N.º 3 Cuéntame. Entrevista

sumario

José MonleónJosé Monleón,
editor y crítico teatral

Javier de Dios
Dramaturgo y profesor del IES Antonio Machado

José Monleón Bennácer (Tabernes de la Valldigna, 1927) es un hombre clave, una referencia fundamental en el panorama del teatro español de la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos del XXI. Como director, dramaturgo, guionista, ensayista y crítico teatral en la revista Triunfo, como fundador y crítico en las revistas Nuestro Cine y Primer Acto (que funda en 1957 y que comenzó una nueva etapa en 2012). Entre 1984 y 1989 dirigió el Festival de Teatro Clásico de Mérida. Es aquí donde empieza a plantearse la fundación del Instituto Internacional del Teatro del Mediterráneo (IITM), un espacio común desde el que abordar el reconocimiento, la creación teatral y la cohesión cultural entre países vinculados por su mediterraneidad. Y desde el IITM pone en marcha el Festival Madrid Sur que, de 1991 a 2011, constituyó para la Comunidad un marco único en el que descubrir, compartir y pensar nuevas propuestas teatrales, las nuestras y las procedentes de otras culturas, sin renunciar nunca al compromiso con nuestro tiempo y a la recuperación del teatro como elemento importante de la cultura popular. Los reconocimientos que José Monleón ha recibido a lo largo de su carrera dentro y fuera de España son tantos que exceden en mucho esta breve presentación. Citamos, por hallarse entre los más recientes y por su renombre, el Premio Nacional de Teatro (2004), la Cruz de Sant Jordi de la Generalidad de Cataluña (2006) y el Premio Max de teatro honorífico que le otorgó la profesión teatral en 2011. Como bien comprenderá el lector, es una suerte tener la oportunidad de entrevistar a José Monleón.

Lo visitamos en su casa de El Escorial una mañana a finales de agosto. La hospitalidad, cercanía y amabilidad con que nos recibe resultan ser directamente proporcionales a su importancia como hombre de teatro. Cuando llegamos está escribiendo un artículo para Primer Acto y nos comenta y comparte con nosotros algunas de las ideas en juego. Ya desde un primer momento, el placer por el diálogo se impone a la posible formalidad de la entrevista. La comenzamos sin apenas darnos cuenta, desde la conversación amistosa y a partir de los comentarios que le hacemos a Monleón sobre los planteamientos de Leer Teatro en torno a la difusión de la lectura de libros teatrales…

 

José Monleón: El gran problema es que cada vez tenemos menos cultura en este país y también intentan que tengamos menos cultura teatral. Yo pertenezco a una generación que salió del antifranquismo y poseía una conciencia de que la revolución democrática española pasaba necesariamente por la valoración de la cultura; por un teatro, un cine y una educación que pusiera en primer término el valor del espíritu crítico. Y salvo un pequeño periodo inicial en que fuimos más antifranquistas que demócratas –porque esa es la verdad–, el resultado es que la construcción de la democracia ha sido pobrísima. La cultura ha caído también en esa no-construcción democrática. Y el teatro, claro, ha sido una de sus víctimas.

Precisamente democracia y libertad son dos conceptos a los que está ligada su trayectoria de una manera decidida y también evidente. Alguien que, como usted, ha conocido épocas muy duras en las que se carecía de libertad, se imponía la censura y no existía la democracia, ¿cómo valora las amenazas que puedan cernirse hoy sobre ambos conceptos, en un momento en que parece que hay que volver a defender lo que ya considerábamos logros?

Yo creo que la pérdida, o limitación o no ejercicio de la libertad y de la educación democrática han determinado, sobre todo, un no desarrollo del pensamiento. Esto nos ha hecho seres primitivos. La sensación que tengo es que las voces que estamos dando por recuperar muchas cosas que creíamos que teníamos o que íbamos a tener y que hoy no están, a menudo resultan demasiado primitivas. Porque no nos han dejado pensar, porque han creado una sociedad inmadura. Sin la libertad y la educación democrática, sin el pensamiento, ya no puedes seguir peleando igual que cuando los tenías. Hoy, en general, hemos reducido el pensamiento a la idea o al concepto de protesta. Protestamos, pero a menudo no pensamos. Y es hermoso pensar que la gente es capaz de protestar, pero es trágico comprobar muchas veces la incapacidad para pensar.

¿Cuándo cree usted que se ha producido esa deriva?

Cuando llegó la II República hubo una serie de gente –el nombre emblemático es García Lorca– que se preocupó por lo que ellos llamaron la educación popular. Porque entendieron que sin una educación popular era absurdo hablar de democracia. ¿Qué República íbamos a hacer si de pronto llegaba la hora de votar y aparecían millones de personas a las que nunca les habían dejado pensar políticamente? Entendieron que la creación de una sociedad democrática no es solo que las gentes vayan a votar y así lo digan unas leyes; es que en la educación y en la vida cotidiana dominen los valores democráticos y juguemos con ellos, que nos acostumbremos a ser democráticos en nuestras relaciones. Pensemos por ejemplo en la relación de la mujer y el hombre, que ha sido siempre un horror para ellas, o en la cantidad de tierras que había no cultivadas y la gente que pasaba hambre, en fin… Tantas cosas que había que corregir. En aquel momento se luchó para que la enseñanza fuera obligatoria, mejoró la condición de los maestros, apareció La Barraca… Todo aquello tendía a construir un país cuyo pensamiento tuviera una cierta densidad, que la gente supiera, entendiera, pensara. Y eso ha sido bloqueado poco a poco. A mucha gente estupenda, cuando tenía la edad de crecer, no la han dejado. Sabemos que el orden económico es fundamental pero nadie entiende nada cuando las emisoras de televisión y radio dan continuas noticias económicas o cuando se discute sobre ellas en las tertulias, porque al ciudadano medio no le han preparado para entenderlas. Si pensamos en el Parlamento, es una risa: se discute hasta que al final un señor dice: “es inútil que hablen porque tenemos mayoría absoluta”. Entonces, si todo lo que molesta al Gobierno no se puede plantear, ¿qué Parlamento es ese? O si responden a una intervención leyendo unos folios que llevan escritos de casa, ¿entonces qué sentido tiene juntarse en el Parlamento? Así, un parlamento, que debe ser un lugar donde las discrepancias se discutan, pierde completamente su función. Y lo que debería estar alimentando una sociedad democrática no lo hace. A esta incapacidad para pensar, en general, la gente muchas veces responde cabreada. Es lógico. Pero creer que la protesta y el cabreo pueden cambiar la marcha de un país es un error: a lo que pueden conducir es a tumultos, o a una guerra civil.

¿Y qué puede hacer el teatro al respecto?

El teatro es un elemento fundamental en la creación de una sociedad democrática. Porque en el teatro personas que observan la vida social la representan, con lo cual dan opción a que el espectador considere cómo está su sociedad a través de su representación. Y si hay puntos de vista distintos entre los autores, estupendo. Porque en una obra un autor le dará la razón a este, y en otra obra le dará la razón al otro, y luego tú y yo iremos a verlo y diremos: este tiene razón y no la tiene aquel. Y un tercero disentirá… Y crearemos opinión democrática. En España es lo que necesitamos. Necesitamos que se vayan los maestrillos que nos dicen lo que tenemos que ser. Yo no quiero que me digan lo que tengo que ser. Quiero que me dejen ver el mundo para luego decidir lo que yo quiero ser. Y hoy el mundo no lo vemos, vemos una especie de partes del mundo que nos dan los distintos interesados.

Muchos compartimos la idea de un teatro que ayuda a regenerar la vida democrática, pero, ¿cree usted que esa idea está verdaderamente vigente en nuestro entorno? 

Hay un sector de la sociedad que tiene claro que sí está vigente y otro que tiene claro que eso es anticuado y peligroso. Durante siglos, ese sector ha mantenido esa actitud frente al teatro y frente a todo lo que ha significado discutir, hablar de lo que no se sabe… En España tenemos a los que creen que el orden es que pase lo que pasaba en tiempos de mi abuelo; a los que creen que hay que cargarse todo lo que dijo mi abuelo; y luego unos pocos, de los que forman parte, yo creo, los grandes autores de teatro y otros artistas, que son los que dicen que no, que si una cosa fue mal, lo que hay que hacer es preguntarse por qué fue mal. No se trata de hacer lo contrario porque algo salió mal, entonces seguimos parados. Se trata de decidir porque me dan un margen, me dan un espacio para pensar que, efectivamente, lo bueno es lo contrario de aquello que salió mal. E iré a explicarlo no con un palo, sino con una obra de teatro, iré a contar por qué yo creo que lo contrario es lo bueno… Así es como una sociedad crece democráticamente.

Iría a explicarlo estrenando o publicando una obra de teatro…

Creer que el simple hecho de publicar obras de teatro es ya un paso hacia delante… No, no lo es. Publicar teatro es algo muy responsable, como enseñar. ¿De qué sirve mantenerse en el perfil académico estructural, en los datos sobre la vida de Lope de Vega o en una conferencia sobre Muñoz Seca, si en cambio, hay una serie de gente que se está planteando en el teatro intentos para entender el comportamiento humano, y a esos no los conozco?

Entonces, ¿cree usted que falla la difusión de este tipo de teatro más crítico?

Mi vida ha sido una lucha por conseguir eso. En un momento en que me encontré muy enfermo tenía la cabeza llena de cosas que creía que no iba a hacer porque me iba a morir. Y en ese momento decidí que mi deber era hacer un Primer Acto que continuara y fuera la herencia de sesenta años de trabajo. Cuando, de pronto, vi un número 341, un número 342, me dije: “Pero, ¿de qué me preocupo, si he escrito, con un montón de gente maravillosa que me ha ayudado, trescientos cuarenta y tantos números, publicando una obra en cada número y luchando por que se conozca el teatro latinoamericano, por que se conozca a los jóvenes…? Me parece que mi vida ha tenido un sentido, así que voy a dejar de preocuparme por lo que no he hecho y voy a pensar solo en lo que he hecho”. Quiero decir que he dedicado mi vida a un gran tema que afecta de lleno lo mismo a la publicación que a la representación: cómo conseguimos transmitir o crear esa idea de que el teatro no es ni una diversión, ni un entretenimiento, ni un lugar donde vamos a ver a una actriz estupenda, o a un actor estupendo; cómo darle al teatro otro papel. Los sectores conservadores sí saben que el teatro puede ser inquietante y construyen sus diques. En otra época era la censura previa, hoy es la censura económica. Nosotros hemos hecho durante dieciséis años el Festival Madrid Sur: seis municipios de Madrid que aportaban su dinero para un festival con ocho o nueve espectáculos y gran respuesta del público. Pues el Festival no está prohibido, pero les han quitado el dinero a los ayuntamientos para apoyarlo. Yo recibía un apoyo del Ayuntamiento de Madrid para hacer una colección llamada El Teatro de Papel, con la ayuda de Alicia Moreno y el visto bueno de Gallardón, claro; publicamos catorce números y, ¿qué ha pasado? Pues no lo han prohibido, han dejado de ayudarnos, ya está. La lucha está en conseguir una visión crítica, cultural, humanista del teatro. El teatro tiene que entretener, sí, pero también tiene que hacerte funcionar la cabeza. Y hay un sector que ha luchado contra eso, primero con la censura y el fusil, luego con la economía. Se trata de la vieja lucha en la que los que quisiéramos que el mundo fuera mejor para todos hemos tenido problemas con los que quieren que el mundo sea mejor para ellos.

Precisamente al hilo de cómo se ha terminado el apoyo económico de ciertas instituciones a las compañías, a la programación, la producción, etc., muchos nos preguntamos si no se tratará del final del modelo con el que hemos estado conviviendo en las últimas décadas…

Es que no tiene sentido. Mira, durante los dieciséis años que dirigí el Festival Madrid Sur actuaron compañías que los ayuntamientos con dinero no habían contratado porque esas compañías respondían a estos criterios nuestros y, según la opinión tradicional, no le iban a interesar al público. Pues en esos dieciséis años lo único que tuvimos claro es que llenamos los teatros y que programábamos grupos aparentemente raros que la gente seguía y entendía. Cuando yo era joven, teníamos empresarios y directores que decían: “Esto ¿le gustará a nuestro público?” Nunca decían: “Esto me interesa”. Y elegían aquellas obras que no iban a molestar a su público, con lo cual le quitaban al teatro toda su razón de ser.

¿Y cómo definiría la razón de ser del teatro?

El teatro nació en Grecia, rodeado de mitos, creencias, dioses… Aparece la tragedia y con ella algo formidable. Los dioses son respetados, sí, pero la actitud de los mitos provoca unos comportamientos que, a su vez, generan unas víctimas. Unas víctimas que lo son de comportamientos humanos. Entonces vemos como, por un lado, el mito justifica e impone la muerte de las víctimas; pero, por otra parte, quien decide esa muerte no es el mito: es un tipo que se ha creído el mito y lo aplica. Aparece esa idea maravillosa de respetar los mitos y condenar los comportamientos de los que se dejan arrastrar por el mito. Esta es una idea completamente vigente. Cuando pasamos a la concepción cristiana de “Dios lo ha querido” y miras la foto de los quinientos niños gaseados en Siria… “Ah, esos 500 niños, Dios lo ha querido”… Bien, el tipo que dice esto no es un mal tipo, pero lleva el mito en la cabeza. Y el teatro surge, entre otras cosas, para que digamos: “Eso míticamente se explica, sí, pero yo no soporto ver esos muertos porque sé que los ha matado tal sistema o tal persona”.

Mitos que además no son solo religiosos, sino también o a la vez políticos, económicos…

Claro, y yo respeto mucho al que sea creyente, ahora, cuando su creencia daña a la sociedad, cuestiono su creencia. Usted crea en lo que quiera, pero si eso justifica que usted dispare un cañón, eso es otra cosa. Por eso el teatro es un elemento fantástico para poner en escena a personajes que hagan avanzar la acción dramática no a partir de un prejuicio, sino a partir de que digan lo que piensan, lo que sienten, y empecemos a ver dónde hay antagonismos y a descubrir que dos personas antagónicas pueden tener razón. En vez de pensar que uno de ellos tiene que morir, ahora yo me preguntaré: “¿Y por qué teniendo razón tú piensas A y él piensa B y hasta sois los dos estupendas personas?”. Y continuaré preguntándome qué factores de carácter social, político, económico han intervenido para que uno piense así y otro de manera diferente. Muchos autores con la mejor intención han hecho una proyección ideológica que priva al teatro de su sentido, porque si al salir ya los alemanes son malos porque eran nazis y los españoles somos buenos porque nos gustaba celebrar las Navidades en familia, pues entonces no hay nada que hacer. El teatro es una de las expresiones culturales, intelectuales, éticas y humanas más importantes que hemos inventado porque permite explicar las razones de personajes digamos discordantes, no decir “este es el bueno y este es el malo”, sino que si tú eres el malo yo me tengo que preguntar qué circunstancias y condiciones debo cambiar para que no lo seas. Pero esto implica abrir un espacio para el pensamiento que yo creo que desgraciadamente en España, en general, se ha perdido o lo han ido empobreciendo a lo largo de su historia. Yo soy partidario de que no debiéramos pensar ni en el futuro ni en el pasado, sino pensar para que no se nos cuelen las creencias. Si pienso en el pasado, a ver qué selección de creencias hago para no afirmar que, con dominarlas, ya sé lo que fue el pasado. Y al mismo tiempo hay que evitar la ignorancia continua sobre valores del pasado que expliquen la inmovilidad del presente. ¿Sacar una lección para entender el futuro de lo que ocurrió aquí con Napoleón? No es eso. Conocer el pasado me parece muy bien para entender el presente, pero eso no quiere decir que el presente y el futuro vayan a ser una reiteración del pasado. Tenemos que entender e intentar desentrañar las razones del presente, que no las sabemos, entre otras cosas porque nos las esconden. Y en ese pensar el presente es donde realmente está la aproximación al pasado y al futuro… Porque pensar el presente no es creer, es pensar.

A lo largo de su trayectoria, usted ha estado siempre muy interesado por la cultura árabe, los vínculos con Latinoamérica… ¿En qué medida ha influido ese interés en los contenidos de Primer Acto?

Mucho, desde siempre. Después de estar muchos años, muchos siglos, hasta milenios, cada uno arreglando su rincón, el desarrollo tecnológico, científico y de las comunicaciones han hecho desaparecer las paredes y ya no hay rincones. Una vida arrinconada había generado el dios del rincón, el caudillo del rincón, el propietario del rincón, la política del rincón… Todo se orientaba a “a ver cómo arreglamos el rincón”. Por eso al juntarnos hemos visto que no estábamos preparados: tenemos una política arrinconada en un mundo que por circunstancias objetivas está determinando el que los negros, los chinos, los asiáticos, que eran seres absolutamente pintorescos, ahora sean vecinos. América Latina: el llamado descubrimiento de América fue hace cuatro días y aquí traían a los indígenas y los presentaban como animales sin alma. Y cuesta pasar de ahí a una comprensión, un respeto por la cultura americana, a entender que cuando llegaron los españoles allí ya había un montón de pueblos y ciudades que tenían su marcha… Cuando yo era joven, la historia de América empezaba cuando llegaba Colón y terminaba con la pérdida de Cuba. El exilio provocado por la Guerra Civil fue un hecho desgraciado, pero por él volvimos a saber que América existía. Yo tuve el honor y la gran satisfacción de ser un gran amigo de Rafael Alberti y Rafael hablaba con auténtica pasión de América porque allí había estado años escribiendo, y viviendo, y como él otros muchos… Cuando acabó la guerra, la tierra del exilio fue una especie de nube que luego se mantuvo porque aquí empezaron a venir los perseguidos de las dictaduras latinoamericanas. Y ese viaje de los perseguidos, los de aquí allí y los de allí aquí, creó unos lazos de unión. Pero el conjunto de la sociedad española y el gobierno no han tenido ningún interés en que nosotros sintiéramos América Latina.

Pero aunque eso haya ocurrido a nivel social, en usted ha sido y sigue siendo una constante el mantenimiento de esos vínculos…

Yo creo que hay una conciencia universal, que la gran conquista de los individuos es darse cuenta de que pertenecen a la humanidad. Pero la historia está todavía hecha sobre esa idea del rincón de la que hablábamos. No hay un pensamiento que sea capaz de desarrollar la cantidad de lazos que tenemos en común.

Esos lazos se han establecido y fortalecido desde sus comienzos en Primer Acto. Pero, ¿qué diferencias se pueden establecer entre las dos etapas de la revista?

La primera etapa estuvo muy marcada por el hecho de nacer en plena dictadura. Nuestro pensamiento muchas veces no estaba tan centrado en lo que era el desarrollo de un pensamiento democrático como en responder a la censura. Este fue en cierta medida el espíritu de esa primera época. También lo fue la lucha contra el centralismo, porque en aquellos momentos todo lo que no naciera en Madrid no había nacido. Había empresarios de teatro que cuando estrenaban una obra, hacían una Compañía A, con los mejores actores disponibles para Madrid y las dos o tres grandes ciudades españolas, y una Compañía B, con peores repartos y montajes más baratos, para que la presentaran en el resto de España. Y el hecho de que hubiera escritores catalanes, valencianos, o andaluces o gallegos no era considerado, no formaba parte de la visión oficial de la cultura española. Un tercer aspecto de esa cultura oficial al que nos oponíamos fue el asco a Europa. Nosotros nos sentíamos europeos, queríamos contar lo que pasaba en Berlín, en París, más allá de los tópicos sobre los europeos de un país o de otro. Frente a esos tópicos había que plantear que la historia de la cultura era otra cosa. Y en la segunda etapa Primer Acto empieza a preocuparse de América Latina, del mundo musulmán –¡que estuvieron aquí ocho siglos!–; empezamos a pensar que éramos mediterráneos, se establecían unas relaciones determinadas con otros países mediterráneos. No se puede decir, como se dice en cualquier libro de texto, que Grecia y Roma son los orígenes de nuestra cultura y luego no reconocernos entre nosotros nada e incluso tratarnos con el desprecio con que tratan muchos españoles a estos pueblos, con los tópicos a los que nos referíamos antes.

En definitiva, parece que se trataba de avanzar hacia esa conciencia de humanidad de la que hablaba usted hace unos momentos…

El proceso histórico conduce inevitablemente a un dilema, y lo digo con un criterio absolutamente realista: con una guerra atómica previa o teniendo sentido común para eliminarla; o llegamos a construir un orden mundial que nos haga avanzar en la dirección de un mundo pacífico y democrático –en la línea que se puso en marcha tras la Segunda Guerra Mundial, con las Naciones Unidas, la Unesco, la Declaración de los Derechos del Hombre…–, pese a las resistencias que se encuentren, o realmente desaparece la humanidad.

La difusión de la cultura en general y del teatro en particular con esa vocación universal se halla también presente en Primer Acto desde sus inicios. Cuando leemos la lista de textos y autores publicados en la revista, su calidad e importancia produce una sensación abrumadora…

Trescientos cuarenta y cinco textos, siempre buscando aquellos que podían moverse en esa dirección que estamos hablando, efectivamente.

En lugar de valorar esa lista en retrospectiva, coloquémonos en el momento de decidir qué texto se publica en el próximo número, ¿cuáles son los criterios para elegirlo?

Pues, por ejemplo, nosotros creemos que ahora un criterio bien interesante es el auge de la mujer autora, de la dramaturga. Ahora hay una cantidad de mujeres en España que están escribiendo cosas de gran interés y que, en general, no aceptan o están intentando salir de la vieja historia de las dos Españas. Eso ocurrió, es verdad, pero que una cosa sea histórica no quiere decir que tengamos que seguir toda la vida con esa misma historia. Por ejemplo, ¿hay que estar a favor de la Iglesia o en contra de la Iglesia? Pues no señor, que la Iglesia nos deje tranquilos y nosotros dejamos tranquila a la Iglesia. Quiero decir que hay un mundo español que se está reflejando también en el teatro que va acercándose, que se aproxima o que busca una salida a cómo pensar la historia no para seguir en ella, sino para ver cómo superamos los elementos que la han ensombrecido. ¿Qué hacer para no tropezar con lo mismo? Por ejemplo, me contaba David Ladra –que en toda esta labor me está ayudando mucho– que hay un grupo de mujeres formado por Yolanda Pallín y otras autoras que han escrito una obra a cinco que le parece de gran interés porque por fin nos están diciendo cómo las mujeres ven el mundo, que no es cómo los hombres creíamos que debían ver el mundo las mujeres. Nos están diciendo: “No me digas ni que tú mandas ni que sabes lo que yo pienso, porque yo tengo otra experiencia y tengo otras cosas que contar”. En definitiva, contemplamos el teatro como algo que forma parte de un movimiento intelectual, filosófico, personal, orientado a la recuperación del sentido.

¿La dramaturgia española goza de buena salud?

Los dramaturgos son gentes sanas tratadas como tuberculosas. Es decir, si te acercas desde un punto de vista que te ofrezca el panorama de una nueva dramaturgia española llena de nombres y de autores, de ahí sacas la impresión de que está sana. Si después te vas y preguntas a las compañías: ¿Cuántas obras se hacen de dramaturgos jóvenes y en qué condiciones? Y a los editores: ¿Cuánto se editan las obras de dramaturgos jóvenes y en qué condiciones?… Entonces al oír la respuesta piensas en lo enfermos que están.

¿Eso quiere decir que el motivo de la enfermedad estaría en el paso de la autoría a la puesta en escena?

Pasa por ahí. En Primer Acto hemos defendido desde siempre que el teatro no es la literatura dramática. El teatro son los actores, el teatro son los directores, el teatro son las condiciones en las que se hace. El teatro es un arte social. Los distintos sectores empiezan a reclamar su protagonismo, como ha ocurrido toda la vida, y se dice “esto es teatro de autor”, “esto es teatro de actor”, “aquí lo que cuentan son los directores” –que por fin ocuparon su sitio y hubo muchos que se creyeron que su sitio era todo el teatro–… Pero el teatro es el conjunto de todos esos elementos en movimiento. Y además, el público: si no hay público, tampoco hay teatro. Porque una representación sin público, o con público poco enterado, o con un público que está pensando en sus vacaciones de verano mientras se le cuenta la historia más terrible es para decir: ¿Aquí qué ha pasado? ¿Es teatro esto, si fuera del escenario no se asume lo que la obra plantea, el estímulo, la acción dramática, la contradicción del personaje…? No, no es teatro.

Hablemos de uno de los retos que actualmente afronta el libro y, por tanto, también el libro teatral. Me gustaría saber su opinión respecto a una cuestión que está provocando tanto adhesiones eufóricas como rechazos apocalípticos: la edición digital.

En este asunto volvemos a estar en la encrucijada. Yo comprendo que, desde una visión vigente, alguien crea que si un texto no se imprime y se queda en lo digital es un texto perdido; y también comprendo al que piense que publicarlo en digital es un camino. Porque estamos hablando de dos caminos diferentes de ver el proceso hacia adelante. Lo que no puede ser es que consideremos que la técnica nos tiene que determinar, como ocurre muchas veces en el terreno audiovisual: se piensa que la técnica es algo que fabrica productos que dan beneficios en vez de pensar que fabrica productos que podemos aprovechar para nuestra convivencia y desarrollo. Esta visión de situar lo técnico en el plano del rendimiento económico, que corresponde a un pensamiento neoliberal, capitalista, es una cosa. Pero suena de otro modo si valoramos el avance técnico como lo que va a permitir que algo se publique.

¿Qué le aconsejaría usted a un joven que está decidiendo hoy dedicarse al teatro, a escribir teatro, a dirigir teatro?

Hay una serie de autores modernos que han optado por el teatro, no por una antigua figura perversa que es la del autor que ni veía montar sus obras y casi ni se interesaba, que dejaba su texto casi como su testamento. El autor debe renunciar, creo yo, a una visión puramente literaria de la obra teatral. Así lo hizo, por ejemplo, un autor fundamental, Federico, que escribía, dirigía, hacía versiones, se metió en La Barraca… El teatro es meterse en el teatro. Si el autor asume muchos problemas actorales al escribir, y asume los problemas del director y de la situación del público… Entonces el autor resulta ser un personaje fundamental, pero dentro de un entorno. Yo creo que eso es lo primero que habría que aconsejarle. Entre otras razones porque es probable que si hace eso, ese joven autor encuentre elementos que le mantengan el entusiasmo; mientras que si se limita a ser escritor, el medio tiene muchas más posibilidades de matarlo. Tú terminas tu obra, te la leen los tres amigos, los cuatro parientes, y a la siguiente semana puedes estar muerto porque no le interesa a nadie… Y le diría también que viva. Y que haga dialogar a los personajes pero que sepa que los diálogos de los personajes no son lo que se inventa el autor: la grandeza de un autor es que sea capaz de imaginar personajes, que no es lo mismo que inventarlos. Un personaje inventado puede hacer cualquier cosa, un personaje imaginado no. Si imagino un personaje, ya empieza a tener sus derechos, ya me reclama una fidelidad. Si quiero escribir su vida, aunque la imagine yo, no puedo escribir la vida que me dictan mis creencias, porque entonces sale todo ese montón de teatro dogmático y sin ningún interés. Eso le aconsejaría. Y nada más… Que viva.

La entrevista llega a su final no porque se haya agotado la riqueza inmensa del diálogo y de las ideas que José Monleón despliega durante la conversación, ni mucho menos. Es más, la sensación que nos queda es la de que podríamos seguir indagando durante horas a partir de lo comentado, que podríamos ampliar sin duda muchos de los temas tratados y viajar de uno a otro pisando siempre la senda del pensamiento crítico, de la convicción democrática y del respeto y la comprensión hacia el otro. Buenos pilares para el diálogo, para esta charla fructífera, activadora y libre que hoy hemos mantenido. Ojalá todo diálogo buscara sustento en estas cualidades.

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