escénicos a lo estrictamente necesario. El argumento también es muy sencillo: los habitantes de un pequeño país llamado “Andorra” que, según el autor, nada tiene que ver con el principado pirenaico (pero que por la estrechez de miras, el provincianismo, la arrogancia y el miedo de sus habitantes bien podría ser la confederación helvética) acogieron, hace ya mucho tiempo a Andri, un niño judío. Y cuando los “casacas negras”, sus vecinos antisemitas, los invaden, se lo entregan atado de pies y manos. Pero más tarde la trama se complica cuando nos enteramos de que, en la realidad, el niño es andorrano. Se dan cita en la obra todos los “tópicos” que configuran el pensamiento de Max Frisch. En primer lugar, el de la “imagen” que nos hacemos los unos de los otros: aunque toleran la presencia de Andri, los andorranos le recuerdan continuamente con su comportamiento cotidiano que no es de los suyos y que es “otro”. En segundo lugar, el problema de la “identidad”, que el autor suizo trató profundamente en su gran trilogía novelística: “¿Quién soy yo?”, se pregunta Andri al verse segregado por sus vecinos. Y es que no basta con ser judío sino que hay que parecerlo día tras día: no ejecutar actividades manuales, interesarse por el comercio, no tener sentimientos y frotarse las manos cuando huele a dinero. De modo que Andri no va a escapar a su destino –esto es, a la imagen que de él se hacen los demás– como lo hizo don Juan, cortando de raíz con dicha imagen, sino, muy al contrario, asumiéndola hasta su trágico final y encontrando en este sacrificio su propio camino hacia la libertad: “Desde que soy capaz de oír se me ha dicho que soy diferente y he prestado atención para comprobar si es así como dicen. Y es así, Padre, soy diferente (…) Ahora os toca a vosotros, Padre, aceptar a vuestro judío”. Y con el de la identidad y el de la imagen, aparece en Andorra un tercer concepto que está relacionado con los otros dos: el de la “culpa”. ¿Quiénes son responsables de lo sucedido en Andorra? Por lo que ellos mismos confiesan en los pequeños intervalos que separan los cuadros, todos los andorranos sienten lo que pasó pero ninguno se considera culpable. Fueron los acontecimientos los que se sucedieron así y nadie pudo hacer nada por evitarlo. Indignado por su propia trama, el mismo autor sale por una vez de su aislamiento y expone el sentido de su obra:

Se trata de la imagen que el ario se hace del judío, el blanco del negro, el francés del argelino, el suizo del obrero italiano… Toda imagen del prójimo priva al otro de su libertad, hace de él una víctima; en el límite, le mata. Es horno crematorio, es conclusión del miedo al otro, del odio al otro, su exterminio.

Tal vez hubiera que recordar aquí cómo el estado suizo, en connivencia con las autoridades nazis que marcaban sus pasaportes con una J, rechazaba sistemáticamente en la frontera a todos los judíos que se intentaban refugiar en él.

No es de extrañar que el público español de los años sesenta, aplastado bajo la bota del nacionalsindicalismo franquista, recibiese estas obras con un gran interés. Desde Europa llegaba una reflexión que nos afectaba directamente y nos planteaba unos dilemas que eran los mismos que intentaba resolver su autor en un continente dividido: ¿Quiénes somos? ¿Qué imagen nos hacemos de los demás? ¿Hasta qué punto llega nuestra responsabilidad? Nunca con ideas preconcebidas o buscando soluciones de cajón, sino planteando los problemas de una manera completamente abierta como él mismo escribió:

Como escritor de teatro, considero que mi misión estaría perfectamente cumplida si una obra consiguiese plantear de tal suerte una cuestión que los espectadores, a partir de ese momento, ya no pudieran vivir sin una respuesta, la suya propia, la que sólo pueden dar con la vida misma.

Y dicho todo ello con unas formas nuevas que insuflaban aire fresco en nuestro remansado realismo. Con pocas excepciones, no ha ido el teatro español, como sí lo ha hecho el de lengua alemana de hoy en día (no hay más que pensar en autores como Peter Handke, Thomas Bernhard, Heiner Müller, Elfriede Jelinek o Botho Strauss) por aquel camino de la reflexión marcado por Max Frisch. Afectado por un individualismo exacerbado, se agota en temas de pareja o en parodiar la realidad existente en forma de sainete costumbrista. Y es ahí donde el teatro de Frisch se echa de menos.

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