N.º 55Autor-Director hoy

 

El autor director

 

Juan Mayorga

 

Hace años, estando yo en los de mi primera treintena, un querido y admirado dramaturgo que también triunfaba en la dirección, me aconsejó: “Deberías dirigir. Escribirías mejor”. Yo le contesté: “Llevas razón. Pero ¿qué culpa tiene la gente?”.

La lengua en pedazos

No se me pasaba por la cabeza dirigir. No me sentía con capacidad para ello, y tampoco tenía el deseo de hacerlo. Sin embargo, desde muy pronto fui autor que pisaba con gusto la sala de ensayos, y allí aprendí mucho de los directores que montaban mis piezas. De sus aciertos y también de sus errores. A menudo, pensaba: “¡Qué hallazgo!”. Otras veces, me decía: “¿Cómo se le está escapando esto?”. En ese segundo ámbito, el de las objeciones, me hacía sobre todo preguntas referentes al diálogo con los actores: “¿Por qué no propone a esta actriz que pruebe eso o a este actor que evite aquello otro?”.

El caso es que poco a poco me fue naciendo dentro, me parece ahora, un director. Hasta que un día mi amiga Clara Sanchis —persona fundamental en esta historia— se tomó en serio la propuesta que le hice de reunirnos a poner en pie mi pieza La lengua en pedazos. Pero recuerdo que no inicié aquella aventura —a la que se unió otro intérprete, Pedro Miguel Martínez, y que emprendimos sin fecha de estreno— llamándome director, y que no pensé que podía serlo hasta que Clara me dijo: “Estás dirigiendo”.

Lo cierto es que gocé y sufrí en aquel proceso de otro modo que como solía hacerlo en mi trabajo autoral. Aparecieron, sí, nuevos momentos de placer y otros motivos para el insomnio. También se me revelaron inesperados sentidos de la pieza, lo que me llevó a reescribirla. Y por fin estrenamos, después de más ensayos de lo que es habitual, una emocionante noche de febrero del 2012, en lo que fue la presentación de mi compañía La loca de la casa.

Reikiavik

Llegaron después otros trabajos de dirección, siempre sobre textos propios: Reikiavik, El cartógrafo, Intensamente azules, El Mago y, de nuevo —no en una reposición, sino en un montaje armado desde otra mirada y con otra poética—, La lengua en pedazos. Y ocurre que, mientras escribo estas líneas, estoy trabajando en el séptimo espectáculo que firmaré como autor director, Silencio, además de tener sobre la mesa o en la cabeza varios proyectos en los que también asumiré esa doble responsabilidad. Y es el caso que sé que ya nunca dejaré de dirigir.

Cada una de esas experiencias ha sido distinta, pero en ellas reconozco marcas comunes. Para empezar, siempre he vivido como un reto fascinante el tránsito desde el abismo ilimitado del texto al territorio limitado, pero lleno de infinitas oportunidades, del escenario. En ese tránsito, el director no ha prolongado el trabajo del autor. Director y autor se han peleado ante los actores y han seguido combatiendo luego, en soledad, al salir de la sala de ensayos. De tal pelea ha resultado siempre una profunda reescritura de las obras. El autor las ha entendido mejor, se ha hecho más consciente de sus posibilidades y de sus faltas, y las ha desengrasado y desangrado. En cuanto al director, aunque en cada montaje haya aprendido algo, sigue llegando a cada ensayo cargado de dudas sobre su competencia. También el autor las alberga sobre la suya, pero quiere creer que el pronóstico de aquel colega se ha cumplido: escribe menos mal que antes. Y —a esto le doy mucha importancia— tiene una visión más amplia de la textualidad; de lo que un texto teatral puede ser.

El Cartógrafo

Durante estos años, mis obras han sido dirigidas también por otros directores —cuyo quehacer, por cierto, respeto incluso más que antes—. Algunos han encontrado en esas piezas fuerzas y debilidades que yo no había visto, reafirmando mi convicción de que una obra sabe cosas que su autor desconoce. En todo caso, jamás se me ocurre pensar que el montaje de una obra mía dirigido por mí tenga que ser mejor que el que sobre ella levante otro director.

Dicho esto, voy a arriesgarme a generalizar mirando más allá de mi propio recorrido, para lo que me fijaré en algunos rasgos que, creo, tienen en común el trabajo del autor y el del director, y en algunos otros que los separan.

El director es, como el autor, un escritor. Si el autor escribe con palabras y signos ortográficos, el director lo hace con signos en el espacio y en el tiempo. Si el autor es representante del lector, el director lo es del espectador, a quien da a leer señales que acaso no se hallen en el texto —la proximidad física de dos personajes, la actitud insegura de uno de ellos, la fractura de un objeto, un cambio en la iluminación, un ruido creciente, la extensión de un silencio…—. Hay, en este sentido, una afinidad profunda entre ambos trabajos.Sin embargo, el autor es omnipotente, mientras que el trabajo del director está sometido a todo tipo de coerciones. El papel lo acepta todo —el autor puede escribir una acotación que diga, por ejemplo: “Cien mil franceses y cien mil alemanes luchan en las trincheras de Verdún”—, mientras que el escenario no consiente casi nada. El director se encuentra una y otra vez, sí, con fronteras que el autor ignora. Empezando porque el director cuenta solo con los actores disponibles, mientras que el autor puede escribir para actores que no han nacido todavía.

El magoDe lo que se trata, me parece, es de que cada uno haga el mejor uso de esa omnipotencia y esas limitaciones que son propias de sus respectivos oficios. El autor, ofreciendo textos desafiantes que tensionen el sistema teatral. El director, convirtiendo los límites en ocasiones poéticas.

Hay, por supuesto, otra diferencia fundamental entre ambos trabajos. La del autor es escritura solitaria; el director la comparte con otros artistas —el primero de ellos, el actor, única persona imprescindible, junto al espectador, en el hecho teatral; también con el escenógrafo, el vestuarista, el iluminador, el músico…—, en compañía de los cuales hará descubrimientos que nunca hubiera hecho en soledad.

Y hay, en todo caso, entre el autor y el director una enorme cercanía y una no menor distancia que nacen de la tensa contigüidad de sus misiones. Porque la puesta en escena no solo ha de servir al texto de que nace, también ha de crecer en conflicto con él. Incluso —o sobre todo— cuando el autor del texto y el director de la puesta en escena son la misma persona.

Y ahora, por favor, excusadme. Me esperan en la sala de ensayos.

 

 

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