N.º 1 Puesta al día. Obras clásicas y recuperadas

sumario

Antonio BUERO VALLEJO. Hoy es fiesta. El tragaluzMariano de Paco y
Buero Vallejo

Domingo Miras
(Autor teatral y Vicepresidente de la AAT)

Antonio BUERO VALLEJO,
Hoy es fiesta. El tragaluz. (Ed. de Mariano de Paco).
Madrid, Cátedra, 2011. (Letras Hispánicas, 686). 296 pp. 10 €.
ISBN: 978-84-376-2851-6.

«DOÑA NIEVES.- (Voz de.) Hay que esperar…Esperar siempre…
La esperanza nunca termina… La esperanza es infinita…»
Hoy es fiesta

 

Escribir la reseña de este libro entraña para mí una doble responsabilidad: es un libro en que se unen los nombres de Mariano de Paco y de Buero Vallejo: un estudioso lleno de prestigio que, además, es un amigo al que quiero cordialmente, y un dramaturgo inmenso que también me regaló una amistad impagable. De ahí la ligera turbación que siento en estos momentos iniciales de un trabajo para el que me siento inseguro.

«Para Domingo Miras, que tan bien ha apreciado el teatro de Buero, con un abrazo desde Murcia». Esto ha escrito Mariano de Paco en la primera página de su libro, y así incrementa mis escrúpulos, puesto que habré de hacer honor a esa halagadora opinión sobre mi capacidad para apreciar el teatro de Buero. Claro está que ésta no es ni puede ser una reseña de Hoy es fiesta ni de El tragaluz: a estas alturas, ponerse a reseñar esas dos obras universales, sería como hacer la reseña de la Biblia o el Quijote. Evidentemente, lo que Mariano me dice en esas líneas de una manera tácita, es que, al haber apreciado bien el teatro de Buero (ese teatro al que ha dedicado tanto trabajo a lo largo de su vida), me siente en cierta manera su afín, en el sentido de que compartimos un apasionado interés por la obra dramática de don Antonio Buero Vallejo, hecha abstracción de otros sentimientos de carácter más personal y humano por el hombre que fue y cuyo recuerdo perdura, pero que carecen de cabida en el ámbito exclusivamente literario del libro que nos ocupa.

Podemos distinguir tres partes en la Introducción con que Mariano de Paco nos conduce hacia los dos textos buerianos que el volumen contiene. La primera de ellas, está dedicada a la vida y la obra de Buero; la segunda, alos caracteres de su teatro; y la tercera, al estudio en concreto y por separado de Hoy es fiesta y El tragaluz.

El primero de estos tres segmentos tiene un formato preferentemente expositivo: la narración biográfica se inicia con la fecha del nacimiento, los datos de sus padres, su ambiente familiar, su adolescencia y su juventud, su politización temprana, la muerte de su padre, su personal experiencia de la guerra civil, su encarcelamiento y su condena, su crisis vocacional, y, desde aquí, la biografía se hace también bibliografía: la escritura de En la ardiente oscuridad y de Historia de una escalera, el Premio Lope de Vega, que invierte el orden del estreno entre ambas, la proyección pública… La biobibliogrfía se desarrolla por riguroso orden cronológico, se suceden los años, los estrenos, los acontecimientos familiares (matrimonio, nacimiento de los hijos, muerte accidental del hijo menor), la persecución política, la continuidad de su trabajo hasta el 8 de octubre de 1999 en que se produce su último estreno, seis meses antes del 29 de abril de 2000 en que fallece. Una biografía en que destaca esa que he llamado crisis vocacional y que a todos sus biógrafos ha llamado tanto la atención, viendo en ella casi siempre una simple pero llamativa curiosidad, aunque altamente significativa porque el dominio de la pintura no era para Buero el de un principiante: se conservan, entre otros muchos trabajos de gran interés, varios autorretratos de evidente valor documental (uno, en la portada de este libro que ahora comento) y, sobre todo, un retrato a pluma del poeta Miguel Hernández que se ha hecho universal. El que esa prematura vocación por la pintura llegase a producir obras importantes no puede extrañarnos, dado el talento del joven pintor; lo que sí produce extrañeza es que una vocación tan definida, y que se prolongó hasta años de relativa madurez, fuese una vocación errónea. Es raro, ¿no? Y, sin embargo, hay un ilustre precedente: al patriarca de las letras alemanas Johann Wolfgang Goethe le pasó lo mismo. Se pasó el hombre media vida emperrado en pintar: ya había escrito entre otras cosas una primera versión del Urfaustus, las Canciones de Sesenheim, representado su Ifigenia en el teatro de Weimar y publicado, con un éxito enorme, Las desventuras del joven Werther, un libro que puso de moda el suicidio. Era ya primer ministro del gobierno del Duque Carlos Augusto de Sajonia Weimar, y aún, con treinta y siete años, se fue a Italia a aprender pintura de una vez por todas. Allí estuvo casi dos años, y volvió al fin desengañado y consciente de que la pintura no era lo suyo. ¿Coincidencia? ¿Casualidad? A mí no me lo perece tanto. También yo, de niño y hasta la primera juventud, dibujaba como un descosido. Creo que eso nos ha pasado a todos: los niños tienen una primera visión del mundo que es plástica, y todos ellos procuran reproducirla a su manera. Luego, los que casualmente tienen más aptitudes, prolongan durante más tiempo su tendencia a dibujar y pintar, hasta que la imagen del mundo, cada vez más abstracta, va desalojando la primitiva imagen visual. En fin, una pequeña reflexión en torno a ese sorprendente cambio vocacional que encontramos en la biografía de nuestro dramaturgo. Un dramaturgo que nos dejó una serie de obras llenas de inquietudes éticas y de angustia trágica que difícilmente hubieran podido expresarse a través de la pintura.

La segunda parte de la Introducción de Mariano de Paco, bajo el epígrafe «Caracteres del teatro de Buero Vallejo», es la que tiene un alcance más general. Pasa en ella revista a determinadas características de su dramaturgia, a ciertas notas peculiares, como el personaje que adolece de alguna limitación física (la ceguera, la sordera, la alucinación, etc.) con que simboliza los límites de nuestra humana condición, o bien el acceso a la verdad sin necesidad de los sentidos o de la razón. También analiza Mariano el realismo o el simbolismo de su teatro, el «realismo simbólico» como fórmula sintética que comprende igualmente los aspectos críticos y estéticos de ambas corrientes, mostrando la realidad iluminada por el arte, una «realidad iluminada» (en terminología del propio estudioso y de Virtudes Serrano) que compartiría con Arthur Miller y la gran dramaturgia americana.

La condición trágica del teatro bueriano –dice de Paco en la página 27– ha sido apreciada habitualmente por críticos y estudiosos, confirmando palabras del dramaturgo en numerosos artículos y entrevistas que tienen desde el comienzo adecuada plasmación en sus obras; ya en el «Comentario» a Historia de una escalera señaló que «en el fondo es una tragedia, porque la vida entera y verdadera es siempre, a mi juicio, trágica…».
Repitámoslo con mayúsculas: PORQUE LA VIDA ENTERA Y VERDADERA ES SIEMPRE, A MI JUICIO, TRÁGICA. ¡Exacto!

Frente al destino implacable, dos opciones se nos ofrecen: someterse como el coro, o rebelarse, como el héroe. El destino implacable, el que se cumple en todo caso, ya sabemos cuál es. Toda la vida humana es una permanente lucha contra él, representado simbólicamente por instancias más próximas: la voluntad de los dioses, que puede manifestarse de muchas maneras. Ah, pero el orgulloso rebelde siempre es un semidiós como Prometeo, o un poderoso rey como Agamenón o Edipo; todo lo más, una princesa como Antígona. Nunca es un hombre del pueblo, eso se queda para la comedia. En el siglo XIV, Dante Alighieri llamó «Comedia» a su gran poema porque en él aparecían gentes del pueblo llano, y en el Renacimiento, Fernando de Rojas llamó tragicomedia a su obra porque la compartían personajes principales, propios de la tragedia, y personajes villanos, propios de la comedia. Seguía vigente el canon griego de que, en la tragedia, los personajes han de ser dioses o reyes, mientras que los villanos son los personajes de la comedia, ellos son los que, aunque intenten representar la tragedia de Píramo y Tisbe, harán reír a carcajadas al Duque de Atenas y a su prometida… y también a los espectadores de El sueño de una noche de verano. Pasará mucho tiempo para que los burgueses, antiguos villanos ahora asimilados a la nobleza, puedan ser personajes de tragedia de la mano de Ibsen. Y solo en el siglo XX, los humildes, los desheredados, los miserables, han sido aceptados como seres trágicos. Es curioso, muy curioso que, por ejemplo, un escritor como Víctor Hugo, el autor de una enorme novela titulada precisamente Los miserables, no incorporara a ningún miserable en ninguna de sus tragedias, salvo en El rey se divierte, en el papel de bufón. Por supuesto, tampoco lo habían hecho Corneille ni Racine; en cambio, en las comedias de Molière aparecen con toda naturalidad las gentes comunes, así como en las obras de nuestro Siglo de Oro, todas llamadas comedias porque en todas había criados. También Shakespeare incluyó plebeyos y menestrales en sus dramas, pero como bufones. Ha costado mucho trabajo pensar en los humildes como personajes trágicos. ¡Si hasta hay quien dice que Hoy es fiesta es un sainete! Y yo pienso: si la muerte, en su condición de destino implacable, ha de aparecer como una metáfora, ¿cuál será su imagen más exacta? ¿La voluntad de los dioses, o la miseria? Para mí no hay la menor duda: la miseria, mil veces, aunque también ella es voluntad de los dioses.

«El sainete serio», dice Robert L. Nicholas. Eso sería como el círculo cuadrado que, según los teólogos, es imposible incluso para Dios. Un poco de «seriedad», por favor. Esos personajes modestísimos que luchan contra la miseria cada uno a su modo, con la lotería, con la estafa, con la cartomancia, con las oposiciones, con las chapuzas… incluso alguno tuvo en el pasado un acto de orgullosa rebeldía, cegado por la hybris en su orgullo de macho, y soporta un castigo secreto que los demás ignoran, pero el público conoce lo mismo que tiene a la vista el de todos los demás, los ilusos que creyeron vencer al destino y se sintieron sumergidos de nuevo en la pobreza, en la indigencia, en la desnudez… de la que nunca habían salido, pobres gentes. Y aun así, ¡aun así!, Doña Nieves prestará su boca al autor para decir la última palabra: «Hay que esperar…Esperar siempre… La esperanza nunca termina… La esperanza es infinita…». ¡Cómo se podría negar la esperanza a quienes, desde el fondo de la decepción y la amargura, ellos, los miserables, han sido capaces de perdonar, que es la virtud de los reyes! El sabio dramaturgo ha hecho que no se vea a la dulce sibila que nos devuelve el aliento, que su voz sea una voz misteriosa que viene de lo desconocido, de alguna piadosa instancia superior que se compadece de nosotros.

Podemos contemplar la lucha vital contra el ciego destino bajo muy variadas metáforas: puede ser el ilusorio señuelo de un premio en la lotería, o puede ser la subida al tren que nos conducirá a un destino mejor. Ese tren de aspecto sobrenatural es como la mano que un dios compasivo nos tiende, y ha de alcanzarse mediante el esfuerzo individual o colectivo, o tal vez por medios fraudulentos. Los medios que se utilicen para subir al tren inquietan a Buero de una manera muy especial, porque, para él, la conducta ética de sus personajes es fundamental. Es cierto que, por mucho que se esfuercen, buenos y malos tendrán el mismo destino, el agon trágico de unos y otros tiene invariablemente el mismo final. Tras alcanzar o no las metas anecdóticas con que metafóricamente se disfraza el destino, éste, al final, se quita la careta y recoge su cosecha llevándose a unos y otros en el mismo carro. ¡Oh, las Danzas de la Muerte medievales, con qué crudo verismo traducían a su tiempo la antigua belleza de las tragedias atenienses!

Pero Buero Vallejo va más allá, y Mariano de Paco, como hábil rastreador que no deja olvidada pista alguna, nos lleva de la mano hasta un personaje de El tragaluz que carece de presencia, al que solo se cita y al que, por tanto, solo conoceremos de oídas. Un misterioso personaje llamado Eugenio Beltrán, al que todos los espectadores de una lejana noche en el teatro Bellas Artes de Madrid identificamos inmediatamente con el propio autor. En su Introducción, de Paco, experto conocedor de la totalidad de la dramaturgia bueriana, nos señalará otros personajes que, en otras obras, tienen análoga fisonomía: la de quienes escogen como meta a conquistar no las riquezas ni el bienestar material, sino su propia perfección moral. También así fortalecen su vida, también así reafirman su existencia y su identidad, también así se enfrentan con el destino. ¿Activos, hombres de acción, o soñadores contemplativos? Los primeros, los enérgicos, pueden herir fácilmente a los demás; los segundos, los pasivos, pueden permitir el mal sin tratar de evitarlo. El difícil equilibrio, tanto en carácter como en conducta, es el objetivo de los que ponen su empeño en ser cada vez mejores. Dice Mariano de Paco, con una frase concisa y certera: «La dramaturgia de Buero Vallejo tiene su centro en el hombre, considerado como susceptible de transformación y mejora moral» (p. 29). El itinerario interior que conduce a esa transformación y mejora implica una profundización ética en la que Buero bucea apasionadamente, y desde la que analiza con gran precisión la conducta de los personajes que él mismo construye. Por esta vía enriquece su teatro con multitud de temas relacionados con el amplio campo de los conceptos morales, tales como la culpa y la expiación, la abnegación, la honradez, la verdad, la integridad, la justicia…

No es posible terminar este pequeño trabajo sin un recuerdo para la esperanza, la esperanza que, según Buero, anida siempre en la tragedia. «Buero defiende una concepción «abierta» y «esperanzada» de lo trágico, frente a un sentido cerrado que impidiese la libertad personal», dice Mariano de Paco. (Pág. 28). Y añade: «En su discurso de ingreso en la Real Academia Española reiteró su convicción de que «el meollo de lo trágico es la esperanza»». Sin embargo, la general opinión ha considerado siempre que tragedia y esperanza son antitéticos, puesto que la tragedia consiste, en esencia, en un dilema insoluble: la ley civil condena a Antígona, y la ley sacerdotal la absuelve: ¿qué ley aplicar? No se sabe, no es posible la elección. Con el mismo matemático rigor actúa siempre la tragedia salvo que se hagan trampas, como Esquilo en Las Euménides. Yo estoy convencido de que Buero escenificó visiblemente la esperanza trágica (su concepto de ella) en El tragaluz, mediante «la joven pareja vestida con extrañas ropas, propias del siglo a que pertenecen». Ellos, desde su siglo futuro, nos observan con el mismo interés con que el Padre observaba a los transeúntes de las postales, pero con unos medios técnicos que les permiten conocernos perfectamente. ¿Existe la posibilidad física de que esto ocurra alguna vez? Es tan improbable, que podríamos responder que no, sin la menor duda. Pero, ¿existe la posibilidad metafísica de que esto ocurra? Por supuesto que sí, con toda evidencia. Pues bien, esto basta para Buero, y también debe bastarnos a nosotros: hay que conducirse en todo caso como si alguien pudiera vernos. En esto consiste la esperanza, en que la historia no termina con nuestro final, puede quizá continuar en la pupila y la conciencia de otros, en su juicio. Y esa posibilidad casi absurda en el mundo de los hechos, está rigurosamente presente en el mundo de la moral. Cuidado con lo que hacemos, porque nos ven. A un bruto insensible de los que apenas parecen tener algo de humano, no le importará en absoluto, pero a los que tienen un poco de humanidad, sí les importa, y mucho. ¿Habla con esos testigos Silverio, tras la marcha de Daniela? «A ti te hablo. A ti, misterioso testigo, que a veces llamamos conciencia… A ti, casi innombrable, a quien los hombres hablan cuando están solos sin lograr comprender a quién se dirigen…».

La esperanza trágica de Buero, un enigma que nos dejó para que lo interpretemos a nuestro gusto. Era así de generoso.

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