N.º 3 De aquí y de ahora. Teatro Español contemporáneo
Una apuesta sutil y audaz sobre la contienda (in)civil española
Pilar Pérez Serrano
Gordon College
(Massachussetts, EE.UU.)
Raúl HERNÁNDEZ GARRIDO,
Todos los que quedan,
Murcia, Edi.tum
(Ediciones de la Universidad de Murcia), 2013.
Col. Antología Teatral Española, 48. 186 pp. 7,69 €.
ISBN: 978-84-15463-59-7.
La publicación del texto teatral Todos los que quedan, del dramaturgo español Raúl Hernández Garrido, por la editorial edit.um de la Universidad de Murcia ha sido un verdadero acierto a varios niveles. La integración del autor en la colección Antología Teatral Española de dicha editorial supone un voto afirmativo al valor literario y profesional de un autor cuya andadura en la dramaturgia española es ya bien larga y galardonada. Al mismo tiempo, el argumento de la obra –la búsqueda de desaparecidos tras la guerra civil española– y el carácter inconcluso y ambiguo del drama enfatizan la importancia de entender la historia como algo maleable, en tránsito y continuo devenir y, por lo tanto, siempre abierta al escrutinio, indagación e interpretación de su principal actor, el individuo. Hoy día, expuestos a la continua e inminente amenaza de desastres que antaño devastaron familias, pueblos y naciones enteras, la presencia entre nosotros de un texto como el de Hernández Garrido apunta a la importancia de insistir en el pasado no para recrearlo sino para tratar de entenderlo, y así poder mirar hacia el futuro evitando con cautela los errores cometidos.
La trayectoria profesional de Hernández Garrido, la cual aparece detallada en las primeras páginas del volumen –junto a una ejemplar introducción de la crítica Alison Guzmán, experta en teatro español contemporáneo dedicado a la Guerra Civil española, al trauma y a la memoria colectiva–, demuestra la intensa y prolífica producción novelística, televisiva, fílmica y, sobre todo, dramática del autor. Como indica Guzmán en su introducción, dicha producción se caracteriza por “amalgamar la tradición y la innovación” (10), tanto la autóctona como la internacional y, al mismo tiempo, “testimonia[r] tragedias” (30). En Todos los que quedan, esta labor testimonial se hace, tal y como afirma el mismo autor, sin ánimo reduccionista, “revisionista o partidista” (51), sino expositivo, de diálogo y, como también corrobora Guzmán, de “exterioriza[ción de] la conciencia… y el legado traumático” (15) de cada personaje. Es vital recalcar lo significativo de esta afirmación, ya que, aunque el conflicto bélico afectó puntualmente a colectivos españoles específicos, las repercusiones de dicho conflicto fueron también individuales y de efecto onda, damnificando y alterando la vida no sólo a los que lo sufrieron en su carne sino también a las generaciones que les siguieron. Hernández Garrido, gran conocedor de la tragedia clásica y contemporánea, trabaja sutilmente en esta obra las múltiples dimensiones de lo trágico no sólo para mostrar su horror sino también su ambigüedad y su posibilidad.
La publicación de Todos los que quedan surge después de su adaptación al escenario en el 2008 bajo la dirección de Adolfo Simón en la Sala Fernán Gómez del Centro Cultural de la Villa de Madrid. En este volumen, el autor explica cómo dicha adaptación, que fue favorablemente aceptada por el público, no llegó a “abarcar esa globalidad que indica el título” (54). Por ello, la publicación en forma íntegra del texto es una manera de poder incorporar los múltiples “hallazgos” (55) o matices del conflicto bélico y de sus secuelas, todos esos “posibles puntos de vista sobre nuestra guerra” (54) que el autor pudo descubrir en sus conversaciones con descendientes y víctimas directas de la contienda.
La obra se centra en la búsqueda del padre ausente, tema recurrente en la obra dramática del autor. El personaje de Juan Cerrada, desaparecido durante la Guerra Civil Española, lo encarna el Viejo, con el cual la Mujer, nombre genérico atribuido a la hija que lo busca, entabla un diálogo duro e insistente con un doble objetivo, encontrar el paradero de su padre y, al mismo tiempo, reclamar su propia identidad y retomar su vida estancada. En su desarrollo, la obra pone de manifiesto el desgarre político y civil de nuestra guerra y la crudeza de un conflicto que no conoció fronteras y que abrió el paso a exiliados españoles hacia las prisiones y tumbas de los campos de concentración alemanes. Las preguntas de la Mujer se convierten en aporías, callejones burocráticos sin salida donde una y otra vez se nos recuerda la obstinada futilidad de rastrear “fantasmas” y el consiguiente desasosiego al descubrir una verdad no esperada. Así lo afirma la protagonista tras conocer al impostor que durante años ha suplantado al padre desaparecido: “no sé ya qué es lo bueno y lo malo” (p. 182).
La persistencia del agua en la obra resulta en un ambiente tanto lírico como agónico. El innovador tríptico coral que encabeza la obra y da voz a tres personajes principales; la Historia, la hija y el padre, evoca los poemas lorquianos, donde el protagonismo recae sobre elementos naturales, la luna y el agua, a los que se les encarga el milagro del retorno del padre. El agua quieta donde la Mujer busca atisbos de su identidad al comienzo de la obra y la lluvia recalcitrante que guía el periplo tanto presente como pasado de hija y padre, contribuyen a recrear un entorno ambiguo de belleza y asfixia, a la vez esperanzador y carente de libertad.
La obra dramática se apoya magistralmente sobre un entramado novelístico, de sospechas e intrigas, sobre el cual el lector/espectador es capaz de trazar un camino que deriva en varios finales, técnica ya utilizada por Hernández Garrido en su anterior producción dramática. Como apunta Guzmán en su introducción, la multiplicidad de finales en Todos los que quedan
refleja lealmente las varias facetas y alteraciones constantes en la memoria histórica comunicativa y la identidad. Sea quien sea el Viejo que insiste en llamarse Juan Cerrada, lo primordial es que testimonia tragedias auténticas y polifónicas (p. 30).
Este énfasis del autor en la dualidad de la historia y de la memoria individual y colectiva supone un cuestionamiento de las narrativas oficiales y, al mismo tiempo, abre la posibilidad a otras narrativas, otras maneras de entender y recordar la historia. Así lo explica Alberto, el compañero sentimental de la Mujer, cuando explica otra versión de la famosa foto de Robert Capa, la del miliciano caído en la Guerra Civil Española:
la foto de ese miliciano cayendo malherido no fue única. Capa tiene bastantes más en ese mismo día, con diferentes milicianos, cayendo en la misma loma. Ensayos macabros de la impostura… ¿Falsificación, una siniestra mascarada? ¿Casualidad? La foto de Capa sólo adelantaba lo que luego iba a ser realidad. (P. 183).
Las palabras de Alberto conducen al lector/espectador hacia una intrahistoria quizás no conocida ni aceptada públicamente pero que, sin embargo, “adelanta la realidad” de lo que verdaderamente pasó. En ese mismo lugar se encuentran los recuerdos o la post-memoria de los que nunca vivieron el conflicto pero lo rememoran adelantándolo a la realidad, al presente, a manera de aviso o de advertencia. Como ya apunta Guzmán, “se hallan las víctimas entre los verdugos y viceversa” (p. 23), o el mismo Viejo en la obra: “En una guerra no hay vencedores ni vencidos. Todos son perdedores” (p. 116).
Todos los que quedan es una obra difícil y necesaria. Difícil porque rememorar un pasado sangriento y vergonzoso no es labor trivial ni lúdica y, desde luego, no entretiene sino que duele. Necesaria porque hasta que no se entienda que el recuerdo de los errores pasados debe siempre informar las acciones presentes, nos daremos una y otra vez de bruces contra nuestra propia bestialidad. Hasta que no nos responsabilicemos de nuestra “herencia”, mitad víctima, mitad verdugo –tal y como apunta Guzmán–, el futuro no será más que una maldita y obscena reiteración del pasado.