N.º 55Autor-Director hoy

 

La autoría escénica
Una experiencia… ¿personal?

 

Jesús Campos García

 

Cuando me inicié en el oficio teatral lo hice sin tener las ideas claras (ni oscuras), llegué sin ideas. Sin ideas preconcebidas, quiero decir. Y digo más: en lo que respecta a cómo se pone en pie un espectáculo, sin tener ni idea.

Tras quince años de espectador empedernido, alguna función escolar y un breve escarceo en el TEU de Granada (como ayudante del regidor), al cumplir los veinte me arruiné por primera vez en un par de aventuras empresariales (En los teatros Eslava[1] y Recoletos[2]). Fiascos que me enviaron de nuevo al patio de butacas para que siguiera viendo el teatro desde la barrera. Diez años pasaron hasta que un día, sin saber por qué, me puse a escribir. En un par de años escribiría unas ocho obras, algunas justamente inéditas, pero la mayoría premiadas; lo que me hizo pensar que podría llegar a ser autor. Claro que si lo que quería era hacer teatro, ser autor no era gran cosa, pero por algo se empieza.

La tierra de Jauja de Lope de Rueda

Interpretando La tierra de Jauja de Lope de Rueda. Con decorados de papel y ¡con apuntador! (Teatro Apolo de Almería, 1955).

Y es que entonces los autores que empezaban (como era mi caso) no tenían sus obras en el escenario sino en el cajón. Sí, ser autor significaba bien poco y me obligaba a mucho, pues me ponía en el brete de tener que producir. Y como ni loco estaba dispuesto a arruinarme de nuevo, hice lo que hacían entonces los autores: buscarme un director para que me sacara las castañas del fuego. También mandé el texto a varios teatros. El Capsa de Barcelona fue el que nos dio fechas. Y además para ya: se les debía haber caído algo. Todo fue rapidísimo y en un par de semanas estábamos a punto de empezar a ensayar.

Estaban ya haciendo el reparto y no había visto aún ninguna puesta en escena del director al que había confiado mi obra. Me habían hablado muy bien de él, y como siempre he sido un poco inconsciente (el hecho de que me haya pasado media vida haciendo teatro es buena prueba de ello), pues me tiré a la piscina. Claro que lo mismo sí había visto alguno de sus montajes. No lo sé. Como no voy al teatro para ser más culto sino para pasármelo bien, pues no me fijo en los nombres. O sí me fijo, pero que no me los aprendo. Afortunadamente, ser inconsciente no significa que tengas que ser un insensato, por lo que me fui a ver (más vale tarde…) una de las puestas en escena que tenía en cartel.

Inefable. La peor representación que he visto en mi vida. Y he visto algunas. El texto (un clásico) había sido torturado, rayando en el sadismo. No se entendía nada, y lo que se entendía no tenía nada que ver con la obra original. Era obvio que el director no trabajaba a favor del texto sino que se servía de él para largar lo que hubiera sido incapaz de decir con una obra de su invención. Algo muy de la época, que por desgracia aún ocurre a veces. Ahora, de la época de la época, lo que se dice de la época, la interpretación: se arrastraban por el suelo diciendo «Uuuhhhh. Uuuhhhh» o saltaban desaforadamente sin que viniera a cuento. De vergüenza ajena. Y por si fuera poco, se engancharon en una cortina y se les cayó el decorado encima sin que dejaran de «interpretar» el texto: «Uuuhhhh. Uuuhhhh». Desternillante. Aunque ya se pueden imaginar las ganas de reír con que salí del teatro.

Llamé a Garsaball (director del Capsa) advirtiéndole del peligro que tenía aquel director[3], y acordamos posponer el estreno, de momento, para finalmente abortar el proyecto. Qué descanso. Y qué suerte, porque aquella experiencia me tiró del caballo en mi personal camino a Damasco. Fui consciente entonces de algo tan obvio como que entre lo imaginado al escribir el texto y lo que se materializa en la representación hay muchas decisiones necesarias (otras gratuitas) que pueden alterar gravemente el propósito de la obra. Entendí entonces las protestas de muchos compañeros: autores cuyas obras habían sido malinterpretadas por directores que ni siquiera les permitían asistir a los ensayos. Hoy esto puede parecer inconcebible, pero en los setenta se dieron bastantes casos.

Curándome en salud, aborté otros proyectos que tenía más en embrión y me di un tiempo para pensármelo. No hizo falta mucho: enseguida tuve claro que si no quería que mis textos fueran munición de discursos ajenos tenía que asumir personalmente la puesta en escena de mis obras; por lo que podría decirse que mi decisión de ser un autor escénico fue en defensa propia.

Lo de «autor escénico» es terminología reciente para mí[4], entonces lo que dije fue: «lo hago y punto». Quede claro, por tanto, que nada de lo que argumentaré aquí lo pensaba entonces; aquello podría decirse que fue un rebote, una emergencia, una intuición, pero no una decisión razonada. Lo que no merma su valía, pues una vez que me puse a ello y según me iba complicando la vida, cada vez tenía más claro que era eso lo que quería hacer, lo que necesitaba hacer, lo que estaba decidido a hacer contra viento y marea.

Porque hubo viento y marea. Algo que jamás hubiera imaginado. Fue decir que pensaba dirigir mis obras y lo que hasta entonces habían sido simpatías se tornó en perplejidad, recelos, suspicacias, cuando no en hostilidad. No entendía nada. Y hubiera sido fácil de entender, solo que para entenderlo tenía que haber tenido un conocimiento del medio que entonces no tenía. Así que no me quedaba otra que poner atención: fijarme. «Que es que no te fijas», me dije. Y me fijé.

Había osado cuestionar el poder del director de escena, y cuestionar el poder establecido, sea el poder que sea, siempre da problemas. Si yo hubiera sido un director que escribía sus textos a nadie le hubiera molestado, incluso les habría hecho gracia: «Míralo qué ingenioso»; pero era un autor que pretendía dirigir y esto rompía los esquemas del lobby. Es lo que eran, pues no solo decían cómo debían ser las puestas en escena de nuestras obras, sino que además elegían las obras que debían ser representadas; lo que explica que prefirieran programar clásicos y extranjeros, ya que así se garantizaban sus puestos de trabajo. El poder (con mayúsculas) había delegado en ellos (con todas las hipotecas implícitas que toda delegación conlleva) y ellos (la creme de la creme) eran los que decidían qué teatro se hacía y cómo se hacía. Tan simple como eso.

Mas cualquier situación, por simple que pueda parecer, es el resultado de múltiples procesos complejos y remotos, por lo que, para enterarme mejor de lo que pasaba a mi alrededor, tenía que remontarme años, décadas, siglos atrás; pues en la evolución de la práctica escénica (tanto de sus procesos creativos como de la acción represora que siempre sufrió el teatro) o en la contaminación mimética del entorno productivo, puede que estuviera la explicación de por qué les parecía inconcebible que osara asumir la puesta en escena de mi obra.

 

Los procesos creativos

La denominación de los distintos oficios teatrales no fue siempre precisa ni constante. En una actividad tan artesanal, que siempre se ejerció tan en precario, no creo que importara demasiado ponerle nombre a lo que hacía cada cual. Autor podía ser el poeta que escribía el texto o el dueño de los carros, que era, en ocasiones, quien montaba el espectáculo (ese binomio de empresario y director de escena, oficio entonces en ciernes). Autor era, por tanto, aquel al que se le reconocía algún tipo de autoridad. Que el que interpretaba alguno de los personajes fuera el que escribía la obra (Shakespeare[5]) o que el que escribía la obra fuera el que dirigía su puesta en escena (Calderón[6]) es un pluriempleo fácilmente entendible por todos los que hicimos teatro aficionado o formamos parte de «grupos independientes», que esto ya venía de antiguo con las «compañías a partido».

Maquillando sin tener ni idea

Maquillando sin tener ni idea. Pobre chico. (Teatro Apolo de Almería, 1956).

En cualquier caso, y llamárase como se llamara en cada momento el oficio de cada cual, lo que, en mi opinión, siempre ha estado claro es que en el proceso de creación de una obra teatral hay dos fases bien diferenciadas: la propuesta y la interpretación de la propuesta. (Solo en los espectáculos de improvisación ambas fases se producen de forma simultánea). Alguien establece la estrategia comunicativa mediante el empleo de diálogos y/o acotaciones, y luego esta propuesta se lleva al escenario. Creación e interpretación. (Podríamos enredar diciendo que el creador es un «intérprete» de la realidad y que los intérpretes son los «creadores» de su actuación, pero yo es que escribo esto para ver si me aclaro y no para enredar).

Aun así, y sin ánimo de complicarlo, no se pude pasar por alto que entre estas dos fases del proceso (las únicas esenciales y a su vez suficientes) en la práctica se dan otras actuaciones de carácter híbrido, pues siendo interpretación de la propuesta son a su vez parte de la creación. (Composiciones musicales, diseños escenográficos o de vestuario, vídeos escénicos, etc., a eso me refiero). A mí me gusta denominarlas «creaciones inducidas», pues se generan interpretando la propuesta inicial, si bien, en ocasiones, pueden tener vida propia al margen del espectáculo para el que fueron concebidas. Como también la tienen los diálogos, por más que solo sean una parte de la estrategia del espectáculo.

Hechas estas salvedades, y para dejar el clavo bien remachado, añadiré que, por el contrario, la interpretación de la propuesta que puedan hacer un director de escena o un actor solo tiene sentido cuando se representa la propuesta que las genera y en ningún caso tienen vida propia, a diferencia de las creaciones inducidas antes mencionadas.

Establecido el esquema (creación + creaciones inducidas + interpretación = espectáculo), conviene precisar que esto nunca encorsetó la práctica escénica con roles precisos de forma sistemática; en cada momento se hizo lo que se pudo contando con lo que se tenía, siendo la multiplicidad de funciones la modalidad más extendida a lo largo de la historia.

Y si esto fue siempre así, ¿por qué esa oposición beligerante a que yo, pobre de mí, pretendiera asumir la puesta en escena de mis obras? Dejo de momento la pregunta en el aire, que ya trataré de contestarla una vez que haya descrito los otros hilos que se enlazaban en el nudo gordiano al que tuve que enfrentarme.

 

La acción represora

Todo el que haya hecho teatro tiene claro que nunca se hace lo que se quiere sino lo que se puede. Y esto, que podría aplicarse a toda actividad humana, cobra especial relevancia en nuestro caso, pues lo que se puede aún ha de someterse a lo que te dejen.

No creo que sea necesario extenderse en mostrar las reticencias que el poder (político, religioso y/o económico) tuvo y tiene ante una actividad artística que, jugando con los conflictos que se generan en la sociedad, puede poner en evidencia los abusos, las dejaciones o simplemente las torpezas de su actuación. No obstante, para ayudar a situarnos, expondré a grandes rasgos el histórico de las relaciones entre el poder y el teatro en nuestro país.

Cuando la representación de los espectáculos se hacía en palacios, iglesias o plazas públicas y su producción se llevaba a cabo por encargo y con la aportación económica de los poderes que la encargaban, la censura no era necesaria, pues nadie iba a encargar que representaran una obra en la que lo denunciaran o ridiculizaran. Solo cuando surgen los corrales como espacio de representación y son los artistas los que deciden qué obra se representa y el público el que costea la producción mediante la compra de entradas, es cuando, perdido el control, el poder ha de establecer mecanismos de vigilancia y represión. A saber: la Inquisición de antaño[7]. O su versión menos truculenta: la Junta de Censura de Obras Teatrales que muchos padecimos y cuya extinción se produjo a finales de los 70 con la llegada de la democracia.

Página 27 de mi obra Furor, prohibida por unanimidad del pleno de la Junta de Censura (1971).

Mas no echemos las campanas al vuelo. Cierto que el poder apellidado «democrático» es incompatible con la censura y la represión, pero esto no significa que el poder (se apellide como se apellide) esté dispuesto a renunciar al control, por lo que, desaparecida la Junta de Censura (¡oh, casualidad!), la gran mayoría de los teatros pasaron a ser de titularidad pública y las principales aportaciones económicas que posibilitan la producción y exhibición de los espectáculos son desde entonces las subvenciones y las contrataciones a caché que se otorgan desde las distintas administraciones. Si no fuera por las excepciones, que las hay (salas alternativas y algunos teatros privados, que aún quedan), podría decirse que hemos regresado a los sistemas de producción (y control) de la Edad Media.

Y no es un decir, pues son procedimientos similares. Afortunadamente, la mentalidad de creadores y políticos (la mayoría, espero) está asentada en el siglo XXI. (Aun así, no conviene olvidar que estamos en régimen de libertad… vigilada). Por tanto, mientras que en la obra se diga lo que quieren oír (insultos al poder incluidos: el cinismo da para mucho), no habrá ningún inconveniente en apoyarla, incluso en aplaudirla. Ahora, si su discurso traspasa las líneas rojas que establece la ideología dominante del momento, hasta puede que te den una pequeña ayuda para hacer la producción (te pagan la cuerda para que te ahorques), pero no tendrás teatro en el que representarla porque, al igual que en su día los distintos poderes eran los dueños de los palacios, de las iglesias y de las plazas, hoy, además, son los dueños de los «corrales». Sí, todo evoluciona para que nada cambie, y a la cultura líquida de una posmodernidad permisiva le corresponde una censura igualmente líquida que salve las apariencias.

Pues bien, en lo que respecta al nudo gordiano que trato de desentrañar, conviene tener presente que fue en los años 70 cuando se produjo en España la transición de la censura grosera a la censura líquida.

 

La contaminación mimética

No es una cuestión menor la influencia que pueden llegar a ejercer, en cada época, los modelos operativos preponderantes sobre el conjunto de la sociedad que los genera. Que yo haya sabido detectar, durante el siglo XX (que es el periodo en el que se consolida la figura del director de escena) se producen dos hechos relevantes que sin duda dejaron su impronta en el microcosmos de las compañías o grupos teatrales.

La segunda revolución industrial que se produce a finales del siglo XlX y comienzos del XX deja atrás los procesos artesanos y consolida el modelo fabril. Son dos formas de producir que podrían convivir perfectamente; de hecho conviven, aunque eso sí, con la percepción de que lo artesanal es el pasado mientras que lo industrial es el futuro. ¡El futuro! ¡Ahí es nada! ¿Y quién no va a querer apuntarse al futuro? No caerán en esta trampa los novelistas, los artistas plásticos, los poetas… todos los que se bastan y se sobran para concebir y realizar su obra sin que nadie se la interprete; pero el teatro (también el audiovisual, el arte más industrial) lleva en su ADN la realización colectiva, y las «creaciones inducidas» que hasta entonces se producían de forma aleatoria se especializarán y oficializarán en aras de la modernidad. Que tampoco es que fuera exactamente así, pero ese era el paradigma: lo in, que se decía hace unas décadas, era que cada aportación la ejecutara un especialista.

Se argumenta a favor de este sistema que la especialización persigue y consigue la excelencia del espectáculo manufacturado (una cualidad muy en consonancia con la demanda de una sociedad burguesa y consumista), y no digo que no sea así, solo que, en lo que a mí respecta, antes que un teatro perfeccionista (lo que no significa que no haya que hacer las cosas bien) prefiero un teatro perturbador. Y eso se consigue mejor con menos gente.

Recuerdo haber asistido a algún ensayo con tres intérpretes en el escenario y treinta colaboradores, entre especialistas y ayudantes, en el patio de butacas. (Por cierto, no estaba el autor. Bien es verdad que estaba muerto. Era lo habitual, que rara vez se estrenaba un autor vivo. De hecho, los directores solían bromear con que el mejor autor vivo era el autor muerto).

Sí, las especializaciones proliferaban como si el objetivo fuera hacerlo todo tan complejo que resultara imposible hacer teatro si no se gozaba de las ayudas a la complejidad. El teatro había que hacerlo con muchos y con tan nutrida concurrencia era de cajón que alguien tenía que coordinar o dirigir. Aunque tal vez fuera la existencia del director lo que propició el teatro de los especialistas. No sabría decir qué fue antes si el huevo o la gallina, pero lo cierto es que ambos conceptos se complementan. Como también parece evidente que la proliferación de creaciones inducidas, con su coordinador o director al frente, crean un espacio intermedio que distancia y mediatiza la relación entre los dos elementos esenciales (e imprescindibles) de todo espectáculo teatral: la autoría y la interpretación.

Que quien organiza el cotarro sea denominado director y no coordinador (solo muy excepcionalmente en algunas creaciones colectivas) responde a otra contaminación mimética. Los grandes liderazgos no son una exclusiva de la época, pero la proliferación de los medios de comunicación los hizo más visibles y esto propició que se les considerara como el modelo a seguir. Para bien o para mal (lamentablemente para mal en la mayoría de los casos), el líder carismático es otro de los signos de identidad del siglo XX, de ahí el glamur del director. El que dirige, el que se pone al frente, el que asume la responsabilidad. (Bueno, al menos estos no llevan bandera; aunque algunos sí). Y es este estado de opinión el que consolida la posición de estos dirigentes a los que, a falta de auctoritas, se les otorga la potestas. Y así nos va.

 

El nudo gordiano

La dejación de los autores que en cierto modo se fueron alejando de la práctica escénica, la resistencia del poder «democrático» a perder el control, la moda imperante de la especialización en aras de la excelencia y el glamur del director todopoderoso fueron los cabos sueltos que, atados y bien atados, formaban el nudo gordiano que, en aquel momento, corté por las buenas («Es lo mismo cortarlo que desatarlo», parece ser que dijo Alejandro Magno) y que ahora, con más perspectiva, estoy tratando de desatar.

Nudo gordiano del teatro español de entrambos siglos.

Nudo gordiano del teatro español de entrambos siglos.

Bien por alejarse de la práctica escénica o bien por realizar sus puestas en escena con un cierto adocenamiento, en mi opinión, fueron los autores (en su mayoría) los que, durante la dictadura, generaron una vulnerabilidad que el poder supo aprovechar para diversificar sus herramientas de control. Mas fuera como fuere, incrustar en el proceso de generación de un espectáculo a un agente que ni crea ni interpreta pero que es el que decide qué es lo que se debe crear y cómo se debe interpretar no es un invento nuestro. Desconozco la realidad de las distintas sociedades occidentales como para atreverme a generalizar; aun así, parece evidente que las mismas circunstancias que se daban aquí a mediados de los setenta se dieron antes en esos países, como también se dieron en parte en nuestro país antes de la guerra. A lo largo del siglo XX, en mayor o menor medida, hubo autores de gabinete por toda Europa; el referente industrial era común a todos, la sustitución de poderes dictatoriales por poderes democráticos fue más que evidente, así como es fácilmente constatable la titularidad pública de sus centros de producción y exhibición; factores, todos ellos, que contribuyeron a la consolidación del director de escena. Vamos, que cuando en España, tras la Transición, se produce su relanzamiento, el invento estaba ya más que consolidado en el extranjero. Y ya se sabe que aquí todo lo extranjero «va a misa».

Arrabal cuenta (ignoro sus fuentes, pero la historia es tan verosímil que no dudo en citarla) cómo Stalin, ante el dilema de poner el teatro en manos de los actores (peligrosos por su popularidad) o de los autores (peligrosos por su actitud crítica), optó por otorgar el poder a los tramoyas, gremio que consideró más domeñable, y así convirtió a los regidores en directores de escena; cargo que en no pocas ocasiones se adornó con las más altas cualidades artísticas, pero cuya función original fue la de comisario político; dicho esto sin acritud…

Bueno, Arrabal lo contaba con más gracia y con más sarcasmo, si bien cuando yo lo citaba en 1997[8] lo hacía quitándole hierro, sobre todo porque nunca quise tener más enemigos que los estrictamente necesarios; pero también porque estoy convencido de que si actuaron como comisarios políticos fue sin ser conscientes de ello, que en su mayoría era gente muy militante y muy comprometida, lo que no impidió que nos jodieran bien jodidos.

Y digo jodidos (en plural) porque aunque esté contando una historia personal, yo solo fui uno más de los muchos autores damnificados con el «pacto de silencio»[9] y la Transición de la censura grosera a la censura líquida. Había que evitar los temas que pudieran reabrir las heridas y con tan noble propósito se ponían en marcha los nuevos sistemas de control, dando por amortizados a los autores críticos que hasta entonces había sido prohibidos, y a los que, ya en democracia, se les autorizaba a no poder estrenar en sus teatros.

 

Volviendo a lo peripecia personal

Pero no adelantemos acontecimientos. Unos años antes 7000 gallinas y un camello obtuvo el Lope de Vega, premio que conllevaba el estreno de la obra (entonces los Lope todavía se estrenaban; de mala gana, pero se estrenaban) y, como es de suponer, estaba decidido a dirigir su puesta en escena. Consciente de que necesitaba formación, y en previsión de que esto pudiera ocurrir, ya hacía tiempo que había reducido mi actividad como interiorista (oficio que me sería muy útil en el diseño y realización de las escenografías[10]) para asistir a talleres de técnica actoral[11], materia en la que estaba más verde.

A partir de los contactos que se crearon en estos talleres formé un grupo (Taller de Teatro[12]) con el que me inicié en la dirección de escena. Lo cierto es que al principio el taller se concibió como un espacio en el que ejercitarnos; pero el escenario es un imán y al final acabamos montando un espectáculo. Rarito: nada que ver con el teatro que se hacía en aquel momento (ni con el convencional ni con el independiente); los textos se contrapunteaban continuamente con los signos no verbales, y según iba viendo el resultado, me reafirmaba en mi propósito de ser un autor escénico.

Nacimiento, pasión y muerte de... por ejemplo: tú

Martínez Mieres, Isa Escartín, Ángel de Andrés Lopez, Ángela Rosal, Pedro Ojesto y Ana Viera en Nacimiento, pasión y muerte de… por ejemplo: tú (Sala Quart 23 de Valencia, 1975).

Leyendo el texto de Nacimiento, pasión y muerte de… por ejemplo: tú, es imposible hacerse una idea de lo que fue su representación. Describo someramente el arranque: el texto de la escena inicial (una «castaña») no estaba escrito para ser interpretado de forma convencional, su discurso monocorde y prácticamente ininteligible era el sonido de fondo de otros sonidos protagónicos: el agua, los cuchillos, el rasgado de las telas y el grito de la actriz. Un concierto, en suma, con los instrumentos y el dramatismo del parto. Parto que alumbraba una canción infantil que a su vez se transformaba en consigna autoritaria que, a fuerza de tambores, introducía a la Iglesia (una procesión de Semana Santa con Virgen bajo palio tamaño natural[13]). Y esto era solo el comienzo de lo que sería la biografía escénica de una generación.

Después de una experiencia así, a ver quién era el guapo que me decía que tenía que limitarme a escribir el texto, que ya vendría otro a explicarme cómo había que hacer su puesta en escena. Pues me lo dijeron. Afortunadamente, la crítica dispensó una muy buena acogida a Nacimiento… poniendo el énfasis en la dirección de escena (ironías), por lo que no tuvieron más remedio que ceder a mis pretensiones y dejarme dirigir la obra que me habían premiado con el Lope.

También es cierto, todo hay que decirlo, que a Franco le quedaban tres telediarios y los políticos de turno estaba muy ocupados planchándose la biografía, pues de un momento a otro no iban a tener más remedio que ser demócratas de toda la vida. O dicho de otro modo: esto ocurría justo cuando la censura grosera estaba de capa caída y aún no se habían organizado para ejercer la censura líquida.

7.000 gallinas y un camello

Enrique Morente dirigiendo la orquesta de cámara en 7.000 gallinas y un camello, al comienzo de la representación. (Teatro María Guerrero de Madrid, 1976).

7000 gallinas y un camello, pese haber sido escrita antes de que fuera firme mi decisión de auto-dirigirme, más que un texto que debía ser puesto en escena, era una propuesta escénica que incluía un texto. De hecho, su discurso se expresa fundamentalmente mediante el empleo de signos no verbales, siendo los diálogos solo una parte, y no la más importante, de su estrategia comunicativa. Esto se puso de manifiesto en cuanto se abordó la producción. Habían premiado un texto más o menos «convencional» sin reparar en la importancia y significación de las acotaciones; de ahí que nadie entendiera mi insistencia en que el concierto del comienzo tenía que ser interpretado en directo por una orquesta de cámara en vez de poner una grabación, o en que las gallinas tenían que ser reales y no de goma espuma. (La inercia del teatro de cartón piedra que padecíamos).

7.000 gallinas y un camello

Carlos Mendy, Alberto Bové e Isa Escartín en 7.000 gallinas y un camello. (Teatro María Guerrero, Madrid, 1976).

Pero la realidad enjaulada era mucho más elocuente que lo que los intérpretes pudieran decir (no digamos ya el olor a gallinaza que impregnaba el teatro). Aunque lo que más les rompió los esquemas fue que les pidiera un camello. No salía, solo se hablaba de él. Así que me costó hacerles entender que se trataba de crear una expectativa: si los espectadores lo habían visto en la calle o en los platós de televisión, creerían posible su entrada en escena, por más que esto no fuera a ocurrir. Y así mil cuestiones más. El anecdotario de los desencuentros sería interminable[14], pero para lo que nos ocupa ya vale con lo dicho.

Vendiendo 7.000 gallinas y un camello

Vendiendo 7.000 gallinas y un camello en la Plaça de l’Ajuntament de Valencia (1976).

Con mi insistencia había conseguido que se me reconociera como el Director del montaje. De haber sido solo el autor, estas peticiones, que ellos consideraban chifladuras, se hubieran despachado con un «este no sabe lo que es el teatro». Pero al ser el Director les era más difícil oponerse; por mucho que siguieran pensando que estaba loco. «La posición jerárquica, el respeto al jefe, y el ordeno y mando», valores del régimen dictatorial que trataba de entorpecer la puesta en escena de mi obra, mire usted por dónde, jugaban a mi favor.

Ya lo intuía, pero gracias a esta experiencia (que superé con un enorme coste personal) me quedó meridianamente claro que la opinión que trataban de imponer desde los aparatos teatrales de Estado (Santos, 2015) al negar que el autor era el director natural de su obra (divide y vencerás) era un recurso más del dispositivo represor.

 

Volviendo al plano general

El hecho de que otros autores[15] dirigieran sus obras en más de una ocasión, sin que nadie pusiera el grito en el cielo, era lo que no me acababa de cuadrar. En términos históricos jamás se cuestionó que el autor pudiera estar implicado en la representación de sus obras[16]. ¿Por qué entonces había tenido que vencer tanta resistencia? Ya era consciente de que tras la corriente de opinión que cerraba el paso al autor escénico estaban los intereses gremiales de los directores de escena, pero ese no era un argumento convincente, pues los intereses gremiales no discriminan por criterios ideológicos. Es cierto que esa permisividad se daba más en montajes del entonces llamado circuito comercial; eran producciones privadas y puede que recurrieran al autor-director, como cuando dirigía el primer actor, para abaratar costes. No hay nada tan clarificador como seguir la pista del dinero, y será con la llegada del dinero institucional cuando se produzca en España el gran apogeo del director de escena. Sea como fuere, lo que estaba claro es que esa exigencia solo se ejercía contra los montajes cuya carga crítica pudiera suponer un cuestionamiento del sistema; y es que los textos se podían censurar fácilmente, pero los signos escénicos, por más que fuera preceptivo el visado del ensayo general, eran más difíciles de detectar, controlar y, en última instancia, censurar. (Hasta final de los setenta aún se censuraba. Con la boca pequeña, pero se censuraba).

Por tanto, que el autor no pudiera dirigir sus obras ni era una verdad absoluta ni una persecución personal que se hubiera decretado contra mí. Esa opinión generalizada que trataban de imponer iba en contra de la libertad creativa de un colectivo y, en consecuencia, había que darle una respuesta colectiva. El problema es que entonces éramos pocos los que, conscientes de la importancia de los signos no verbales, tratábamos de dirigir nuestras propuestas. Y encima, cada uno de su padre y de su madre.

Quejío

Salvador Távora en Quejío, de La Cuadra (Sevilla, 1972).

Salvador Távora era el más escénico: sus propuestas prácticamente carecían de texto, lo que, unido al carácter flamenco de sus espectáculos, lo situaban en una órbita muy alejada de la codicia de los directores de escena, y Albert Boadella también era un caso muy peculiar, por pertenecer al nuevo teatro catalán: otra realidad[17], en la que también se inició Alberto Miralles antes de venirse a Madrid. Alonso de Santos también se auto-dirigió una obra, aunque no llegó a militar. Luego ya, en los ochenta, se fueron incorporando otros compañeros: Francisco Nieva, Sanchis Sinisterra, Sergi Belbel… (la mayoría antiguos miembros de grupos independientes[18]), pero vamos, que éramos cuatro y el del tambor; por lo que no había otra que asumir una larga travesía del desierto.

A consecuencia de tanta soledad no me quedó más remedio que radicalizarme, y si bien es cierto que esto limitó mis opciones, al menos me libró de tener que tragar los sapos que toda puesta en escena sobrevenida suele llevar implícitos. La lista de compañeros que sufrieron las arbitrariedades de los que se autoproclamaban directores de escena sin más mérito que el de su soberbia sería interminable. Luego empezaron a estudiar el oficio, pero entonces los directores (tanto los mejores como los peores) lo eran por el morro, que en teatro siempre eres quien eres por autoproclamación, si bien los que nos autoproclamábamos autores por lo menos llevábamos el texto por delante.

Sin proponérmelo ni ser consciente de ello, lo cierto es que a la más mínima oportunidad me lanzaba a hacer proselitismo. Y no solo en las entrevistas o en algún que otro artículo[19], también en los talleres. Cuando el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas me encargó que diera un taller de escritura dramática, empleé un día en motivar a los participantes para que escribieran los textos, y el resto del tiempo lo dedicamos a ejercitarnos en su puesta en escena. (Las tres gracias fue un espectáculo creado a partir de algunos ejercicios de aquel taller[20]).

La llamada es del todo inadecuada

Isabel Ordaz y Aitor Tejada en La llamada es del todo inadecuada. Texto y dirección de Yolanda García Serrano. Espacio escénico de Jesús Campos García. (Madrid, Teatros del Círculo, 1985).

La verdad es que en todos los talleres que impartí traté de que los autores se implicaran en la representación de sus textos y cuando no disponíamos de intérpretes para poner en pie los ejercicios, puse el énfasis en la importancia de la acotación, para que fueran conscientes de las posibilidades expresivas de los signos no verbales.

Pese a lo dicho, en los años que estuve al frente de los Teatros de Círculo[21] solo programé unas siete obras dirigidas por sus autores; mi objetivo era estrenar teatro español contemporáneo, y no hacer un «ajuste de cuentas» con los directores de escena, por más que estos tuvieran mucho que ver con que el teatro español contemporáneo no se estrenara con regularidad. Por otra parte, que reconozca una cierta radicalización en mis posiciones no significa que sea un integrista. Entiendo perfectamente que puedan darse colaboraciones de autores con directores cuyo resultado sea perfectamente válido. Y bueno, que yo lo que no tolero es que no me toleren. Hasta ahí llegaba y llega ni radicalización.

Tampoco di ningún tipo de prevalencia a los autores escénicos frente a los autores de gabinete durante los años que estuve al frente de la Asociación de Autores de Teatro, hecho fácilmente constatable en el histórico de actividades de este periodo[22]; aunque sí es cierto que utilicé la visibilidad que me proporcionaba el «cargo» para hacer proselitismo. Que fuera un encono personal no significa que no fuera igualmente una aspiración de gran parte del colectivo. Y que era necesario revertir una mentalidad que había tratado de conseguir, y conseguido en parte, que al autor se le considerara solo como un escritor de gabinete.

Tal era así que cuando la Sociedad Estatal Nuevo Milenio organizó el Foro de Debate “El teatro español ante el siglo XXI” (Valladolid, 2001), al programar las sesiones de trabajo, agrupó las ponencias de los autores bajo el epígrafe “La palabra, creación de textos escénicos”. Y no es que yo esto lo sintiera como una provocación, no había maldad en ello, era lo que se entendía como natural («vosotros mandadnos palabras, que ya habrá otros que se encarguen de cómo, cuándo y dónde se tienen que decir»); aun así, me pareció oportuno dar una respuesta fijando mi posición. Y qué mejor que exponer el contenido de mi ponencia mediante una actuación en la que utilizara las palabras junto a signos no verbales que alteraran, cuestionaran o potenciaran su significado.

Para la “representación” de la ponencia me hice con un cesto similar al que utilizan los encantadores de serpientes pues para eso, para tocar la flauta y que salga la serpiente: signo no verbal que era de esperar crearía una expectativa. Y la creó. No voy reproducir aquí el contenido de la ponencia que puede consultarse en el enlace que facilito en nota final[23], solo señalaré cómo ese contenido se expresó con mayor eficacia gracias al empleo de los signos no verbales, especialmente cuando acabé mi intervención con una pitón de casi tres metros sobre mis hombros.

Exponiendo mi ponencia "Signos que no palabras"

Exponiendo mi ponencia «Signos que no palabras» en el Foro de Debate “El teatro español ante el siglo XXI” organizado por la Sociedad Estatal Nuevo Milenio. (Valladolid, 2001).

A juzgar por la expresión de los asistentes (especialmente los que estaban sentados en las primeras filas), quedó más que acreditado que los autores no somos proveedores de palabras sino creadores de estrategias comunicativas.

Mas no solo defendí mis posiciones en entrevistas, artículos y ponencias (la gota malaya): presidir la Junta Directiva de la AAT me permitió participar en la elaboración de Plan General de Teatro que en 2007 consensuaron las distintas asociaciones profesionales del sector[24]. En dicho Plan se proponía (entre otras muchas medidas) que la dirección de los teatros públicos se adjudicara mediante un Contrato Programa a cuyo concurso podrían concurrir por invitación o por iniciativa propia los artistas, los profesionales de la gestión o los equipos que lo considerasen conveniente[25]. Una propuesta que de algún modo cuestionaba el que sus directores tuvieran que ser necesariamente directores de escena. Y aunque normalmente gran parte de las propuestas que se elaboran en estos planes suelen caer en saco roto, el Contrato Programa sí que se puso en marcha por distintas administraciones, modificando, a partir de su implantación, el perfil de la dirección de los teatros públicos con producción propia.

Plan General de Teatro

Plan General del Teatro, elaborado por la Comisión de Estudio de las Asociaciones Profesionales del Sector Teatral y editado por el INAEM, Ministerio de Cultura (2007).

Como ejemplos más significativos, en 2011 es nombrado director del Centro Dramático Nacional Ernesto Caballero: un autor que dirige sus propios textos. Y en 2019 le sucede en el cargo Alfredo Sanzol, al que le oí decir recientemente que él siempre se vio más como un director que escribía los textos de sus espectáculos (tanto monta, monta tanto). Y aunque en ambos casos es probable que pesara más en su nombramiento el componente dirigente que el autoral (la inercia mental también requiere un tiempo para desacelerar), lo cierto es que al fin tenemos a autores al frente de uno de nuestros teatros más emblemáticos; algo que no ocurría desde que Pérez Galdós dirigiera el Teatro Español en 1913 (a excepción del breve periodo en que Rafael Dieste estuvo al frente al comienzo de la guerra).

Aunque nos aparte un poco del tema que nos ocupa, me gustaría comentar el nombramiento de Blanca Li (coreógrafa) como directora de los Teatros del Canal, pues a pesar de que su nombramiento se produjo al margen del Contrato Programa, coincide en su espíritu, pues amplía la gama de profesionales de la escena que pueden considerarse potenciales directores artísticos (o de programación). El hecho de que la programación de los teatros públicos la asuman autores, intérpretes, escenógrafos, críticos, gestores, compositores, coreógrafos o directores de escena será muy positivo para el teatro en general y para los autores en particular, pues nada amplía tanto las fronteras de la creación como que nuestra obra sea valorada por miradas diversas; que es lo que ocurre cuando los intereses de quienes nos enjuician son igualmente diversos. Y que la pluralidad siempre dificulta el control.

La ruptura del dique de contención que la censura líquida había establecido en connivencia con los intereses gremiales de un reducido y selecto grupo de directores de escena coincide en el tiempo con el tsunami de autores escénicos que se produce en la última década, la mayoría formados en las escuelas de arte dramático.

En mi opinión, a escribir no se puede enseñar (como mucho, estimular), pero a dirigir no solo se puede, sino que se debe. Por eso la especialidad de dramaturgia (que en ocasiones cuestioné, como cuestiono mis propios talleres) tiene en su haber el que, junto al ejercicio de la escritura, se impartan los conocimientos necesarios para la puesta en escena. Un binomio muy positivo que se refuerza con la convivencia entre alumnos de distintos oficios que se ejercitan haciendo teatro de forma global. No, nadie puede enseñar a nadie a tener una idea genial (en esto creo que estaremos todos de acuerdo), pero el conocimiento del medio sí puede propiciar que surja esa idea y, lo que es más importante, que se desarrolle con los recursos necesarios para poder plasmarla con mayor eficacia. Esa es la clave. Por eso es tan positivo que los autores formados en las escuelas de arte dramático, además de los referentes históricos y filológicos, que tampoco es mal bagaje, vengan con la mochila cargada de escenario.

Que abordar la creación de la obra teatral de forma global era el mejor modo de ejercer la autoría lo tuve claro desde el primer taller que impartí en el CNNTE (nada enseña tanto como enseñar); por eso puse a los autores a trabajar con los actores. Pero eso ya son batallitas. Queda aún mucho por hacer, y a los que ahora cogen el testigo no les va a faltar tarea. Personalmente, y salvando las diferencias, me siento un poco como debió sentirse Moisés en el monte Nebo: tanto camino para acabar a las puertas sin haber podido disfrutar del teatro prometido. Lo que no es del todo cierto, pues si bien es verdad que no pude hacer todo lo que me hubiera gustado hacer, algo sí que hice y bien que lo disfruté.

Y aquí debería ponerme a analizar la importancia de los signos no verbales en algunas de mis obras, mas no quisiera repetirme, que esto ya lo he comentado en más de un artículo. En mi canal de YouTube[26] tengo colgados 33 vídeos (entre breves y de duración normal) que pueden argumentar mejor que yo hasta qué punto es esencial en mi teatro el empleo de los signos no verbales y, en consecuencia, por qué mi defensa a ultranza de la autoría escénica. Entre los más significativos para lo que nos ocupa: Es mentira (que recomiendo, pese a la mala calidad del vídeo), Entrando en calor y Triple salto mortal con pirueta. Aunque como era de suponer, tratándose de signos tan ligados a la presencialidad, los montajes más significativos o no pudieron grabarse o sus signos no verbales más característicos no se recogen en las grabaciones.

A ciegas

Luis Hostalot, Nuria González (que está escondida manipulando la paloma) y Mario Vedoya en A ciegas (Festival de Otoño de Madrid, 1997).

Y para signos no verbales, la oscuridad. A ciegas arranca y se desarrolla a partir de esa premisa. Sin la más absoluta oscuridad la ambigüedad del hombre embarazado no se sostendría. No digamos ya la llegada del Extraterrestre, y menos aún que resulten ser la Santísima Trinidad (última y única imagen del espectáculo). Con la oscuridad cada espectador imagina aquello que puede llegar a creer, de forma que, avanzando por lo increíble, cuando viene a darse cuenta, ya está dentro del juego. Bien es verdad que algo se ayuda desde la tramoya, desplomando vigas que golpean con fuerza durante el bombardeo, haciendo vibrar el suelo, salpicando agua y oliendo a puerto cuando la casa cae al mar, o con un sinfín de ruidos que sitúan lo increíble en la cotidianeidad. Aunque probablemente lo más sugerente sea el desplazamiento de los intérpretes entre los espectadores, con los que comparten el mismo espacio o el mismo vacío, el de la oscuridad. Una experiencia imposible de grabar en vídeo.

Danza de ausencias (Festival de Otoño de Madrid, Museo del Ferrocarril, 2000)

Goyo Pastor, Teresa Vallejo y Francisco Pacheco en Danza de ausencias (Festival de Otoño de Madrid, Museo del Ferrocarril, 2000).

En Danza de ausencias tampoco es posible hacerse una idea de lo que fue el espectáculo a partir de los vídeos[27]. Con la irrupción de la Muerte en los andenes de la Estación de Delicias, donde se representó el espectáculo, se inicia una itinerancia de los espectadores que, a golpe de tambor y de cencerro, van siendo conducidos a los distintos espacios escénicos (a la italiana, en pasarela, triangular y circular) para que asistan a las escenas agónicas de los distintos personajes. Reproducía así el dispositivo medieval de la Dança General, con sus carros dispersos por la plaza. Que a veces no hay nada tan novedoso como mirar hacia atrás.

Ahora, el culmen de mi dramatización no verbal se produjo en … y la casa crecía, mi último estreno. (Este también puede verse en vídeo).

... y la casa crecía

Ana Marzoa, Juan Carlos Talavera y Ana Cerdeiriña en … y la casa crecía (Teatro María Guerrero de Madrid, 2016).

Una comedia de corte burgués que se va transformando en la medida en que la casa crece, con el consiguiente desconcierto de sus inquilinos. Aquí no es que las imágenes potencien o pongan en cuestión el discurso verbal, aquí es que el dispositivo escenográfico se convierte en el antagonista principal del drama.

.. y la casa crecía

Juan Carlos Talavera y Ana Cerdeiriña en … y la casa crecía (Teatro Maria Guerrero de Madrid, 2016).

Su transformación, que convierte el gabinete palaciego en espacio catedralicio (primero) y en el planeta que salta por los aires (después), no es que potencie el discurso, es que es el discurso.

... y la casa crecía

Imagen final de ... y la casa crecía (Teatro María Guerrero de Madrid, 2016).

Mas no siempre recurrí a los «dichosos» signos no verbales (tan aparatosos, a veces): en Diente X Diente o en Papel Higiénico (ambas inéditas) son irrelevantes. (También en muchas piezas breves cuyas grabaciones pueden visionarse). Que no es que no existan, pues son inherentes a toda representación, pero que no son parte esencial del discurso. Vengo a decir con esto que en creación la única ley es que no hay ley. Y que el hecho de haber luchado siempre por jugar con los signos no verbales no significa que esté obligado a estar usándolos continuamente. Tengo todo el derecho a utilizar cualquier palabra del diccionario, atropello por ejemplo, lo que no me obliga a tener que atropellar a alguien en todas mis obras. Los recursos están ahí, y lo que es irrenunciable es el derecho a tirar de ellos cuando los necesitemos. Y no quisiera yo que nadie pensara tras la lectura de este artículo que estoy tratando de establecer una nueva preceptiva. ¡Solo faltaba!

Lo que he tratado de dejar bien sentado es que el empleo (o no) de los distintos recursos escénicos debe estar siempre en nuestra mano para así poder expresarnos con mayor eficacia, y es por esto por lo que no podemos renunciar a nuestra condición de autores escénicos.

 

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA
Calderón de la Barca, Pedro (2000), Memorias de apariencias. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. En línea: http://www.cervantesvirtual.com/obra/memorias-de-apariencias–0/ (Edición digital a partir de la edición de Cristóbal Pérez Pastor, Documentos para la biografía de Don Pedro Calderón de la Barca, Madrid, Fortanet, 1905).

Campos García, Jesús (2014), “El espacio significante. Desde mi experiencia como autor escénico”, Don Galán. Revista de Investigación Teatral, 4. En línea: https://www.teatro.es/contenidos/donGalan/donGalanNum4/pagina.php?vol=4&doc=2_1

Comisión de Estudio de las Asociaciones Profesionales del Sector Teatral (2007), Plan General del Teatro, Madrid, Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música (Ministerio de Cultura).

Juliá, Santos (2006), “Bajo el imperio de la memoria”. Revista de Occidente, 302-303, pp. 7-20. En línea: https://www.revistasculturales.com/articulos/97/revista-de-occidente/591/1/bajo-el-imperio-de-la-memoria.html

Oliva, Cesar (ed.) (2002), El teatro español ante el siglo XXI, Madrid, Sociedad Estatal Nuevo Milenio.

Paco, Mariano de (ed.) (1998), Creación escénica y sociedad española, Murcia, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Murcia.

Rowse, A.L. (1973), Shakespeare el hombre. London, Macmillan.

Santos Sánchez, Diego (2015), «Los aparatos teatrales de Estado: Una propuesta teórica para abordar las relaciones entre teatro y dictadura en la España de Franco», Iberoromania. (Revista dedicada a las lenguas y literaturas iberorrománicas de Europa y América), 82, pp. 170-184.

Weekly, L. A. (2007), “Why does Edward Albee hate directors?”, The Guardian, 2 de marzo. En línea: https://www.theguardian.com/stage/theatreblog/2007/mar/02/whydoesedwardalbeehatedir

 

 

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Notas    (↵ Volver al texto returns to text)

  1. Participo mínimamente en la producción del estreno de Un sombrero lleno de lluvia de Michael V. Gazzo, dirigida por José Gordón, y en las reposiciones de La herida del tiempo de J. B. Priestley, Ven y ven… al Eslava y Te espero en Eslava, las tres dirigidas por Luis Escobar (Teatro Eslava de Madrid, febrero a mayo de 1960).↵ Volver al texto
  2. Produzco el estreno de Nacida ayer de Garson Canin, dirigida por José Gordón. Montaje en el que diseño la escenografía y asumo la ayudantía de dirección. (Teatro Recoletos de Madrid, febrero de 1960).↵ Volver al texto
  3. Aunque no diré el nombre del director en cuestión (no quisiera ofender su memoria ahora que ya no puede defenderse), sí quisiera apuntar (es de justicia) que años después le vi montajes muy estimables; que mantuvimos, si no una amistad, sí un trato deferente y que me ayudó mucho en mi primer estreno (no sabría decir cómo sin romper el anonimato), por lo que siempre le estaré muy agradecido.↵ Volver al texto
  4. Utilizo este término por primera vez en mi artículo El espacio significante, publicado en el nº 4 de la revista Don Galán (2014).↵ Volver al texto
  5. Según Rowse, Shakespeare fue el dramaturgo isabelino más involucrado en la práctica escénica: no sólo escribió obras para su compañía, sino que actuó en ellas, compartió las ganancias e incluso fue propietario del teatro Globe durante ocho años (1973: 128).↵ Volver al texto
  6. Calderón no solo asistía a los ensayos, sino que además describía el aparato escénico en sus Memorias de Apariencias, textos precursores de los libros de dirección. Dichas “Memorias de Apariencias” pueden leerse en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes: http://www.cervantesvirtual.com/obra/memorias-de-apariencias–0/↵ Volver al texto
  7. El lector interesado en conocer cómo era la censura en el teatro del Siglo de Oro puede consultar el monográfico de la revista Talía dedicado a este tema (n. 1, 2019, en línea:
    https://revistas.ucm.es/index.php/TRET/issue/view/3428).↵ Volver al texto
  8. Ponencia leída en el Curso “La creación escénica española actual” (Águilas, Universidad de Murcia, septiembre de 1997) y publicada en: Paco, 1998: 25-29.↵ Volver al texto
  9. Alberto Miralles se refería con frecuencia a la repercusión del «pacto de silencio» en nuestro teatro. Para más información sobre este hecho histórico, generalmente desconocido, recomiendo leer a: Juliá, 2006.↵ Volver al texto
  10. La presentación de la maqueta del espacio escénico fue el argumento definitivo que me avaló ante las instancias oficiales para que me reconocieran el derecho a dirigir la puesta en escena de 7000 gallinas y un camello, que ellos iban a producir. Entonces no era frecuente realizar maquetas; que yo sepa, solo Nieva había hecho una: la de Marat/Sade.↵ Volver al texto
  11. Especialmente significativos fueron los talleres que organizó José Monleón en el Instituto Alemán, con José Estruch, Marta Schinca, Pawel Rouba, Ángel Facio y él mismo como docentes. En el marco de estos talleres asistimos al festival de Nancy (1973), una experiencia muy positiva para mi formación.↵ Volver al texto
  12. Fueron muchos los que participaron en la experiencia de Taller de Teatro desde sus inicios en 1974 hasta su extinción como grupo en 1979 (después continuó como compañía). Cito aquí solo a los músicos e intérpretes del elenco que estrenó Nacimiento, pasión y muerte de… por ejemplo: tú en el Teatro Valencia Cinema (16-III-1975): Isa Escartín, Enrique Morente, Ángel de Andrés López, Ángela Rosal, Julio Roco, Ana Viera, Martínez Mieres, Alberto Casas, José Carlos González, Pedro Ojesto, Felipe Pérez y yo mismo, que también actuaba.↵ Volver al texto
  13. De esta escena ya se publicó una foto en el nº 53 de esta revista, ilustrando una entrevista que me hacía Ignacio Pajón.↵ Volver al texto
  14. Quien esté interesado en conocer con más detalle las peripecias de esta puesta en escena puede consultar su
    Cuaderno de bitácora↵ Volver al texto
  15. Si no de forma sistemática, sí fueron muchos los autores que durante la dictadura dirigieron alguna de sus obras, sin que esto, ni para bien ni para mal, diera lugar a controversia alguna: Enrique Jardiel Poncela, Miguel Mihura, Luis Tejedor, José López Rubio, Víctor Ruiz Iriarte, Edgar Neville, Juan José Alonso Millán, Santiago Moncada, Alfonso Paso, etc.↵ Volver al texto
  16. A lo largo de la historia, el listado de autores que, de un modo u otro, se implicaron en la representación de sus obras sería interminable; valgan como muestra: Aristófanes, Shakespeare, Calderón, Molière, Goldoni, Moratín, Valle-Inclán, Lorca, Beckett, Bertolt Brecht, Pinter, Dario Fo, Tony Kushner, Eduard Albee, etc. Algunos muy militantes en la defensa del autor escénico, miren lo que decía este último: “El gran problema es suponer que escribir una obra es un acto de colaboración. No lo es. Es un acto creativo, y luego entran otras personas. La interpretación se debe ajustar con exactitud a lo que el dramaturgo escribió. (…). Los directores parecen sentirse tan creativos como el dramaturgo. Sin embargo, la mayoría de sus cambios se deben a razones comerciales. Sé mucho de esto porque estoy en el consejo del Dramatists Guild, pero por supuesto las presiones nos afectan a todos. Estoy en una posición afortunada en la que simplemente digo: ‘Vete a la mierda; si no quieres hacer la obra que escribí, haz otra’…”). (Texto original en: The Guardian).↵ Volver al texto
  17. Albert Boadella desarrolla su obra en El Joglars, grupo que, junto al Lliure, Comediants, Dagoll Dagom, la Fura dels Baus, etc., constituyen el nuevo teatro catalán, una realidad muy distinta (y diversa), en la que entran en juego otros factores que le son propios: la producción cooperativa, sus sistemas de distribución (al principio muy alejados de los circuitos convencionales), la defensa de la lengua, las presiones independentistas o constitucionalistas, etc.; por lo que su caso no es homologable con lo que ocurría en el teatro madrileño, donde el rebufo del «ordeno y mando» era más palpable. Probablemente como consecuencia de que durante la dictadura el noventa por ciento del teatro que se hacía en España se producía en Madrid.↵ Volver al texto
  18. En todas las formaciones independientes, ocultos (o no) en el trabajo colectivo, había líderes, que eran los que tiraban del carro, y que, al disolverse los grupos, pasaron a operar como directores (Ángel Facio, José Carlos Plaza, Lluís Pasqual, Gerardo Vera, Guillermo Heras, etc.) o autores-directores (Salvador Távora, Albert Boadella, José Sanchis, Alberto Miralles o yo mismo; los dos primeros manteniendo el vínculo con el grupo).↵ Volver al texto
  19. En http://www.jesuscampos.com/articulos-sobre-teatro-por-temas.html pueden consultarse artículos sobre «La escritura teatral» y sobre «Autoría y dirección (autoría escénica)».↵ Volver al texto
  20. Las tres Gracias (Madrid, Teatros del Círculo, 1985) se compone de tres piezas breves que fueron dirigidas por sus autores: Fantastic Calentito de Luis Araújo, La llamada es del todo inadecuada de Yolanda García Serrano y Sintac de José Manuel Arias. Y como yo era el «jefe», me dejaron que diseñara el espacio escénico.↵ Volver al texto
  21. En http://www.jesuscampos.com/gestioncultural.html puede consultarse la programación de los Teatros del Círculo (Círculo de Bellas Artes de Madrid, 1984-1989).↵ Volver al texto
  22. En http://www.jesuscampos.com/gestion-cultural-aat.html puede consultarse el histórico de actividades de la AAT durante los años en los que presidí su Junta Directiva (1998-2015).↵ Volver al texto
  23. En http://www.jesuscampos.com/articulos/30-signos-que-no-palabras.html puede leerse mi ponencia «Signos, que no palabras», publicada en: Oliva, 2002: 249-255.↵ Volver al texto
  24. La Comisión de Estudio que elaboró el Plan General del Teatro estuvo coordinada por Cristina Santolaria (actual co-directora de esta revista) y constituida por representantes de: Asociación Cultural Red Española de Teatros, Auditorios y Circuitos de Titularidad Pública, Asociación de Autores de Teatro, Coordinadora de Feria de Artes Escénicas del Estado Español, Coordinadora Estatal de Salas Alternativas, Federación de Artistas del Estado Español, Federación Estatal de Asociaciones de Empresas de Teatro y Danza, Organización de Sindicatos de Actores y Actrices del Estado Español. La Asociación de Directores de Escena, que estuvo representada en las dos primeras reuniones de la comisión, se retiró de la misma con el propósito de redactar por su cuenta las Bases para un Proyecto de Ley del Teatro.↵ Volver al texto
  25. Comisión de Estudio de las Asociaciones Profesionales del Sector Teatral (2007: 65-66).↵ Volver al texto
  26. Además de las ya citadas, pueden visionarse tres obras breves en las que los signos no verbales tienen un papel protagónico: La ruleta rusa, El mando a distancia y Almas gemelas, todas ellas en: Jesús Campos García – YouTube↵ Volver al texto
  27. Las cuatro Danzas que componían el espectáculo fueron interpretadas por Claudia Gravi (Danza para violín y revólver), José Lifante (Danza de los veraneantes), Mario Vedoya (Danza de la chatarra) y Mayte Brik (Danza de la última pirámide). (Museo del Ferrocarril, Festival de Otoño de Madrid, 2000).↵ Volver al texto

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