N.º 55Autor-Director hoy

Montar en la página,
escribir en la escena

José Sanchis Sinisterra

No sin ciertas reticencias, me veo inclinado a iniciar esta reflexión sobre mi “doble identidad” profesional como autor y director con un breve excurso autobiográfico. Dudo que tenga algún interés para quien lo lea, pero a mí puede serme útil para entender y dilucidar esta dualidad que, junto con alguna que otra más (estudioso / enseñante, promotor-director de entes teatrales / artista free lance…), ha jalonado y configurado toda mi dedicación al teatro. Hasta el día de hoy. Afortunadamente, no creo haber padecido por ello “problemas identitarios” ya que, si bien Rimbaud pudo afirmar “Je est un autre”, a mí tampoco me perturba sospechar que “yo somos muchos”. Y no solo yo, claro…

Pero es el caso que mi primera incursión en los —digamos— dominios de la creación artística (¿?), a los diez años (¡!) fue la escritura: novelas de vaqueros, de tiempos prehistóricos, del África misteriosa, de platillos volantes, etc., me convencieron de que, de mayor, yo sería escritor. Sin embargo, muy pronto también —a los catorce / quince años— descubrí el teatro, primero como “actor” y, al poco, como “director”…  E incluso antes de ingresar en la Universidad ya andaba yo gozando de esa doble (pseudo)omnipotencia que la creación de mundos —dramáticos y escénicos— me proporcionaba… por separado. Quiero decir que mis textos latían en mi escritorio, y allí se quedaban, mientras que mis montajes se desplegaban en el espacio, en el tiempo y en el colectivo de los compañeros y del público.

Ñaque o de piojos y actores, 1980

Ñaque o de piojos y actores, 1981 1

Incluso en mis tiempos de teatro universitario, aunque me atreví a poner en escena alguna de mis obras, fungía principalmente como director. Y tras mi “viaje iniciático” a París, en 1960, en el cual descubrí que el teatro era también un ámbito del pensamiento, una vía de concienciación política, un área de indagación sobre la condición humana y un largo etcétera, decidí fundar el Aula de Teatro de la Facultad de Filosofía y Letras de Valencia… e instituirme como teórico y pedagogo. En esos años, pues, se fraguó la encrucijada de mi condición teatral (autor, director, promotor, pedagogo) en la que sigo navegando y naufragando.

Pero hagamos un flash forward y situémonos en la Barcelona de 1977 cuando, con una decena de obras escritas y sin estrenar, más algún que otro premio, decido “salir de la clandestinidad” y fundar El Teatro Fronterizo. ¿Objetivo? Pues “simplemente” verificar en la práctica algunas de las investigaciones teóricas que había ido perpetrando en la última década y que, en la rica efervescencia del teatro que se producía —y programaba— en Barcelona, quizás tuvieran la posibilidad de confrontarse con “el teatro realmente existente”.

¡Ay Carmela!, 1987

¡Ay Carmela!, 1987 2

¿Y a qué investigaciones me refiero? Pues concretamente a las posibles fronteras entre la narrativa y el teatro, fronteras formales —pero no solo— cuya incorporación al texto dramático y al lenguaje actoral podría tal vez devolver a la dimensión también literaria del hecho teatral la capacidad innovadora y transgresora que no pocos directores le negaban. Entre ellos —y ellas— algunos llegaban a afirmar que el texto dramático era una rémora en los procesos de modernización del arte teatral, salvo cuando se lo trataba como un mero material que la puesta en escena podía transfigurar a su antojo; y que era la fisicalidad del proceso hacia el espectáculo, incluida la inserción en él de las nuevas tecnologías —que, por cierto, envejecen muy rápido— lo que propiciaba la evolución del arte dramático.

El Teatro Fronterizo, en cambio, reivindicaba la perenne “juventud” del texto dramático, en especial si exploraba sus posibles hibridaciones y mestizajes con la literatura narrativa que, desde sus orígenes, ha manifestado —frente al relativo respeto del drama hacia los cánones— una fértil anarquía formal, una reinvención permanente de sus procedimientos técnicos y estéticos.

El cerco de Leningrado, 1994

El cerco de Leningrado, 1994 3

No voy a enumerar, ni mucho menos a describir, los jalones de un extenso y zigzagueante proceso —que dura hasta hoy—, a lo largo del cual, indagando mediante el análisis las estructuras del “discurso narrativo” de autores como Joyce, Kafka, Melville, Cortázar, Sábato, Beckett, etc (y, más recientemente, de Virginia Woolf, Dostoievski, Dino Buzzati, Saramago, Valle-Inclán…), iba yo configurando un “discurso dramático” en cierto modo propio que, durante el proceso de puesta en escena, se verificaba y modulaba en complicidad con los códigos de la escenificación y de la actuación.

Y este es, sin duda, aún hoy, el laboratorio (o la rebotica) de mi doble condición teatral, en la que remolonean también “ingredientes” robados del ámbito científico —aunque muy superficialmente comprendidos y asimilados—, como la Teoría General de Sistemas, la física cuántica, las ciencias de la complejidad (caos, fractales, morfogénesis…), la neurociencia, etc. No obstante, lo que voy a tratar de esbozar aquí es algo así como un mapa general, ya que, en la concreta realidad de mis trabajos y mis días —tantos, y a lo largo de tantas y tan variables circunstancias— ha sido inevitable inventar atajos y sortear procesos que, en rigor, hubieran debido insertarse en el paisaje…

*     *      *

Nos deslizaremos rápida y discretamente por los comienzos universitarios, con su inevitable mezcla de autodidactismo y osadía, aunque mi asistencia casi furtiva a los ensayos del Teatro Club —un grupo de actores, actrices y directores amateurs que, al margen de los TEU, desarrollaban su actividad en la pequeña sala subterránea del Club Universitario— debió de constituir mi primera “escuela” de dirección. Presenciar la puesta en pie de obras como El cuervo, de Alfonso Sastre, En la ardiente oscuridad, de Buero Vallejo (¡dos autores rojos!), o como Curva peligrosa de J. B. Priestley y Partida a mediodía, de Paul Claudel, entre otras, clásicas y contemporáneas, no fue algo baladí para el muchacho que, desde la oscuridad de la última fila y con la ignorante avidez de sus dieciséis o diecisiete años, absorbía los avatares del quehacer teatral de “los mayores”. Quiero imaginar que aquel aprendizaje lo trasladaba luego a mis montajes con el TEU de Filosofía y Letras. Y que los libros adquiridos poco después en París —de Jacques Copeau, Louis Jouvet, Jean Vilar, Jean Louis Barrault… y “un tal Bertolt Brecht”, entre otros—, me iban suministrando el bagaje histórico y estético que el aspirante a director estaba ya requiriendo.

El lector por horas, 1999

El lector por horas, 1999 4

Porque lo cierto es que mi “condición de dramaturgo” se iba configurando en la sombra, y que el autor por antonomasia de aquel reducido  núcleo de teatreros universitarios era mi amigo Manuel Bayo, de quien monté por aquellos años varias obras: Ilsa, El jornal, Ahora en Tebas… La proximidad física y mental con el dramaturgo, sumada al hecho de que mi puesta en escena iba a ser la salida al mundo de una obra desconocida por el público, me indujo —supongo— a fraguar un principio que he seguido manteniendo hasta el día de hoy: si asumo la responsabilidad de “presentar en sociedad” un texto, me impongo el deber de montar ese texto, y no “mi lectura” —léase “reescritura”— de lo que otro escribió, llámese Jean Anouilh, William Saroyan, Patricia Zangaro, Bosco Brasil o Juan Mayorga. No —repito— una obra más o menos parecida a la que finjo (re)presentar, corregida (y mejorada, claro…) por mi sacrosanta creatividad escénica, sino un mundo estético y semiótico lo más próximo posible a esa partitura textual que quiero compartir con los actores y espectadores.

Otra cosa es montar una obra, clásica o contemporánea, que puedo suponer más o menos “del dominio público”, es decir, conocida o fácilmente cognoscible por los siempre hipotéticos espectadores. En tales casos —que, debo reconocerlo, no han sido frecuentes en mi itinerario escénico— puedo permitirme licencias discretas en el ámbito de la puesta en escena y en el trabajo actoral (Cuento de invierno, de Shakespeare o ¡Qué hermosos días!, de Beckett), cuando no intervengo, con mayor o menor rotundidad, en la propia partitura textual (Electra, de Sófocles y Las tres hermanas, de Chejov), en cuyo caso indico claramente, en el título o en el subtítulo, que se trata de una versión.

Pero —repito— esta segunda circunstancia se me ha presentado en pocas ocasiones durante las últimas décadas, en especial tras la fundación en Barcelona del Teatro Fronterizo; como si, a la inversa que en mis inicios, la condición de autor hubiera eclipsado —a ojos del medio teatral español— mi faceta de director. Salvo en lo que se refiere, naturalmente, al montaje de mis propias obras, tanto las originales como las dramaturgias de textos narrativos (Joyce, Kafka, Melville, Sábato, Cortázar… y un largo etcétera). Y es aquí donde puedo destilar algunas reflexiones sobre la fértil duplicidad autor-director.

Eramos tres hermanas, 2014

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Montar en la página / escribir en la escena”, he resuelto titular esta aproximación a una circunstancia cada vez más frecuente en la escena contemporánea… aunque no insólita en la tradición teatral europea, desde Esquilo y Sófocles hasta Beckett y Pinter, pasando por Shakespeare y Molière. Digamos de paso que esta dualidad se vio en parte truncada, a principios del siglo XX, por la irrupción y la configuración del arte de la puesta en escena; y fue justamente el estudio de este fascinante capítulo de la historia del teatro —descubierto en mi ya mencionada aventura parisina— lo que me condujo a tomar conciencia de la necesidad de sistematizar una práctica que, al igual que la escritura dramática, requería de unos fundamentos teóricos, de una perspectiva crítica y de unas opciones estéticas. Las aportaciones de André Antoine, Stanislavski y Dantchenko, Gordon Craigh, Adolphe Appia, Georg Fuchs, Max Reinhardt, Jacques Copeaux, Piscator, Brecht, Meyerhold, Tairoff, Oklopkov… absorbidas con avidez de fuentes meramente librescas —y de inmediato difundidas a través del Aula de Teatro… y algunas aplicadas (¿?) en mis montajes—, se fueron articulando, mal que bien, con mi casi secreta actividad dramatúrgica.

De modo que, entonces como ahora —aunque quiero pensar que ahora con algo más de rigor—, escribo mis obras con un “director internalizado” que me dicta y me corrige a cada paso… y comparto mis montajes con un “dramaturgo externalizado” que dialoga y trapichea con todo el equipo realizador. Esta doble cohabitación no me resulta en absoluto incómoda, al contrario: ver y escuchar mientras escribo lo que la partitura textual va generando en una escena imaginaria me ayuda a organizar la polifonía semántica que quisiera se produjese en la representación (y, en último término, en la mente del receptor); y, ya en la otra orilla, negociar durante el proceso de ensayos todas las aportaciones creativas del colectivo escénico —desde la primera actriz hasta el último técnico… sin soslayar, claro, al productor— me descubre dimensiones y tonalidades tan insospechadas como  insospechables  en la escritura originaria. Y si es cierto que no soy muy propenso a modificar el texto durante los ensayos (prefiero esperar a auscultar la respiración del público), no lo es menos que, sin cambiar una sola línea, el espectáculo real puede llegar a ser muy diferente del que se fraguaba en la mente del autor durante el proceso de escritura. Cosa que me produce una gran satisfacción…

No voy a negar que muchas de mis obras —particularmente, las escritas a partir de los años 70— se ciñen más a los recursos de la actoralidad que a los códigos de la puesta en escena; y ello, sin duda, a causa de mi larga e intensa dedicación, en los cursos y talleres de Interpretación del Institut del Teatre de Barcelona, a la pedagogía del arte y la técnica de la actuación y, tras la fundación del Teatro Fronterizo, a la investigación permanente —hasta hoy— en lo que di en denominar los Laboratorios de Dramaturgia Actoral. En contrapartida, la austeridad escénica y la opción preferente de la mayoría de mis textos por una “teatralidad menor” se deriva —aunque no solo— de la precariedad en las condiciones de producción de mi labor como director. Y digo “no solo” porque, desde los años 80, el magisterio de Samuel Beckett, con su radical minimalismo, ha gravitado sobre mi rechazo de la espectacularidad, del énfasis escenográfico y del papanatismo tecnológico. En cambio, lo que suelo denominar los “cuatro puntos cardinales” del teatro de Beckett —el vacío, la oscuridad, la quietud y el silencio— desempeñan en mi práctica dramatúrgica y escénica un papel esencial.

Monsieur Goya, 2019

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No quisiera dar fin a estas deshilvanadas reflexiones sin referirme al territorio en el que se inscribe la encrucijada de la doble naturaleza del fenómeno teatral, que es a la vez literatura y espectáculo. Me refiero, naturalmente, a la intersección, en el tejido mismo de la obra dramática, de los dos registros del discurso teatral: diálogos y acotaciones (o didascalias). Vasto y controvertido tema que suscita muchas de las recientes —y no tanto— querelles en torno a la autoría de ese objeto estético, de esa obra artística que llamamos TEATRO. Me limitaré pues a indicar mi posición teórica y práctica sobre el doble registro mencionado… y sobre las querellas que suscita entre autores/as y directores/as.

Revisando a vuelo de pájaro mi producción, podría señalar —aunque sin intentar siquiera ofrecer una sólida explicación lógica— que mi escritura presenta una amplia y diversa gradación entre lo que podríamos denominar “obras de didascalias grado cero” y las que muestran una tendencia a la “hiperacotación” (términos ambos lo suficientemente pedantes para que no requieran su explicación…) En la zona central de este abanico cabría situar, sin duda, la mayoría de mis obras, en las que, desde mi punto de vista, el uso más bien moderado de las didascalias solicita su cumplimiento en función de su relevancia significativa; es decir, que en la modesta opinión de su autor, el sentido de la escena o de alguno de sus componentes esenciales resultaría truncado o pervertido si lo acotado en el texto no se cumpliera en la puesta en escena. Puede tratarse de “efectos escénicos” más o menos contundentes o de acciones físicas sutiles que el autor considera tan o más significativas que el diálogo, pero también de pausas, de miradas, de intenciones, de frases inacabadas (¡abuso inmoderadamente, lo confieso, de los puntos suspensivos!), de sonidos extraescénicos que quizás los personajes no parecen percibir… ¿Alguien puede todavía dudar de que el significado de lo que decimos o hacemos no radica únicamente en las palabras dichas, sino también en su intersección con el subtexto y el contexto de nuestras situaciones comunicativas? El magisterio de Pinter ha sido también, en este y en otros aspectos, absolutamente esencial.

Naufragios de Álvar Núñez, 2020

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En consecuencia, cuando un autor renuncia a enmarcar el discurso de sus personajes con índices —o indicios— de aquello que late más allá o más acá de sus palabras, lo hace desde la confianza en que sus hipotéticos intérpretes —entre los que incluyo, naturalmente, a quien se hace responsable de su dirección— van a supeditar su innegable creatividad —y su derecho a ejercerla— a una real voluntad de interpretar (y no reescribir) ese texto. Y, de hecho, una gran parte de mis obras breves (“Teatro menor”) y algunas extensas (“El lector por horas”, “Deja el amor de lado”…) fueron escritas con clara consciencia del riesgo asumido. En cambio, la gran mayoría de mis restantes textos intentan mantener un equilibrio —siempre precario— en los gradientes de ese dilema: acotar o no acotar, he aquí la cuestión.

Y concluyo confesando que en mi última obra (“Furor matemático”, 2020-21) la compulsión didascálica ha sido llevada a extremos que a mí mismo me producían cierta desazón. ¿Cuál habrá sido la causa?

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  1. Fuente: CDAEM. Bielva↵ Ver foto
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  6. Fuente: https://www.teatrofernangomez.es/prensa/monsieur-goya-una-indagacion. Foto. David Ruiz↵ Ver foto
  7. Fuente: https://cdn.mcu.es/espectaculo/naufragios-de-alvar-nunez/↵ Ver foto

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