N.º 1 Mejor pensarlo dos veces. Ensayo

sumario

George STEINER, La muerte de la tragedia.Un libro para todas las estaciones

Santiago Martín Bermúdez
Autor teatral y Secretario general de la AAT

George STEINER,
La muerte de la tragedia.
Traducción del inglés de Enrique Luis Revol.
Madrid, Siruela, 2011.(Biblioteca de Ensayo, Serie Mayor, 75) 292 pp. 23,03 €.
ISBN: 978-84-9841-579-7.

La muerte de la tragedia de George Steiner se remonta a finales de los años cincuenta, con modificaciones posteriores hasta la edición definitiva de 1979, que es la que ahora comentamos. Poco tardó en convertirse en uno de esos libros que leemos y releemos a menudo. Un libro de cabecera, podría decirse, que siempre dice algo nuevo. El que más y el que menos ha utilizado ediciones extranjeras hasta que hubo una española, y aun así… Ahora nos llega de nuevo esta importante traducción de Enrique Luis Revol [1], que publicó Monte Ávila muy pronto, pero de la que no se pudo disponer a menudo. Es la oportunidad de hacerse con este libro, si no lo había leído; o de revisarlo en una versión competente.

Podemos dar por sentado que la tesis es lo que anuncia el título: la tragedia ha muerto por varias razones, pero sobre todo por una. Tras una especie de cuento o de agadá, escribe Steiner, ya al final del libro: «La tragedia es esa forma de arte que exige la intolerable carga de la presencia de Dios. Ahora ha muerto porque Su sombra ya no cae sobre nosotros, como caía sobre Agamenón, sobre Macbeth o sobre Atalía». Por eso empieza recordando que Marx rechazaba el concepto de tragedia, y no hará falta explicar por qué lo rechazaba. Veamos algunas de las cuestiones que plantea Steiner, sin que sea necesario indicar que el tema griego, la tragedia ática, merece tratamiento particular y también tratamiento a todo lo largo del libro, así que no nos detendremos en ello. Salvo para indicar que, en el prólogo de 1979, Steiner advierte que, de las obras griegas conservadas, muy pocas responden al auténtico sentido de tragedia. En cuanto a las famosas unidades, son fruto de posteriores teóricos, ya modernos, ni siquiera de Aristóteles.

Tragedia francesa

Una de esas cuestiones que plantea Steiner es que la tragedia francesa «no viaja». Y trata de manera amplia la dificultad o imposibilidad de traducir los mejores momentos de Pierre Corneille y Jean Racine. Pero Steiner desconoció un fenómeno que es de nuestros días: tragedias clásicas menores en comparación con las de ambos dramaturgos, de Thomas Corneille, Philippe Quinault, Louis Fuzelier, Pierre-Joseph Bernard o Louis de Cahusac, son llevadas a escena en hermosos montajes gracias a la música de compositores como Lully y Rameau, tocada con instrumentos y criterios de la época, que tratan de revivir siquiera los sonidos que se oyeron en Versalles entre la época del Rey sol y Luis el Bienamado [2]. Esas tragedias líricas (no denominadas óperas) reviven hoy en los teatros y pasan inmediatamente a soportes audiovisuales y se ven en el mundo entero. Es un fenómeno muy de ahora esa resurrección de compositores de música bellísima y, de paso, de los textos en los que se basaron. No olvidemos, en cualquier caso, que un cierto «final feliz» era norma de las óperas de la época. La afirmación de Steiner tiene validez todavía hoy: el Británico de Racine, o El Cid de Corneille, entre otras muchas obras del legado francés del Grand Siècle, raras veces merecen la traducción a otros idiomas, y si acaso sirven de referencia o base para «versiones» adaptadas a la actualidad y otros prejuicios y vigencias del momento. Escribe Steiner:

Thierry Maulnier afirma que la poesía francesa está más alejada que cualquier otra de los elementos universales que se pueden hallar en el folclore y la lengua de un pueblo; que usa materiales refinados ya por una larga tradición literaria. La materia predominante de la poesía francesa es la poesía que la ha precedido. Es el arte que se dirige al arte. La sustancia de ello es rigurosamente pura y abstracta y carece del rico subsuelo del mito y de sentimiento arcaico que hace resonar Edipo, Lear o Fausto más allá de sus fronteras de espacio y de tiempo.

Tal vez haya que constatar que eso es así, que es cierto, por mucho que nos procure auténtico placer estético y bastante inquietud, aun a estas alturas, la lectura en su original de Bérénice o Iphigénie. Pues bien: el capítulo III se dedica al teatro francés y consigue apasionar al lector que tenga siquiera un pequeño interés en este mundo de la tragedia cuyo vehículo es la palabra. Al menos, ese capítulo debería leerse, aunque el lector no se muestre convencido ni de nuestros argumentos ni de la buena fama del libro. Hay que detenerse en determinadas intuiciones, observaciones, advertencias del propio Steiner, como ésta: «Quitadle a Fedra el encantamiento de su música (las palabras que le son propias, de manera exclusiva) y el resto es un simple grito».

Drama o tragedia

Una de las objeciones posibles al espléndido libro de Steiner sería su desconocimiento del corpus del Siglo de Oro español. No sería una objeción patriótica. Steiner escribe en un momento en que el castellano no ha adquirido la universalidad cultural que empieza a tener ahora, a pesar de la desidia que conocemos en las instituciones y en el propio mundo del teatro. Además, abarcar la obra de autores como Calderón, por poner sólo el nombre del más grande de todos, es una empresa que lleva a un cúmulo de lecturas muy superior al de todo el teatro isabelino y lo que se conserva de la Antigüedad (los tres atenienses y Séneca).

Podría aducirse que el teatro español del siglo XVII desconoce la tragedia, puesto que el imaginario de los poetas de aquellos escenarios hace imposible el planteamiento trágico: el cristianismo postula una armonía entre Dios y los hombres, el libre albedrío se opone a la ceguera del fatum, el pecado se castiga y se redime (al contrario que el error trágico). Si Dios es amor, no hay tragedia. Ahora bien, si Dios ha muerto (como se pretendió a finales del siglo XIX, dando por hecho que vivió mientras estuvo en las conciencias), la tragedia es imposible. Ibsen no es trágico, es dramático. Osvald podría haber recibido tratamiento con otro tipo de higienes y terapias, o por lo menos su padre, el vicioso, para no transmitirle secuelas. Nora hace tiempo que habla en serio con los hombres de ahora sin necesidad de marcharse de casa.

Pero el héroe trágico se las ve con los dioses y con el destino. Los héroes israelitas se las ven con otros pueblos y otros dioses en virtud de un pacto con Dios; su victoria es justa, su derrota será un castigo por no haber cumplido el pacto, y todo es tan terrible como revisable. Los héroes de La Ilíada, que inauguran la literatura trágica, según lo ve Steiner, son juguetes del destino, y frente a ello no tienen otra opción que afirmarse, defender su grandeza y dignidad humanas. No han de caer jamás en la hybris, que es desequilibrio que desencadena la acción trágica. Y, si es preciso, han de afirmarse muriendo. El personaje trágico está dispuesto a asumir la muerte. Es cierto que esto, por sí solo, no garantiza la categoría de personaje trágico, pero sin ella no es posible.

Decadencias

Steiner cita a Shelley:

Y es indiscutible que la más elevada perfección de la sociedad humana se ha correspondido siempre con la más elevada perfección del teatro; y que la corrupción o la extinción del teatro en una nación en la que una vez floreció es una marca de la corrupción de las costumbres y una extinción de las energías que sostienen el alma de la vida social.

A lo que añade Steiner:

Esta idea es importante. Nace de constatar que las grandes épocas del teatro griego, español, isabelino y francés coincidieron con periodos de gran energía nacional. Es una idea que movilizará las ambiciones de todo el movimiento romántico para culminar en la filosofía social de Wagner y de Bayreuth.

Sospechamos que Wagner y Bayreuth son otra cosa, no tragedia: el intento de hacer pasar obras musicales de extrema belleza y altura artística como «obras de arte total», cuando la pintura y la escultura y la arquitectura no son sino auxiliares del drama cantado. La Gesamtkunswerk no es una utopía, sino un disfraz, quién sabe si una estafa. En esa estafa se gesta no sólo una secuencia de diez óperas maravillosas, entre El holandés errante y Parsifal, sino también la construcción artística del chauvinismo alemán. Un chauvinismo que, por cierto, brilla sobre todo en una comedia, la única comedia de esas diez óperas: Los maestros cantores de Nuremberg.

Ante el hecho histórico de la decadencia de la tragedia y el teatro ingleses desde la segunda mitad del siglo XVII, Steiner cita a un reformador de 1813: «Todo el éxito de un autor dramático depende del gusto, del capricho, de la indolencia, de la avaricia o de la envidia de tres individuos: los directores de los tres teatros de Londres». No pasan siglos, como dice alguien que conozco bien. Cuando del teatro se apoderan los que no lo crean, sino que lo financian o gestionan o tutelan, sucede eso, como bien sabemos.

Pero no hay que olvidar una cuestión muy importante. La explica Steiner. Sin embargo, sí que se pueden decir unas cuantas cosas del público del siglo XIX. Es más democrático y menos culto. El público de Racine era en su conjunto una sociedad cerrada a la que las clases inferiores tenían poco acceso. Durante el siglo XVIII el centro de gravedad social se desplazó hacia la clase media; la Revolución francesa, esencialmente el triunfo de la bourgeoisie militante aceleró ese movimiento. En su Essay on the Drama, Sir Walter Scott muestra en qué medida la democratización del público conducía a un descenso del nivel dramático. Los directores de teatro y sus autores ya no se dirigían a una aristocracia letrada ni a una élite salida de la magistratura o de la alta finanza; querían atraer a la familia burguesa carente de cultura literaria y ávida de pathos y de desenlaces felices. Y algo más importante aún: el papel del teatro en la sociedad se había reducido. Ni rastro de la ceremonia civil o religiosa de Atenas, ni rastro de rituales medievales que se conservaban en la memoria del espectador isabelino; ni ceremonia al modo de Versalles. Simplemente, el espectador elegía un pasatiempo entre el número creciente de pasatiempos rivales. El teatro iba a convertirse en lo que es hoy: un simple divertimento. ¡Pasatiempos rivales en el siglo XIX, caramba!: ahí sí que pasaron los siglos. Mas no acaba ahí el apasionante análisis de Steiner, que bucea en documentos de la época y de tiempos recientes. Habría que citar casi íntegro el capítulo IV.

La tragedia se muere desde el siglo XIX

En el capítulo V hay, entre otras cosas, una lúcida visión de por qué han envejecido sin remedio las tragedias románticas francesas del XIX. Aquí también habría que recordar que algunas de ellas (Le roi s’amuse, Hernani, de Victor Hugo) sobreviven gracias a cómo las transformó Verdi, que además permite que sigamos recordando a reliquias como García Gutiérrez, porque Verdi transformó en hermosas óperas su Trovador y su Boccanegra; lo mismo que hizo con Don Álvaro o la fuerza del sino, del Duque de Rivas. Los casos de Schiller y Goethe son distintos, y por ello merecen otro tratamiento en este libro. Lo que no impide que Steiner escriba:

Pero la lengua de Don Carlos termina por eclipsar el drama; a la luz de estos conflictos filosóficos trascendentes los personajes tienden a la abstracción. Lo que poseen de vida individual palidece ante el brillo demasiado vivo que le dan a su pensamiento.

Schiller sería uno de los primeros entre esos escritores en los pensaba Eric Bentley cuando habló del autor dramático pensador. No olvida Steiner a cuatro grandes alemanes que crecieron con el tiempo: «Con Lenz, Büchner y Hölderlin, Kleist pertenece a esa familia consumada de un genio delirante que la literatura alemana engendró después de Goethe y Schiller, como incendios tras un radiante mediodía. Estos hombres murieron jóvenes, locos, o por propia mano». La importancia de Büchner es tan indiscutible como tardía. Es uno de los dos realmente dramaturgos de ese supuesto grupo (el otro es Kleist); tanto su ensayo sobre Lenz como sus dramas han dado lugar en pleno siglo XX a óperas importantes o incluso señeras: Wozzeck, de Berg, una de las obras maestras mayores de todo el repertorio; Wozzeck, de Gurlitt; Leonci und Lena, de Paul Dessau; Dantons Tod, de Gottfried von Einem. Incluso hay dos versiones de Soldados, el terrible dramón de Lenz: la muy aceptable de Manfred Gurlitt y la magistral ópera «con simultaneismo» de Bernd Alois Zimmermann (1965). Y, desde luego, El príncipe de Homburgo, obra hermosa donde las haya de Kleist, la convirtió en ópera Hans Werner Henze, compositor de la generación de la vanguardia que jamás fue vanguardista, y que ha fallecido en octubre pasado.

Tal vez sea el momento de detener esta reseña, que es una invitación a la danza, a la lectura y al canto. Ya me entienden: leer este libro, devorarlo, anotarlo, apasionarse con él. Tiene mucha materia para aprender y también para discutir. Y para echar de menos, como en el caso del teatro clásico español. Lo español se le ha resistido a Steiner: en su libro sobre las Antígonas ignora precisamente un texto teatral-filosófico de gran importancia en el siglo XX, La tumba de Antígona, de María Zambrano. A cambio, le concede una importancia excesiva (en comparación) a determinados dramas y tragedias del pasado (casi siempre, obras en inglés) que ya verán ustedes cuando lo lean. Aun así, este libro es maravilloso. Que conste que lo que citamos y reseñamos no es más que una pequeña parte de la riqueza de este libro que, después de todo, tiene bastantes menos páginas que contenido. Que conste que Steiner llega hasta Anouilh, Brecht y Claudel, incluso a La tragedia optimista, de Vishnievski, obra en la que muere toda una compañía de soldados, pero como se trata de un sacrificio por la victoria del Partido, esta tragedia es optimista. Una nota final: no se pierdan las «pegas» que Steiner pone a O’Neill, Giraudoux, Hofmannsthal o Cocteau.
Puesto que el autor de estas líneas ha manejado su propia versión de buena parte del libro de Steiner, prefiere utilizar esta, porque para él es la de siempre. Aunque está convencido de que la versión de Revol es mejor.

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Notas    (↵ Volver al texto returns to text)

  1. Puesto que el autor de estas líneas ha manejado su propia versión de buena parte del libro de Steiner, prefiere utilizar esta, porque para él es la de siempre. Aunque está convencido de que la versión de Revol es mejor.↵ Volver al texto
  2. Robert Fajon : L’opéra à Paris : du Roi Soleil à Louis le Bien-Aimé. Slatkine, Ginebra, 1984.↵ Volver al texto

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