N.º 2 De aquí y de ahora. Teatro Español contemporáneo

sumario

Miguel Signes y la renovación del Teatro contemporáneo

Ricardo Bellveser
Institución Alfonso el Magnánimo

Miguel SIGNES MENGUAL
¿Yo quién soy?
Alicante, Muestra de Teatro Español de Autores Contemporáneos, 2011. Col. Cuadernos de Teatro Español Contemporáneo, 23.
96 pp. 5,78 €. ISBN: 978-84-615-4216-1.

Con el pie que me da la publicación por parte del dramaturgo valenciano Miguel Signes de su última obra, ¿Yo quién soy?, me propongo exponer una sospecha que no sé si la tengo lo suficientemente fundamentada, aunque no es esto algo que me importe, pues las sospechas, por su propia condición, son cuestiones que uno imagina a partir de conjeturas extraídas de la realidad, son desconfianzas, dudas, recelos que como tales no tienen fundamento ni falta que les hace. Al final del camino les sucede lo que a los aldeanos gallegos con las meigas, que no se pueden desprender de la duda de su existencia. Hablaré de ¿Yo quién soy? pero al mismo tiempo quiero exponer una serie de dudas que emergen de tratar de responder una pregunta clave: ¿quiénes están innovando el teatro español de hoy en día? La respuesta que hallo es muy inquietante: el teatro español contemporáneo no lo están renovando los jóvenes, sino los veteranos. Como Signes.

Es claro que existió una generación de autores y compañías teatrales muy interesante, ligada a la transición política española, que llevó el experimentalismo en las prácticas escénicas hasta donde no daba más de sí, como es el caso de Els Joglars (1962) de Albert Boadella (1943), Dagoll Dagom (1974) o incluso La Fura dels Baus (1979), etc. Teatro sin libreto, antes del texto, teatro del gesto y la insinuación, teatro de la narración y la sugerencia, que en algunos casos, como en el de la compañía de Joan Lluís Bozzo, se ha situado en el centro de un triángulo determinado por el teatro de texto, de gesto y el musical.

Simultáneamente, durante estos mismos años se prestigió un teatro de la palabra cuyo peso cargaron sobre sus espaldas una rica nómina de grandes autores que, durante los últimos años del franquismo, asumieron la responsabilidad de escribir obras teatrales de alto vuelo literario, para ser leídas en paz, ante las escasas expectativas de que pudieran ser representadas, por más que estuvieran concebidas para el escenario, no para el sillón de orejas. Pienso en los mismos orígenes que proceden de Buero Vallejo (1916) y pasan a Fernando Fernán-Gómez (1921), Francisco Nieva (1924), Alfonso Sastre (1926), Antonio Gala (1930), Fernando Arrabal (1932), Ana Diosdado (1938), José Sanchis Sinisterra (1940), Ignacio Amestoy (1947) o Paloma Pedrero (1957), por citar unos pocos, poquísimos, en cuya diacronía ocupa un lugar notable Miguel Signes (1935), cronológicamente entre Arrabal y Diosdado, y que es uno de sus componentes más exquisitos.

Lo que me hace volver al tema del que partía, y es que tengo la sospecha de que en estos momentos, la innovación del teatro español, la están llevando a cabo los más expertos. No hay una generación novísima que haya intentado tomar el relevo y con ello haya envejecido el trabajo de la generación anterior, sino que no ha aparecido ninguna y los autores muy jóvenes que se dan a conocer, lo que han hecho es sumarse al discurrir del teatro de los veteranos, que es, como estoy proponiendo, el único que hace propuestas innovadoras. No es que es que esto sea algo sin precedentes, pero sí que se trata de un suceso en cierto modo anormal. Mi sospecha es que Miguel Signes resulta uno de los  autores más innovadores del teatro de texto español contemporáneo. Cuando debería ser un autor innovado, resulta que es uno de los dramaturgos que aporta renovación al teatro español, que aporta meditación y talento, y se niega a que su experiencia, su mucho oficio, su notable inteligencia, se formalice en un modo  de “miguelsignesismo teatral”. Él mismo propone, crea e innova a la vez, no necesita a nadie que le espolee. Recurriendo a una voz popular, ha descubierto, en materia teatral, el modo de sorber y soplar a la vez.

Le han concedido el Premio Carlos Arniches de teatro por ¿Yo quién soy?, que más que un título es una magnífica pregunta de resonancias bíblicas, de ecos de la filosofía presocrática y griega clásica, con un manifiesto aroma isabelino y una firme modernidad. Una obra que, como es previsible en Signes, aúna ficción y realidad, presencia y ausencia, combinación de elementos modernos y clásicos, si es que ambas cosas no son lo mismo, tales como hurgar en la capacidad de los jueces para juzgar, sean estos profesionales o, como sucede con la mayoría de los casos, aficionados a meterse y opinar de la vida de los demás, de los abogados, de los tics del mundo contemporáneo y, en definitiva, de la justicia.

Eso es, ahora lo he dicho mejor: se trata de una obra sobre la justicia o su ausencia, pues la injusticia es una de las formas que tiene la justicia de manifestarse en su propio vacío.

¿Quién soy yo? es una obra que, como es frecuente en Signes, nos hace mirar hacia delante sin que apartemos los ojos del retrovisor que nos señala el pasado clásico. Signes no entra a censurar el mundo contemporáneo, sino que nos muestra cómo tan eterno como el ser humano lo son sus defectos, señalados en nueve escenas y un rotundo epílogo.

La obra comienza con un diálogo, con ribetes esperpénticos, entre madre e hijo (Marcos), diálogo de los reproches que es lo habitual en estos casos, y con un peso de fondo representado por la ausencia del padre, sobre quien no podemos evitar el preguntarnos: ¿dónde está? Y también: ¿por qué no está? Diálogo de recriminaciones y la primera es de la madre hacia las amigas del hijo, que para ella representan el desplazamiento en el amor filial, por lo que incluso coquetea con él (“¿me ves joven todavía?”), seguida de miradas a temas de actualidad, lo que incluye la corrupción política, un asunto tan de hoy pero ¡tan del mundo clásico!, y mezclado en este cóctel nos van llegando las noticias del padre, que ha sido juzgado por un tribunal de justicia y con ello la familia maltratada. No es una conversación, son monólogos cruzados, algunos de los cuales emergen incluso cuando Marcos se ha quedado dormido.

Sigue con una conferencia en la que no vemos al conferenciante ni al público, que finalmente somos nosotros; solo a Marcos, que en el turno de palabras interpela al orador sobre aspectos de política y la vigencia del pensamiento de Ortega y Gasset,  y regresa el diálogo ente la madre y el hijo: hablan de viajes y, cómo no, de las obsesivas posibles amigas del hijo, de pintura, de Leonardo, de Picasso, del juicio político al padre que destrozó la familia y la convicción de que “ajustar cuentas con el pasado es cosa de la gente que lo vivió como tu padre y yo. Aprender del pasado es cosa distinta y es lo que yo he querido que hicieras”, y de reponer el honor familiar que un juez y una injusticia les quitó.

A media obra, en la cuarta escena, se produce una nueva transgresión, pues aparece la amiga de Marcos, Lola, y desaparece la madre, en un vuelco de gran intensidad, pues pronto vamos a comprender que una y la otra vienen a ser lo mismo, “siempre he visto a las mujeres a través del modelo que para mí ha sido y es mi madre”, y aparecen también Marcos y su padre, aunque Marcos hace una inquietante justificación que nadie le ha pedido: “Solo estoy muy unido a mi madre… como hijo”, ¿qué le hace pensar que alguien pueda malinterpretar esto? La propia Lola se niega a que se le mida comparándola con “tu madre o con quien sea”… Sabemos por el diálogo que su padre estuvo en la cárcel acusado de terrorista, de nada le valió ser hijo de republicano exiliado a Argentina, porque en tiempos de Adolfo Suárez a él se le consideró “sospechoso de todo y en eso se basó el puñetero juez que nos ha jodido la vida”. Cumplida su pena, salió de prisión muy cambiado; la persona que entró en la cárcel no es la misma que tiempo después salió a la calle, entre los muros se quedó una parte significativa de su temperamento. Por ello el desafío familiar ahora es, al menos, reparar su memoria, que por una vez se cumpla esa utopía imposible a la que algunos  llaman justicia.

Regresamos al diálogo con la madre, en el que se habla de actualidad, del juez Garzón, de Europa, de los porros, de Lola y, cómo no, del encarcelamiento del padre, lo que nos devuelve a una escena entre Marcos y Lola, con una manifestación por la calle plagada de pancartas que hablan del aborto, de los anticonceptivos, mientras ellos discursean sobre el muro de Berlín, el peso que aún tiene entre los españoles los recuerdos de la guerra civil, lo que nos lleva a algo habitual en Miguel Signes como es el uso de la llamada intertextualidad esto es, insertar en sus obras fragmentos textuales de otras obras, principalmente de los clásicos, y que en esta son fragmentos de La Gallina Ciega de Max Aub con los que simbolizar que a veces se pide el regreso y cuando se consigue, se vuelve a un mundo que no existe y así esta obra se acerca a su resolución final.

Obra, la de Miguel Signes, de enorme modernidad, de apenas tres personajes pero un texto rico, meditado, bien escrito, bien dicho, sereno, trascendente, que sucede hoy en día y que reúne buena parte de los elementos que singularizan el teatro de este autor valenciano, como el que el teatro se convierta en un documento vivo de la historia, en un fragmento de la realidad, que ha sido despojada de sus artimañas y se nos muestra como teatro eterno, que podría suceder en cualquier momento de la historia con las mismas pasiones. Nos hallamos ante un hijo que pretende saber cuál es su identidad, esa que los padres nos camuflan con el pretexto de que lo hacen por nuestro bien, cuál es su lugar en el mundo y en la cadena familiar a la que pertenece. Hay que tener muy presente, nos advierte Signes, que la historia tiene sus razones que el hombre desvirtúa, la historia posee su propia dramaturgia y hay que saber adaptarla para que se oficie la ceremonia de la identificación porque, además, no hay que olvidar que este discurso nos lo ofrece a lomos del teatro que es lenguaje y como tal manipulable emocionalmente, lo que impide la objetividad y aleja toda opción a que podamos encontrar la verdad, porque la verdad no forma parte del corazón del teatro, sino que se diluye en sus modos de explicarlo.

¿Yo quién soy? es una obra materialmente puesta al día; se cita a Berlusconi, a Internet, a los descubrimientos del Palacio Viejo de Florencia, a que los socialistas “están en el poder”, salen pancartas que dicen “Zapatero carnicero”, “Aborto Bibiana, no nos da la gana”, se habla de las celebraciones del 20 aniversario de la caída del muro de Berlín, que fue del 9 al 10 de noviembre de 1989, datos que señalan con precisión que la obra se sitúa en el año 2009. Marcos dice que en 1976 “yo tenía 7 años”, luego nació en 1969, pero en otro momento de la obra afirma “yo acabo de cumplir los 40”, por tanto este otro dato nos conduce de nuevo al año 2009. Se habla del conflicto del juez Garzón con el tribunal Supremo, en un leve anacronismo porque ese encontronazo fue en el año 2010, y la condena se produjo en 2012, y hay otro anacronismo como lo representa el hecho de que Marcos esté esperando inquieto una llamada, junto a una mesita, donde está el teléfono… fijo.

Una obra redonda y antológica de los intereses del propio Signes, con referencias a Sófocles, a Freud, a la psicología (que a veces confunde con psiquiatría), a Aub, a Ortega… que sigue en su línea de hacer un Teatro documento que, al mismo tiempo sea un Teatro verdad, pero desde una perspectiva de Teatro nuevo, innovador y renovador, con justificadas pretensiones, sin artificiosidad, donde se citan, como ya he dicho, muchas de las preocupaciones, de las obsesiones, de las inquietudes intelectuales de Signes, tales como la imposibilidad de la justicia cuya mera existencia es una desiderata, de la verdad, del reconocimiento del yo y la fuerza que en el movimiento del mundo tienen las relaciones edípicas, motor de tantas de las actuaciones humanas, materiales todos ellos que intentan determinar quién es él, quién es Marcos, intentan responder a la pregunta clave: ¿quién soy yo? Aunque de conocer la respuesta el público nos quedamos con las ganas. O no.

La renovación del teatro español contemporáneo, en el tránsito de los siglos XX al XXI, ha quedado en manos de los veteranos, de los autores con experiencia, talento y arte como Miguel Signes, capaces de escribir una obra como esta, intensa, razonadora y sencilla en su representación, esto es, perfecta.

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