N.º 53La autoficción teatral

 

ENTREVISTA DE IGNACIO PAJÓN

“Tantas autoficciones
como ficciones hay”
Jesús Campos García

 

Jesús Campos (Jaén, 1938) es uno de los autores de teatro actuales con un recorrido más amplio y diverso. Ha escrito obras de todos los tipos, ha tocado todos los géneros y les ha dado, en cada caso, su sello personal; ha recibido, entre otros premios, el Nacional de Literatura Dramática, el Tirso de Molina, el Born, el Carlos Arniches o el Lope de Vega; ha visto sus obras publicadas en Hiru, Cátedra, Castalia, Primer Acto o Ediciones Antígona; ha dirigido, ha realizado escenografías, ha impartido clases, ha escrito teoría y se ha batido el cobre en la gestión cultural al frente de los Teatros del Círculo y de la AAT. Con tanta variedad en su biografía intelectual y creativa, no es fácil pensar en alguien mejor para preguntarle por un fenómeno como el de la autoficción. Charlamos con él sobre creación, memoria, juego dramático y perspectivas de futuro, en una conversación que las circunstancias han hecho que sea a distancia, pero que bien podría ser como cualquiera de las conversaciones que se pueden tener con él a la salida de un estreno, en un café o en algún rincón del último Salón del Libro Teatral. 

Interpretándose a sí mismo en Nacimiento, pasión y muerte de… por ejemplo: tú (Valencia, 1975)

Interpretándose a sí mismo en Nacimiento, pasión y muerte de… por ejemplo: tú (Valencia, 1975). 1

Ignacio Pajón. En narrativa se lleva hablando de «autoficción» desde finales de los años 70. Es un término que ha servido para el análisis de determinadas formas de relato y de condiciones de lectura. Pero en el contexto teatral la aparición de este neologismo es más reciente. ¿Cuál te parece que puede ser la causa?

Jesús Campos. Desde que Serge Duobrovsky bautizara sus novelas como autoficciones han sido muchas las «memorias» que se maquearon con este neologismo. Con tal de ser modernos nos apuntamos a un bombardeo. Aunque, en este caso, no deja de tener una cierta lógica, que siempre es más higiénico asearse la biografía con una pastilla de ficción, que no maquillarla con ungüentos ficticios; que, a la postre, ¿en qué «memorias» no se desliza alguna que otra mentirijilla ornamental?

Que en el teatro hayamos tardado más en autodefinirnos como practicantes de esta moda, digo yo que será por la propia naturaleza del género. Al contrario que en la poesía, donde prácticamente todo es «auto» (nada como la lírica para hablar de uno mismo), el teatro es enajenación de lo íntimo, desdoblamiento de la unidad; en el drama, el autor no habla en su nombre, sino que lo hace por boca de otros, artificio con el que fija su posición mediante la suma-resta de posiciones distintas y enfrentadas. La narrativa, en cambio, se mueve entre ambas opciones, dependiendo de la posición que adopte el narrador; pudiendo llegar a ser un género tan egocéntrico como el lírico cuando lo que se narra son «memorias». Y dejémoslo ahí como punto de partida.

Pero llegaron las fusiones; esa compulsión porque nada sea lo que es, para, de este modo, alcanzar una mayor eficacia (que eso será lo que pretendemos, aunque no siempre lo consigamos). De ahí que solo cuando surgieron las «narraturgias» como alternativas al drama fue cuando se abrió el resquicio por el que el autor-narrador, convertido en personaje, pasó a exponer a las claras su bagaje autobiográfico frente a unos replicantes instrumentales. Y esto con desigual fortuna, que he visto obras espléndidas y otras en las que el autor-actor-personaje más parece que estuviera participando en una terapia de grupo.

 I.P. ¿Quizá tiene que ver con el momento que vivimos, con el auge de la “posverdad”? ¿O en el fondo en el teatro ya nos habíamos “autofingido” desde siempre, pero no le habíamos puesto ese nombre?

J.C. La posverdad es un concepto que puede estar bien para políticos y publicistas, pero mal asunto si la incorporamos al ámbito de la comunicación creativa. Para mí, un creador es quien, incapaz de comunicar lo que más le importa mediante los lenguajes cotidianos porque su mal uso los ha desactivado, trata de hacerlo proponiendo nuevos signos, creando nuevos lenguajes. Y en ese proceso cabe el error, pero no la mentira. ¿Que hay quien miente? Por supuesto; pero esos no son creadores sino farsantes. Mentir, por muy vehementemente que se haga, solo aporta mentira, mientras que crear responde a la necesidad de aportar verdad.

Cuando antes hablaba de ungüentos ficticios me refería a esas versiones benevolentes con las que nos acicalamos, sin ser conscientes de que estamos dando por ciertas cosas que no lo son. Nada grave, que a fin de cuantas, gracias a nuestra capacidad de olvidar lo negativo y potenciar lo positivo se puede sobrevivir. Y yo a eso no le llamaría posverdad, sino lapsus ornamentales.

I.P. Y ese artificio del drama del desdoblamiento en varias voces, ¿no queda un poco en riesgo con la aparición de ese autor-narrador?

J.C. Es verdad que en algunos talleres, de tanto investigar, acabaron descubriendo la narración oral; pero eso no tiene por qué ser incompatible con que se siga haciendo teatro. Es más, el drama con sus conflictos, que hace solo unos años estuvo tan denostado, vuelve cada vez con más fuerza. A los nuevos autores, mejor formados que los de generaciones anteriores, yo los veo cada vez más aristotélicos. Aunque esto jamás se lo diría a la cara, no sea que piensen que les estoy llamando antiguos.

Pero volviendo a las autoficciones, ¿no sería más lógico que a las obras en las que no entra en juego el más mínimo artificio dramático las llamáramos memorias orales?

I.P. Desde luego, a mí que me llamen “aristotélico” me suena a elogio, pero ya sabes que yo tengo querencia a los griegos antiguos. A muchos de mi generación no sé yo cómo les sentaría. Tú como dramaturgo has sido prácticamente de todo: clásico, rompedor, experimental… Has jugado con casi cualquier recurso dramático que la escena te pudiera ofrecer. Y además, has sido un autor con mucha presencia en sus puestas en escena, añadiendo otras dimensiones como la de director, productor, escenógrafo… ¿No te has sentido tentado nunca de ponerte “autoficticio”?

J.C. Claro que sí, cada vez que pienso en que no debo hacer algo, enseguida me entran unas ganas irreprimibles de hacerlo. La narración oral nunca me interesó como género para expresarme, eso de salir y dar la charla siempre me pareció demasiado elemental para una mentalidad barroca como la mía, pero un monólogo con su conflicto interno, se podía intentar. Cuando tuve unos problemas de salud que se sobredimensionaron con un mal diagnóstico, sentí que ese era un buen tema para autoficcionarme de forma consciente y me puse a ello, aunque luego el intento quedó en nada. Lo mismo es que solo había impulso para una pieza breve. Puede que lo retome, pero de momento está en vía muerta.

I.P. Pero tú tienes obras que podrían considerarse autoficciones: Nacimiento, pasión y muerte de… por ejemplo: tú, sería una de ellas.

J.C. Ya, pero Nacimiento… se estrenó en 1975, cuando la autoficción aún no se había inventado (Duobrovsky acuñó el término en el 77). Y, aunque no siempre fue así, desde hace tiempo nuestras obras no son lo que son por lo que son, sino por lo que se dice que son. La taza del váter de Duchamp si no fuera por la literatura que la avala, en vez de una obra de arte sería un retrete. El mundo del arte está lleno de autoridades que, sin coger un pincel, solo escribiendo en los catálogos de las exposiciones, han sido capaces de cambiar el rumbo de la pintura. A estos creadores de valor añadido, en el medio rural se les llama vende-burras. Vender la moto, se denomina esta práctica en el medio urbano. Y yo bien podía haberme inventado un término para aquella cosa rara que había escrito, que ya me vale; pero ni se me ocurrió. Qué fallo. O no.

Nacimiento, pasión y muerte de… por ejemplo: tú, de Jesús Campos (Valencia, 1975)

Nacimiento, pasión y muerte de… por ejemplo: tú, de Jesús Campos (Valencia, 1975). 2

Nacimiento… es una sucesión de escenas heterogéneas y sin estructura argumental cuya conexión se establece mediante imágenes sonidos o conceptos, estableciendo de este modo un hilo conductor de carácter biográfico. Para mí era mi biografía, pero también la de los demás; de ahí que en el título incluyera el Tú. Un espectador, de los que antaño entraban a saludar, zanjó la cuestión de forma lapidaria: «Es la biografía de una generación», dijo. Y lo clavó. Él fue el primero que lo vio así, y yo me lo apropié, pero cuando escribía o dirigía la obra jamás se me ocurrió decir qué es lo que era. Salió así, igual que nacen los niños sin necesidad de que los padres los reflexionen cuando los engendran. Sin un protagonista único: en cada escena, como quien pasa el testigo, un actor distinto (hombre o mujer) encarnaba al protagonista colectivo. Éramos once, entre músicos e intérpretes (en la escena de la procesión a veces subían familiares y amigos). No, no era precisamente un pequeño formato. Es más, viajábamos con un trono de Semana Santa (Virgen bajo palio) tamaño natural (lo de ser barroco no se lo aconsejo a nadie). Nada que ver con lo que hoy se conoce como autoficción, en lo que a la producción se refiere, pero sí en lo que respecta al contenido vital de cada uno de los episodios. Huelga decir que yo era uno de los intérpretes, y que en alguna de las escenas (la del baile concretamente) me interpretaba a mí mismo.

Dicho lo cual, cuarenta y cinco años después, creo que hice bien en no pararme a pensar en qué es lo que era aquello. No quiero imaginar lo que hubiera pasado si empiezo bautizando el invento y acabo escribiendo una preceptiva. Establecer cómo deben ser las cosas obliga, a ti el primero, a actuar en consecuencia y acabas siendo el eco de ti mismo. Aburridísimo. Es mejor ir por libre y valerte de lo que necesites en cada momento.

Lo malo es que, actuando así, te vendes peor, porque la profesión, los medios, la universidad, el público incluso, te prefiere empaquetado en un estilo; por libre les das más trabajo; les resultas más incómodo: eres imprevisible. Aun así, prefiero ir a mi aire, es más divertido. Aunque me tachen de diletante. Creo que cada contenido requiere un tratamiento distinto: no soy una campana que tañe siempre igual, y según lo que digo, así lo digo.

Antes comentabas que había hecho de todo. Pues sí, casi de todo: sainete, danza, entremés, tragedia, auto sacramental, alta comedia, expresionismo, infantil, musical, neorrealismo, absurdo, policiaco y obras brechtianas, jardielescas o pirandellianas; y olvidaré algo, seguro. Eso sí, nada en estado puro; todo injertado, fusionado, contrapunteado y, en la mayoría de los casos (no siempre), transgrediendo el género.

I.P. Por lo que dices, parece que no hubieras practicado nunca la autoficción, o al menos no la citas entre tus muchas experiencias teatrales; y sin embargo, acabas de admitir el carácter autoficcional de Nacimiento…

J.C. Autoficción adrede, nunca. Solo en el intento fallido que antes te comenté. Ahora, hacerlo sin ser consciente de que lo hacía, supongo que siempre. Con distintos camuflajes o con los fingimientos de rigor, pero partiendo siempre de mi bagaje personal. La autoficción va implícita en todo lo que hacemos. Claro que, antes de sostener semejante afirmación, convendría aclararse sobre lo que es la autoficción, y me temo que ni lo tengo claro ni tengo especial interés en aclararme; si bien doy por hecho que habrá distintos niveles de implicación, distintas formas, y sobre eso sí podemos divagar.

Patético jinete del rock and roll, de Jesús Campos (T. Regio de Almansa, 2010)

Patético jinete del rock and roll, de Jesús Campos (T. Regio de Almansa, 2010). 3

Quienes practican la autoficción de forma militante, dicen que escriben desde el yo (pues claro, no van a escribir desde el tú) y si con eso basta, la autoficción estaría implícita en toda mi producción. Y para muestra, un botón. Patético jinete del rock and roll es, sin lugar a dudas, mi obra más personal. Tanto Anselmo (padre) como Federico (hijo) tienen mucho de mí. No diré en qué pasajes, porque es irrelevante, pero a ambos les presté entusiasmos, zozobras, socarronería, temores y obstinación. Incluso alguna peripecia con pelos y señales. Y es que no hay otra: la materia prima de nuestras obras son las vivencias y la observación. También la invención, aunque lo que inventamos es solo el envoltorio; el contenido, de un modo u otro, siempre es memoria. Pues bien, siendo todo tan mío, no me reconozco en ninguno de ellos. Paradoja que se da como consecuencia de haber sometido la memoria a un proceso de transformación: el reciclaje de la realidad.

Ahora, si la ortodoxia autoficcional exige la presencia del autor en escena, en El no lugar tenemos otro tipo de escarceo con la autoficción (inconsciente siempre). Ahí es que entro con nombre y apellidos y me pongo a discutir con Marc Auge. Una ingeniosidad que tampoco es nueva. Alfonso Sastre también frecuentaba La taberna fantástica. Y es que el invento viene de antiguo: Cervantes nos relata, autoficcionándose, su aventura en Argel. Se ve que lo que más nos gusta es descubrir el Mediterráneo. Por cierto, por más que me esforcé en ser el otro, es más que probable que el Marc Augè al que me enfrento tenga más de mí que de Marc Augè.

Y tengo otra obra que siempre olvido (como esta inédita y ya la di por perdida, nunca la tengo en mente), que también podría considerarse autoficción. Si es que la autoficción escénica consiste en representar una historia que has vivido personalmente; que a saber. En Rallye internacional fue lo que hice, pues los hechos que dramatizo se corresponden con los hechos vividos. Y digo se corresponden y no reproducen, porque la necesidad de hacerlos verosímiles me forzó a transmutarlo todo.

Verás: en 1972 (antes también de que se inventara el neologismo) tuve la oportunidad de correr como copiloto en el Rallye de Montecarlo. O mejor, tuve la oportunidad de jugarme la vida (porque te la juegas) junto a pilotos de distintos países del primer mundo que competían por alcanzar una meta cuya significación suntuaria y decadente, hacía aún más estúpida la aventura. El valor metafórico de los hechos era tan evidente que enseguida tuve claro que la realidad era la obra, que no hacía falta más, y que solo había que escribirla. Por si esto fuera poco, ya de regreso a casa, estuvimos a punto de estrellarnos contra un tráiler cuando circulábamos a 220 Km/h por los llanos de Zaragoza: la realidad me ponía en bandeja el final.

“Signos, que no palabras”, conferencia dramatizada de Jesús Campos en el Congreso El Teatro Español ante el siglo XXI (Teatro Calderón de Valladolid, 2001).

“Signos, que no palabras”, conferencia dramatizada de Jesús Campos en el Congreso El Teatro Español ante el siglo XXI (Teatro Calderón de Valladolid, 2001).

Está hecho, me dije; y sin embargo, al ponerme a escribir, siendo todo tan cierto, todo resultaba falso. Tuve que inventarme anécdotas y situaciones equivalentes, para que fueran verosímiles, y en consecuencia eficaces. Lo curioso es que cuando, años más tarde, volvía a encontrarme con mis compañeros de aventura (que ya conocían el libreto), estos comentaban conmigo nuestra experiencia común, no como la habíamos vivido sino como yo la había escrito. Las faenas que puede hacerte la memoria. Es más, a día de hoy, creo que ni yo sabría decir qué fue lo que pasó ni qué lo que inventé. Como para fiarse de las autoficciones.

En cambio con el juego dramático, como no se trata de ser fiel a nada, puedes entregarte mucho mejor, sobre todo en lo íntimo. Claro que para dramatizar tienes que tener la capacidad de desdoblarte y ser todos los personajes que hay en ti: tanto héroes como villanos. Y es duro de asumir, pero es muy higiénico. En Es mentira, soy la represora y la reprimida, por más que jamás fusilé a nadie ni jamás me fusilaron. La historia, pese a su irrealidad aparente, se genera a partir de unos hechos reales que conocí de primera mano, aunque no los viví en primera persona, pero la carga emocional con que se enfrentan se aporta desde el yo, desde mis vivencias de aquellos años en los que aún se fusilaba en España. No sé, pero después de contarte mis batallitas autorales, tiendo a pensar que hay tantas autoficciones como ficciones hay.

Jesús Campos de copiloto en el Rallye de Monte Carlo 1972.

Jesús Campos de copiloto en el Rallye de Monte Carlo 1972. 4

I.P. Comparto esa opinión. Pero, como sabes, desde que empezó a circular el neologismo hay un debate entre partidarios y contrarios a la autoficción. Y me pregunto, ¿Si tuvieras que posicionarte, como lo harías?

J.C. Pues ni a favor ni en contra. En el «ecosistema teatral» es bueno que haya de todo un poco; lo que no significa que todo me tenga que interesar por igual. La cuestión no puede ser autoficción sí o autoficción no, sino qué obras te tocan y qué obras te resbalan. Conozco obras que se presentan como autoficciones que me parecen tan válidas como la mejor de las dramatizaciones. Otras, en cambio, me interesan menos: cuando el autor-personaje adopta la actitud del telepredicador y te da la charla con obviedades progresistas junto a una retahíla de improperios, qué quieres que te diga. Pero el problema no es que estén escritas desde el Yo, sino que lo que dice ese Yo no me interesa demasiado. Aun así, hay que reconocer que satisfacen una demanda, porque a los políticos les gusta subvencionar obras en las que se les insulte para poder presumir de demócratas. Es la ventaja de los «ecosistemas»: lo que no vale para una cosa vale para otra.

I.P. Volviendo a tu producción, en la mayoría de tus obras hay una gran presencia de la sociedad contemporánea, aunque esté transformada, a veces hasta lo irreconocible. Has mencionado Patético jinete del rock and roll, pero pienso también en A ciegas, … y la casa crecía, En un nicho amueblado o 7000 gallinas y un camello. Todas obras que juegan con espacios fantásticos o con ambientes extraordinarios, pero que al tiempo resultan cotidianas y familiares para el espectador. ¿En cuál de ellas crees que tiene más presencia la realidad contemporánea?

J.C. La realidad contemporánea (nuestra realidad) es el tablero en el que jugamos la partida. Como en el tenis de mesa (ping pong se le llamó siempre), cada jugador crea  su propio juego, pero necesariamente todos han de jugarlo en el mismo tablero, con la misma pelota y superando la misma red. Lo que, trasladado al ámbito de la comunicación, equivale a que cada individuo (ya sea creador o espectador), puede tener su propia visión del mundo, pero el mundo del que se tienen distintas visiones es siempre el mismo.

Partiendo de esta premisa, entenderás que me es imposible establecer en cuál de mis obras está más presente la realidad, pues mi propósito, cada vez que abordo un nuevo proyecto es partir de la realidad; tal como la percibo, claro. Que el juego que propongo en cada caso la enmascare o la muestre con distintas veladuras, es ya otra cuestión. Como en un baile de máscaras, nos camuflamos tras nuestros disfraces para propiciar comunicaciones que no se producirían a cara descubierta.

Es mentira, de Jesús Campos (Teatro Lavapiés, 1980).

Es mentira, de Jesús Campos (Teatro Lavapiés, 1980).

Para mí el teatro es mi patio de juego. Por eso cada vez que abordo una nueva obra lo hago como si saliera a jugar con mis vecinos. Los imagino reunidos y me río o me emociono con ellos, recurriendo a los enfrentamientos, a los equívocos o a las ambigüedades que el juego propicia. No hay estrategia previa, ni resultado previsto; quien determina los cauces por los que ha de discurrir el juego es la realidad que todos compartimos. Si el juego nos lleva a lugares distintos de aquellos a los que nos conduce la cotidianidad, qué más se puede pedir.

I.P. Los juegos, que son la frontera entre lo real y lo escénico, también han tenido una presencia importante en tu trabajo. Convertir el María Guerrero en una gigantesca granja de gallinas vivas fue un recurso que dio muchísimo que hablar. Y fue algo más que una escenografía en movimiento. Imagino sonidos, olores, plumas en suspensión en el aire… Y dejar a oscuras la escena durante toda una obra también forzó al público a entrar en contacto con la representación de un modo distinto. ¿Qué clase de efecto buscas producir en el espectador, que te lleva a convertir la realidad en atrezzo

… y la casa crecía, de Jesús Campos (T. María Guerrero, 2016).

… y la casa crecía, de Jesús Campos (T. María Guerrero, 2016). 5

J.C. El teatro es un todo en el que todo tiene significación. Y lo mismo que cuando escribimos utilizamos todas las categorías morfológicas (nadie se limitaría al empleo de verbos, sustantivos y adjetivos, prescindiendo de artículos, preposiciones o conjunciones), en el discurso escénico tan importantes son los signos verbales como lo no verbales.

Bien es cierto que, en la mayor parte de las puestas en escena que conocemos, los signos no verbales suelen ser aportaciones ajenas a la autoría que se incorporan con posterioridad a la escritura del texto. Pero en mi caso (también en el de otros, Beckett sería un referente de autoridad) los signos no verbales son parte esencial de mis obras. El hecho de haber asumido el diseño de sus escenografías y su dirección escénica propició que armara su discurso escénico no solo con palabras sino también con imágenes, con sonidos y en ocasiones con olores. En mi teatro los signos no verbales son tan fundamentales que no sería posible prescindir de algunos de ellos sin alterar la significación de la obra, tanto o más que si se prescindiera de según qué párrafos.

Es mentira no tendría sentido sin la cueva y las ratas gigantes. El contrapunto de los elementos suntuarios con las gallinas enjauladas es imprescindible en 7000 gallinas y un camello. La sangre en escena antes de que se produzcan los asesinatos, es un elemento necesario para establecer el carácter cíclico de Triple salto mortal con pirueta. La itinerancia de los espectadores conducidos por las parcas refuerza el carácter casual y aleatorio de la muerte en Danza de ausencias. En Entrando en calor, la estrategia comunicativa se basa precisamente en la incoherencia que se produce entre lo que se dice y lo que se ve. El hombre embarazado que resulta ser Dios Padre dando a luz al mundo sería un mal chascarrillo si no se produjera en la oscuridad más absoluta de A ciegas.

Triple salto mortal con pirueta, de Jesús Campos (Sala Fernando de Rojas del Círculo de Bellas Artes, Madrid, 1998).

Triple salto mortal con pirueta, de Jesús Campos (Sala Fernando de Rojas del Círculo de Bellas Artes, Madrid, 1998). 6

Y habrá alguna más de este tipo. Lo que no significa que no tenga otras obras en las que las escenografías no son dramáticas sino ilustrativas o funcionales. Y es que potenciar los signos no verbales nunca ha sido un precepto para mí, sino un recurso que utilizo cuando lo necesito, pues lo mismo que suelo ignorar el dictado de la moda, tampoco quisiera acabar siendo esclavo de mi propia preceptiva.

I.P. Como gestor cultural y defensor del colectivo de autores de teatro has tenido un recorrido casi tan largo y tan intenso como el de autor. Desde los años al frente de los Teatros del Círculo de Bellas Artes hasta las décadas como presidente de la AAT. Después de tanto tiempo luchando por la recuperación de la presencia del autor ante la sociedad, ¿cómo la ves en este momento?

J.C. Insuficiente. Pero si la comparamos con la ausencia sufrida en décadas pasadas es evidente que la situación ha mejorado, aunque diste mucho de lo que debería ser la normalidad. Como si de territorios se tratara y considerando su conquista como una empresa colectiva, excepciones aparte, primero se ocuparon los espacios alternativos, después los pequeños formatos institucionales, y actualmente se avanza, aunque muy lentamente, en los teatros privados y en los grandes formatos institucionales.

Nuestro objetivo podría tener como referente los teatros de Londres, donde los autores ingleses estrenan con regularidad. Hace un siglo, tanto en Madrid como en Londres, la autoría autóctona tenía una presencia equivalente. ¿Por qué ahora no? Pues porque aquí se asesinaron autores, se les forzó al destierro, se nos censuró durante cuarenta años y, ya en democracia,  una serie de intereses oscuros nos siguió marginando mediante el negacionismo y el ninguneo. Con semejante trayectoria, conseguir que la autoría española tenga en España la misma presencia que tiene en Inglaterra la autoría inglesa, está siendo un empeño difícil de alcanzar; pero en eso estamos y, antes pronto que tarde, se conseguirá.

7.000 gallinas y un camello, de Jesús Campos. (T. María Guerrero, 1976).

7.000 gallinas y un camello, de Jesús Campos. (T. María Guerrero, 1976). 7

I.P. ¿Crees que la autoficción puede jugar algún papel en las reivindicaciones del colectivo de autores?

J.C. No especialmente. La autoficción es un recurso más que habrá que tener en cuenta, pero no es un valor en sí. Bien es cierto que, hasta la fecha, parece acomodarse en el pequeño formato, y esto propicia la viabilidad de un mayor número de proyectos. Pero no nos engañemos: si esta simbiosis da lugar a que se produzcan más estrenos, será porque son de pequeño formato, no porque sean de autoficciones.

Y con esto no quisiera dar por sentado que la autoficción tenga que quedar constreñida al ámbito del pequeño formato. ¿Por qué no grandes montajes? En cualquier caso, la cuestión no será nunca el tamaño, sino la capacidad de esas autoficciones para conmovernos (divirtiéndonos, emocionándonos o haciéndonos pensar), porque de no ser así, estaríamos ante una pedantería más.

I.P. Dentro de la lucha que nos atañe a todos los que escribimos teatro, ¿qué batallas crees que nos quedan por librar? ¿Y podemos tener esperanzas de ganarlas?

J.C. Esperanza, siempre. Y diría más: la certeza. El gran objetivo, nuestro gran objetivo debería ser comunicar, y comunicar en lo profundo. ¿Qué podemos hacer para conseguirlo? Conocer el oficio y ejercerlo sin trampa ni cartón, honradamente. Solo así conectaremos con la sociedad. Tenemos que lograr que la sociedad se vea reflejada en su teatro. Que se sienta expresada. Tenemos que conseguir que el teatro, su teatro, vuelva a formar parte de su identidad. Si se logra reestablecer esa conexión, habremos cerrado al fin el paréntesis maldito que se abrió en el 36.

 

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