N.º 54Teatro presencial y teatro virtual

 

SOCIO DE HONOR

Carlos Gorostiza emprende otro centenario

Santiago Martín Bermúdez

 

Carlos Gorostiza

Carlos Gorostiza. 1

 

Hace unos meses publiqué el escrito que va a continuación en mi bitácora de Scherzo, revistas de música. Se la transcribo antes del destinado a Las puertas del drama como introducción. Pueden encontrarla en la bitácora Comedia, 9 de junio de 2020: “Carlos Gorostiza, cien años: El pan de la locura”[1].

Hay quien estima que el azar no existe. Por no existir, para ellos no existen ni siquiera las casualidades. Verán. Leo en estos días escritos de autoría argentina. No faltan Borges y Bioy, disfrazados de Bustos Domecq (o convirtiéndose en tal), la joven Mariana Enríquez, Lucía Puenzo (que sabe hacer muy buen cine), Juan José Saer, uno de los mayores escritores del pasado siglo en lengua española y en cualquier lengua; el cercano pero ya desaparecido Ricardo Piglia, un lujo de prosa y de intensidad de tramas; a los lejanos Marcos Denevi y Beatriz Guido, a la que muchos dicen olvidada y a la que otros siempre recuerdan para condenar su antiperonismo… Estas y otras firmas. Es una delicia transitar  por las páginas de Sebreli o volver a Antonio di Benedetto o Haroldo Conti, a Roberto Arlt, a Rodolfo Walsh o Manuel Puig (la obra de éste me conmocionó en mi juventud).

Y en esas decido leer una pieza teatral de Carlos Gorostiza el domingo día 7. Y así lo hago. Se trata de El pan de la locura, una hermosa obra de las que el propio Goro preparaba con su grupo ‘La Máscara’, uno de los nombres más importantes de aquella época de teatro independiente argentino, que en cierto modo prefiguró lo que sería el teatro independiente en algunas ciudades españolas del tardofranquismo durante la década siguiente. Al comenzar la lectura veo una nota biográfica de Goro. Sí, sabía que nació en 1920, pero… pero no que había nacido el 7 de junio, precisamente. Es decir, sin darme cuenta le estaba rindiendo homenaje a Carlos Gorostiza, autor de obras de la importancia de El puente o esa maravilla del teatro breve, de menos de una hora, que es El acompañamiento. Nadie es capaz de una (digamos) autocrítica nacional tan penetrante sin necesidad de ser cruel como la de esta breve pieza estrenada en un ciclo de teatro que trataba de respirar libertad justo después de la caída de la dictadura feroz que habían inaugurado tipos siniestros como Videla y Massera y que había propiciado la potencia amiga, Estados Unidos (además de la osadía y la torpeza de la guerrilla que se creyó el canto guevarista).

¿No es una casualidad? ¿Qué es, entonces? Dudo que Goro, fallecido en 2016 con noventa y seis años recién cumplidos, me hiciera ninguna señal desde la otra orilla. Nos conocimos poco. En la AAT, entonces llamada Asociación de autores de teatro –y hoy Autoras y Autores de Teatro–  le nombramos socio de honor por el mérito de su obra. Allí estaba él, no sé en qué momento de principios de este siglo; y su hermana, la actriz Analía Gadé, y algo conversamos en la ceremonia, en el paseo triunfal por la exposición de libros de teatro en el Círculo de Bellas Artes y durante el almuerzo. Pero no lo suficiente para que el día de su centenario me invitara a una lectura. Pero fue así, eso es lo cierto.

El pan de la locura, de 1958, contiene una situación, más que una historia. Hay una epidemia, pero parece que hay unos responsables. Al final se evidencia que no, que la epidemia es real, pero los responsables no. Alguno de los personajes necesitaba un castigo, pero no puede contar con este desengaño: la harina de centeno no estaba lo bastante “envenenada”. Tendrá que dejar salir lo que, de todos modos, ya nada puede detener ahí dentro.  Sí, lector querido, cual invoca Dostoievski en Noches blancas: El pan de la locura tiene su toque de actualidad.

Aquí delante tengo los cinco libros (acaso se hayan publicado más, no sé) del Teatro de   Carlos Gorostiza, Ediciones de la Flor, Buenos Aires. Si pueden hacerse al menos con uno, tal vez sería importante que se fijen en el tercero. La colección no sigue la cronología. Y en el tercero se incluyen las siguientes piezas: El puente, El pan de la locura, Los prójimos, ¿A qué jugamos? y El caso del hombre de la valija negra.

Podría lamentar la ausencia de autores argentinos y latinoamericanos en las carteleras españolas. Pero lo cierto es que también faltan autores españoles. En tiempos podías ver en los teatros una pieza de Jorge Díaz, otra de Dürrenmatt, otra de Martín Recuerda o de Rodríguez Méndez o Buero Vallejo, incluso de Alfonso Sastre. Todo ello junto al teatro burgués, al comercial de Alfonso Paso y sus imitadores, al teatro ínfimo, a todos. Ahora, la cosa cambió. El teatro finge sobrevivir en las catacumbas y la fugacidad de los escondrijos oficiales. Habrá que preguntarse por qué. De momento, les dejo con la casualidad de ese 7 de junio, cumpleaños de Goro, cien añitos. Felicidades, volveré a ti, seguiré con estos libros de Ediciones de La Flor.

Oigo a mis espaldas: mira lo que cuenta el viejo Santi, sus pequeñas casualidades a las que pretende cargar de sentido. Ay, Santi, con lo que tú has valido…

 

Perspectivas de Gorostiza

Después de esta nota, la redacción de Las puertas del drama me pidió que ampliara el sentido de la obra de Gorostiza. Estas líneas pretenden no ya introducir al lector, sino alentarlo a que lea piezas de Goro, y si además tiene alguna responsabilidad en la producción, a que ponga o reponga alguna pieza de este enorme autor argentino.

Ahora que nunca se ponen piezas de autores latinoamericanos (maticen eso de nunca, si quieren, porque hay numerosas salas de pequeño formato con programaciones al margen de lo oficial, y se nos escapa mucho espectáculo de ese tipo) tal vez sea útil esta incitación, si el lector tiene responsabilidad u oportunidades de llevar a escena alguna de estas piezas. Leo la siguiente información: la pieza ¿A qué jugamos? se estrenó en el Teatro Maravillas de Madrid el 27 de marzo de 1971 con dirección de Víctor Andrés Catena y con un reparto magnífico: Carlos Larrañaga, María Luisa Merlo, Miguel Palenzuela, José María Guillén y Conchita Goyanes. Casi nada.

 

Todo un siglo para Goro

Carlos Gorostiza vivió, como vemos, casi un siglo. Desde la época del radicalismo, la encarnizada lucha de clases y hasta el pistolerismo, los tiempos de auge económico (con base se diría que firme en la agroexportación), pero con una oligarquía sorda y resistente ante cualquier acuerdo con  las clases trabajadoras. Y la raíz del mal está ahí, en esas clases que no admiten menoscabo alguno de sus privilegios y la formación de un sueño nacional obrero que al final se llamará peronismo. Cuando Goro cumple diez años, los militares actúan por primera vez de manera directamente política. Desde 1930 tiene lugar lo que en Argentina se denomina la década infame (Uriburu, Justo, Oroz, Castillo fueron sus presidentes ilegítimos, “de facto”), que en rigor duró trece años. Coincide con la segunda guerra mundial el movimiento militar populista que culmina en la exaltación (y finalmente, elección) de un coronel odiado por las clases altas y buena parte de las medias y, también, por sus propios colegas de la milicia, Juan Domingo Perón. Las clases populares, los descamisados, tenían su portavoz, su defensor. En Perón, desde luego, y en especial en Eva Duarte, Evita, fallecido en 1952 en plena gloria y aún muy joven; su leyenda empieza ahí, pero su leyenda es larga y tiene una paleta amplia de matices. Sin salirnos de la ficción, recomendaría la lectura de dos novelas de Tomás Eloy Martínez, La novela de Perón y, en especial, Santa Evita, que repasa cómo los odios sañudos de militares y antiperonistas manejaron y desplazaron el cadáver embalsamado de esta mujer hasta otro triste destino como fantasma en el que el brujo López Rega trataba de transmitir fluidos de la difunta a la tercera esposa del general, María Estela, Isabel, de nefasta presidencia para la nación. Pero si volvemos la vista a aquel 1943, vemos que se pergeña un nuevo modelo de cambio de poder y golpe de estado: los milicos contra los milicos. Dejémoslo ahí.

Habrá que advertir que la primera obra de Gorostiza, El puente, pieza magistral de un autor que aún no ha cumplido los treinta, se estrena en 1949, durante el primer mandato de Perón, en un Buenos Aires y una Argentina deseosos de retratar la realidad social, las desigualdades. De esta obra ya escribe Miguel Angel Giella en su estudio.

El puente

El puente.  2

 

El segundo mandato de Perón se encarriló hacia una vocación muy suya, aprendida en la Italia fascista en la que estuvo destinado: la dictadura y represión sobre cualquier opción no oficial. No hay que olvidar, sin embargo, que Perón siempre llegó al poder por la fuerza de los votos, y eso fue en tres ocasiones (1946, 1952 y 1973, en este último caso de manera arrolladora); por mucho que especulemos sobre el sentido soñador de esos votos. Como decía Oscar, protagonista de El tambor de hojalata, de Günther Grass, hay países que creen en los reyes magos. Al final llega Hitler, en el caso de Oscar; o el Videla y el Massera de turno en la Argentina de 1976: el criminal beatón de lectura bíblica mientras se le juzgaba por crímenes de guerra, y el desvergonzado violador de damas, vidas y haciendas.

Aquel Perón elegido democráticamente en 1946 acogió tanto el exilio español, que había comenzado mucho antes, con la guerra civil, como a numerosos dirigentes nazis ayudados en su huida por algunos submarinos vaticanos. Por esos caballeros nazis sentían muchos militares argentinos una extrema debilidad. Al mismo tiempo, y por lo que a nosotros nos toca, no olvidemos que en Europa los países que habían recuperado su democracia dejaban a España en manos de la dictadura nacional católica (fascista, según muchos) promovida por Italia y Alemania, sin mover un dedo (o con la complacencia de libertadores como Churchill), solo mediante un cerco económico que mataba de hambre al español de a pie. Evita visitó España, y Perón mandó mucha carne y muchos cereales. Quién sabe cuántos no le debemos la vida a ese gesto de desafío de Perón a las potencias podridas de filisteísmo en 1947. Le da a uno bronca, como dicen los rioplatenses y acaso más allá, ver que Italia y Alemania, cuyos aviones ametrallaban con impunidad y delectación el paisanaje hispano en 1936-1939, recuperaban su democracia y su desarrollo, mientras que España se pudría en el pacto de sangre de la élite más infame del continente.

La llamada revolución libertadora de 1955 (denominado por muchos “revolución fusiladora”) llevó a los militares al poder y a Perón al exilio (Lonardi, Rojas, Aramburu; éste lo pagaría caro con el tiempo). En esa época era ya evidente que Argentina había perdido la carrera emprendida por ser una potencia equiparable a Estados Unidos. Había fracasado tanto el  modelo agro exportador como el de sustitución de importaciones. En los años sesenta los militares parecen retirarse. Un pacto entre peronistas y radicales lleva a la Casa rosada a un espléndido político, Arturo Frondizi, con su política del desarrollismo. Don Arturo fue pronto desplazado por los militares, cada vez más obcecados con la figura de Perón, el gran enemigo. Pero los militares se comprometen políticamente de nuevo con el golpe de 1966, el que llevará a la presidencia a Juan Onganía, miembro, entre otros clubes y organizaciones, del Opus Dei, secta religioso financiera (así llamada por Carlos María Ydígoras, ¿recuerdan?, no pretendo inventar nada, lo dijo este escritor que había pasado por la División azul); a esa secta pertenecían bastantes golpistas latinoamericanos; y digo “bastantes” por mostrarme prudente. Desde luego, los animaba desde lejos una dirección encabezada por el que más tarde sería santo.

Esos años vivieron las hazañas guerrilleras y de guerra sucia militar más espantosas e inéditas (hasta ese momento), desde el secuestro y asesinato de Aramburu hasta la matanza de Trelew, ya con Lanusse. Después de derrumbar a su conmilitón, el ejército argentino trató de ganar tiempo con un presidente improvisado (“vení, sos presidente”, es fama que le dijeron al agregado  de la Embajada de Washington, llamado Levingstone). Por fin tuvo que ponerse al mando el que realmente mandaba, Alejandro Agustín Lanusse, un dictador dispuesto a ceder el poder a los civiles y que, comparado con sus colegas de tres años después, es un auténtico liberal. Lanusse estaba atormentado por el fantasma de Perón, cómodamente instalado en Puerta de Hierro, en Madrid, desde donde mandaba consignas, llegaba a acuerdos… y enviaba muchachos a la muerte (¿exagero?). Tan obsesionado estaba Lanusse que en una cita de Domingo Faustino Sarmiento citó al autor del Facundo como Juan Domingo Sarmiento. En vivo y en directo.

Lanusse pactó con los peronistas, pero a condición de que no se presentara el propio Perón, cláusula menos suya que del cuerpo. Les ahorro el sainete y el baile de los cuatro presidentes de 1973, hasta la elección triunfal de la pareja Perón en octubre. Tras la muerte casi inmediata del anciano Perón, se abrió camino el reinado de hecho del brujo López Rega, animador de la Triple A, una pandilla de asesinos promovidos por el poder. Aquello llevó, por sus pasos contados, a la más sangrienta de las dictaduras argentinas. Lo que concluyó en 1982, cuando la guerra de las Malvinas convenció a los militares (¿los convenció?) de que no era tan sencillo disparar a la armada británica como lo era contra un pueblo inerme. Como en tantos países;  el nuestro, sin ir más lejos. Lo cierto es que Argentina recuperó la democracia, Raúl Alfonsín fue presidente y nombró a Gorostiza Secretario de Cultura de la nación argentina, cargo de nueva creación en el que Goro aguantó poco más de dos años. No tardó el peronismo sindical en hundir a otro presidente honesto. Vino Méndez (ya sé, ya sé, pero su verdadero nombre trae mala suerte, me dijo un porteño llamado Daniel, evitaré su apellido). La ruina, la corrupción total. La palabra vendepatria, tan latinoamericana, pocas veces fue más apropiada. Más tarde, el corralito… y la nueva centuria. Goro murió en 2016. Sí, todo un siglo.

 

Todo ese teatro

Teatro GorostizaTengo que confesar que no sé en qué medida exacta contribuyó todo esto a la poética de Carlos Gorostiza en tanto que dramaturgo. Pero hay muchas evidencias en su obra de la vicisitud del drama nacional, del sueño nacional, de la pesadilla nacional. Que, un siglo después de su nacimiento, no cesa. Me resisto a creer (acaso sin razón) lo que un día escribió Osvaldo Dragún, que hay correspondencia entre Gorostiza y el movimiento peronista, que “el peronismo y el teatro independiente encuentran su autor”, y que éste es Gorostiza. Bueno, hay quien dice, o viene a decir: “se les explotó y humilló tanto que una caricia peronista cambió la suerte política para siempre”. Lo que no impide que, de eso, medraran más tarde vividores como Méndez.

El tema del fracaso de los personajes de clase media venida a todavía menos es una constante en Gorostiza. Sientes la tentación de pensar que ese fracaso es el de toda una nación. Los países sin clase media suelen carecer de equilibrio. Cuando la clase media fracasa habitualmente en sus proyectos, ambiciones, sueños, es que algo anda mal en el sistema. La clase media se desclasa, y de la inconsistencia del status viene el drama o incluso la tragedia. La historia que hemos contado es paralela a la evolución de la obra de Gorostiza, aunque ésta no sea consecuencia de aquélla. Al tiempo, en lo artístico, se produce el gran cambio del teatro independiente, que retrocede y se hunde, salvo en el recuerdo que puedan guardar de él los pequeños formatos, lo alternativo, todo eso. Gorostiza pasa al teatro de gran público y se adapta a medios como el cine y el teleteatro. El primer teatro independiente precisaba de amplios repartos, como los de El puente o El pan de la locura. La lógica económica hace que todo cambie a gran velocidad. A la larga, lo que no consiguió el cinematógrafo lo consigue el cambio de tecnologías y sensibilidades de fin de siglo, y eso no solo en Argentina, claro que no: el teatro comienza a ser un fenómeno más minoritario, lo cual no significa elitista ni exquisito, sino que el teatro sufre un progresivo desprestigio, aunque lo encarnen los profesionales de altísimo nivel que acostumbra a dar la escena argentina. Piensen ustedes, en nuestro país, en el público escaso y tremendamente conservador del teatro; un conservadurismo compatible con dos tipos de espectáculos: los clásicos hasta Chéjov e incluso Beckett, los contemporáneos de fingida avanzada crítica.

 

El pan de la locura

El pan de la locura.  3

 

En todo un siglo, Gorostiza lo vivió todo. Y ese retroceso (no crisis) del teatro lo llevó a la narrativa en un país en que los narradores han proliferado en número y han alcanzado niveles muy elevados después de la generación de Borges y de la de Bioy (separados, precisamente, por toda una generación, aunque unidos sin duda en todo lo demás). Nombres como el de Juan José Saer, por no citar más que uno, que ya recordábamos en la entrega de Scherzo, ponen el listón muy alto. Uno se pregunta si la mejor literatura en español no es escribe hoy en Argentina, en México y en Colombia. Creo que en Estocolmo no lo saben. Saer murió demasiado pronto, como los desaparecidos Conti y Walsh. Por lo demás, es lógico que Gorostiza, el dramaturgo, se refugie en la narrativa en tiempos en que, en eso que llamamos cultura o artes, todo ha cambiado para que todo sea algo peor.

 

Todos estos dramas

Hay un viaje de la primacía del realismo (El puente, 1949; El pan de la locura, 1958) hasta las obras de la “juventud de la vejez” de Goro, como El frac rojo (1988) o A propósito del tiempo (1997). Ese viaje conduce a apartar el pleno realismo del centro de la escena; queda el realismo como un componente de base, importante pero no decisivo. El realismo cede el puesto al absurdo, a la farsa o a algo parecido al esperpento. El realismo sirve de base a la alegoría, lo veremos. El absurdo inquieta y hace reír en Hay que apagar el fuego. El absurdo como retrato de todo un país y sus desvaríos en El acompañamiento (remataba un viejo tango nada lunfa: “detrás de tu desvío / todo el año es carnaval”). Es 1981, justo cuando fuera de escena va a retirarse la dictadura que nadie había podido imaginar tan sangrienta, tan traumática. Lean o consulten la novela titulada 1982, de Sergio Olguín (Alfaguara). Pueda que sea como la farsa que por momentos se torna esperpento en la dramática y risible situación que pinta El frac rojo. Pero las obras de Gorostiza siempre se permiten una dimensión poética que trasciende el puro retrato o la simple deformación. Tal vez sea eso una manera de entenderse, en la lejanía, con poéticas como la del expresionismo en teatro. Siempre una locura, un ensueño, un intento de vida paralelo o un hundimiento en la magia que, de lírica, se torna negra, misa negra, magia negra, negro sueño.

Carlos Gorostiza, como puede advertirse en otros escritos de este mismo número, fue hombre de teatro en el sentido amplio. No pertenece, como tampoco la mayor parte de sus colegas argentinos, al tipo de autor que desde casa imparte sus hallazgos en literatura dramática. No es que esto tenga importancia a la hora de la calidad, pero el tipo de autor que va de Molière a Pinter es el del que escribe desde la producción. No como tantos autores, qué sé yo, Giraudoux o el propio Buero, y desde luego, modestamente, el que firma estas líneas, sin que ello suponga necesariamente menoscabo de calidades, sí de alcance. Gorostiza escribe, produce y dirige. Nos pasman los nombres de actrices y actores que estrenaron piezas suyas: Norman Brisky, Pepe Novoa, Pepe Soriano, Cipe Lincovsky, Norma Aleandro, Juan Carlos Gené, Ulises Dumont, Carlos Carella y, desde luego, Analía Gadé, su hermana, que había triunfado en España en teatro y en cine. Y no podemos citarlos todos, porque la vida y el arte de Gorostiza fueron felizmente largos. Además, el venero de actrices y actores de Argentina es generoso por lo amplio y por lo elevado de su arte. Nos admiran esos artistas en cuyo país, sin embargo, puede gobernar, qué sé yo, un tal Méndez.

Los prójimosLos prójimos se estrenó en junio de 1966, con un reparto de sueño y unos días antes del golpe de estado contra el presidente Illia, quien, con sentido de la realidad, trataba de legalizar el peronismo. Las tres armas (Pristani, Alvarez, Varela) designaron como presidente al general Juan Carlos Onganía, el que se supone que tenía tanques que no eran capaces del parar al Boca Juniors. Antes de entrar en materia, permítanme que les transmita algo que pienso al leer Los prójimos: Dios mío, qué actrices y actores imagina uno de esa fábrica de espléndidos cómicos que es Argentina. La base es el realismo, pero la obra es una alegoría, una metáfora. Los personajes son jóvenes, todos están en la treintena, menos Lita (Isabel), la esposa de Hugo, de veintiocho. Un balcón a la calle, unos cotilleos, unas miserias, unas discusiones filisteas, conflictos ocasionales pero muy enconados que provoca uno de los personajes, presunciones de machito ufano, confidencias de consternación cotidiana… Y, mientras, abajo en la calle, y a la vista desde el balcón, una mujer sufre malos tratos, vejaciones, que alarman y al mismo entretienen a dos matrimonios y un invitado. Gorostiza no tiene piedad con ellos, pero no se ensaña. Hay un sexto personaje, la vecina, vilipendiada por ser acaso una mantenida a la que visita un caballero mayor tres veces por semana. Los cotilleos y conflictos agrios pero banales se interrumpen por los gritos de sufrimiento de la mujer a manos de un tipo. Nadie hace nada, ni siquiera llama a la policía. Y se reanudan las mezquindades. Esto es: ahí fuera están maltratando y finalmente dando muerte a una mujer, y aquí solo sentimos vil curiosidad y malestar comparable a un golpe de calor. Tampoco llaman al hospital cuando la mujer resulta muerta por el tipo en cuestión. Es la suya una voz, presente, pero personaje ausente. ¿Será necesario señalar el sentido de esta obra de base, sí, realista (disculpen si insisto), pero que por momentos es pieza del absurdo y, para los personajes visibles, tumbas de la conciencia? Estos personajes son esos que señalaba Osvaldo Pellettieri en muchas obras de Gorostiza: generación de niños que se niegan a ser adultos. Se ha señalado que esta obra adopta influencias de Arthur Miller, acaso porque se alcanza una trascendencia estremecedora. Lo que se ve podría tacharse de costumbrismo. Lo que retrata es, cuando menos, un cuadro de insolidaridad. Gorostiza, tampoco hay que insistir en ello, simpatiza con la vecina mal vista por los otros. Es la única que no tiene nombre: es la vecina.

 A qué jugamos (1968) ya no expone tanto relaciones sociales entre grupos sociales como entre individuos concretos que son pareja y que, además, pertenecen a grupos de edad y de estatus diferentes. La joven pareja que disfruta de un piso que esa tarde les presta un amigo de él se verá invadida por tres adultos, no gente de edad, pero sí mayores, de más experiencia y astucias; es el amigo más experimentado, el que prestó el apartamento para los juegos amatorios de los jóvenes y que se presenta ahora como invasor con refuerzos. Se descubre parte de lo oculto, se sugieren los pactos entre estos cinco personajes, en especial los tres mayores, y más aún el del triunfante líder de éstos. Hoy, los personajes juegan a qué harían si se le anunciara la llegada del fin del mundo. No todos aceptan el juego o sus reglas. Y ahí surge la grieta que se irá ensanchando. Obra de las que la anécdota continua, esconde o disimula la metáfora, merecería una excursión o incursión más detallada. Reclaménmelo para un número próximo.

El caso del hombre de la valija negra (1951), pieza de duración media, plantea un enigma y rehúye la explicación. Lo que contiene esa valija negra tiene que ver con una cita fatal. Lo que busca su portador no es un misterio, pero para nosotros es una pregunta. Una pensión de mala muerte a la que llaman hotel. Cinco huéspedes de escasos medios, por decirlo piadosamente, se amontonan en uno de los cuartos. A ellos se añade el hombre de la valija. Con ellos, intermitente, el dueño de la pensión. ¿A quién va buscando el extraño recién llegado? ¿Al ladrón, al asesino…? Porque, atención, en esta pieza los personajes no tienen nombre: el dueño, el hombre, el ladrón, el asesino, el atorrante, el muchacho). Atorrante, contra lo que evoca en España, quiere decir vagabundo delincuente, sin ser plenamente lo uno o lo otro. La referencia a un relato de la serie de Sherlock Holmes no es tanto un homenaje como un pequeño truco que el autor se permite. Porque aquí no hay desenlace rotundo, como en los cuentos de Conan Doyle.

 

Todos estos saltos

AeroplanosAeroplanos es obra tardía (1990). Gorostiza recrea a dos ancianos que aún no cumplieron (por poco) los ochenta. No se subrayan tanto las ilusiones perdidas como el deterioro implacable. No solo el deterioro físico, que se hace patente en ocasiones, sino también la pérdida de visibilidad, el estar cada vez menos y, en consecuencia, ser poco y a punto de no ser nada. Gorostiza nunca se ensañó con sus personajes, pero en este caso da la impresión de que les dedica un exceso de ternura en ese final en que prima la solidaridad. No hay rebelión, porque ya no es imposible si es que alguna vez lo fue. Ya no es posible la rebelión que lleva a proyectarte sobre el hijo, o mejor, sobre el nieto. El fútbol, el omnipresente y muy intelectualizado fútbol gana el discurso y trata de ocultar, como siempre, la adversidad. La adversidad se enfrenta, hay quien la enfrenta. Pero si se acumula y ya no hay tiempo, eso ya no es adversidad.

El guiño de Hay que apagar el fuego (1982, dentro del ciclo de Teatro abierto, que el año anterior había dado piezas como El acompañamiento) nos puede llevar al desconcierto unas veces y a la complicidad otras. El marido sabe que el amigo está allá porque retoza con su esposa. Pero finge hablar de otras cuestiones, de su ilusión de bombero voluntario ascendido a cabo; todo, sin bolsa, sin plata, claro, es un trabajo voluntario, a veces en detrimento del trabajo del que vive. Pero no puede ser, ¿cómo es que no reacciona y al menos les pone las cosas claras? Será cierto que es tan inocente, tan tonto, que está a su pequeña obsesión y no a lo que sucede en su propia casa con el amigo al que tanto favoreció y la esposa a la que quiere. No, vemos de repente (o creemos verlo) que es mucho más listo. Los acorrala sin acusarlos. ¿Crueldad? La farsa roza el absurdo.

Y el absurdo se da en una pieza como El frac rojo (1988). El grotesco personaje de Mario, perpetuo inventor de fracasos, va más allá del ridículo. Su ridículo es su poética. Lo mismo que la poética del abuelo es su silencio constante, su no hablar acompañado de no oír y, casi siempre, de no ver. La pieza se basa en un decorado realista, tal como reclama la acotación: el deterioro de una casa de sesenta años antes, de sus paredes, mobiliario, objetos. A partir de ahí puede desarrollarse el absurdo (habría que detenerse en las acotaciones implacables de Gorostiza, las que describen abandono, decadencia, deterioro, miseria…) Ese absurdo se nos escamotea de momento con una parejita de jóvenes que han llegado a aquella casa con abuelo y padres para tener sexo en el cuarto de él. El esperpento, la farsa, se da en el padre, Amadeo. Y, como continuidad solidaria, en su esposa, Elvira. Nos recuerdan la pareja de amigos de El acompañamiento: la solidaridad, el afán de identificación, lleva a alienarse de una misma a favor del otro. Mario, empresario con logros, oculta su homosexualidad, su metejón con el pibito. De ahí que trague tanto delirio de Amadeo; pretende sacar al joven de su rutina con las anfetas. La obra transcurre y la patética vida de Amadeo se pone más y más al descubierto; no es solo fracaso,  no es solo delirio, también es corrupción, pequeña como él mismo. Tampoco aquí se ensaña Gorostiza, y finge salvarlos cuando todos cantan, al final, el aria del ‘Adiós a la vida’ de Tosca, aria permanente en la escucha del abuelo. Ese canto permite que la pieza no concluya, que la catástrofe se deje presentir más que poner en evidencia.

Hay quien ha señalado la constante de la música en Gorostiza. Sí, es cierto, se citan óperas de pleno repertorio como El barbero de Sevilla o, en este último caso, Tosca. Mas también valses y tangos de la cultura popular. Cumplen una función secundaria pero necesaria, raras veces roza lo esencial en la situación dramática o definición de un carácter. Así que no exageremos: la música siempre apoyó al teatro dramático.

 

Papi

Papi.  4

 

La situación de partida de Papi (1983, después de la experiencia de Teatro abierto, ya recuperado el sistema democrático y con enormes dificultades económicas en la nación) daría para uno de esos thrillers aciagos y diabólicos que hacen las delicias de la narrativa audiovisual imperante. La ingenua, la jovencilla explotada sexualmente. El cafishio, esto es, el chulo. Dos clientes en aquel apartamento pobre, lóbrego. ¿Da esto para una secuencia de situaciones en clave de farsa y hasta de comedia? En Gorostiza lo sórdido no se complace nunca sí mismo. Los personajes son fracasados, como el llamado Papi, un cuarentón que ya está roto, sin remedio. Fue actor, y ahora enseña a Felisa, esto es, a Tatiana, el arte de la actuación del que él mismo fue expulsado. En realidad, la explota, la alquila. Una característica de Papi es su facilidad para la ira, para enfurecerse. La ira como síntoma de malestar vital profundo. Papi es un padre de familia, qué curioso, que parece tener como única fuente de ingresos para mantener su casa los servicios de Tatiana, pésima actriz y joven inope que le admira y le es fiel como un perro. Las contradicciones se pondrán de manifiesto, hasta la crisis y más allá, con la presencia de los clientes. En rigor, solo uno de ellos lo es. Es un futbolista. Lo lleva allá otro fracasado como Papi, si bien tardamos en saberlo. No es cuestión de contar la historia ni las situaciones, que cambian de manera radical en este continuo de unas dos horas en las que lo que parece sórdido es aún más penoso después de cada revelación. Por su juventud y por su ingenuidad, Tatiana tal vez tenga algún futuro (no como actriz), pero nada nos lo sugiere, solo su edad, la esperanza de que advierta un día dónde se encuentra. Aquí, Gorostiza es implacable con sus personajes, pero nunca cruel. Tampoco son eso que tanto abunda en esa otra literatura, la del pudridero de sectas protestantes de Estados Unidos, con multitud de sicópatas. Gorostiza desconoce a los sicópatas: ¿lo fue Massera, lo fue Méndez…?

Nos dan pena, y también nos dan asco, especialmente ese pobre miserable que es Papi. Papi es una obra maestra, con tensión permanente sostenida por cuatro personajes perfectamente caracterizados. Es, de nuevo, el fracaso, pero no como estado natural, sino como status adquirido. Hay que esforzarse bastante para fracasar tanto. Las culpas de la sociedad, la política y las vicisitudes de tan sufrido país se dan por sabidas, ¿a qué insistir? Sus frutos son Papi y Alducci, que se reencuentra en tan sórdida situación después de no verse desde chicos. Acaso L.L., el jugador de fútbol, que no parece confiar gran cosa en su carrera, tenga un futuro. Y quién sabe si lo tendrá Tatiana, en un país o al menos una ciudad en la que todo el mundo es actor (“En Argentina todos somos artistas”, me dijo un colega, en privado y con sorna, es muy conocido, ocultaré su nombre).

Todo  este zoológico

Juana y Pedro, obra de poco más de una hora aproximada de duración, se estrenó en Caracas, en febrero de 1975, pero creo que con el título de Supervivientes.  Sorprende que se titule Juan y Pedro una pieza en la que los protagonistas se llaman Leonor y Federico. Viven en un apartamento, pero es un basural, y ellos están animalizados. Recuperan poco a poco, desde los gruñidos y las onomatopeyas, su condición humana. No del todo. La situación es absurda y es enigmática, pero aquí el enigma se nos descubre hasta el horror, pues la epifanía final de los personajes –que, en efecto, se llaman Juana y Pedro- es la conciencia del horror del que se evadieron en el aislamiento y la animalidad. Conocerse y reconocerse es saberse envilecidos y la razón por la que se envilecieron. No es extraño que la obra se estrenara en Caracas. Desconozco las circunstancias, pero sé de ese momento en la historia de Argentina, cuando campaba a sus anchas la triple AAA, con Isabel Perón de presidente marioneta, cuando todo el país aguardaba el golpe que pusiera orden en aquel quilombo patrio en que peleaba una guerrilla irresponsable y respondía con brutalidad, con matanzas de inocentes, un ejército ya muy acostumbrado a disparar contra su propio pueblo. Muchos autores argentinos nos han dejado testimonio de aquello que uno recuerda por haberlo sabido desde el lado de acá, cuando nuestra dictadura daba paso a la transición y en Argentina seguían los pasos de Chile y Uruguay, marcados por sus ejércitos y por el aleccionamiento político y militar de la administración Nixon (que, por cierto, ya no era presidente cuando se estrena esta pieza). No me acusen de antiamericanismo (anti USA), por favor, es la pura verdad. Juana y Pedro se han aislado, se han animalizado, han dejado de responder a la familia, no contestan las cartas que se les dirige… y, lo que es peor, no responden a la llamada de un amigo fugitivo que caerá asesinado en ese ensayo general de la barbarie que ha de instalarse en Argentina  desde marzo de 1976. Ese ensayo que permitió el gobierno peronistas de Isabelita a la sombra los cadáveres de Eva y de Juan Domingo, que murió tan rematadamente mal en su cama mientras dejaba al país inerte e inerme. Recordemos que fue él quien animó a los guerrilleros en su lucha contra sus rivales. La guerrilla cayó en la trampa de herir a quien no podía matar. Cercanas están obras que fueron testimonio, como las de Rodolfo Walsh (asesinado por la dictadura militar) y Osvaldo Soriano (lean, al menos, Cuarteles de invierno). No son los únicos que testimoniaron, ni los únicos asesinados. En fin, el realismo es la base del drama, pero su desarrollo es una parábola, como lo será El acompañamiento. Pero Juana y Pedro, huidos de la realidad, reciben de Gorostiza un trato menos piadoso que los personajes de otras obras.

Verán… Todo tiene un límite. Si me he excedido, lo hago con la sensación de que falta mucho para completar un retrato más justo de la dramaturgia de Carlos Gorostiza. Es decir, que siento como si me quedara corto. Hay muchas obras más de Goro que tendrían que recibir evocación. Por ejemplo, obras de la década de los noventa como El patio de atrás, Dobles historia de amor, Los otros papeles o A propósito del tiempo.

El Premio Cervantes nunca concede el galardón a dramaturgos. Hay  una excepción lejana, la de Buero Vallejo. No valen como excepciones los narradores que se acercaron a la literatura dramática, en ocasiones aupados por su fama, y a menudo sin gran fortuna artística, al margen de la mediática. El Cervantes se perdió a Gorostiza. Quedan otros dramaturgos latinoamericanos. Por ejemplo, en Venezuela y Puerto Rico, países que hasta el momento carecen de un escritor (de cualquier género) galardonado por el Cervantes. El magnífico plantel de Premios Cervantes, galardón que se concede en rigor desde 1976, hubiera brillado aún más con la presencia de Gorostiza. A estas alturas, como dice el tango: “¿Qué vachaché? Hoy ya murió el criterio.”

 

 

Artículo siguienteVer sumario

Copyrights fotografías
  1. Fuente: https://www.todo-argentina.net/biografias-argentinas/↵ Ver foto
  2. Fuente: https://www.youtube.com/watch?v=PxGKa1qQZMs↵ Ver foto
  3. Fuente: https://www.youtube.com/watch?v=bPugCn34MaQ↵ Ver foto
  4. Fuente: http://mejoresobrasteatrales.blogspot.com/2011↵ Ver foto

www.aat.es