N.º 1 De aquí y de ahora. Teatro Español contemporáneo

sumario

José SANCHIS SINISTERRA, José / Deja el amor de ladoConversación bajo
el glaciar

David Ladra
Crítico teatral

José SANCHIS SINISTERRA,
Deja el amor de lado. Ciudad Real, Ñaque, 2012.
(Col. Literatura Dramática). 192 pp., 15,40 €.
ISBN: 978-84-96765-41-2.

 

Zaida y Xavier se encuentran, en otoño, en un chalet de alta montaña. Las llaves se las ha dado Yuri, un conocido suyo acaudalado, connoisseur y filántropo que, misterioso y extraño como es, bien podría andar metido en cualquier lío. Ahora va de productor de cine y la razón de encerrarles allí por cinco días es que, aislados como están en la soledad de aquellas cumbres, pergeñen una idea sublime para, a partir de ella, escribir un guión. Ligada a la industria cinematográfica, Zaida trabaja para Yuri, con quien le une —con setenta años él y cuarenta y cinco ella— una «sincera» (aunque no necesariamente «pura») amistad. En cuanto a Xavier, poeta, novelista y antiguo enfant terrible surgido de la noche en plena juventud con cierto «olor a azufre» que encandila a las damas, no cuenta más que treinta y tres. Pero se considera ya acabado. Y un tercer personaje de la historia, invisible, pero cuya presencia se va a manifestar, amenazante, a lo largo de toda la función, es Sara, un glaciar efluente que cierra el valle por el este y que, a pesar de su afable apelativo femenino, da lugar a aludes y avalanchas capaces de sepultar un pueblo entero. Tan sólo su «lamento», un conjunto de ruidos producidos por la quiebra y fractura de la masa de hielo, suele avisar antes de la catástrofe. Y ahora no para de escucharse…

Ya tiene ahí nuestro autor, como a él le gusta, a sus dos personajes desplumados, metidos en el horno y listos para asar. El joven y la mujer madura, arrastrando cada uno su pasado y enfrentándose a un arduo desafío: construir un relato que, tratando de humanos, funcione sin tener que recurrir a un sentimiento hoy tan manido como lo es el amor. Y es que «deja el amor de lado» va a ser el santo y seña que le imponga Xavier a su colega siempre que se maquine el tema del guión. No se lo pone fácil el autor —Sanchis digo— al arrancar su obra sobre una tabla rasa: dos personajes desfondados en busca de una idea genial, una acción reducida prácticamente al mínimo porque en esas desérticas alturas no hay mucho argumento que rascar, prohibición total de hablar del Eros y tan solo media botella de vodka a la hora de fantasear… Y sin embargo, no nos engañemos: si esta pista de patinaje desolada sobre la que evolucionan sus criaturas ha sido elegida por el autor será porque le viene como un guante al objeto final de su proyecto, que es montar, desde cero y apoyado únicamente en el lenguaje, todo un «constructo» dramatúrgico que no sólo mantenga el interés del respetable sino muestre también, como lo hacen Goldoni o Marivaux, que la mejor forma de enamorarse es ponerle la proa al Amor.

Así que haciendo uso de la fábula, como buen filósofo que es, el autor nos presenta a sus dos personajes tramando posibles narraciones de las que pudiera resultar la gran Idea que permitiera armar un buen guión. Una manera de enganchar a la audiencia haciéndola participar en el juego e invitándola a entrar en la sala de máquinas en donde da vueltas el magín. De esta suerte discurrirán varios relatos: una rocambolesca historia de drogas y prostíbulos a lo Pérez Reverte, otra que se perfila como un detectivesco flash-back, una tercera que se instala en esa «zona cero» de la conciencia que fluctúa entre sueño y realidad… El público —el lector, por ahora— se deja llevar de la mano y colabora, al menos en potencia, en ese proceso de enajenación creadora que, por lo general, tiene lugar en la mente del escritor y que aquí se explaya al aire libre, exhibiendo sus circunvoluciones y volutas, a medida que ambos guionistas avanzan en su conversación. Pero en cierta manera, desde su laboratorio de alquimista, repleto de probetas y retortas en las que se destilan los brebajes que darán lugar a sus encantamientos, el autor está jugando con nosotros, distrayéndonos con pompas de jabón y fuegos fatuos que se disolverán al primer soplo. Porque, de todas las fascinantes propuestas que surgen al comenzar la obra, no se nos hablará, al llegar al final, más que de una enigmática «escena del hipódromo» de la que no tenemos ni noticia, aunque —siempre atento el autor a mantener una pretendida coherencia formal— nos avance Xavier una primera «explicación»: «Si el público no capta que Franz y el jockey que vio en la carrera son la misma persona, no entenderá nada de la escena con la adivinadora». A lo que le replica Zaida: «No es evidente que sea una adivinadora». «Razón de más», concluye Xavier. Puro Sanchis el que aquí se nos aparece despojándose de su mefistofélico disfraz de jolly joker para reconocer, en palabras de Zaida, que, al fin y al cabo, todo el principio no era más que «un conjunto de pistas falsas» concebidas para desorientar al espectador y llevarlo al huerto del ronzal.

Y es que, entreverado entre tantas ficciones, empieza a destaparse el verdadero embrollo de la obra: que entre Zoida y Xavier, antiguos conocidos, ya hubo una relación en su momento. De modo que del nivel artístico descendemos ahora al puramente antropológico, al que tiene que ver con las afinidades y el deseo: ¿hasta dónde llegó aquella relación? ¿Qué ocurrió realmente en el hotel Maestral —un 9,2 en Booking.com— de la isla de Prvic en Croacia (ese afán del autor por salpicar sus obras con el nombre y las señas de lugares exóticos…)? ¿Hubo allí algo de amor o, como gusta de decir Xavier, «atracción erótica» tan solo? ¿Terminaron por ser, como aparentan, unos «buenos amigos» nada más? Y ya que sus encuentros se miden por semanas, ¿qué puede suceder en estas cinco jornadas laborables? La cosa no ha empezado muy bien con ese aire cargado de rememoraciones y reproches dignos de la más vulgar de las parejas. De ahí que, como tratamiento preventivo y al tiempo que la excluye del guión, Xavier pretenda desterrar cualquier asomo de ternura de su convivencia con Zaida en estos días. Difícil sí lo tiene porque Zaida, está claro, va a por él, aunque Xavier insista una y otra vez en que el amor no habrá de figurar en la herencia genética del hombre del futuro. A todo esto, Sara se vuelve a «lamentar». Buena oportunidad para proponer otro tema: el glaciar ha engullido todo un pueblo que vive ahora en su interior, en su vientre de hielo. Un pueblo sin amor pero preñado de nuevos sentimientos que, al salir a la luz, podrían dar lugar a una nueva sociedad, a un nuevo mundo… Pero, ¿y si lo que engullese el glaciar fuese ese mismo chalet en que se encuentran? ¿Quién devoraría a quién primero?.

Hasta aquí lo que Xavier y Zaida conocen de uno y otro, pero lo que saben de sí mismos, de sus fracasos, de sus miedos, de sus ilusiones perdidas, sólo lo percibe el espectador. Porque, junto al de la ficción y al de la vida, el autor introduce un tercer nivel expositivo en que los personajes —hablando para sí mientras se congela levemente la acción— dicen lo que no debe de saber su contrincante: el plazo y las razones de una muerte anunciada. Si Xavier conociera que la vida de Zaida está señalada a plazo fijo o si esta se enterara de la sentencia que pesa sobre Xavier, su discurso sería muy distinto en cuanto vendría contaminado al tiempo por el rencor y por la compasión. El uno cree del otro que tiene toda la existencia por delante y que, en este sentido, le es superior. De ahí, los arranques de celos que, de vez en cuando, les poseen y dan cuenta de su frustración. De modo que esa fiera batalla dialéctica que ambos mantienen en escena queda ahora fatalmente marcada por la presencia de la Muerte quien, como Sara, se cierne, imprevisible, sobre el chalet. De la comedia hemos pasado al drama y esos dos personajes que, por su aire elitista y su rechazo a dejarse llevar por lo común, nos podrían aparecer como un tanto grotescos adquieren, ahora que lo sabemos todo, esa aura de nobleza y dignidad que a sus víctimas les concede el Destino. Anoche durmieron en la misma cama, desnudos y sin tocarse un pelo. No consumar el deseo era, para los cátaros, una muestra de amor. Para Zaida y Xavier fue algo así como una muerte dulce… Aunque Xavier siga dándole vueltas, el manuscrito está sobre la mesa, terminado. No queda más que Yuri se pase a recogerlo y ya no habrá otra cosa que hacer. Buen momento para dar el gran salto, pasar al otro lado del espejo y descubrir ese mundo de sentimientos nuevos, puros y solidarios, que se esconde bajo el glaciar. Se oye el motor de un coche, no es el de Yuri. De pie y cogidos de la mano, Xavier y Zaida esperan que alguien entre…

¡Qué habilidad la del maestro Sanchis a la hora de construir una ficción partiendo de tan pocos elementos! ¡Y qué manejo de «la carpintería teatral» bien entendida cuando se trata de diseñar una leve estructura que sostenga tan sólido edificio! Deja el amor de lado es toda una lección de dramaturgia, la puesta en práctica de las enseñanzas que imparte el autor en sus talleres. En primer lugar, austeridad total, nada en escena que pueda desviar la atención de lo que ocurre. No quiere ello decir que el entorno se convierta en algo neutro sino que, como Sara el glaciar, puede alcanzar personalidad propia. Bajo una apariencia un tanto cool, como si fuera un juego, los personajes se consumen por dentro pero no les vemos arder. Como buen conocedor de la física cuántica, que niega la existencia de una causalidad determinante, Sanchis desconfía de cualquier Providencia que pueda prescribir las acciones humanas y encomienda su motivación a la palabra en marcha y movimiento, de manera que es ésta, generalmente en forma de diálogo, la que va construyendo el argumento a medida que teje la trama. Una palabra siempre exacta y precisa y que no se anda por las ramas. No es infrecuente que el autor intervenga en su obra cuando le parece conveniente (como aquí ocurre con el hotel croata) ni que lo hagan también sus personajes, saliéndose a veces del guión para narrar anécdotas que no vienen a cuento («Como si aquel encuentro con Edwards en Cuernavaca fuera el origen de mi pasión por las carreras de caballos», dice Xavier a Zaida hablando de otra cosa), aunque luego liguen remotamente con el tema (la famosa escena del hipódromo). De modo que también el personaje dispone de diversas voces: la del autor, la propia y, a veces, la de sus compañeros de reparto. Y tiene al público de censor permanente en cuanto sabe más que él de lo que pasa.

Manipulando todo este material, estructurándolo en diversos niveles, sometiéndolo a una determinada mecánica y dinamizando el conjunto, nace ese remedo de la vida que es el drama. O por decirlo de otro modo, Zoida y Xavier dejan de ser «papeles» y se convierten en personajes verosímiles, nuestros prójimos. Cuando se cumpla su fatal destino, el espectador dará un respingo y olvidando las palabras de Xavier —«deja el amor de lado»— les recordará juntos, cogidos de la mano.

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