N.º 54Teatro presencial y teatro virtual

 

Que el teatro virtual sea un mal sueño

Jerónimo López Mozo

 

CRIADO. – Señor.
DIRECTOR. – ¿Qué?
CRIADO. – Ahí está el público.
DIRECTOR. – Que pase.

El público
Federico García Lorca

 

 

En el mundo de la cultura es habitual que a final de año se haga balance de lo realizado y se especule sobre lo que sucederá en el siguiente. Cuando lo que acaba es un siglo, el asunto alcanza dimensiones insospechadas. Se diría que es el momento adecuado y casi obligado para el borrón y cuenta nueva. Algo está a punto de finiquitar inexorablemente y debemos estar listos para subirnos al carro de lo que venga. No sucede así, claro está. Los cambios y las rupturas no entienden de fechas, sino que dependen de otros factores y tienen otros ritmos. Ocurre, sin embargo, que los creadores no logramos o no queremos sustraernos a la tentación de vaticinar, a demanda de terceros o con cualquier pretexto, cómo será el futuro y cómo tenemos previsto incorporaremos a él. En pleno tránsito del siglo XX al actual, yo no fui una excepción a la regla no escrita y tuve ocasión de manifestarme sobre el particular, siempre en el campo del teatro, en varias ocasiones. Repasando lo que entonces escribí y declaré en diversos foros, observo que, por lo general, me inclinaba más a hablar del pasado, celebrando los logros alcanzados y lamentando lo que pudo haber sido y no fue, que del futuro. Asunto recurrente era el de la recuperación de la palabra tras años en los que su uso en el teatro había sido cuestionado, lo que suponía la rehabilitación de los autores de teatro, aunque fuera con menor protagonismo del que habían disfrutado en el pasado. Percibía cierto declive de una vanguardia teatral que, a pesar de su contribución a la renovación de nuestra escena, no había terminado de cuajar, dejando la puerta abierta a un, solo en parte, renovado realismo. Me preocupaba, por otra parte, que el lenguaje degradado que se había instalado en algunas series de ficción televisivas contaminara al teatral, posibilidad a la que no era ajena el hecho de que bastantes dramaturgos ejercían de guionistas. Y, en fin, estaba el temor a las consecuencias negativas que el fenómeno de la globalización pudiera tener en el ámbito de la cultura y muy concretamente en el del teatro. Percibía una creciente tendencia a imponer unos modelos teatrales de importación con vocación universal en los que se quedaban muy diluidas nuestras señas de identidad. Me servía de ejemplo lo que estaba sucediendo en el mundo de los musicales, en el que se caminaba hacia una colonización anglosajona del género impulsada por el abuso de las franquicias.

De lo que apenas hablaba por entonces es de la influencia de las nuevas tecnologías en el teatro. Las ocasiones en que lo hacía era en relación a su empleo como elemento auxiliar en el proceso de puesta en pie de los espectáculos y, en el caso de las filmaciones, para reconocer, además, su valor documental, que incrementaba el de las fotografías como medio para dejar testimonio gráfico de cómo eran las representaciones teatrales. Saludé, en su momento, la proyección de diapositivas y celebré que, con el tiempo, fueran reemplazadas por filmes. No me gustaba, en cambio, que el uso de ese recurso artístico acabara sirviendo, como sucedía con frecuencia, para tapar carencias o burlar la buena fe del público[1].

Respecto a las versiones cinematográficas de piezas teatrales o a las realizadas para ser emitidas por televisión, no las consideraba una alternativa al teatro visto en el escenario. Para mí no tenían el mismo valor que la asistencia a su representación en vivo, aunque estaba lejos de compartir la opinión de Ángel García Pintado, quien solía decir que lo mejor que podía hacer la televisión por el teatro era abstenerse de suplantarlo. Recuerdo que el Marat-Sade de Marsillach me hizo vibrar más que la admirable versión cinematográfica que Peter Brook hizo de su propia puesta en escena de dicha obra, quizás porque en ésta no se daba lo que el realizador de televisión Rafael Herrero denominaba relación emocional entre actores y espectadores. Y de los Estudios 1 que emitía TVE, realizados por excelentes profesionales, no lograba hacer abstracción de que lo que veía era el resultado de un rodaje en un plató que poco tenía que ver con la actuación sobre un escenario[2]. Por ello, fui un discreto espectador que, eso sí, aplaudía la contribución de ese programa a la promoción del teatro, es especial en los lugares a las que no solían llegar, en sus giras, las compañías teatrales. No olvido que profesionales como Jesús Cracio han reconocido que deben su vocación a la existencia de este programa.

Cuando en los albores del siglo me refería a las nuevas tecnologías, apenas mencionaba el vídeo y nada el internet, del que no tengo reparos en reconocer que sabía muy poco. Otros colegas y estudiosos teatrales estaban mejor informados. Unos se manifestaban a favor de su utilidad para la escena y otros en contra. El debate estaba abierto. En el año 2000, esta misma revista abordaba la cuestión en su número uno, dedicado al teatro que venía. En la introducción, Jesús Campos señalaba la evidencia de que las propuestas dramáticas ya no nos llegaban únicamente desde el escenario. Lo hacían también desde las pantallas, fueran de cine, televisión u ordenador, lo cual tenía como primera consecuencia un mayor protagonismo de los signos gestuales sobre el discurso verbal. No consideraba que, por ello, hubiera que rendirse o negarse a nada, pero daba por hecho que, ante la ampliación de la gama de soportes disponibles, era inevitable que los creadores ampliáramos el concepto de lo dramático para seguir avanzando en el conocimiento de lo que somos y lo que nos rodea. No negaba la conmoción causada por la diversificación de los soportes en los que se produce el drama y vaticinaba que, a los conocidos, se irían sumando otros. Si no queríamos quedar fuera de juego, no cabía esconder la cabeza debajo del ala, sino asumir la existencia de una nueva realidad.

Marat-Sade (1968), de Adolfo Marsillach.

Marat-Sade (1968), de Adolfo Marsillach. 1

 

En los siguientes artículos, dos autores, Domingo Miras e Ignacio Amestoy, y un estudioso, Jorge Urrutia, exponían sus posiciones al respecto. En el titulado “Literatura dramática y soportes”, el primero dejaba claras las suyas al advertir que citar al vídeo como un nuevo soporte de literatura dramática equivalía a volver al cine con otros medios y otras dimensiones, y que, sin negar el valor artístico de lo grabado, el resultado no tenía absolutamente nada que ver con el arte dramático. Lo siento, decía, pero por ahora más vale esperar. Comparaba la electrónica con una especie de enorme criatura que estaba saliendo de su huevo y cuya morfología era todavía imprecisa, sin que se supiera hasta dónde llegaría su desarrollo. Urrutia, por su parte, en el artículo “El teatro que viene”, despejaba cualquier sombra de duda con extensos y documentados razonamientos. En resumen, venía a decir que una película existe porque ha sido registrada en un soporte y que su vida dura, en principio, lo que le permiten los productos químicos empleados en su fabricación, pero que es posible prolongarla indefinidamente realizando sucesivas copias. Por el contrario, cada representación de un espectáculo es un hecho irrepetible, pues para su visualización no requiere de soportes de registro y conservación, sino solo de la presencia física de espectadores, sin los cuales, como sin actores, el teatro no es teatro, sino esquizofrenia. En algún momento, llamaba la atención sobre el hecho de que las nuevas tecnologías habían modificado el concepto de ocio. Frente al disfrutado en espacios compartidos, como un estadio o una sala de teatro, consideraba que se estaba desarrollando otro que retenía a los individuos en su hogar, al que calificaba de ocio claustrofóbico. Al igual que Miras, confesaba no saber cómo influiría la red en los nuevos espectadores y hasta en los nuevos dramaturgos, pero aventuraba que el teatro, de no convertirse en una práctica de fusión televisiva, no podía sino constituirse en espectáculo marginal para amplias minorías. Muy distinta era la postura de Amestoy quien, con anterioridad, sin llegar a proponer un repliegue del teatro hacia terrenos más tecnológicos, había mostrado su interés por lo que compañías como La Fura dels Baus estaban haciendo en esa dirección. En su artículo “Teatro, tiempo y ciberespacio” se preguntaba cómo iba a poder subsistir un arte milenario y artesanal como el teatro en la nueva era de las redes y la globalización, en la que se había impuesto un nuevo marco para las relaciones sociales y comunicativas. En su respuesta planteaba la necesidad de saber relativizar los parámetros del hecho escénico aprovechando que, gracias al desarrollo de las telecomunicaciones y las posibilidades que brindaba internet, teníamos a nuestro alcance la recepción y la emisión en el mismo tiempo desde espacios distintos de un hecho escénico. Si nos lo proponíamos, veía próximo el momento de que pudiéramos ser espectadores en nuestras propias casas de una representación teatral que estuviera teniendo lugar en ese mismo instante en otro espacio. Incluso en varios espacios distintos. Si no entrábamos en la dinámica del teatro del ciberespacio, auguraba un futuro incierto en el que seguiríamos haciendo teatro en la más absurda de las endogamias.

Apenas unos meses después, en febrero del 2001, bajo el patrocinio de la Sociedad Estatal España Nuevo Milenio y la dirección de César Oliva, se celebró en el teatro Calderón, de Valladolid, el foro “El teatro español ante el siglo XXI”, que reunió a numerosos profesionales de la escena, estudiosos y críticos e, incluso, a algún distinguido representante del público. Poco se habló allí de las nuevas tecnologías. Lo hicieron Marcel.lí Antúnez y Pep Gatell. El primero, uno de los fundadores de la Fura dels Baus y, en ese momento, artista independiente especializado en la perfomance y la incorporación de elementos propios del cine y de otras artes a la escena, se refirió a una “cosa” llamada interacción. Entre sus herramientas estaban los videojuegos, los cd-rom y el internet, de las que, dijo, el teatro podía beneficiarse, tanto sus artífices como el público, pues éste tendría a su alcance participar y hasta modificar lo que está sucediendo. Para ello proponía fórmulas como la incorporación de sistemas de visión artificial capaces de recoger el movimiento del público y de microfonía que captaran tanto la intensidad del grito como la del aplauso. Contaba también con que los espectadores pudieran intervenir desde sus teléfonos móviles o manejando mandos de los empleados en los videojuegos. No ocultaba que el nefasto resultado de alguno de los experimentos llevados a cabo había causado frustración. Pero eso no le impidió aventurar que a lo largo del siglo probablemente llegaríamos a ver exoesqueletos controlando los movimientos de los actores o a estos sustituidos por robots, eso sí, biológicos. Pep Gatell, también fundador de la Fura, a la que seguía ligado, fue escueto en una intervención oral de no más de cinco minutos. Aseguró que las ponencias no eran su fuerte, limitándose a anunciar que al día siguiente se nos ofrecería una demostración de teatro digital. En esencia, la sesión consistía en contemplar en varias pantallas de ordenador las actuaciones que estaban teniendo lugar a muchos kilómetros de distancia, algo que seguramente tenía que ver con un proyecto denominado Work in progress desarrollado por el grupo a lo largo de cinco meses y que había tenido lugar tres años antes en cuatro escenarios distintos. El objetivo era crear un espectáculo con la participación de profesionales de la escena, artistas plásticos, músicos, técnicos de luces y sonido y expertos en video que sería ofrecido tanto al público presente como a usuarios de internet. Estos últimos podían intervenir a través de una web interactiva y el sistema de videoconferencia aportando no solo sus comentarios sino sugerencias sobre el montaje y materiales gráficos y sonoros, lo que automáticamente les convertía en coautores. Debo decir que la exposición fue un fiasco debido a los problemas técnicos que surgieron.

 

La maldición de la corona (2020). Una adaptación de Macbeth que la compañía La Fura dels Baus realizó durante el confinamiento. La compañía fue pionera en los años 90 del llamado teatro digital.

La maldición de la corona (2020). Una adaptación de Macbeth que la compañía La Fura dels Baus realizó durante el confinamiento. La compañía fue pionera en los años 90 del llamado teatro digital. 2

 

Con tan escaso y pobre bagaje en la materia que nos ocupa inicié mi andadura por el actual siglo. Las huellas que las nuevas tecnologías iban dejando en el teatro eran evidentes. Los directores de escena no escatimaban su uso y sus herramientas entraban a formar parte de los atrezos, incluso en puestas en escena de obras clásicas[3]. Creció la presencia en las carteleras de espectáculos cuyos títulos incluían, viniera o no a cuento, números, dígitos separados por puntos o el símbolo @[4]. Y cómo no, algunos de mis colegas iban incorporando el móvil, sus aplicaciones e internet a los argumentos de sus obras[5]. En cuanto a la práctica de poner representaciones teatrales al alcance de un público no presente en el lugar de la representación, me llamaba la atención que hubiera encontrado campo abonado en la ópera, pero la publicidad de los eventos me aclaró que se trataba de iniciativas orientadas a popularizar un género considerado elitista[6]. El goteo de voces a favor y en contra de las funciones virtuales continuaba. A las ya citadas, se sumaron otras nuevas. La investigadora Laura Borrás Castanyer, especialista en el estudio de la literatura digital y del ciber teatro, no ocultaba su fe en las posibilidades creativas que la red y las tecnologías brindaban. Paz Gago, por su parte, defendía el papel de las nuevas tecnologías audiovisuales en la renovación de la escritura y del discurso escénico, con el argumento de que, lejos de perjudicar al viejo y sagrado teatro, se ponían a su servicio para enriquecerlo. Entre los detractores estaban David Ladra, quien aseguraba que la contemplación de una representación teatral sin necesidad de ir al teatro equivalía a contemplar a una pareja haciendo el amor a distancia a través de sensores, transmisores y palpadores. En algún momento mi temor por el auge del teatro virtual empezó a decaer, no tanto porque pensara que se trataba de una moda pasajera, sino porque, como pronosticaban algunos, fuera probable que, a tenor del ritmo vertiginoso del progreso tecnológico, internet acabase convirtiéndose en un invento obsoleto condenado a ser substituido por otro más eficaz. Sucedía que dejé de ver internet como un potencial enemigo del teatro en vivo y a concederle la categoría de soporte de un arte nuevo con señas de identidad propias, como las tenían el cine o la televisión. Era una sensación que se iba afirmando a medida que, libre de prejuicios, empecé a disfrutar del trabajo que desarrollaban artistas ligados a la performance y la cibernética. Como creador, ese no era mi territorio, pero, en cuanto espectador, celebraba el nacimiento de un arte que ya no veía como una amenaza.

Si el cambio de siglo no produjo cambios dignos de mención en la actividad teatral, no sucedió lo mismo con la pandemia provocada por el coronavirus. En términos generales, lo sucedido causó daño y dolor y alteró nuestra forma de vida. El confinamiento y demás medidas que nos fueron impuestas como mejor vía para combatirla modificaron o paralizaron nuestras vidas y hábitos, tanto los laborales como los familiares y de ocio. La cultura también sufrió las consecuencias y, de forma especial, la relacionada con las artes escénicas. Víctimas de la situación fuimos tanto los creadores como los destinatarios de nuestro trabajo. Los primeros, porque, de la noche a la mañana, vimos cerradas las salas teatrales y cinematográficas, interrumpidos los rodajes y ensayos y aplazados, sin saber hasta cuándo, los proyectos en los que muchos estaban trabajando. Estos, porque, quizás por vez primera desde que fuera abolida la censura, se veían privados del acceso a determinadas actividades que, si para unos son solo lúdicas, para otros resultan, además, esenciales. No tiene sentido que me extienda en consideraciones sobre algo que todos hemos vivido y cuyas consecuencias, dependiendo de la situación de cada cual, no han tenido el mismo alcance para todos. Lo haré, a grandes rasgos, a partir de mi propia experiencia y desde mi doble condición de creador y espectador.

A partir de la entrada en vigor del estado de alarma, incluso puede que desde algunos días antes, dejé de asistir a espectáculos y a toda suerte de encuentros, de frecuentar salas de exposiciones y museos, de pasear y de reunirme con los amigos. No recuerdo haberme sentido agobiado. De hecho, mi contacto con el mundo no se había roto. Si se me apura, estaba más al tanto de lo que sucedía en él. Sin embargo, los nexos que nos mantenían unidos se habían reducido a tres: el móvil, la televisión y, sobre todo, el ordenador, devenido desde hacía años en mi principal herramienta de trabajo. Pronto me percaté de que se estaban produciendo cambios en mi relación con dichos aparatos. Por ejemplo, para combatir el mono de teatro, retomé la vieja y ya casi olvidada costumbre de ver, al final del día, obras dramáticas emitidas por televisión. Y volví a sentir lo mismo que en su día me había llevado a abandonarla. La comodidad del sillón no compensaba la tristeza de ser un espectador solitario o, a lo sumo, acompañado por algún familiar ni veía como ventaja, sino más bien como gesto descortés, la posibilidad de ausentarse cuantas veces apetezca para ir al baño, atender una llamada o simplemente desconectar de lo que se está viendo. Pero el mayor inconveniente está en lo que la pantalla nos nuestra, sea la fiel reproducción de un espectáculo sea la grabación en plató de la adaptación de una pieza teatral. Nuestros ojos ven las imágenes captadas por las cámaras, las cuales no tienen por qué coincidir con las que hubiéramos elegido en el caso de haber tenido la oportunidad de hacerlo. Cuántas veces en el uso de esa libertad nos desentendemos de la acción principal para prestar atención a otra secundaria o a lo que hace un personaje que, en ese momento, no interviene, pero, por la razón que sea, reclama nuestra atención. No me gusta ese papel vicario de las cámaras, lo confieso. Sin embargo, mi mayor decepción no fue esa. La tuve al ver en la pequeña pantalla espectáculos a cuya representación había asistido cuando fueron estrenados, de muchos de los cuales guardaba un grato y, a veces, vago recuerdo. Tenía que hacer un gran esfuerzo para reconocerlos y me preguntaba qué había admirado en ellos.

La oferta televisiva de piezas grabadas en el pasado, es decir, con anterioridad al estallido de la pandemia, se extendió a internet, pues también sirvió de vehículo para la recuperación de materiales no originales. Algunas compañías y teatros ofrecieron espectáculos que habían estado en cartel recientemente y una entidad como el CELCIT de Buenos Aires puso a nuestra disposición un amplio catálogo de teatro latinoamericano que incluía varias piezas vistas en España años atrás. Pero aparte de esa labor que yo denominaría museística, internet convirtió las pantallas de los ordenadores en pequeñas ventanas que sirvieron a los creadores enclaustrados para sentirse menos solos o para recordar que, a pesar de la situación, no permanecían ociosos. Al relato de lo que cada cual estaba haciendo en el momento en que las actividades escénicas cesaron, se sumó el de los anuncios de proyectos futuros en los que ya estaban trabajando. Unos lo hicieron por propia iniciativa y, otros, acogiéndose a la invitación de entidades y asociaciones profesionales. Así sucedió con la campaña promovida por La Academia de las Artes Escénicas y el suplemento El Cultural, del diario El Mundo, en la que participaron numerosos artistas de primera fila. Más lejos en el uso de internet llegaron los que convirtieron sus casas en improvisados platós o escenarios para dar rienda suelta a su vena artística, ofreciendo a un invisible público un heterogéneo repertorio de escenas que les mostraban en su quehacer diario o interpretando monólogos, canciones y toda suerte de creaciones propias o ajenas. Era una forma de demostrar que seguían vivos y, para algunos, una terapia.

Como a un clavo ardiendo se agarraron a internet unos colectivos y profesionales que, no resignándose a permanecer inactivos, con fines de supervivencia económica o con el deseo de no romper con su público, vieron en el teatro virtual una alternativa a la ausencia de teatro en directo. Los mecanismos de producción eran diversos y la mayor o menor complejidad del proceso creativo estaba íntimamente ligada a los medios materiales y capacidad artística de sus promotores. Una de las principales en esa dirección fue la del Centro Dramático Nacional, que ofreció, mediante el sistema de retransmisión digital denominado Streaming, un ciclo de representaciones sin presencia de público de nueve piezas cortas relacionadas con la pandemia, escritas durante el confinamiento por dramaturgos y guionistas de cine y televisión[7].

 

Las obras La conmoción, La distancia y La incertidumbre pueden verse en #laventanadelcdn: https://laventanadelcdn.com/category/streamings/

Las obras La conmoción, La distancia y La incertidumbre pueden verse en #laventanadelcdn: https://laventanadelcdn.com/category/streamings/

 

En Buenos Aires, la compañía TIMBRe4 también recurrió al Streaming para, bajo el reclamo “teatro para ver en casa en tiempos de cuarentena”, ofrecer a través de las redes sociales y su canal de YouTube una programación integrada por obras que ya habían sido estrenadas con anterioridad, precedida cada sesión de una introducción realizada por un miembro del grupo[8]. Podría añadir una larga relación de iniciativas similares desarrolladas durante la vigencia del estado de alarma, cuando los teatros estaban cerrados, y prolongadas más allá de su levantamiento, cuando algunos ya habían alzado el telón, si bien el acceso a ellos estaba sujeto a severas condiciones. Yo mismo participé en ese juego de forma voluntaria y con agrado aportando un texto para ser escenificado por el Centro Universitario de Artes Escénicas TAI y ofrecido en línea[9].

 

Diálogos de la espera de Jerónimo López Mozo puede verse aquí: https://www.youtube.com/watch?v=AzEMAgGKaPA&list=UUA3-huTBxMmbTbQzSUyYCoQ

Diálogos de la espera de Jerónimo López Mozo puede verse aquí: https://www.youtube.com/watch?v=AzEMAgGKaPA&list=UUA3-huTBxMmbTbQzSUyYCoQ

 

Quiero significar con esto que, a pesar de las reservas que vengo manifestado respecto al teatro virtual, no me han parecido mal las iniciativas a las que vengo refiriéndome, a condición de que se planteen como algo coyuntural ante una situación sanitaria de extrema gravedad con consecuencias económicas negativas y no como una alternativa que deba perdurar. Con la vista puesta en un futuro con la normalidad restablecida, algunos profesionales han manifestado que la experiencia ha sido tan positiva que piensan mantenerla como actividad complementaria, unos porque consideran que ha sido un revulsivo en su trabajo y que se han abierto nuevos horizontes para las artes escénicas, otros porque ven en ella una fuente de ingresos añadidos a los obtenidos en la taquilla. Me preocupa que el teatro a puerta cerrada y cámara abierta se instale entre nosotros; que se invite al público a quedarse en casa; que se hable de la necesidad de convertir el teatro en un género mestizo o híbrido; y que las nuevas tecnologías, tan necesarias y útiles, sirvan para enriquecerlo, no para desvirtuarlo o, lo que sería peor, destruirlo. Espero que la idea de que ha nacido un nuevo teatro solo sea un espejismo y que las aguas acaben volviendo a su cauce. Empezaré a confiar en que tal cosa ha sucedido cuando no sea imprescindible pulsar una tecla o un botón para ver una función o cuando ocupe una butaca en una sala de teatro y, al mirar a mi alrededor, compruebe que no estoy solo o cuando los jóvenes actores del TAI que grabaron mi pequeña obra la representen en un escenario.

 

 

 

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Notas    (↵ Volver al texto returns to text)

  1. Un ejemplo claro se dio en una representación de Medea en cuyo reparto figuraba, junto a una nómina de actores desconocidos, José Luis Pellicena, que interpretaba a Creón. La sorpresa fue grande, pues la compañía era modesta. Todo se aclaró cuando, llegado el momento de que el actor compareciera en escena, lo hiciera a través de una pantalla y desde ella mantuviera un asombroso y frío duelo interpretativo con la actriz que, ella sí presente en escena, representaba a Medea.↵ Volver al texto
  2. Al principio, el programa se emitía en directo desde los estudios de televisión, pero más adelante, cuando los medios técnicos lo hicieron posible, se grababa en video y se ofrecía en diferido.↵ Volver al texto
  3. Un ejemplo se dio en la que hizo Sergi Selvas de Hedda Glaber, en la que la acción se situaba en la época actual. En ella, el texto manuscrito que la protagonista quema en una estufa está guardado en la memoria de un ordenador portátil. De ahí que ni fuera pasto de las llamas, sino destruido en un microondas.↵ Volver al texto
  4. Como mero reclamo publicitario o con la intención de disfrazar el producto de modernidad proliferaban títulos como Alici@.com, 5hombres.com, 5mujeres.com, 5gays.com, Sol@-EL MURO.mov o Bodas de sangre 2.0.↵ Volver al texto
  5. En Móvil, Sergi Belbel sustituyó el teléfono tradicional por el celular como vehículo de comunicación entre los personajes. Entre los que fueron más lejos figuran Jesús Campos (Naufragar en Internet y donjuan@simetrico.es); Yolanda Pallín, José Ramón Fernández y Javier Yagüe (24/07. Veinticuatro horas al día siete días a la semana); Paco Bezerra (Grooming); Antonia Bueno (Bits); Juana Escabias (Hojas de algún calendario y WhatsApp); Diana de Paco Serrano (PCP. Programa de Chat Especializado); Diana I. Luque (Tras la puerta); y Luis Araujo (Dios está lejos).↵ Volver al texto
  6. El proyecto de mayor envergadura tuvo lugar en 2008, cuando se coordinaron ochenta salas cinematográficas para ofrecer la función de L’Orfeo, de Monteverde, que a esa misma hora tendría lugar en el teatro Real, de Madrid. La experiencia dejó un sabor agridulce, pues ni las imágenes ni el sonido llegaban con nitidez a los cines. Después de varios intentos por resolver los fallos que surgieron, los responsables de los locales afectados devolvieron el importe de las localidades. Con el mismo propósito de captar nuevos públicos, durante varias temporadas se ofrecieron en la sala principal del mismo teatro Real, en sesiones matinales, proyecciones de óperas que habían sido representadas en su escenario. También, con ocasión del bicentenario de la creación de dicho coliseo, fue instalada una pantalla gigante en la fachada principal en la que podía seguirse el espectáculo que tenía lugar a la misma hora en su interior.↵ Volver al texto
  7. Agrupadas de tres en tres, se  ofrecieron en otras tantas sesiones bajo los títulos de La conmoción, La distancia y La incertidumbre. Sus autores eran Alfredo Sanzol, Juan Mayorga, Pablo Remón, Lucía Carballal, Pau Miró, Denise Despeyroux, Andrea Jiménez, Noemi Rodríguez y Victoria Szpunberg.↵ Volver al texto
  8. La programación incluía, entre otras, obras de Claudio Tolcachir, Daniel Veronese, Lautaro Perotti y José Ignacio Serralunga.↵ Volver al texto
  9. Se trató de una actividad impulsada por TAI y la Academia de las Artes Escénicas de España consistente en la puesta en escena de cuatro textos dramáticos cuya temática tenía que ver con el confinamiento.  Bajo la dirección de Néstor Roldán fueron grabadas en vídeo las siguientes piezas: Diálogos de la espera, de Jerónimo López Mozo; Sin límites, de Julio Salvatierra; Confuso confinamiento, de Guillermo Heras; y Quince metros, de Raúl Hernández Garrido.↵ Volver al texto
Copyrights fotografías
  1. FUENTE: Archivo Hemeroteca ABC.↵ Ver foto
  2. FUENTE: https://lafura.com/obras/la-maldicion-de-la-corona/↵ Ver foto

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