N.º 52Teatro español en el exilio

 

Legado de sueños
Paradojas del impacto del exilio español en el teatro mexicano

Juan Pablo Heras

 

Hay certezas que habitan el lugar común. Se dice, por ejemplo, que la llegada de un buen número de artistas e intelectuales republicanos a México en busca de refugio político tras la derrota en la Guerra Civil española “enriqueció” el tejido cultural y académico del país de acogida, de lo que se han beneficiado ya varias generaciones de mexicanos. Y esto suele aplicarse a aquellos que llegaron con fama y obra ya admirada por allá, pero sobre todo a los que estaban todavía en edad de dar lo mejor de sí mismos; incluso, a aquellos tan jóvenes que solo podían aportar el fruto de la docencia de los grandes maestros de la Edad de Plata.

No es este el espacio para evaluar la certidumbre de este lugar común en términos generales, aunque vamos a intentarlo con estas notas en lo que concierne al teatro, sin ánimo de agotar el asunto. Conviene revisar siempre toda afirmación que venga, sobre todo, de parte: en este caso, de la reivindicación de una multitud de republicanos indudablemente valiosos pero cuya aportación hay que enmarcar en un país que pugnaba por crearse una identidad cultural propia y que a la vez estaba abierto a muchas otras influencias. Abundaban los mexicanos con talento e intenciones para revolucionar la cultura local e incluso universal; también refugiados o viajeros de todas las latitudes que encontraron allí hogar y escenarios.

Si hablamos del teatro, que es lo que aquí nos corresponde, nos interesa ahora centrarnos en una de sus profesiones: la de director de escena. ¿Por qué? No faltaban autores y su impacto ha sido estudiado en otras publicaciones. Sin embargo, por la naturaleza de sus obras, su presencia física en el lugar resulta casi irrelevante. Si hablamos de impacto del teatro español de la Segunda República española en México, en la cúspide, sin duda, nos encontramos con Federico García Lorca. ¿Casona? Fue un exiliado, pero no necesitó residir en México para que sus obras llenaran teatros. En general, la presencia física del autor no es imprescindible para que su obra deje huella. Bien. Hablemos entonces de actores, cuya presencia simultánea al público es la condición esencial de las artes escénicas. Por número, la suya es la presencia mayoritaria, pero pronto se confundieron con los autóctonos y en términos de renovación o ruptura su aportación es discutible. ¿Escenógrafos? Sin duda, hay nombres importantísimos, como Manuel Fontanals y Miguel Prieto, pero venían de la tradición de los telones pintados (de vanguardia, pero pintados) y se esfumaron pronto en cuanto la escenografía mexicana, como la del mundo entero, tomó otro rumbo. Y ahí estamos adelantando preguntas: ¿en qué medida era renovador el impulso republicano? Precisamente, veremos todo más claro si ponemos el foco en los directores de escena. El concepto mismo de este oficio es poco menos que una innovación de las primeras décadas del siglo XX, por lo que no es difícil asociar este avance con los movimientos de progreso que se atribuyen a la Segunda República. Si con ella España asumía avances políticos europeos o incluso se situaba en la vanguardia del continente (véase la aprobación del voto femenino), parecía el momento adecuado para incorporar definitivamente a los escenarios españoles la figura de un director con conciencia de artista, ajeno o al menos distante de la tradicional estructura familiar-empresarial imperante en las compañías todavía en la década de 1930. El caso paradigmático, claro está, es el de Cipriano de Rivas Cherif: afán indudable por la renovación de la escena y vínculos estrechísimos con las instituciones republicanas. En 1946 llega a México, después de más de cinco años de reclusión en los que no había dejado de hacer teatro, pero con actores presos aficionados (aunque alguno llegó luego a profesional en México, como Miguel Maciá) y, sobre todo, público literalmente cautivo. Es decir, ajeno por completo a la evolución de los escenarios europeos en un periodo convulso pero brillante en términos artísticos. Cuando llegó a América, pervivía cierto recuerdo mitificado de su gira con Margarita Xirgu en 1936, pero para entonces la escena mexicana había evolucionado por sí misma y su presencia solo traía, si acaso, un recuerdo entrañable, manchado con aguas turbias por aquellos que no sentían una simpatía ideológica con los republicanos españoles. No logró integrarse en la estructura del teatro profesional y sus muchas iniciativas fracasaron estrepitosamente (Aguilera Sastre y Aznar Soler, 2000).

Yerma. Lorca, Margarida Xirgu y Cipriano Rivas Cherif en Valencia en 1935 (Centro de Estudios Lorquianos/Museo Casa Natal Federico García Lorca).

Yerma. Lorca, Margarida Xirgu y Cipriano Rivas Cherif en Valencia en 1935 (Centro de Estudios Lorquianos/Museo Casa Natal Federico García Lorca). 1

¿Y las nuevas generaciones? Aquellos que se habían formado en la República, que habían tenido incluso la ocasión de ver los espectáculos europeos más avanzados, quizá sí podrían aportar un sello propio a los escenarios mexicanos. En esta línea, el caso más notable es el de Álvaro Custodio (Heras González, 2014), cuyo periodo de formación no puede ser más republicano: alumno del Instituto Escuela, miembro de La Barraca, admirador de Jouvet durante su primer exilio en Francia en 1939. Su carrera teatral se inicia en Cuba en los años 40, pero no entra en la vía profesional hasta que crea en 1953 Teatro Español de México, que pronto se convertirá en referencia en el país en cuanto al repertorio basado en el Siglo de Oro. Paradójicamente, la compañía surge de un acto del Ateneo republicano destinado a poco más que a la comunidad refugiada: una lectura de La Celestina, entendida la obra de Fernando de Rojas como muestra de la libertad luego oprimida por un largo yugo que empieza por la Inquisición y acaba por Franco (Heras González, 2013). Pero pronto el grupo trasciende las fronteras del colectivo exiliado, incorpora a actores mexicanos y desarrolla una estructura profesional estable. Lo interesante es que, como director de escena, y a falta de un aprendizaje reglado o familiar del oficio, Lorca sería su único referente, lo que convierte a Custodio en testigo de su legado secreto: el de Lorca como director de escena. Resulta difícil precisar en qué consistía el estilo de un Lorca director cuando rara vez se le atribuye ese oficio, pero lo cierto es que, desde distintos marcos ideológicos, tanto a Álvaro Custodio, en el exilio, como a Modesto Higueras, en la España franquista se les podría considerar herederos de una forma particular de entender la puesta en escena, al menos de los clásicos, heredera directa de los experimentos de La Barraca en los años 30.

Si queremos evaluar el impacto de una concepción escénica de raíz lorquiana en México, a través del trabajo de Álvaro Custodio, tenemos que estudiar su recepción. Por parte del público, de los profesionales y de la crítica. Y aquí es necesario introducir un concepto ya arraigado en la historiografía del teatro mexicano del siglo XX: el de “legión extranjera”[1]. Sin negar en absoluto los movimientos internos de renovación autóctonos del teatro mexicano desde finales de los años 20 (Teatro Ulises, Teatro Orientación) se reconoce en las décadas siguientes la llegada al país de una suerte de apóstoles de los movimientos más relevantes del teatro mundial del momento: el japonés Seki Sano difundió las enseñanzas de Stanislavski; el francés André Moreau las de Jouvet; el austríaco Charles Rooner las de Reinhardt; el chileno Alejandro Jodorowsky las de Decroux… ¿Podríamos adscribir aquí a Custodio como portador de Lorca? Tal vez, si no fuera porque esa era solo su autopercepción, no la de los profesionales del teatro mexicano: el eco internacional de Lorca se reconocía en la dramaturgia y no en la dirección; en cambio, la tradición escénica que la “legión extranjera” venía a demoler, aquello con lo que los teatristas más inquietos querían acabar, se asociaba indefectiblemente con el teatro español, sin distinción ideológica alguna. Me refiero, sobre todo, al estilo de interpretación de los actores, la llamada “escuela española”, identificada con innumerables vicios propios del peor teatro decimonónico. Como españoles, tanto Rivas Cherif como Custodio tuvieron que pelear para despegarse esta etiqueta, que para su desdicha se superponía sobre la de republicanos, imagen prestigiosa políticamente entre muchos intelectuales mexicanos pero ajena a la idea de renovación teatral. Aunque no ayudó que Custodio se empeñara en mantener el acento castellano en sus montajes hasta 1958, incluso aunque la mayoría de sus actores fueran ya locales, se empeñó una y otra vez en dotar a la compañía de identidad mexicana, lo que no impidió que su buena fama como director de clásicos estuviera siempre emborronada por su condición de español, y por lo tanto de retrógrado en términos estéticos. Entre sus muchos admiradores, se le apreciaba como conservador y divulgador popular de una tradición cultural, pero no como un innovador. Esta percepción se volvió irreversible cuando Héctor Mendoza dirigió Don Gil de las calzas verdes en 1966 con planteamientos realmente nuevos y desenfadados, lo que casaba con las tendencias dominantes en el teatro occidental (por ejemplo, en la forma en la que en los 60 los anglosajones montaban a Shakespeare). Para Custodio, que venía de combatir en su juventud el teatro adocenado de las compañías familiares madrileñas, representar a Tirso con estética de pop-art era ir demasiado lejos.

En los últimos años hemos avanzado mucho en el conocimiento de la labor que hicieron los exiliados republicanos en los escenarios mexicanos (Heras González y Paulino Ayuso, 2014). Su llegada supuso una inyección de sangre viva en un país con una identidad cultural fuerte pero abierto a las influencias externas. Sin embargo, a la hora de constatar el valor de la aportación de los refugiados en términos de innovación artística, cada nuevo estudio viene a confirmar la genial intuición que nos dejara José Monleón en su artículo “El segundo exilio” (1989: 64-65):

«El exilio congregó a una serie de escritores que aspiraban a un teatro distinto, como parte de la concepción de un país distinto. Escribieron, antes y durante el exilio, para un país posible, para una España potencial, asentada en estructuras económicas, en idearios y programas políticos diferentes a los que han caracterizado la historia moderna del país (…) La práctica teatral cotidiana, la concepción española de la profesión de actor, el rutinarismo de nuestros públicos (…) habían determinado una concepción del teatro contra la que se habían rebelado numerosos escritores. El problema de esta rebelión estaba en que o se cambiaba el teatro o se producía el inevitable exilio del transgresor. Lo que equivale a decir que nuestros dramaturgos exiliados no hicieron otra cosa que prolongar en América el exilio teatral que ya padecían en España. Y que si su fuerza estuvo en su libertad de escribir fuera de los muros de nuestra tradición teatral, ello fue también su muerte como autores, separados como estaban, de los gustos, demandas y criterios que dominaban en la misma.»

Estas palabras fueron pensadas para autores teatrales, pero son útiles para entender las dificultades de todos aquellos que, como republicanos, entendían el arte en términos de avance y revolución, y sin embargo eran recibidos como reaccionarios. Y esto se debe a una mezcla de prejuicios y certezas: los primeros, ligados a su identidad nacional como españoles; las segundas, a sus carencias artísticas, debidas a la falta de contraste de sus anhelos con la práctica experimental y el público real. En otras palabras: los problemas de crecer en un teatro imaginario.

 

BIBLIOGRAFÍA
Aguilera Sastre, Juan, y Aznar Soler, Manuel (2000), Cipriano de Rivas Cherif y el teatro español de su época (1891-1967), Madrid, ADE.

HERAS GONZÁLEZ, Juan Pablo (2013), «La Celestina como emblema del exilio republicano en México: la versión de Álvaro Custodio», Celestinesca, 37, pp. 49-86.

HERAS GONZÁLEZ, Juan Pablo (2014), Ciudadano del teatro. Álvaro Custodio, director de escena, Madrid, Antígona-RESAD.

HERAS GONZÁLEZ, Juan Pablo y PAULINO AYUSO, José (ed.) (2014), El exilio teatral republicano de 1939 en México, Sevilla, Renacimiento.

ITA, Fernando de (1988), «De Seki Sano a Luis de Tavira: Itinerario de la puesta en escena», en Escenarios de dos mundos: inventario teatral de Iberoamérica, vol. 3, Madrid, Centro de Documentación Teatral: 139-142.

MAGAÑA ESQUIVEL, Antonio (2000), Imagen y realidad del teatro en México (1533-1960), México, Escenología.

MONCADA, Luis Mario (2011), «El milagro teatral mexicano», en Olguín, David (Coord.), Un siglo de teatro en México, México, FCE-Conaculta, pp. 94-116.

MONLEÓN, José (1989), «El segundo exilio», en Primer Acto, 231 (noviembre-diciembre), pp. 62-67.

 

 

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Notas    (↵ Volver al texto returns to text)

  1. El concepto se puede rastrear desde 1961, cuando Antonio Magaña Esquivel (2000: 269-270) reconoce esas influencias, para él casi contemporáneas, hasta estudios más recientes, como el de Fernando de Ita (1988) o el de Luis Mario Moncada (2011: 97).↵ Volver al texto
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  1. Fuente: Ayén, X. (Barcelona, 25 de noviembre de 2017). Ni el poeta ni nadie tiene el secreto del mundo. Recuperado de https://www.lavanguardia.com↵ Ver foto

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