N.º 53La autoficción teatral

 

Cuaderno de bitácora

Los Gondra y Los otros GondraLos Gondra
(una historia vasca)

y Los otros Gondra
(relato vasco)

Borja Ortiz de Gondra

 

Desentrañar las razones que me llevaron a escribir sobre el universo de los Gondra es tarea tan imposible para mí como explicar los misteriosos caminos de la creación. Solo puedo decir que no hubo un momento de epifanía en que decidiera ponerme a trabajar sobre mi familia, ni mucho menos un día inspirado en el que resolviese “a partir de hoy, hago autoficción”. De hecho, descubrí la reflexión teórica sobre las estrategias autoficcionales en el teatro escrita por Sergio Blanco (Autoficción: una ingeniería del yo), que me resultó capital para entender mi propio trabajo, cuando ya había estrenado Los Gondra (una historia vasca). Sin embargo, siento que llevaba intentando abordar ese mundo desde que pergeñé la primera línea para el teatro, hace casi ya treinta años. Durante toda mi carrera, acontecimientos e historias que figuran en Los Gondra (una historia vasca) y Los otros Gondra (relato vasco) han aparecido, transmutados, disfrazados o modificados, en otros textos, ya fueran de tema vasco o no; pueden rastrearse en Del otro lado, Mane, Thecel, Phares o Memento mori. Quienes hayan leído esas otras obras, comprenderán al acercarse al universo de los Gondra de dónde vienen muchas de las obsesiones y temas recurrentes de mi teatro.

Los Gondra, 2017. CDN

Los Gondra: una historia vasca, 2017. 1

Ahora bien, dicho esto, soy consciente de que solo fui capaz de bucear en el árbol familiar para dilucidar quién soy y por qué motivo la violencia, el perdón y la culpa atraviesan siempre mi escritura y de atreverme a presentar ese viaje en primera persona cuando cumplí cincuenta años, en 2015, y comencé a mirar hacia el futuro pensando “a partir de ahora, las oportunidades están contadas, no tienes tiempo para escribir nada que no te queme en las manos”. Añádase el hecho de que en 2011 se había producido el anuncio del cese definitivo de la lucha armada por parte de ETA y con la perspectiva que empezaba a dar el tiempo, parecía que esta vez sí iba en serio y en la sociedad vasca iba calando la idea de que por fin se pasaba la página del terrorismo.

Las heridas que nos causan nuestras familias nunca curan y se arrastran a lo largo de la vida. Aprender a habitarlas es parte de la madurez. Para un escritor, ese dolor por el daño que nos hicimos es un filón inagotable y ahora, con la perspectiva de haber escrito ya dos obras sobre los Gondra, empiezo a comprender que, de manera intuitiva, me zambullí en él a fin de entender por qué tuve que irme muy lejos del País Vasco y de mi familia para poder ser quien era y sin embargo, no puedo romper el vínculo que me ata a esa tierra, la conciencia de que por más que me aleje, un día volveré para ser enterrado allí. En ese viaje a la semilla, lo que he ido descubriendo es que no fui el único al que le ocurrió eso, y remontar el árbol familiar hasta el siglo XIX me ha hecho comprender que los hijos seguimos arrastrando las cuentas pendientes de nuestros padres y abuelos, las preguntas nunca contestadas. El teatro es un buen lugar para hacérnoslas en voz alta.

Hacia el final de la trilogía de La Orestía de Esquilo,  cuando el tribunal de los dioses interviene para detener el violento castigo que las furiosas Erinias quieren imponer a Orestes y que perpetuaría el ciclo interminable de la venganza, en el que la sangre responde a la sangre y el asesinato al asesinato, hay una frase enigmática con la que la diosa Atenea trata de convencerlas de que se conviertan en las benévolas Euménides y ejerzan la piedad y el perdón, aun a costa de dejar una parte de la ofensa sin castigo: “¿No es cierto que habéis hallado / la ruta de la lengua bienhechora? / De esos horribles rostros / veo surgir para este pueblo, espléndido / provecho” (Esquilo 2007: 435). Esas palabras enigmáticas me habían acompañado mucho tiempo: en una tierra como el País Vasco, atravesada por el silencio de unos y el ruido ensordecedor de otros durante tantos años de violencia, me solía preguntar: ¿cuál sería la “lengua bienhechora” que nos permitiera encontrar el camino hacia el otro? ¿Qué palabras podríamos decirnos y en qué lengua, cuando durante tanto tiempo escoger uno de los dos idiomas en la conversación cotidiana había sido un arma arrojadiza para dinamitar la comunicación?

Todas esas inquietudes están en el germen de la primera obra, Los Gondra (una historia vasca). Seguramente era un texto que llevaba gestándose años sin yo saberlo, cada vez que en nuevo funeral (las únicas ocasiones en que regresaba a la tierra de donde había salido y a esa tumba de los Gondra que me sigue esperando junto al mar) se me planteaba un enigma que quedaba sin resolver en el tortuoso árbol familiar. Supe así en una ocasión que en los años 80 había habido unas cartas provenientes del otro lado de la frontera de las que nadie me quería hablar (y menos aún, decir si tuvieron respuesta); en otro velatorio me enteré de que no era una casualidad que faltasen fotografías en un álbum de fotos de los años 40, aunque nadie quiso aclararme el motivo; un tía abuela centenaria me insinuó una vez que todo provenía “de lo que pasó en el siglo XIX , después de la guerra carlista, cuando don Alberto Gondra tuvo que emigrar a Cuba porque nadie se lo perdonó”. Así fui descubriendo que los ciclos de la violencia se perpetuaban, porque cada episodio familiar trágico remitía a unas causas que estaban en la generación anterior, unos cuarenta años antes. Me di cuenta de que siempre había dos parientes Gondra enfrentados que terminaban por aniquilar el uno al otro; después no había perdón, sino un olvido y un silencio interesados y al cabo del tiempo volvía a surgir la venganza. Y quién hablaba castellano y quién euskera trazaba unas fronteras infranqueables.

Los Gondra, 2017. CDN

Los Gondra: una historia vasca, 2017. 2

De todos estos materiales previos surgió la primera intuición de escribir una trilogía en la que explorase tres tiempos en la saga de los Gondra, tiempos que han sido también capitales en la historia del País Vasco: finales del siglo XIX, la década de 1940 y la década de 1980. Un elemento permanente vertebraría las tres obras: un inmenso armario de caoba que según la leyenda familiar estuvo en la mansión que había tenido don Alberto Gondra en La Habana hasta que hubo de malvenderla en 1898 y regresar precipitadamente a la tierra natal de la que había huido; ese armario era lo único que se había conservado en la casa de mis abuelos de aquel antiguo esplendor y en él había jugado yo de niño con mis primos, tratando de rebuscar entre sus escondrijos alguna bala que según decían, había escondido el abuelo durante la guerra civil con todas sus pistolas; pero ese armario también había ocultado las cartas sin remite que empezaron a llegar en torno a 1983.

Empecé así a escribir la primera obra, ambientada precisamente en la década de 1980, porque me era la más asequible: los acontecimientos que narraba los había vivido en mi propia carne. Apenas empezada la redacción, apareció un personaje que era yo de joven y escribirlo resultaba especialmente difícil. En cuanto trataba de ser estrictamente fiel a mi modo real de hablar, sonaba impostado. En cambio, cuando me tomaba libertades y lo trataba como a cualquier otro personaje, resultaba más creíble. Poco a poco, comencé a intuir que si no quería caer en el diario íntimo (que no tendría ningún interés en escena), la única solución era que la ficción colonizase mi discurso: no ser realista, sino verosímil.

En la misma época en la que comenzaba los primeros esbozos, el director del Centro Dramático Nacional, Ernesto Caballero, se interesó por lo que estaba haciendo. Después de algunas conversaciones, me ofreció producir solo una de las tres obras, con un reparto limitado a diez actores, que deberían ser obligatoriamente cinco hombres y cinco mujeres. Estos condicionantes de producción fueron decisivos a la hora de seguir con el proyecto. Yo me había imaginado siempre tres obras conectadas entre sí por personajes que en cada una de ellas serían los descendientes de los de la anterior, ¿cómo escoger cual de ellas escribiría para aprovechar la oportunidad de tener una buena producción en un teatro público?

Tras muchos quebraderos de cabeza, terminó por abrirse paso una decisión radical que terminó por configurar todo el proyecto: “Los Gondra” no podía ser una trilogía de obras completas y perfectas en sí mismas, sino un viaje a la semilla que mi yo ficcionalizado realizaba hacia atrás en el pasado, tratando de entender de dónde venía; un viaje sembrado de zonas oscuras y misterios que no lograba esclarecer, hasta imaginar (porque nunca pudo probarlo) cuál era el pecado original cometido en el siglo XIX del que se derivaban todos los odios fraternales que se habían ido perpetuando a lo largo de cien años. Ese viaje debía ser tan tortuoso y dejar tantos cabos sueltos para el espectador como los había tenido para mí: lo que había de compartir era la búsqueda de esa identidad contradictoria, huidiza, inaprensible; debía tratar de olvidar el fresco histórico para concentrarme en la pequeña historia de la familia, que tal vez dejase translucir la Historia con mayúsculas, pero tal vez no. En la escritura de ese viaje terminó por aparecer un diálogo extraño e imposible con mi yo joven, que no era exactamente el yo de mi diario íntimo, sino un personaje a medio camino entre la ficcionalización y la confesión.

Según avanzaba la escritura del texto, fui despojándome cada vez más de la máscara de la ficción y adentrándome en la verdad autoficcional. Me iba ganando la convicción de que en un texto que metía tanto el dedo en la llaga y sacaba a la luz las miserias de todos, no podía quedarme al margen. Antes de acusar a nadie, era necesario que yo mismo confesara que también lo había hecho mal, que yo también era culpable del daño causado. A partir de esa confesión inicial, me parecía que era posible emprender el camino de la expiación colectiva. Pero abrir ese dolor privado y mostrarlo en público sin tapujos exigía quitar cada vez más capas de protección hasta compartir la desnudez; así surgió la idea de titular la obra con el apellido real de mi familia y mostrar en el propio texto la imposibilidad de su escritura (pues la obra no deja de ser el relato de cómo ante la imposibilidad de escribir “Los Gondra”, termino viéndome obligado a contar la historia paralela de “Los Arsuaga”). Cuando le puse el punto final, solo quedaba una última veladura: el personaje que llevaba mi nombre real estaba pensado para ser hecho por un actor, no por mí. Pero la primera decisión que tomó el director, Josep María Mestres, fue pedirme que lo encarnara yo. Era una propuesta que me daba vértigo, aunque inmediatamente entendí su coherencia: si había decidido desnudarme en público, era necesario ese último gesto. Mi miedo al comenzar los ensayos no era a “actuar mal” técnicamente (puesto que a mí me pedían “verdad”, no “interpretación”), sino que ese gesto se entendiera como un exhibicionismo narcisista e innecesario. Sin embargo, quienes venían a ver el espectáculo entendían perfectamente la necesidad de ese plus de realidad que colocaba al espectador (y a mí mismo) en un lugar nada cómodo: el de una confesión expiatoria en voz alta, en diálogo contradictorio con una ficción en devenir. Esto, que yo había sentido de manera puramente intuitiva, pude comprenderlo racionalmente gracias al magnífico ensayo de Sergio Blanco, en el capítulo que dedica a la expiación como una de las funciones de la autoficción teatral (Blanco, 2018: 99-100).

Los Gondra (una historia vasca) era el tercer espectáculo que hacía con Josep María Mestres y confiaba plenamente en él. No hubiera podido poner ese material tan delicado en manos de otro director: atento, sincero, pero también exigente e iconoclasta. Entre nosotros, hay un pacto no escrito: la última palabra sobre el texto siempre la tengo yo, pero la última palabra sobre el espectáculo es suya. Por ello, yo me acomodé a los múltiples cambios en el texto que exigía un montaje muy complejo; algunos quedaron definitivamente en la versión publicada y otros no. Por poner un ejemplo radical: en la versión representada, se suprimió por completo la escena 3 del acto II, que puede leerse en el libro. Otras escenas las reescribí en función de necesidades técnicas; muchas didascalias o indicaciones de espacio escénico tampoco fueron respetadas. Para mí, eso no es ningún problema (siempre que sea pactado con el director, y no un capricho), porque entiendo que el texto destinado a la publicación tiene que ofrecer una serie de indicios al lector que le orienten en una puesta en escena ideal, pero el texto que sustenta el espectáculo debe dejar que vuele la imaginación del director en su puesta en escena.

Para que hubiera verdad en el mundo vasco presentado en el escenario y huyéramos del exotismo de postal, también era decisivo para mí contar con creadores que conociesen perfectamente la tradición pero fueran capaces de traducirla a un lenguaje contemporáneo. La colaboración con el coreógrafo Jon Maya Sein, de Kukai Dantza, y el compositor Iñaki Salvador, que trabajan precisamente en esos parámetros, fue decisiva. También aportaron autenticidad al proceso el trabajo con el lingüista Karlos Cid Abasolo, que me ayudó a reconstruir el euskera dialectal vizcaíno anterior al batúa que se mezcla con el castellano en múltiples escenas, y las aportaciones de los actores vascos del reparto (Cecilia Solaguren, Iker Lastra) que recuperaron canciones antiguas entre sus familiares. Pero todo ese universo tradicional necesitaba pasar por el filtro de alguien que, ajeno a esa realidad, pudiera mirarla al mismo tiempo con respeto y con distancia, encontrando la universalidad de lo muy local. Esa mirada la aportó Josep María Mestres, que es catalán; antes de comenzar el montaje, recorrí con él el País Vasco para que se empapara de nuestras tradiciones y luego las pudiera destilar con un estilo contemporáneo que a él le era posible precisamente porque le eran ajenas y no estaba contaminado por la cercanía que impide la perspectiva.

Soy muy reacio a ponerle etiquetas a lo que hago. Entiendo que esta primera obra sobre los Gondra permite una lectura claramente política, pero yo siempre he insistido en que el subtítulo que escogí es “una historia vasca” (con minúscula) y no “Historia vasca” (con mayúscula). Lo que traté de rescatar fue la historia de mi propia familia, con sus luces y sus sombras, y de ofrecerla para que, junto con las historias de muchas otras familias que están poblando ahora mismo la ficción en el País Vasco, pudiera contribuir al mosaico del relato plural y contradictorio que necesitamos hacernos los vascos para entender quiénes hemos sido y quiénes somos hoy. En la revista Primer Acto, con la que colaboro habitualmente, he escrito en varias ocasiones sobre mi relación ambivalente y compleja con el concepto de la “memoria histórica” y me gustaría que mi gesto al escribir sobre los Gondra se entendiera como una aportación al relato desde la perplejidad, la duda y la zozobra del diario entreverado con la ficción, y no como un intento de dar una respuesta política al caos de nuestra Historia.

Toda la obra está recorrida por una tensión que se repite de padres a hijos: el clan de los Gondra es un universo cerrado que ofrece protección e identidad a quienes están dispuestos a seguir las reglas inmutables del grupo, pero quien pretenda seguir su propio camino y no se doblegue a ellas es arrojado a las tinieblas exteriores. Los Gondra “heterodoxos” (que terminarán por convertirse en los “otros Gondra” en la segunda obra) sufren la contradicción de no poder vivir conforme a las reglas de la familia pero no ser tampoco capaces de hacer su vida fuera de ella. Esa exigencia de adhesión inquebrantable al grupo y sus leyes, ese no reconocer la diferencia y la heterodoxia, es lo que termina invariablemente por provocar el conflicto y el exilio. El hecho de que sea siempre “el hermano quien se alce contra el hermano” por la herencia del padre es lo que hace aún más trágico el conflicto social: aquí no luchan contra un enemigo exterior, sino que la casa “está dividida contra sí misma” y ese pecado original es la raíz de un odio que nunca termina, porque va dirigido contra quien podría ser mi propio espejo.

La tensión entre la justicia y la venganza era también un tema que subyacía en toda la obra. Y en la intersección entre ambas se encuentra el perdón. ¿Cuál es el castigo exacto que redime al victimario sin humillarlo, reconociéndole su humanidad a pesar del acto atroz que cometió, y al mismo tiempo ofrece reparación a la víctima por una pérdida que es irreparable? Desde La Orestía de Esquilo sabemos que una cierta medida de perdón es necesaria: si el ofensor recibe exactamente el mismo tratamiento que infligió, habrá venganza, pero no justicia, y la cadena del odio se perpetuará. Esto exige generosidad en la víctima, que habrá de aceptar que el perdón que rompe la cadena implicará dejar una parte de la ofensa sin castigo. Y en ese lugar de la tragedia griega yo intuía que se podría situar el perdón, despojado de las connotaciones que le ha ido asociando el cristianismo: el perdón como un olvido voluntario no por una bondad moral, sino como una necesidad social. Pero llegar a ese olvido voluntario es un camino lleno de dificultades, y en esa tensión es donde aparece el terreno fértil del teatro: ¿es posible? ¿es deseable? ¿es humano? Otras tantas preguntas que a mí me seguían interpelando cuando todavía estábamos representando Los Gondra (una historia vasca) porque sentía que no las había explorado por completo. Ese fue el magma intelectual en el que fue naciendo la sensación de que había una nueva obra que iba pidiéndome ser escrita.

Pero hubo muchos más factores que terminaron por empujarme a la escritura de Los otros Gondra (relato vasco), que no es una segunda parte, sino un regreso a algunos temas y algunos personajes de la anterior, y que transcurre muchos años después. La primera obra terminaba con un interrogante que me atormentó durante semanas: ¿debía ser “¿podremos perdonar ahora?” o más bien “¿podremos olvidar ahora?”? Finalmente opté por el segundo, pero en cada una de las funciones, cuando la actriz Pepa Pedroche me formulaba esa pregunta en escena, yo sentía que ahí estaba el germen de una nueva obra, un texto que comenzase exactamente en ese punto para tratar de encontrar una respuesta. Así como ese primer espectáculo recorría cien años de historia para entender cómo habíamos llegado hasta aquí, el nuevo proyecto debería imaginar qué ocurriría después entre esos personajes que por fin se miran a los ojos, vislumbrar el futuro de los dos excluidos de la familia. Esos dos primos lejanos, perdidos a día de hoy en un frontón, incapaces de encontrar las palabras que necesitarían para cerrar la herida, incendiaban mi imaginación.

Los otros Gondra.

Los otros Gondra: relato vasco. 3

Además, en el momento de las representaciones de Los Gondra (una historia vasca) (enero y febrero de 2017), en el mundo vasco arreciaba lo que se ha venido a denominar “la batalla del relato”, es decir, la pretensión de fijar una manera unívoca de entender los años de la violencia terrorista, la mayoría de las veces con una voluntad excluyente. Como creador, yo pensaba que si era el momento de que la ficción se interrogase sobre quiénes éramos hoy, resultaba fundamental que el imaginario colectivo se poblase de ficciones que respondieran a una pluralidad de voces; así, tal vez la mentira de la ficción nos ayudara a digerir la verdad de la vida. De ahí vino la idea del subtítulo: “relato vasco”, de nuevo en minúsculas para indicar que es uno más de los muchos posibles.

En Los Gondra (una historia vasca), parecía que el odio se va transmitiendo de padres a hijos, transmutándose, pasando desapercibido durante un tiempo para volver a resurgir violentamente… y entremedias, la vida sigue y se baila en romerías y bodas… y luego en el frontón se apuesta, se ganan y se pierden fortunas … y la vida continúa. ¿No cambia nunca nada? ¿Estamos condenados a ese eterno retorno y la situación de 2017 era solo un espejismo temporal de paz? ¿O era la oportunidad definitiva para romper la cadena? Esas eran las preguntas que no quedaban respondidas en ese final y para las que obviamente yo no tenía contestación. Solo tenía media cesta de pelota vasca, rota y ensangrentada, que había heredado de mi parte de la familia, y el ofrecimiento por mi prima de la otra mitad. Esa cesta que se remontaba al origen de la tragedia familiar, pues la llevaba en 1874 el hermano muerto por su propio hermano, se partió finalmente en 1940 y desde entonces cada mitad permanecía en ramas enfrentadas de la familia. ¿Había llegado por fin el tiempo de unir ambas mitades y que la nueva generación pudiera jugar con ella tranquilamente en el frontón? ¿O era el tiempo de arrojar ambas mitades al mar y olvidarse definitivamente de su existencia?

Empecé a escribir algunos esbozos de escenas sabiendo que esta obra tendría que girar en torno al perdón, o más bien, a la posibilidad del perdón: quién debe pedirlo y quién puede otorgarlo; cómo se llega a él; qué precio se ha de pagar para que sea posible concederlo; cómo mirarnos a los ojos para reconocer la humanidad del otro. Y el perdón, aunque nos sea terriblemente doloroso reconocerlo, conlleva una cierta medida de olvido. Si no, la sangre no se seca nunca y los agravios seguirán perpetuándose. David Rieff, en Contra la memoria, un ensayo que me resultó revelador, decía que todo debe llegar a su fin, incluso las penas del duelo, para que la memoria no siga envenenándonos el presente. Las preguntas esenciales entonces eran: ¿cuándo y cómo debe llegar ese fin?

De nuevo, una oferta de producción empujó la escritura de la obra en un determinado sentido. Carme Portaceli, que acababa de hacerse cargo de la dirección del Teatro Español de Madrid, me ofreció producir esa segunda obra sobre los Gondra, pero con un reparto reducido a seis actores. Esa concentración me exigió acotar muchísimo más al núcleo de la familia íntima cuales habían sido las consecuencias de todos aquellos años de odios y culpas.

Por otra parte, comprendí muy pronto que no podía seguir con el artificio que había encontrado en la anterior para hablar oblicuamente de mi familia. Si en aquella, ante la prohibición familiar de escribir la saga de los Gondra terminaba por contar la historia de una familia paralela, los Arsuaga, en esta no podía haber ese juego; a día de hoy, había que dar un paso más y confesar que algunas de aquellas cosas ocurrieron. Pero se me planteaba un dilema moral: ¿qué derecho tenía yo a convertir en materia de teatro el dolor privado de otras personas a las que ni siquiera había pedido permiso? Escribí una primera escena que giraba precisamente en torno a ese problema, en la que mi madre me reprochaba que hiciera teatro con su vida, y poco a poco, intuitivamente, fue apareciendo la estructura que vertebraría la segunda obra: el intento siempre frustrado por mi parte de encontrar la verdad de lo que ocurrió en el frontón entre mi hermano y mi prima, y la mezcla de lo que averiguo con lo que imagino. Así, el espectador asiste al intento imposible de un escritor (que podría ser yo mismo o no) por ficcionalizar algo de lo que no sabe realmente mucho; ese espectador debe preguntarse en cada momento si lo que está viendo es lo que ocurrió, lo que el autor imagina que pudo ocurrir, lo que cada personaje recuerda que ocurrió o lo que nos hubiera gustado que ocurriera y no fue.

Mientras escribía, yo tenía siempre presente una cita de Sophie Calle que Sergio Blanco inscribe al principio de su libro sobre la autoficción: “Mi arte es una ficción real” (Blanco, 2018: 9). En escena, mi personaje (¿o soy yo mismo?) cree que convertir hechos reales en literatura ayuda a calmar el dolor que nos produjeron, pero debe enfrentarse a quienes piensan que no tiene derecho a apropiarse de historias ajenas y a quienes están convencidos de que el silencio es la única respuesta ante el dolor del mundo. Y como yo, se pregunta: tal vez esto nunca ocurriera así, pero ¿no es lo propio del teatro ponernos en la piel del otro para imaginar lo que pudo ocurrir?  Más que sobre el teatro, la obra reflexiona sobre el poder de la ficción para ayudarnos a vivir.

Pero Los otros Gondra (relato vasco) nació también en parte de lo que veía a mi alrededor cuando la escribí, en 2017-2018: mis sobrinos, que eran veinteañeros, no sabían nada de lo que ocurrió en los años ochenta en el lugar en el que vivían. Esa falta de memoria en apenas una generación me parecía terrible, pero comprendía también que los jóvenes necesitaban un cierto olvido para poder construir de nuevo. Y en esas estábamos en el País Vasco: tratando de dilucidar cuándo se podría volver la página de lo acontecido tan solo veinte o treinta años atrás; no se debería pasar mientras no se lea completa, pero cuando se haya leído, habrá que terminar pasándola.

Los otros Gondra.

Los otros Gondra: relato vasco. 4

En el verano de 2017, cuando estaba en plena escritura, acudí al alarde de danzas al que solían llevarme de niño mis padres en la plaza del pueblo, en el que todos los críos bailan al unísono las dantzas vascas vestidos con el traje tradicional. Cuál no sería mi sorpresa al descubrir que una buena parte de esos niños hoy no eran blancos: había negros, asiáticos, árabes, latinos… Recuerdo que pensé: “Estos son los vascos del futuro, ¿qué significarán para ellos los apellidos y la sangre, que tan capitales han sido en la definición de la identidad vasca? ¿Qué herencia del pasado van a asumir?”. Así nació el personaje de Edurne, la última de la saga de los Gondra: una niña adoptada que no lleva la sangre correcta ni tiene el color de la piel adecuado, y que sin embargo tendrá que decidir qué hacer con los últimos restos de esa familia centenaria. Para muchos espectadores y lectores, esa opción resultaba todavía chocante, y sin embargo estaba tomada directamente de la realidad.

Con la perspectiva de haber escrito estas dos obras y haberme representado a mí mismo sobre los escenarios en ambas, puedo afirmar que el principal descubrimiento de la experiencia ha sido la vía fructífera que me ofrece la autoficción: como dramaturgo, una vez que abres esa puerta es difícil volver a la ficción pura y al autor que se oculta detrás de los personajes. Ficcionalizar el propio yo es una práctica muy arriesgada, porque exige una enorme falta de pudor, pero al mismo tiempo hay que evitar a toda costa el ejercicio narcisista y autocomplaciente; se trata de bucear en el yo íntimo, pero para ir a la búsqueda del otro, para comunicar una experiencia radicalmente única, con el anhelo de que resuene en los otros, esperando aquello que decía Montaigne de que el yo contiene a la Humanidad entera. Si se practica con honestidad y con humildad, abre caminos insospechados al teatro que a mí me interesa mucho seguir explorando, cada vez más cercanos a la performance. Cuando me preguntan hasta qué punto soy yo quien aparece en escena, me gusta contestar: “En el escenario, yo no soy yo, sino una idea de mí mismo que no es reducible a mi ser verdadero”.

Y en un plano mucho más personal, el largo viaje que ha sido escribir estas dos obras sobre esa familia Gondra que al mismo tiempo es y no es la mía me ha ayudado a comprender que mi lugar natural es ese “dentro/fuera” de mi propia tradición: pertenezco a ella, pero siempre estaré marcado por la distancia de haber vivido mucho tiempo alejado. Y también que mi relación conflictiva con las dos lenguas de mi infancia (castellano y euskera) no es algo de lo que haya de avergonzarme, sino que debo abrazar con todas mis fuerzas: utilizarlas de manera mestiza, en batalla o en diálogo entre sí, como ha sido siempre en mi familia, es lo que constituye mi propia voz.

Los otros Gondra.

Los otros Gondra: relato vasco. 5

En entrevistas y coloquios posteriores a las funciones, hay una pregunta que me hacen continuamente: ¿cuánto hay de cierto y cuánto de ficción en estas obras? Contestarla sería deslindar algo que por su propia naturaleza es indeslindable. Por eso, siempre termino por remitirme a las palabras que dice mi personaje en escena al final de Los otros Gondra (relato vasco): “Puede que esta historia de los Gondra sea toda verdad o toda mentira. O una mezcla de testimonio y ficción. Nunca se sabrá. […] Yo solo puedo decir que he sido fiel a las voces que escucho ahí dentro, muy dentro, donde nada miente”.

Y es que la ficción que nos habita puede llegar a ser mucho más sincera que la verdad de la vida.

 

BIBLIOGRAFÍA
Blanco, S., (2018), Autoficción: una ingeniería del yo, Madrid, España: Punto de Vista Editores
Esquilo, (2007), Tragedias completas, Madrid, España: Ediciones Cátedra
Ortiz de Gondra, B., (2001), Del otro lado (Danzón), Primer Acto, 289, 43-56
Ortiz de Gondra, B.,  (2019), Los Gondra (una historia vasca) y Los otros Gondra (relato vasco), Madrid, España: Punto de Vista Editores
Ortiz de Gondra, B., (1998), Mane, Thecel, Phares, Primer Acto, 274, 81-107
Ortiz de Gondra, B.,  (2015), Memento mori, Madrid, España: Ediciones Antígona
Rieff, D., (2012), Contra la memoria, Madrid, España: Editorial Debate.

 

 

Los Gondra (una historia vasca)

[ Prólogo ]

Los Gondra, 2017. CDN

Los Gondra: una historia vasca, 2017. 6

Borja juega con una pelota de pelota vasca en las manos.

BORJA.– Buenas noches. Mi nombre es Borja Ortiz de Gondra y soy el autor de la obra que van a ver. Este proyecto, “Los Gondra” comenzó a gestarse en mi cabeza el 12 de mayo de 2015. Ese día yo cumplía 50 años y el teléfono sonó dos veces en mi casa de Nueva York.

La primera llamada es de [nombre del teatro donde se represente la función]. El director, [nombre del director del teatro], quiere leer alguna obra mía, me pregunta qué estoy haciendo. No me atrevo a decirle que llevo un año completamente bloqueado, incapaz de escribir una sola línea de una novela con la que estoy tratando de reconstruir los papeles de un antepasado del que por algún motivo, nadie en la familia quiere hablarme. Esos papeles se perdieron cuando finalmente hubo que malvender el armario de Cuba.

La segunda llamada es desde Algorta. Mi madre me dice que acaba de fallecer mi hermano Juan Manuel, y “como siempre que ocurre algo, Borja, tú no estás aquí”.

Mucho tiempo antes, el 12 de mayo de 1980 cumplo 15 años. En Algorta, dos encapuchados disparan en la nuca a Ignacio Arsuaga en el “atajo del perro muerto”, un callejón estrecho que lleva de la iglesia de Andra Mari[1] al frontón. Como todas las tardes, yo voy caminando a jugar a pelota mano cuando una mujer me avisa de que no pase por el atajo, que acaban de matar a uno: “Hartu beste kalea, ez pasatu lasterbidetik, baten bat hil berri dute eta[2]. Doy entonces un rodeo para evitar el callejón y me encuentro para el partido de pelota con mi hermano Juan Manuel y nuestros primos. Ganamos nosotros: hogeita bi eta hamazazpi![3] Luego vamos todos a casa a celebrar mi cumpleaños.

Durante años, he tratado de escribir sobre aquella tarde. Qué familiares vinieron, qué cocinó mi madre, cuales fueron nuestras conversaciones. Porque solo una descripción objetiva podría dar testimonio de la indiferencia. Porque solo un contar neutro y frío podría mostrar que nuestro silencio también mató, que yo también fui un asesino.

Pero el teatro no consigue dar cuenta del horror del mundo. El teatro solo puede añadir más ficciones al mundo, multiplicar el juego de espejos hasta anestesiar la culpa.

Ignacio Arsuaga era el hermano de Alberto Arsuaga, mi compañero de pupitre en el Colegio de los Jesuitas.

Borja hace un saque imaginario con la pelota. Escuchamos el ruido de esta al chocar contra la pared del frontón.

 

 

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Notas    (↵ Volver al texto returns to text)

  1. Santa María.↵ Volver al texto
  2. Coge la otra calle, no pases por el atajo, acaban de matar a uno.↵ Volver al texto
  3. ¡Por 22 a 17!↵ Volver al texto
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