N.º 52Teatro español en el exilio

 

ENTREVISTA DE NURIA ALKORTA

Ángel Gutiérrez

Hace más de tres años que no nos vemos y hemos quedado para encontrarnos en un conocido museo del centro de Madrid. Demasiados turistas, y decidimos aprovechar este día luminoso de finales de febrero y caminar para llegar paseando hasta la Puerta de Alcalá. En todas partes demasiado ruido, por eso entramos en una cafetería y allí retirados, junto a la cocina a veces igualmente ruidosa, hablamos.

ÁNGEL GUTIÉRREZ. ¿Mis diarios?… Los van a traducir ahora. Han editado tres ediciones de mis diarios soviéticos, que yo escribí desde los dieciocho años. Léelos, aprende ruso y léelos. Está todo escrito. Empecé a escribir a los dieciocho años cuando ingresé a estudiar teatro. ¿Tú cuántos años tenías cuando te cogí en la Escuela de Arte Dramático? Unos diecisiete años o así…

NURIA ALKORTA. No, más, veinte…

ÁG. Parecía que tenías quince. Me acuerdo de ese momento en el escenario, cómo brincabas y hacías cosas… Parecías una chiquilla de dieciséis años. Me acuerdo bien de ese día y… de todo me acuerdo. Tengo una memoria muy buena, gracias a Dios.

NA. ¿Por qué te fuiste de Rusia?

ÁG. Bueno… los años en que yo me fui eran los años complicados. Yo ya veía y sentía muy bien que se iba derrumbando todo en lo que nosotros creíamos, todo para lo que nosotros estábamos dispuestos, para lo que nos preparábamos… hacer un mundo feliz, hermoso, libre. Se estaba hundiendo todo y era insoportable.

NA. ¿Eran los años sesenta, setenta?

ÁG. No, los años sesenta. Eran la primavera, los años más hermosos, donde todos nos sentíamos gigantes, teníamos una energía tremenda para hacer lo que sea… cambiar el mundo. Mucha energía teníamos y muchos deseos de cambiar el mundo y hacer algo maravilloso. También, yo tuve la suerte de estar rodeado y cerca de gente genial, muy buena. Primero mis maestros, que eran geniales. Es la gran suerte: maestros geniales… todos.

NA. Labanov…

ÁG. ¡Labanov! Un hombre genial, absolutamente… También Alexei Popov, Gorchakov, Šavatsky, Knével, que me llevaba a su casa, «Ángel, venga a mi casa a tomar té, que vamos a hablar de teatro, de lo que usted quiera…». Gorchakov es el autor de los libros sobre las clases de dirección de Stanislavski y de Vajtángov, había sido alumno de los dos. Era muy amigo de mi maestro Andrei Labanov.

NA. ¿Labanov era actor?

ÁG. Él empezó como actor con Stanislavski en el Teatro de Arte y después en el de Vajtángov. Fue amigo de Shaliapin también, y después empezó a hacer teatro.

NA. ¿Qué edad tenía cuando te dio clases a ti?

Ángel de niño en Leningrado.

Ángel de niño en Leningrado. 1

ÁG. Labanov tendría cuarenta y cinco años, era muy joven, alto, muy chejoviano, muy vergonzoso y tímido, pero de una bonhomía, de un humor muy chejoviano. Lo veía a él y le veía a Chéjov. Seguramente mi amor a Chéjov es a través de él. No era lineal, nunca… Imagina lo que fue para mí, un chaval de dieciocho años que acababa de terminar el colegio y que había vivido en un internado de españoles… con la guerra, el cerco de Leningrado… No teníamos cultura pero leíamos mucho, durante la guerra también. Jugábamos al ajedrez y leíamos mucho, pero siempre la literatura famosa, lo de siempre: Mark Twain… los ingleses, los americanos, literatura soviética por supuesto… ¡mucho!, nos pasábamos los libros. Pero claro, en el Instituto Teatral Lunacharski para estudiar Dirección, que no Interpretación, se necesitaba una preparación que yo no tenía. Por eso estuve esperando que admitieran mis documentos todo el verano… al lado del rektorat, sentado en una silla, luego volvía a Bólshevo, a sesenta kilómetros de Moscú, en tren… iba y volvía… me sentaba allí… «¿Tiene usted los documentos?». «No, porque usted por lo menos necesita dos años de prácticas y de alguna cosa… de teatro amateur… ». Y yo, «Nada, nada». Por fin Arjanov, que era un gran director artístico que murió ese año, me vio… Le dijeron «Hay aquí un español que viene todos los días, muy jovencito»… y dijo «Páselo a mi despacho». Me pasaron a su despacho, se sentó como un turco y yo le recité lo que tenía.

NA. O sea, para estudiar Dirección tenías que hacer una prueba de interpretación. ¿Sabes quién habla mucho de eso, y me acuerdo de ti? María Knébel. Tiene un libro titulado Poética de la pedagogía teatral, en el cual ella relata muy bien esas individualidades tan personales y cómo llegaban al Instituto, muchos de ellos después de haber luchado en la guerra… Y tú eras un chavalín.

ÁG. Sí, un chavalín, los demás eran de treinta para arriba, venían de la guerra… Bueno, recité lo que tenía y que había preparado en español y en ruso. Tenía preparado una cosa de Gógol, de Almas muertas, un monólogo muy bonito… Después una fábula de Krilov, buena. En español tenía un monólogo de Fuenteovejuna que me gustaba mucho, y por eso lo aprendí… el monólogo de Laurencia, el de «Por muchas razones», ¡me encantaba! En el internado, una profesora que tenía de español… me dijo «Es muy bonito ¿verdad?», «¡Oh, me encanta!». Y claro, esa cosa revolucionaria de Laurencia cuando les viene a decir «¡cabrones, hilanderas, maricones, cobardes!»… Yo me rompía la camisa, lo decía en español, y les encantaba, pero después me preguntaban «¿Por qué Laurencia?». Y yo: «Porque me encanta». «Pero es un monólogo femenino». «¡Y a mí qué me importa!»… me gustaba. Y ahora comprendo que decían «¡Este chico…!».

NA. Les sorprendías.

ÁG. Sí, seguramente. Después una fábula en español que decía «Por entre unas matas, seguido de perros, no diré corría, volaba un conejo». Me acuerdo hasta ahora… Bueno, después hubo un examen… Yo pasé la primera vuelta, la segunda… Me quedé sorprendido al leer mi nombre en la lista… ¡Estaba allí!…. «¡Me muero de alegría!». Luego, había una entrevista ¡en la que estaban todos!: Lavanov, Knébel, Gorchakov… De uno a uno te llamaban, te hacían preguntas, las que querían… Por ejemplo, a mí recuerdo que me preguntaron «¿Cuántas columnas tiene el Bolshói en la fachada?». Y acerté, «¡Ocho!». Y ellos: «¿De dónde viene usted?». «De Bólshevo»… «Eso está lejos… ¿y qué le ha pasado hoy en el viaje?» No me había pasado nada…

NA. ¿Te lo inventaste?

ÁG. Pero otra vez me había pasado. Íbamos siempre sin billete porque no teníamos dinero y nos daban un papelito del internado. Pero esa vez no me había pasado nada y pensé que tenía que inventar algo y dije: «¡Ah, sí! Iba en el tren y de pronto vino el revisor. Todos se pusieron nerviosos, la gente quería salir del tren, pero había dos, uno a cada lado del tren. Yo también me puse nervioso pero me quedé en mi sitio tranquilo. Y cuando se acercó a mí el revisor me preguntó: “¿Su billete, por favor?”. Yo me acerqué a él y le dije al oído: “Soy de la casa de niños españoles” y pasó de largo. Todos se quedaron mirando, preguntándose “¿Qué le habrá dicho este chaval?”. No tenía billete ni tenía el papelín tampoco». Y eso conté y les gustó mucho.

Después Labanov me preguntó: «¿Le gusta la música?». Y le dije: «¡Mucho!». Me encantaba la música desde niño. No sé si te he contado antes que en Asturias, de pastor, Mariano me llevó a una romería una vez y oí por primera vez un violín y me volvió loco. Creí que era música del cielo, sentí en mi alma como si Dios hubiera penetrado. Después toda una historia de un violín que me regalaron y me la pisó un burro… Bueno, Labanov me preguntó: «¿Qué compositor le gusta?». Y yo: «Chaikovski». «¿Y qué composición le gusta de Chaikovski?». «El vals sentimental», dije. «¿Y podría interpretarlo en violonchelo?». Yo tocaba muchos instrumentos: trompeta, violín, trombón… y tocaba muy bien, pero el violonchelo no lo había tocado nunca. Dije: «¡Sí!».

NA. ¿Trajeron uno?

ÁG. ¡No! Me imaginé un violonchelo.

NA. Ah, una prueba de objeto imaginario.

ÁG. Sí, y empecé a tocar con estilo violonchélico ese vals de estilo romántico y melancólico de Chaikovski… Cosas así me preguntaron… Después algo de la pintura española, la pintura rusa, etcétera… Y me aceptaron. Yo creo que me aceptaron más que nada porque era español y jovencito. Es una gran suerte que he tenido la de estar en esos años en el Instituto de Teatro con esa gente genial que fueron mis maestros.

NA. Labanov te daba Interpretación y María Knébel… ¿también Interpretación?

ÁG. No, Labanov, Dirección, y María Knébel Interpretación. Gorchakov, que enseñaba a otro curso, me llevaba mucho a sus clases y también a su casa para hablar conmigo, me quería mucho, yo iba a sus ensayos. Y Šabatsky, que era el protagonista en el espectáculo La Princesa Turandot de Vajtángov, que tenía su curso de Dirección, también me quería mucho. Por ejemplo, cuando montaba algo de Cervantes, o algo español, me llamaba como experto en España. Pero yo no conocía nada sobre España, solamente Pintueles. Me preguntaba cosas sobre España, pero para mí España era Pintueles… Entonces yo iba a la biblioteca y leía los Entremeses de Cervantes. Y cantaba canciones españolas, muchas, a él y a sus alumnos. Tocaba la guitarra, cantaba bien entonces. Muchas canciones sabíamos, porque yo de niño, de pastor en la aldea me sabía muchas canciones… siempre bajaba del monte cantando para ahuyentar a los lobos, así me lo había dicho Mariano y yo le creía y siempre bajaba cantando, de noche, con el rebaño… Ya sabes que también os enseñé muchas canciones a vosotros… Además, como en el internado éramos muchos niños vascos, gallegos y asturianos… lo que teníamos para compartir sobre todo eran las canciones, y yo sabía muchas canciones… como por ejemplo Yo te daré café, esa canción gallega… se la canté a Shostakóvich y después él hizo ese vals famoso…, y canciones vascas maravillosas, y asturianas… ¡Un montón! Esas canciones que no sé de dónde las sacaba yo, y a Šabatsky y a sus alumnos les encantaban. Me pasaba horas cantando. Me llevaba con él al teatro y me quería mucho. Yo estaba en sus ensayos, escuchaba todo lo que hacía, y veía cómo maquillaba a sus actores…

NA. ¿Les maquillaba?

ÁG. Sí, él maquillaba a sus actores. En fin, esos maestros no solamente te enseñaban la maestría de su oficio, su saber teatral, su experiencia como directores y como actores, sino el alma y la ética de la vida sobre todo. ¡Es una forma de entrar en clase, en la vida, y de cómo hay que vivirla! Eso es algo excepcional… ¡Entregaban todo, el corazón! Y afrontaban los problemas éticos del mundo, de cómo debe ser un hombre en el mundo, un caballero, un hombre… ¡soviético! No era algo político, no hablaban ni de comunismo ni de nada, hablaban de la ética, de un director, del teatro, de cuál es la función del teatro en el mundo. Todo eso está relacionado con una formación muy profunda no solamente personal sino ética.

Y eso es lo que yo agradezco a mis maestros sobre todo, pero no solamente a Labanov, sino a todos. Alexei Popov, por ejemplo, que daba también clases de Dirección, un gran director en aquella época en el Teatro de Arte, fue el director artístico después de Arjanov. Cada mes aproximadamente se reunía con todos los directores en una sala y daba unas charlas sobre cuestiónese éticas. Andrei Labanov era director del Teatro del Ejército y del Teatro de Arte, un director muy bueno… Era el compañero de Knébel en el GUITIS. Knébel trabajaba con Labanov y también crearon su propio teatro, ella le adoraba como actor y como director, y eran amigos…

NA. ¿Pero Knébel dirigía?

ÁG. Muy poco. He visto alguna cosa de ella, que estaba bien… desde el punto de vista pedagógico era perfecto, pero no era una directora de visión. ¡Que Dios la perdone y me perdone a mí también! Pero ella hacía otra cosa.

NA. De todos ellos, si acaso puede decirse, ¿quién dirías que fue el que más te influyó?

ÁG. Labanov.

NA. ¿Pero de qué modo, por su estética, sus ideas, su metodología?

Ensayando el Vodevil de Chéjov. El aniversario, Bólshevo, 1948.

Ensayando el Vodevil de Chéjov. El aniversario, Bólshevo, 1948. 2

ÁG. Por su originalidad. Chéjov es original, único; y él era chejoviano, como si Chéjov fuera director de teatro. Su modo de ver las cosas era tan original… el hombre, el mundo…. A él le interesaba no lo que está a la vista, sino lo que nadie ve, lo oculto, lo profundo, la otra parte, lo absurdo, lo grotesco…. Él lo veía todo. Y ese don no lo tenía nadie, ni Šabatsky ni Gorchakov… que eran grandes maestros, eran geniales… pero Labanov… Un día yo viajé con él por el Volga. Íbamos con su mujer, Nadia, y el barquito ese se paraba en cada ciudad. Entraba nueva gente en cada puerto, y según iban subiendo por la pasarela él iba hablando de cada uno, de cómo era en casa, cómo era con su mujer… Imaginaba cómo era esa persona. Y le daba tiempo a hablar de todos en unos pocos segundos. No de cómo era su pantalón, sino de cómo era esa persona en distintas circunstancias, en los pocos segundos en que subía esa persona al barquito. En los ensayos esa cualidad suya siempre sorprendía. Knébel o el otro ayudante que tenía, Semión Gusanski, estudiaban siempre la lógica de las cosas, y él venía y destruía esa lógica, la ponía patas arriba. Knébel a veces se llevaba las manos a la cabeza diciendo: «¡Andrei Mijailovich, si lógicamente es eso!». «No ―decía él―, porque la lógica de la vida y de esa persona en esas circunstancias es esta otra». Descubría siempre lo oculto.

NA. ¿Cómo era su puesta en escena? Entiendo que buscaría un teatro basado en el actor y en el personaje, en los conflictos… ¿Seguía la metodología de las acciones físicas?

ÁG. No le interesaban las acciones físicas. ¡Hombre!, adoraba a Stanislavski pero él no era de libro. No, él era de la vida. Era asombrosa su capacidad de observar la vida. Mientras iba de su casa al GUITIS veía todo lo que pasaba en el mundo. Por eso él nos recomendó desde el primer día escribir diarios. Yo le hice caso y lo he hecho. «¿Por qué?», le decíamos. «Porque les obligará a observar la vida y a reflexionar sobre las cosas que cada cual ve, piensa, lee,… Les obligará a discutir consigo mismos, y a descubrir el alma también». El diario te obliga a estar activo en la vida. Preguntaba: «¿De dónde viene?, ¿Cómo ha venido?». «En el metro», decía el alumno… «¿Y qué pasaba en el metro?». «Venía leyendo», contestaba… y él: «¡Fatal!…».

NA. Ahora con el móvil… ¡Todos! Cerrados al mundo.

ÁG. «¿Leyendo en el metro? Un director, ¡no! Un vendedor de patatas, está bien que lea Tolstoi, porque no tiene tiempo mientras está vendiendo, pero un director debe estar observando la vida, viendo gente, imaginando cosas y penetrando en lo que no está en la superficie, en la otra parte de las cosas». En ese sentido Labanov ha sido único en mi vida, no he conocido a otro como él. Esa capacidad de ver en lo trágico lo cómico y en lo cómico lo trágico, lo divertido y lo heroico en la comedia… Esa capacidad tan extraordinaria solo la encontré en él y me sorprendió siempre, cada día.

NA. ¿Cómo ensayaba?

ÁG. Era inesperado. Nunca sabíamos por dónde iba a salir. ¡Qué bien lo pasábamos! Nosotros nos preparábamos con Knébel… pero luego venía él, observaba un instante, y siempre nos sorprendía…. No porque buscase ser original, sino porque sorprendía su sabiduría. Era un hombre muy cerrado, porque era muy cerrado, no era un orador, como Popov… Era un hombre tímido. Una vez fui a verle al hospital cuando estaba enfermo. Le habían traicionado en su teatro, todos. Y lloraba, ¡cómo lloraba! Me habló de cómo sería el teatro en el futuro, según él lo veía. Estaba ya a punto de morir. Me habló de lo que habían hecho con su teatro y de cómo todo se vende… No era un hombre soviético en el sentido… Yo sí era un hombre soviético, de las Juventudes, tenía fe en esos ideales… como todos nosotros, como Tarkovski, como todos. Quise ingresar en el Partido cuando murió Stalin. Escribí la solicitud… pero aún la tengo en casa…

NA. ¿No la enviaste?

ÁG. Sí lo hice, la entregué en el GUITIS, pero a continuación me fui a Taganrog a dirigir el espectáculo de final de carrera… En aquella época antes de cada ensayo, por la noche o por la mañana temprano, yo rezaba. No es rezar,… Decía: «Dios Mío, te dedico este ensayo, este teatro que quiero que sea…». Era muy romántico.

NA.No era una religiosidad cristiana, no os educaron en eso, ¿no?

ÁG. No, era un romanticismo idealista, muy idealista. Estaba dispuesto a entregar la vida por un mundo mejor, no por ganar dinero ni nada, sino entregar la vida por un mundo más libre y más feliz. Cuando acabé en Taganrog y llegué a Moscú fui corriendo al GUITIS y pregunté: «¿Qué tal mi solicitud?». Y una mujer, que estudiaba también Dirección, había terminado ya, empezó a buscar y no la encontraba… ¡No la encontraba!… Buscó más abajo, más abajo… y al final, en el fondo, en el último cajón, la encontró en unas carpetas con papeles… «¡Aquí está!», dijo. Y cuando encontró mi solicitud entre papelajos, algo se rompió en mi corazón. Se la pedí y me la llevé. Todavía la tengo en casa y la leo y ahora me admiro, pienso: «¿Cómo he escrito esto?, ¿cómo aquel chaval escribió esto?». No es una simple solicitud…, explicaba el deseo de entregar mi vida a ese ideal… Un idealismo romántico que había en los años sesenta. Así vivíamos.
NA. ¿En qué año empezaste a estudiar Dirección?

ÁG. En 1948.

NA. Y en 1953 ya estabas licenciado.

ÁG. Sí, como te he dicho, fui a Taganrog, y dirigí allí el espectáculo final de carrera. Después volví, y defendí el espectáculo ante Popov, Knébel, Labanov, naturalmente… También ante algunos escritores famosos: Šorin y Arbusov. Les gustó mucho. Me dieron un diploma Cum Laude. Luego me invitaron a varios teatros a trabajar como director. Primero me invitó Labanov al Teatro Yermolova, luego estuve en Lituania…, yo tenía amigos lituanos en Taganrog muy majos, muy buenos. La amistad era lo más maravilloso de aquella época, ¡éramos hermanos más que amigos! Y había mucho talento. En la Casa de los Actores teníamos veladas internacionales de todos los grupos del GUITIS: lituanos, ucranianos, georgianos, búlgaros, cubanos… Cada uno hacía con su gente sus conciertos y bailes; y yo reunía a los compañeros españoles del internado y ensayaba Las compañías de acero y todos se levantaban y gritaban «¡Viva España!». Era una atmósfera que no se vivió en la historia de la humanidad. Y en los años sesenta después de la muerte de Stalin yo lo pasé mal.

NA. ¿Ya eras profesor?

ÁG. En marzo de 1953 tenía el billete para Taganrog pero me retrasé para despedir a Stalin. Para todos fue un momento muy triste, la gente lloraba por la calle. Yo no lloraba, porque no lloré nunca, solo cuando me fui de España con seis años. Todo esto lo tengo detalladamente escrito en mis diarios. Tres días y tres noches estuvimos esperando para poder ver el cadáver. No fue fácil porque venían de todas partes, por tren, de todo el país. El cadáver de Stalin estaba en la sala de las columnas y anunciaban una ruta falsa para que la gente no se atropellara… aun así murieron muchos. El último día decidimos ir por una calle, que tú conoces, y vimos unos camiones y en ellos unos chicos con el carnet de la Escuela de Arte de Moscú, y vimos cómo enseñaban el carnet y pasaban, así que nosotros fuimos, les enseñamos el carnet del GUITIS y nos dejaron pasar. Por un canalón bajamos a un patio que daba a la calle. Nos podíamos matar… pero gracias a un canalón soviético y al entusiasmo por ver a Stalin… Allí estaba la cola para ver el cadáver. Un general muy generoso nos dejó pasar, de uno en uno, y pasamos. Así nos tranquilizamos. Nos dio mucha tranquilidad, y mucha hambre… porque habíamos pasado sin comer tres días y tres noches.

Vi a Stalin, y me pareció muy pequeño. No es que dejara de creer en él pero sentí una decepción. Después ya fui a Taganrog y luego en Moscú defendí el espectáculo, luego, como te he dicho, me invitaron a dirigir en otros sitios. En el verano del año 1957 en el Festival de las Juventudes Internacionales en Moscú, me invitaron a dirigir un programa para los americanos, Longfellow, Whitman y todo esto. Después pasé por el GUITIS y el director del Bolshói, que me conocía, me preguntó: «¿Quiere trabajar conmigo en el curso que voy a hacer?». «Pero no tengo experiencia», dije. «Sí la tiene, la tendrá». Y desde ese momento empecé a dar clases de Interpretación, primero a actores cantantes, después a actores normales y después a directores. Tuve alumnos muy buenos.

Grupo de directores, 5.º Curso, con Andrei Labanov, Guitis, Moscú, 1953.

Grupo de directores, 5.º Curso, con Andrei Labanov, Guitis, Moscú, 1953. 3

NA. ¿Como pedagogo, empezaste como ayudante?

ÁG. No, yo era quien llevaba el curso, porque él era el director del Bolshói. Venía a mis ensayos y se reía mucho. Nunca recuerdo que me hiciera ninguna observación. Pero yo aprendía de sus ensayos, eso sí. Iba también a otros ensayos de Knébel y a otros. Aprendía mucho. Iba a todos los teatros y a todos los estudios de teatro a ver lo que hacían. Había gente con mucho talento. ¡Había genios! Veía esos espectáculos y aprendía. En el Teatro de Arte, en el Teatro Maly de Moscú…

Y ese mismo año, en el cincuenta y ocho, me invitaron del Teatro Romen que era el Teatro Gitano para trabajar como director. Al primer espectáculo que hice allí le dieron el Premio de la Primavera de Moscú, compartido con otro espectáculo del Teatro de Arte. La actriz principal era una chica que no era actriz, una gitanilla que trajeron desde el sur de Ucrania. Tenía dos niños, de cinco o cuatro años, y ella unos diecinueve o veinte… unos ojazos enormes. Yo ya tenía cerrado el reparto para empezar los ensayos en otoño… pero aquel verano, en una tournée que hizo el Teatro Gitano por el sur de Ucrania… ella iba al teatro, preguntaba si podía entrar y la dejaban pasar. Al volver a Moscú, los gitanos del teatro la montaron en el tren… Cuando llegó, yo anulé el reparto y dije: «Esta gitanilla va hacer de protagonista». Me dijeron: «¡Si no sabe leer ni escribir!». Pero no me importó, «Ella tiene mucho talento, yo le enseñaré lo demás». Ahora ella vive en Oslo, tiene allí su familia; cada año ofrece conciertos y llama a gitanos de todo el mundo. Somos como hermanos, me adora. Yo la quiero mucho, también… Raya… es una gitana extraordinaria, con una inteligencia y generosidad, un talento humano extraordinarios.

Pero siempre tuve mucha suerte con mis alumnos. En el Bolshói el tenor Vladislav Piatko, en la Taganka Šalatujin y Filatov… Todos son muy famosos. Después tuve alumnos de Dirección, algunos también geniales. Es una gran suerte que he tenido.

En Moscú hice varios espectáculos, entre ellos, como te he dicho, Carmen en el Teatro Gitano. Estuve ensayando cerca de nueve meses. Invité a Khachaturian para componer la música, que estuvo encantado de la vida, pero después pensé que había cometido un error, y mientras él estaba en París, le llamé y le dije: «Querido Aran Ilich, lo siento, lo he pensado mejor, no se enfade pero quiero hacer un teatro antiópera, y si lo hago con usted me va a arrastrar. Quiero hacer un espectáculo de música española con guitarras». Él lo comprendió muy bien. Llamé entonces a un compositor español, Salvador Calabuig. Las músicas eran todas españolas, tocadas a la manera gitana rusa, que no es la manera española, pero mi amigo del internado Dionisio les enseñó un poco a rasguear las guitarras. ¡Era un espectáculo genial! Tenía un escenógrafo genial y también el de luces, que luego hizo conmigo La casa de Bernarda Alba en el Teatro Stanislavski. Pero todo fue muy difícil, la luz tenía que ser muy precisa porque el escenario estaba aforado de terciopelo negro. Empezaba con la imagen de Jesucristo en el portal, José, alguien allí arrodillado y viene alguien a confesarle. Y empieza la canción Triana, ay mi Triana, una canción preciosa. El espectáculo se llamaba Carmen de Triana y era algo matemático: cada mise-en-scéne, cada gesto, cada movimiento. Porque los gitanos, si no trabajas así, se desmadran, son unos improvisadores. Tenía muchos jaleos con ellos. Dionisio y Alberto Sánchez vinieron a verlo. Yo les había dicho: «Cada momento me parece un cuadro de Zurbarán, de Goya o de la pintura española». Nueve meses estuvieron ensayando, eso solo se puede en Rusia, en la de antes. Tuvo muchísimo éxito, diez años en repertorio y siempre llenísimo, no había entradas. Vinieron a verlo todos mis amigos: Šabatsky, Tarkovski, mi maestro Labanov… Tuvo incluso más éxito que La casa de Bernarda Alba que hice más tarde en el Teatro Stanislavski.

NA. ¿Cuál es tu espectáculo más querido en Rusia?

ÁG. Carmen… y…

NA. ¿Y Seis personajes en busca de autor en el GUITIS?

ÁG. ¡Seis personajes!… ¡Prohibido! «¡A Siberia con él!», me querían llevar a Siberia. Allí empezaron mis tragedias.

NA. ¿Y algún espectáculo no logrado?

La casa de Bernarda Alba. No me gustó entonces y ahora al recordarlo tampoco. ¡Qué cosa tan banal! Y eso que estaba conmigo Alberto Sánchez, hizo la escenografía, me ayudaba, cantaba, estaba allá detrás en el escenario…

NA. ¿En el escenario?

ÁG. Sí, también. Diseñó la escenografía, pero salió también de extra. ¡Llevaba el rebaño y cantaba!

NA. ¿Por qué no te gustó el espectáculo?

ÁG. No me gusta la obra. No me gusta Lorca. Es poeta… En Madrid lo hablé con Rosa Chacel y con los amigos de Lorca, en el Olivar… Rafael Nadal… que decían: «¡Lorca, el dramaturgo….!». Y Rosa Chacel dijo: «No es dramaturgo, es poeta». No llegó a serlo. Era genial y hubiese llegado a ser un gran dramaturgo, se estaba preparando…. Después de Pirandello y de Chéjov… No digo Ibsen, que lo quiero mucho pero no me gusta, es muy idealista… pero no descubre nada. Chéjov es un rompedor de todo, y Pirandello ¡qué te voy a decir! Pero Lorca es muy provinciano, muy simple: A, B, C… Hice en Estados Unidos un espectáculo que me gustó mucho, en Houston, Bodas de sangre, pero quité todas las cebollas y todo eso. Basándome en los dibujos de Lorca y en sus pensamientos sobre lo que estaba escribiendo, yo quería que fuese una tragedia griega.

En Rusia hice un buen espectáculo musical de El Hombre de la Mancha. Pero me lo prohibieron, porque era muy cristiano, estaba la Inquisición, Cristo… ¡Envidia! Decían que había un Cristo… Lo vio Tarkovski. Fue en el año 1971… Los años setenta fueron terribles. Yo ya veía el devenir de todo. La corrupción, los trepas, jóvenes siempre sonrientes, comunistas que solo buscaban trepar. En el GUITIS lo mismo…. No creían en nada ya, y yo creía en todo.

NA. Por un lado estaban tus maestros, que fueron muriendo… quedabais vosotros, los idealistas soviéticos, y una nueva generación…

ÁG. Vulgares, mediocres… Era el triunfo de la mediocridad. ¿Conoces el libro de un argentino titulado El hombre mediocre? Me lo mandaron de Rusia y vi que era eso, el triunfo de la mediocridad.

Todo se precipitó en los años sesenta, pero en poco tiempo… Okudzhava, Tarkovski, Vysotski, Pokrovski con su teatro… Yefrémov con el Teatro Sovremeniev, _que quiere decir contemporáneo, ¿sabes?_,… En fin, Lubimov con el Teatro Taganka… Todos amigos, compañeros con los que discutíamos, cantábamos, hacíamos cosas, ¿comprendes? Y otros que no eran mis amigos, los poetas Yevtushenko, Ajmadulina… y directores de orquesta, músicos, la bailarina Ulánova… Y de pronto… todo se va apagando, apagando… Unos se van a América, a Francia, otros se mueren, otros los llevan al Gulag… Y aparecen esos… casi siempre eran jóvenes, sonrientes, mediocres, que se aprovecharon de los viejos, también mediocres, como Brézhnev y Jrushchov, borrachos, impotentes. La corrupción era terrible, terrible, robaban por todas partes. En Georgia submarinos militares llevando mandarinas, _porque estaban controladas_, de contrabando, por el Mar Negro a Moscú, bueno al otro lado… Todo se vendía: el carnet del Partido, los diplomas… Todo se vendía y se compraba, el dinero, la corrupción. Yo tenía una vecina que me venía contando cuánto papel habían vendido en el mercado del Arbat…

NA. ¿Papel?

ÁG. Sí, papel. «Hoy hemos vendido más de dos mil kilos de papel». Envolviendo queso… unos papeles gruesos como cartones y, claro, con ese papel envolvían 150 gramos de mantequilla y con eso cobraban el papel [Ríe.] Y, claro, la mantequilla también… Costaba más el papel que la mantequilla. Y me lo venía contando alegremente. Todo eso lo tengo escrito en mis diarios. Y al verlo, se me caen las lágrimas. ¡No lo soporto!, ¡no puedo ver esto! ¡Yo he vivido otro mundo! ¡Yo quería otro mundo!

NA. Es la misma época de la Primavera de Praga, ¿verdad?

ÁG. Sí, sí, la misma, la Primavera de Praga. Yo estaba en la caza, en el año sesenta y ocho, de caza en el verano, cuando… estaba con un amigo, Artur Makarov, amigo de Tarkovski también… cuando nos viene un viejo de la aldea y nos dice que los nuestros entraron en Praga. Yo, «¿Cómo que entraron en Praga?, si ayer Kosyguin dijo en Finlandia… cuando le preguntaron si las tropas soviéticas invadirían Checoslovaquia… dijo: “¿Cómo?, ¡eso nunca!”»… Y viene el viejo y nos dice… «Yo cogí mi mochila»… y Makarov me dice: «¿Pero qué tienes? ¿Cómo vamos a perder lo nuestro?». Yo le digo: «¿Cómo nuestro, desde cuándo Chequia y Eslovaquia son tuyas, desde cuándo son tuyas o rusas? ¡Vamos a ver!». Y él: «Pero nosotros las hemos liberado». «Sí» ―le digo―, «las hemos liberado para que sean libres, pero no para ocuparlas e invadir después de esa manera tan bárbara»… Y yo me cogí la mochila, casi nos peleamos ahí, pero yo cogí la mochila y me fui andando unos diez kilómetros hasta encontrar un tractor que me llevó, con un conductor borracho que casi me mata, por el bosque hasta coger un tren… Llegué a Moscú y me encontré con Maximov, con Tarkovski… llamé a mis amigos…

N.A. Maximov, el escritor, el autor de El portero Lachkov. Maravilloso.

ÁG. Sí, es mi amigo. Después se fue a París. Entonces nos veíamos casi a diario en Moscú. Y bueno, después Maximov vino a verme llorando, «¡Hijos de puta!», en la calle Gorki, en la calle principal vacía… y militares paseando por ahí y él llorando, «¡Qué vergüenza!».

N.A. Y a la decepción profunda por la traición de esos ideales se sumó la conciencia de una vida sin salida.

ÁG. No hay salida, no hay salida…

N.A. En su día me impactó mucho algo que me contaste sobre aquella joven, una vecina creo, que te decía que lo único que tenía en el mundo era su cuerpo y por eso hacía con él lo que quería, desesperadamente, y llegaron las drogas…

ÁG. Empezaba la droga, sí, bastante. Fue muy triste. Todo eso lo tengo escrito en mis diarios rusos… que gustan mucho. Tengo muchas cartas de rusos, jóvenes… que se emocionan al leerlos… Hay tres ediciones y ahora empiezan a editar mis diarios españoles, que son también interesantes. Pero son diarios, no memorias.

N.A. ¿En ruso o en español?

ÁG. Allí yo escribía en ruso. Y aquí escribía y escribo en ruso o en español, según me dé. Las conversaciones son en español y tengo conversaciones españolas muy interesantes con gente interesante como Juan Luis Cebrián, pintores, el Ministro de Cultura…

N.A. Volviendo a Rusia, Ángel, entonces dime ¿por eso te fuiste? [Riendo.] Ves, todo lo que llevamos hablado es para contestar la primera pregunta.

ÁG. En el año sesenta y tres me fui del Teatro Gitano y a continuación en el Teatro Stanislavski hice La casa de Bernarda Alba. Entonces anunciaron unos cursos de dirección de cine que dirigía Mijaíl Romm, el maestro de Tarkovski, y yo me apunté… Sí, creo que ya fue en el año sesenta y cuatro… Y me admitieron. Decían: «Pero si usted tiene tres espectáculos ahora en cartel en Moscú, en distintos teatros, ¿cómo viene a ingresar aquí?». Yo: «Bueno, porque quiero hacer una película dedicada a la odisea de los niños españoles en Rusia, en la Unión Soviética, que se titularía A la mar fui por naranjas».

N.A. Hablas de tu guion en la exposición que se acaba de hacer en el Círculo de Bellas Artes dedicada a la película El espejo de Tarkovski.

ÁG. Y en el libro de la exposición, ahí está, te lo puedo dejar… Ese guion me lo prohibieron durante diez años.

N.A. ¿El Partido Comunista español?

ÁG. Fue Dolores. Pero yo no lo sabía. A los de la censura rusa no les gustaba que al final del guion se fueran a España. Decían: «En el último momento ¿por qué se van a España?»… Y yo: «Porque somos españoles y hemos venido aquí para volver a España y llevar lo mejor que tenemos a nuestro pueblo, no para vivir aquí como burgueses, ¡cómo que por qué se van a España!» La censura rusa se defendía como podía, ¡diez años!

Y un par de años antes de irme, Tarkovski dijo a Artur Makarov, que era el hijo adoptivo de Guerasimov, el director de cine y del Estudio Gorki, le dijo: «Lleva el guion a tu padrastro para que lo lea». Esa misma mañana se lo di. A Guerasimov le encantó y me llamó inmediatamente por teléfono, decía: «Ángel, Ángel, alma mía, venga a mi casa y lo leemos juntos». Estuvimos hasta la madrugada leyendo, él llorando a lágrima viva y diciendo estas palabras: «Nosotros, toda la vida, exprimiendo del dedo guiones y temas y no sé qué más, exprimiendo del dedo, y aquí cada trozo es un trozo de carne viva con sangre, cada episodio, cada momento… ¡Esto hay que hacerlo! ¡Hay que hacerlo!» Cómo lloraba en la cocina, los dos sentados estábamos. Pero después me llama y me dice: «Ángel, no sé qué pasa, no entiendo qué es lo que pasa». Pasó un mes, dos meses, tres meses… y le llamo preguntando: «¿Qué pasa Sergei Appolinarievich?», y él: «Pues no lo entiendo hijo, no lo entiendo».

Entonces Tarkovski me dice «Ven a mi casa que yo enseñé el guion al jefe redactor de Mosfilm y le gustó mucho, lo único dice que es muy largo y que es para cuatro películas. Hay que reducirlo y cortar». Todo eso está escrito en el libro de la exposición. Tarkovski me dice «Si quieres, vienes a mi casa y yo te ayudo a cortarlo». Estuve casi un año en su casa, con Tarkovski, leyendo, escuchando Bach, él empezando a escribir El espejo… Los dos solos porque en ese momento él no tiene otro trabajo, no le daban nada, Andrei Rubliov estaba prohibida, no tenía dinero apenas… Y yo seguía dando clases pero estaba con él cada día, y un día cuando yo iba leyendo y él escuchando el episodio de mi guion cuando en la guerra salíamos de Gijón, bombardeando y tal, con mis dos hermanas, se puso pálido, se tapó la cara, hizo una pausa y me dijo «Oye, amigo, regálame ese episodio…viejo», dijo viejo, —es lo que se decía entonces porque Hemingway estaba de moda—. Dice «¡Starik, regálame ese episodio, que lo necesito!». Y yo: «Claro, a mí no me van a dejar hacerlo de todas formas». Dice: «¡Quién sabe, yo haré todo lo posible! Pero ¿me lo regalas?». Y yo, «Sí». «Pues ¿me ayudas a conseguir a la gente?». Yo: «Sí, mañana mismo vamos al Centro Español». Y él, «Porque necesito una mujer que sea bastante guapa, española, típica… de unos cincuenta años por ahí, y después un par de españoles más»… Y yo: «¡Los tengo a todos!, ¿y Dionisio?». Y él: «Dionisio sería fabuloso pero no va a querer». «Hombre, cuando se entere, yo creo que lo convencemos… a Dionisio… Y a Ernesto»… Nuestro amigo, era del circo… ¿No sabes nada de Ernesto?

N.A. No.

ÁG. Ernesto trabajaba en el circo, era muy majo, vasco él.

N.A. ¿Ernesto, el que cantaba flamenco y toreaba, con bigotito?

ÁG. Sí… Estaba casado con una rusa y trabajaba en el circo, con caballos, montaba en caballos, pasaba de un caballo a otro haciendo…

N.A. ¿También le conocías del internado, como a Dionisio?

ÁG. Él no estuvo conmigo, estuvo con mi hermana, en el sur de Ucrania…

N.A. ¿Vosotros estabais separados, tu hermana y tú?

ÁG. Sí. Estuvimos en Leningrado juntos, luego ella tuvo algo en los pulmones, en los bronquios, y le llevaron al sur de Rusia, a Barnaul. Y yo me quedé en el cerco de Leningrado, estuvimos ahí unos meses. Nos sacaron de ahí después también y nos llevaron a los Urales. Y mi hermana estaba en el sur de Ucrania y de allí a Siberia, con Ernesto, también estaba en esa casa. Y a Ernesto le conocí después de la guerra con Dionisio, porque era muy amigo de Dionisio. Estudiaron Artes y Oficios los dos. Era un hombre de una estatura como yo, un poco más fortachón, macho, muy macho, muy luchador. Que nadie tocara un pelo a Dionisio o a mí o a alguien, porque se ponía con diez, con doce, los que fuera y los enterraba a todos. [Ríe.] Era un personaje… Se ponía en la pared, así, de la casa, y decía: «¡Ven, ven!»… Se atrevía contra los que fueran… ¡Era un tío maravilloso!…

«¡Ernesto está aquí!», digo a Tarkovski y fuimos al Centro Español… Me dice: «¿Y tú te conformarías?»… Yo ya había hecho Salud María, una película que tuvo mucha fama… «¿Te conformarías también…?» Y yo: «Claro, a lo que tú me digas». Y fuimos al Centro Español… Había algunos viejos jugando al dominó, contando sus batallas en el Ebro, era un poco ridículo, pero a Andrei le interesaba todo mucho… y les pregunté: «A ver, la mujer más guapa española de unos cuarenta y cinco o cincuenta, o cincuenta y cinco años… la más guapa», y todos dijeron: «¡María Luisa! ¡Hombre sí, María Luisa, claro, sí, María Luisa!», «¿Y quién es María Luisa?», «Ah, María Luisa trabaja en una embajada de Perú, o de México o de Argentina… y como tú comprenderás… Ya sabes…” “«¿Qué?”, dije yo… “«¡Que trabaja ahí… [Ángel golpea con los nudillos en la mesa.] y que… ya sabes!». «¿Y qué tiene que ver?», pregunto yo. «¡Bueno, tú verás!», me dicen. Para trabajar ahí había que colaborar con la KGB. Claro, una embajada extranjera, ¡qué te parece!… Yo se lo dije a Tarkovski y él dijo: «Eso no me importa»… Nos dicen: «Bueno, pues si no os importa…». Me dieron el teléfono, la busqué y hablé con ella y se conformó y es la que sale ahí…

En el papel de Pablo, en la película Salud María.

En el papel de Pablo, en la película Salud María. 4

N.A. Como mujer de Ernesto…

ÁG. Sí, la que se va enfadada y Rita, la protagonista, va a buscarla, sí…

N.A. La escena tiene algo que provoca tristeza, no sé cómo decirlo, son unos españoles como trasplantados… con un acento raro, parecen muy poco españoles.

ÁG. ¡Nada españoles! A mí, lo que hace Ernesto no me gustaba. Era una improvisación de Ernesto, porque él acababa de llegar de su casa, había estado en España como turista, allí había visto a Palomo Linares y le encantó cómo toreaba. Él era un hombre de circo, ¿comprendes? ¡Entendía el gesto y la plasticidad del torero!… Le encantó Palomo Linares y aunque también nos habló de eso, lo que nos contaba a Dionisio y a mí no solo era eso… Nos contaba cosas de su padre, que tenía un bar, y Ernesto observaba cómo trabajaba en el bar su padre, como servía a la gente… y cómo un día su padre le dijo: «¡A ver, echa tú el vino!». Puso las copas y Ernesto sirvió vino hasta llenarlas, el padre le llamó y le dijo: «¡Tú, me arruinas!». [Ríe.] Esas cosas nos las contaba y nos partíamos de risa. El padre estaba probando al hijo, que no le conocía. Otra vez le dijo: «Vete al sótano y trae un barril que tengo ahí de vino». Ernesto era muy fuerte pero por muy fuerte que fuera no podía con aquel barril; y dale que te pego por la escalera… Al rato fue y dijo: «Papá, que no puedo con él»… «¡Estás dos horas ahí! ―le dice el padre― ¡Y cómo estás dos horas, tonto! ¡Ya sabía que no podías, pero te mandé ahí a ver qué tal, si no puedes voy y te ayudo!». El padre era un vasco que le estaba dando clases de vivir al hijo… Y Dionisio y yo nos partíamos de la risa…. Y en lugar de contar esas cosas, en la película, Ernesto empezó a contar lo de Palomo Linares.

NA. Bueno, aunque es algo… una imagen fácil de lo español, era una época y por otro lado también expresa el desarraigo…

ÁG. No, yo siempre le dije a Tarkovski que lo quitara, porque el tema de la película es el de la madre y el padre… Y por eso teníamos tanta amistad con Tarkovski, y él con nosotros, porque él a los tres años se quedó sin padre porque se casó con otra mujer y les dejó, aunque se veían a veces… En su caso, el padre físico estaba; nosotros no teníamos padre, ni físico, ni químico, ni nada… En ese sentido, él tenía una especial amistad con Dionisio y conmigo, nos veíamos una vez a la semana ¡como mínimo!, en esos años sesenta… Entonces yo le decía a Tarkovski, «¡No, hombre, eso es una chorrada, es Mérimée!», de lo que yo huía en Carmen, de la españolada esa. España y toros, «No, España no es solo toros, es otra cosa». Y lo único que emociona de verdad es la salida de los niños del puerto, eso es emocionante… Es su infancia, es la guerra, es los niños perdidos en el mundo, ¿no? Pero bueno, eso está muy bien escrito en ese libro de la exposición.

NA. ¿Hay algo, Ángel, que supla la ausencia tan grande, lo que dices de los padres?

ÁG. ¿En Rusia?

NA. Sí.

ÁG. ¿Para nosotros, para mí por ejemplo?

NA. Sí.

ÁG. Claro, todo… El amor, el amor de los rusos: cómo me acogieron, cómo me querían, cómo me enseñaban…. Yo no comprendía, «¿Por qué me quieren tanto?», si mi madre a mí no me quería. Si mi madre, lo poco que la vi, no me quería y me zurraba y me echaba de casa. Y de pronto una gente lejana, de otro planeta, muy rara, de ojos azules, te adora, te quiere…

NA. Y los profesores españoles que fueron con vosotros también…

ÁG. Algunos. Pero especialmente Mariano Cámara, nuestro profesor de Historia en Leningrado. Yo le adoraba. Transmitía bondad, sabiduría… Nos hablaba de Urartu… y dibujaba mapas del Mediterráneo, ¡de memoria!, en la pizarra. En Leningrado nos llevaba al Museo del Hermitage a ver las momias y a mí en clase siempre me parecía que él, por su chaqueta, olía a Egipto. Nunca he estado en Egipto pero para mí huele a Mariano Cámara. Salió con nosotros del cerco de Leningrado. Antes de salir, los rusos nos daban por lo bajo a cada uno un pan negro, teníamos mucha hambre y algunos lo comían corriendo… y se ponían malos del estómago… Mariano también se puso malo, lo dejaron en una estación desconocida, se quedó allí olvidado y nadie le vio más. Pienso también en una profesora maravillosa, ya después de la guerra, que fue María Luisa Vicens.

Pero otros profesores españoles pegaban mucho. Donde estuvo Ernesto y mi hermana tenían una profesora que les maltrataba. A una Luisina, una tal Luisina Coviella la trató muy mal. Durante la guerra, huyendo de los alemanes, Luisina enfermó… Todos los niños de tanto andar acababan medio descalzos, con heridas en los pies, por los montes del Cáucaso… No les paraban los trenes cargados de soldados que iban al frente, hasta que un día los niños se tumbaron en las vías para detener a un tren y les paró. Así llegaron a Bakú y en barco cruzar el Mar Caspio… Esa era la ruta hacia Siberia… ¡Imagina cómo llegaron esos niños! Luisina estaba enferma en la cama, con mucha fiebre, una infección en los pies… «¡Al colegio!» y le quitaba las sábanas, y la niña «Que no puedo, que no puedo», pero no le creía, y Luisina murió. Me lo contaba mi hermana y hasta ahora me entran escalofríos… ¡No puedo soportarlo! Otro maestro español, en otro internado, ―Aguirre creo que era―, que tenía una prótesis en la mano y con la prótesis pegaba a los niños, pero un día los chicos se vengaron de él…

Yo tuve suerte. Me acuerdo de María Luisa Vicens que era la amiga de Lorca y de Salvador Dalí. ¡Vicens… era maravillosa! Ella me enseñó a leer el Quijote, después de la guerra. Aprendí monólogos del Quijote que me sé hasta ahora. Luego fue catedrática de español en la Universidad de Moscú. ¡María Luisa Vicens, claro!

Esa es la suerte que he tenido. Es el amor. Ese amor tan grande, incomprensible, no se sabe por qué te quieren tanto, no lo entiendes. Eso lo suple todo. Yo cuando llegué a España y volví a ver a mi madre, ―porque la conocí un poco antes en Hendaya―, pero ya cuando volví a España le dije: «Mamá, si ocurriera otra vez lo mismo te pediría que me hicieras lo mismo, que me enviaras a ninguna parte».

NA. Que te enviara a Rusia…

ÁG. Bueno, ella no sabía que era Rusia. Ella me envió a cualquier parte. Pero Dios me llevó a Rusia. Ella a cualquier parte, me tiró, pero Dios me llevó a Rusia. [Ríe.]

NA. En la exposición de Tarkovski, del Círculo de Bellas Artes, pensé al ver las imágenes de la despedida de los niños en el puerto… pensé: «El pobre Ángel fue solo, no fue con nadie»…

ÁG. Con dos hermanas, una que la dejaron en el puerto y con mi hermana mayor, Angelina.

NA. Qué cosa más cruel lo de tu madre…

ÁG. Sí, sí, mi madre no fue buena. Por eso mi hermana no la perdonó. Cuando se murió en París… ―porque se casó después con un francés―, yo iba mucho a verla a París, ahí está mi sobrina… yo estuve con ella y le decía: «Angelina… pero nuestra madre no es culpable de nada». Mi madre era inocente, una mujer analfabeta, inocente, vivía en la Habana… y llegó sola a España con nosotros, sin nada.

¿Conoces ese cuento de Dostoievski, El sueño de un hombre ridículo? Es de un hombre que una noche quiere suicidarse y en eso encuentra a una niña que le pide ayuda, él la trata muy mal y de vuelta en su habitación agobiado por sus pensamientos se queda dormido… En sus sueños se suicida y ya muerto, guiado por la estrella que había visto un poco antes, aquella misma noche, llega a un planeta que, según comprende, es una especie de paraíso. Al encontrarle, sus habitantes le aprecian como si fuera lo mejor que han visto en el mundo, le regalan flores, todo, y toda la gente es así, y él les enseña a mentir, pero allí no sabían mentir ni nada en ese planeta. Bueno, el caso es que él despierta de ese sueño maravilloso y no se suicida. Se queda pensativo. Así que comprendemos que irá a buscar a esa niña, etcétera, que ha descubierto… Cuando lo leí se me grabó. ¡Esta fue nuestra llegada a la Unión Soviética!

Llegamos a Leningrado, que es bellísimo, entonces no había guerra, cuando nos veían nos acariciaban, nos daban bombones… Y el Palacio de los Pioneros que estaba al lado del río Neva, grandioso, escaleras de mármol… Nos llevaban allí, yo iba a estudiar piano también, ¿sabes?… después de Pintueles, descalzo, hambriento… ¡Ahora, no creas, yo era feliz en Pintueles, eh! Yo era feliz de niño… llevaba el Niño Dios que dice Juan Ramón, ¿no?… Ese Niño Dios que andaba por el monte, descalzo, cuidando ovejas, por los prados aquellos verdes… corriendo, buscando nidos de pájaros y escuchando el ruido de las fuentes… Llevaba a Dios dentro… ¡Y qué maravilla de vida!, ¡qué alegría! Yo era muy feliz, hambriento y descalzo, pero era feliz… Una cosa interesante somos los niños…

NA. Bueno, Mariano el pastor te quería…

ÁG. ¿Mariano?… Bueno, Mariano me trataba bien. Él estaba a sus cosas. María me quería, su madre… Cuando yo regresé a Pintueles, ¿te conté cómo fue aquello?…

NA. Sí…

Ludmila Ukolova.

Ludmila Ukolova. 5

ÁG. Llegué a Pintueles… Mi madre no me quería decir… Y yo preguntaba: «¿Pero existe Pintueles o lo soñé yo?». Yo siempre soñaba con Pintueles, los olores… Mariano, sí lo tenía en la mente… Y mi madre siempre decía: «Que sí, que sí, pasó tanto tiempo, pasaron tantas cosas, que yo no me acuerdo de nada»… Y un día, en Asturias, estábamos descansando, con Ludmila, y yo preguntando a Serafín, que era otro… «Pues sí, está cerca de Infiesto, a seis kilómetros por ahí… y hay un único bar que es El Caballo». Entonces un día Ludmila se cansó de tanto oírme preguntar y dice: «¡Vamos a coger un taxi!»… Y fuimos ahí. Por el camino, le conté al taxista… nada, que yo vengo de otro país pero que la infancia la pasé allí y nada más… Al llegar al bar Caballo, el único bar, se paró el taxista y esperaba que yo le pagara y saliera, pero yo no pago ni salgo. Y Ludmila estaba detrás, sentada, estaba embarazada, y dice: «¡Pero sal, qué vamos a hacer aquí, ya hemos llegado!». Y yo: «¡Ya, ya, espera un momento!»… El taxista comprendió, que es algo muy español, salió y entró al bar, y yo veo cómo decía: «Aquí traigo a un señor que viene de fuera pero que vivió aquí de niño, y que estuvo fuera»… Y se acerca y me dice: «Ya lo presenté a usted»… Salgo y digo: «¡Espéreme, no se vaya! A ver qué pasa…». Abro la puerta, entro en el bar, y oigo: «¡Angelito! ¡Mamá, mamá! ¡Ha llegado Angelito!»… Los que estaban sentados en el bar, todos: «¡Angelito! ¡Angelito!». Había solo un Angelito en el pueblo, el pastor ¿no?… Y entonces, bueno, yo ya me empecé a tranquilizar, ¡que me reconocieron!… Porque durante todos esos años yo pensaba: «¡Joder, a que me lo inventé todo… Mariano… las ovejas… los caminos esos!». ¡No, no!… Se acordaban de mí todos muy bien y se emocionaron mucho. Yo pregunté en el bar: «¿Hay un tal Mariano, aquí, que era pastor… o lo inventé yo?». «¡No, sí hay, está… está vivo!». Y entonces se levantó un chaval en el bar y salió corriendo. Es que es todo misterioso… porque el chaval qué sabía, igual es que vengo a vengarme, a pegar…. porque hubo una guerra, qué sé yo. Del bar fui a ver a un tío, hermano de mi padre y con él andando al pie de la montaña… Cuando llegamos a la casa de Mariano, no estaba en casa, estaba cerrada… Seguro que el hijo le avisó de que yo había venido a vengarme… o a algo… [Ríe.] Y en eso aparece un hombre con un bastón, se queda así… y empieza a llorar y me abraza…. ¡Pero se había escondido! ¡Cómo es la gente en los pueblos!… ¡La guerra!… Tengo fotos con él. Después ya empecé a ir a Pintueles y vi a mis amigos de la infancia. Y un par de veces vino Mariano, bien vestido, con una boina… Ese fue el encuentro con mi tierra. Pero mi madre no se acordaba.

Ese relato de Dostoievski me impresionó mucho. Porque cuando lo leí pensaba: «¿Cómo Dostoievski podía saber lo que iba a pasar conmigo?»… en aquel país maravilloso, porque era maravilloso aquello, no te puedo explicar cómo la gente puede ser tan buena, tan hermosa, tan generosa… Después ya nos llevaban cada año a descansar a un sitio… a los sitios de los zares…

NA. ¿Pero a dónde te llevaron cuando llegaste a Rusia?

ÁG. A Leningrado. De allí distribuían a todos los niños, a unos se los llevaba a Moscú, a otros…

NA. ¿Y allí os pilló la guerra?

ÁG. La guerra me pilló en la frontera con Finlandia y ya desde el primer momento fue terrible porque en seguida los alemanes… Finlandia estaba al lado, todo arbolado, eran noches blancas y el cielo se volvía negro de aviones, ¡negro, el cielo!, no eran cuarenta o sesenta aviones, eran miles de aviones, zumbando… No era como en Gijón que volaban dos o tres aviones se iban y volvían con carga otra vez, ¡que bastante era!…

NA. ¿Y para aquel momento ya hablabas en ruso, te entendías bien?

ÁG. No, ya hablábamos un poco en ruso y sabíamos cantar en ruso muchas canciones. Para nosotros tradujeron todos los libros del colegio, de la escuela… ¡Todos!, los de Ciencias Naturales, Física, Astronomía, Matemáticas, Geometría, Historia Universal… Todo en castellano para nosotros, traducido del ruso al castellano. Teníamos clases de ruso y el ruso lo oíamos también en el océano de sonidos en la calle, en el colegio. En el colegio estábamos aparte los españoles, y los rusos estaban detrás de una pared de cartón. Pero los rusos querían vernos y conocernos y darnos unos regalitos, y caramelos, lo que sea… Pero estudiábamos ruso y ya sabíamos algo de ruso, no mucho, pero sabíamos poemas de Pushkin, lo primero de Puskhin, canciones, y leíamos bastante… Yo dibujaba mucho, pintaba.

Empezó la guerra y a los pocos meses, serían cuatro o cinco o seis meses como mucho, nos llevaron a los Urales. Era ya invierno. Nos llevaron a los Urales por una estepa infinita de nieve, durante más de un mes, me parece, ¡porque se paraba el tren en cada arbusto!… Venían trenes del oriente porque Japón decidió no atacar a la Unión Soviética… Entonces, todo el ejército que había para defenderse de Japón viajaba en trenes infinitos con ciento y pico vagones que iban a Moscú, a la defensa de Moscú. Tardamos muchísimo en llegar a los Urales y allí estuvimos hasta el cuarenta y cuatro, o finales del cuarenta y tres…

Y allí hacíamos de todo: talábamos el bosque, en los koljoses recogíamos patatas… en los hospitales militares cantábamos canciones españolas… Había una chica, Lourdes, muy guapa, vasca, cantaba muy bien, cantaba canciones soviéticas y los militares se volvían locos, cantaba con un acento español que les volvía locos, canciones de la guerra. Y yo también cantaba. Dionisio acompañaba con la mandolina y otros con la guitarra, y yo cantaba Limón limonero.

NA. ¿Cómo es esa?

ÁG. Hay una canción de antes de la guerra que es «A los pies de un limonero florecido / una tarde que en mi vida olvidaré / un mocito pinturero y presumido / una niña le entregó todo su querer. / ¡Ay, limón limonero, / limonero mío de mi corazón!». En la guerra pusieron otras palabras: «¡Ay mi buen compañero / compañero mío de mi corazón!», pero yo la cantaba con las palabras antiguas que me aprendí en Pintueles, en la romería aquella… Y gustaba mucho, Limón limonero.

Otra de las canciones que yo cantaba era A la mar fui por naranjas, conoces la canción ¿verdad?… «A la mar fui por naranjas / cosa que la mar no tiene. / Todos vienen mojaditos / veo los que van y vienen. / ¡Ay, mi dulce amor / ese mar que ves tan bello es un traidor!».

Esta canción es el leitmotiv de mi vida. Poco antes de salir de la URSS, ―una decisión muy difícil―, Dionisio me decía: «¡No, hombre, si en España no hay nada que hacer!». Él estuvo un par de semanas de turista, que vino a ver a su madre… y se perdió y todo… Y por eso me dice: «¡Todos van dándose codazos, empujando unos a otros, corriendo a ver quién alcanza primero no sé qué! ¡No me gustó ese ambiente de allí! ¡España no me gustó nada! ¡Yo ahí no vuelvo ni aunque me maten!». «Bueno», ―digo―, «pero yo tengo que volver. Siento que tengo volver. Yo aquí esto… no resisto». Me prohíben el Pirandello, me prohíben El hombre de La Mancha, me prohíben Madrid no duerme de noche, de Alfonso Sastre… Lo hice en el teatro de mi maestro, en el Teatro Yermolova, que me invitaron, y le puse el título Madrid no duerme de noche aunque Alfonso Sastre lo titula En la red… ¡Prohibido también! El guion que escribo con todo el amor del mundo… ¡Ya diez años luchando, Dios mío!

Entonces, ya cuando estaba montando El espejo con Tarkovski, ―porque yo le ayudaba con el episodio de los españoles por el texto en español―, me llamaron del Mosfilm, a casa, y me dicen: «¡Ángel, qué alegría, qué alegría tan grande! ¡Le felicitamos, por fin ha venido el permiso para su película!». «¿Sí?». «¡Sí, sí, ha venido el permiso! ¡Pase por aquí hoy mismo! ¡Estamos todos felices!». «Pues yo ya me voy a España», ―les digo―. «Ya tengo el permiso para ir a España. Me voy a España». «¡Tantos años luchando! ¡Tonto! ¡Con lo que nos gusta el guion!… ¡Pase por aquí!»… Y yo me pasé por ahí, pero no por el departamento ese sino por el estudio de montaje donde estaba Tarkovski, y se lo comenté. Dice: «¡Hijos de puta! ¿Sabes lo que quieren? ¡Que no te vayas a España! ¡Y no te van a dejar hacer la película nunca, qué cabrones!»… Con muchas palabras rusas de esas de mucho calibre… Se emocionó mucho y dijo: «¡Vete, vete, no hagas caso! Aunque tengas que hacer caminos, ¡lo que sea!, pero vete y serás libre… y el primer dinero que ganes se lo das a tu madre». Eso me dijo.

Pocos días antes de irme ya de la Unión Soviética me llamo un amigo mío del Comité Central del Partido, que me quería mucho, era responsable del departamento dedicado a España. Me quería por mi película Salud María, que había visto…

NA. Él era ruso, ¿no?

ÁG. Era ruso sí, Pertsóv. Y me dijo: «Ángel, lo siento mucho, siento despedirme de usted porque le quiero, le aprecio mucho. Pero tengo que decirle una cosa. Quiero que sepa antes de irse que su guion no lo hemos prohibido nosotros. No fue la censura soviética, porque nos gustaba mucho el guion, yo lo he leído y me gusta mucho… Fue Dolores Ibarruri… Quiero que lo sepa, que se vaya con eso, y que sepa que ese dolor que lleva del guion, diez años, ha sido no por culpa nuestra»… Y aquí ponemos un punto.

NA. Ponemos un punto.

ÁG. Un buen punto ¿no?

NA. ¡Vamos, hasta un titular!

[Reímos.]

Nos volvemos a ver dos semanas después, y esta vez quedamos cerca de su casa. Queremos hablar de su llegada a España.

ÁG. En Rusia yo sentía en mi piel que me prohibían espectáculo tras espectáculo y me amenazaban con llevarme a Siberia, con los Seis personajes… de Pirandello… Ahora hay una página en Internet que se llama «Los amigos de Ángel Gutiérrez», bueno, la han hecho sin preguntarme… El redactor es un amigo mío, Aleksandr, es el que está publicando los diarios españoles… En esa página, de pronto, él encontró a una actriz muy famosa, que fue alumna mía y que estuvo en los Seis personajes. Ella le pidió mi teléfono, se lo dio y me llamó y estuvimos hablando, ella muy emocionada llorando… Adriana… y estuvimos recordando los Seis personajes y todo lo de esos días. «Nosotros sabíamos que ocurría algo terrible, pero estábamos fuera de la batalla, estábamos en el escenario pero no detrás, en las bambalinas, en esos despachos donde se hacían aquellas reuniones… Pero algo nos llegaba y sabíamos que usted lo estaba pasando muy mal». Lo recuerdan muy bien y muy emocionados porque fue algo dramático… ya la obra de Pirandello es dramática, pero lo que pasaba con nosotros, con el espectáculo y conmigo era trágico.

Esa agresividad que se vio después, en el año noventa y uno en Rusia… Los nuevos, los recién llegados, ¡eran esos!… los que en los setenta dieron el vuelco, los que traicionaron a la idea del partido, aquel ideal que nos unía a todos y nos daba una riqueza muy grande, espiritual… Porque nosotros lo que buscábamos era el sentido de la vida. Nos preguntábamos ¿para qué vivimos? Nuestra fórmula era que el sentido de la vida es el constante autoperfeccionamiento del artista. ¿Para qué? ¿Para enriquecerse? ¿Para pasarlo bien? ¡No! Para ayudar a los pobres, a los humillados, para trabajar por la justicia. Para crear un mundo justo, bueno, hermoso. Para eso vivíamos. Y yo veía cómo eso se estaba derrumbando y eso no me lo podían matar… Pero no me lo mataron, porque yo vine a España.

Y en Rusia, por otra parte, además con la fama que ya tenía como actor de cine, sobre todo por dos o tres películas, yo sentía que me estaba aburguesando. Tenía dinero, y a pesar de esas críticas, me llamaban constantemente de la televisión y de otros teatros de distintas partes, de Lituania… Yo tenía un miedo terrible a acostumbrarme a la comodidad… «Ya tienes cuarenta años… La vida más o menos arreglada, unos te quieren, otros te odian»… Pero tenía muchos amigos… Y sin embargo yo tenía pánico a perder lo mejor que yo era y dejarme llevar por la corriente de la vida fácil, cotidiana, burguesa y grosera, ¿comprendes? Beber era muy fácil, todos venían con medio litro, «Vamos a beber porque de otro modo no se puede», eso ya lo conociste en Rusia… Yo veía muchas cosas cada día y me decía: «¡No, no, yo tengo que ser el que quise ser, el que no voy a dejar de ser! Y si sigo aquí… esto está cambiando de tal manera que me va a arrastrar a mí. ¡Tengo miedo, tengo miedo!»… Sentarme a tomar cafés y hablar de Hemingway y de tonterías, enamorarme cada día de una chica nueva, ¿comprendes? Y tenía que dar un salto, un salto al vacío. «¡Qué pánico, qué pánico! ¡Sin paracaídas!».

Digo esto porque yo en alguna variante de mi guion tengo un episodio de cuando estuve viendo a mi madre en Hendaya. Es el episodio de un vasco. Cuando fui a despedir a mi madre al puente de Hendaya, vuelvo… y Dolores, la dueña de la pensión, puso música de pasodobles, española, para animarme… Pero mi madre acababa de cruzar el puente, los gorriones volaban por aquí y por allá, y yo no pude ni siquiera pisar la tierra española… No podía alegrarme. «Te está esperando un chico vasco», me dijo. Era joven, guapo, muy alto él. Te lo conté ¿verdad? «Busco a mi padre, piloto, era compañero de Franco… de la misma promoción. Era un piloto muy bueno, él fue el que sacó al gobierno de Madrid cuando entraban… y a Dolores…», me dijo. Y después en el tren, cuando me despedía el chico repetía: «¡Es muy alto, es un gigante, se llama…!». Y yo: «¡Lo encontraré, no te preocupes!». ¡Y lo encontré! ¡Y hablé con él! Vino a mi casa. Dijo que vendría en coche y yo lo esperaba al lado de mi casa… Coches que pasaban, pero no veía a nadie… Y de pronto «¡Ángel!» y veo una silla de inválido y de ella salió un hombre sin piernas, con dos prótesis y muletas, guapísimo, hermoso… «¡Soy yo!». Lo subí a mi piso y me confesó —«Yo no volveré»—, y me dijo porqué: «Porque vivo con una mujer que me salvó la vida… es rusa. Yo también volaba aquí en la guerra. Durante toda la guerra salíamos con paracaídas a volar, pero al final de la guerra ya eran tantos los vuelos que hacíamos, estábamos tan acostumbrados, que no nos poníamos ni el paracaídas… y aquel día que me derribaron, era el final de la guerra». El caso es que le dispararon y dijo al copiloto: «Sasha, oye que tenemos que tirarnos sin paracaídas, voy a bajar todo lo que pueda el avión y nos tiramos». Él se tiró pero el otro no pudo… Llegó hasta un bosque y, bueno, perdió las dos piernas.

Yo solía decir a mis alumnos, a mis compañeros, que en la vida lo fácil es subir al tranvía pero lo difícil es tirarse del tranvía en marcha; desde ese momento, lo tengo escrito en mi guion. Empecé a decirles que en la vida había que saber tirarse sin paracaídas, porque ¡con paracaídas cualquiera! Eso me animaba mucho. Y me decía: «Oye, tú escribes eso, hablas de eso, pero tienes miedo, no tienes cojones para tirarte sin paracaídas y empezar de cero, todo de cero, sin una peseta, sin una casa, sin un trabajo, sin amigos, sin nada… empezar en un país ajeno»…

NA. Ese fue el gran problema, ¿no?

AG. Ese fue el gran problema.

NA. No podías ser consciente de cuán ajena era España…

ÁG. ¡Hasta tal punto, no! ¡No, no, no!… Yo iba a mi patria y sabía que mi madre sería para dos días. Eso sí que lo sabía porque la había visto ya en Hendaya y era una mujer anciana. Pero fíjate, ella en mí veía a su marido, que de la misma edad se había muerto… Y decía: «Fuma como él, los ojos, la mirada, la risa, todo como él…». Pero yo sabía, y les decía a todos los que se iban antes, que lo de la familia es una tontería, porque eso vale para una semana como mucho pero luego hay que empezar a vivir ahí y a luchar ahí, en un país que no conoces y ¿qué haces?… Estaba Franco vivo… De eso era consciente, pero no de que iba a venir de un planeta del futuro, ¡de un planeta del futuro, entiendes!, a un pasado del siglo uno antes de Cristo, ¿comprendes?, que es como encontré a España o me lo parecía.

NA. También venías de un mundo muy herido y viviste la experiencia soviética…

ÁG. Claro.

NA. Con una manera de ser muy distinta. Una dictadura donde estabais obligados a superponer una doble interpretación de las cosas: lo que parece ser y lo que es. Y supongo que esa manera de ser, de relacionarse con la realidad, provoca una gran tensión. Y tal vez cuando tú llegas a España en ese estado y te enfrentas a una situación desconocida en la vida y en la profesión teatral… todo es muy distinto y además con los de izquierdas y otros franquistas… no puedes interpretar esa realidad ni ellos tal vez pudieron tampoco.

ÁG. Sí, izquierdas y derechas todavía estaba todo mezclado… Aún vivía Franco, y en la Televisión, por ejemplo, que parecían de derechas y no me dejaban entrar ahí porque yo venía de la Unión Soviética. Yo vivía en el Barrio Blanco, en el estudio de un pintor, José Luis Verdes. Era un bajo, una puerta de aluminio muy frágil que se abría fácilmente, y cada vez que me iba me dejaban mensajes los de Cristo Rey: «Como no te vayas de aquí te matamos». Los de ultraizquierda también me dejaban mensajes de muerte: «Como digas algo malo de aquello…».

NA. Pero esos hechos serían puntuales…

ÁG. No, fue más que eso. Pero eso no me asustaba, me sorprendía nada más. Me decía: «¡Joder, yo vengo con las mejores intenciones y me toman por enemigo de mi pueblo!». En París ya me avisaron mis amigos: «En España no abras la boca, para nada, no abras la boca. ¡De política nada!». Y yo de política no hablaba y por eso sospechaban de mí más. Conocí a José Luis Verdes y a través de él a pintores famosos, a Juan Luis Cebrián, que era director de EL PAÍS… y los oía hablar y ellos me preguntaban pero yo decía poca cosa, nunca me metía en política, ni hablaba de Franco ni nada. Sin embargo, tuve la suerte o la mala suerte de que me invitaron en Barcelona al Instituto Alemán de Cultura, creo que se llama así, a dar una charla sobre el teatro soviético, un tal Salvat…

NA. Ricard Salvat.

ÁG. …que me invitó y estuve viviendo en su casa. Era comunista, comunista, comunista. Cuando llegué a Barcelona, preguntando la dirección de Salvat en castellano no me contestaban, no me entendían. «¡Caramba, estoy en España y no me entienden!». Entonces pensé: «Voy a hablarles en ruso a ver si me entienden: Podskazhite, pozhaluysta, kak proyti na ulitsu…?». ¡Caramba, me entendían y me acompañaban… cosas raras! Cuando fui al Instituto Alemán yo llevé carteles que tenía de la Taganka y en dos horas hablé lo que pude del gran teatro ruso, soviético… del Teatro Taganka, del Teatro Sovremennie, de Efros y los demás directores y de lo que estaban haciendo y de las dificultades que habían tenido. Y la sala se dividió en dos: unos que me aplaudían y otros que silbaban… Cuando fuimos a cenar, lo mismo. Yo solo hacía una crítica a aquel sistema que estaba en decadencia total ya entonces, y que al poco tiempo se derrumbó del todo… Sin embargo ellos creían en el Eurocomunismo, en Carrillo, Berlinguer… Y yo decía: «No, hombre, todo eso son tonterías. ¿Qué pinta aquí Carrillo o Berlinguer cuando hay un país como la Unión Soviética? Ya visteis lo que pasó en Checoslovaquia o lo que pasó en Hungría. Lo que pinta es la Unión Soviética y los Estados Unidos, dos frentes. Cuando desaparezca la Unión Soviética será otra cosa». Yo venía políticamente bien preparado y ahí tuve que hablar.

Ángel y Efros. Teatro de Arte, Moscú, 1998.

Ángel y Efros. Teatro de Arte, Moscú, 1998. 6

Y en la cena que siguió con el director y su esposa, de pronto se me acerca Juan Antonio Hormigón, con su mujer… Yo estaba sentado tranquilamente y me dice: «Tú, ¿qué piensas de esto?». Y yo que estaba acostumbrado a tratar de usted a la gente y a los alumnos también de usted… «¿Tú que piensas de esto?». Y yo, «Vamos a ver ¿y a usted quién le presenta? ¿Quién es usted?». «¡No, no, déjate de tonterías! ―dice― ¿Tú qué piensas de Solzhenitsyn? ¿Qué piensas de la Internacional Comunista?». Digo: «¡Pero, vamos a ver! ¡Pero a usted qué le importa lo que pienso yo! ¿Con qué derecho le viene a un hombre desconocido que está aquí despistado, que está recién llegado, a hacerle un interrogatorio? Parece de la policía secreta… ¡Quién diablos es usted! ¡No quiero hablar más con usted!». Dice: «¡Ya hablarás, hijo de puta! ¡Ya hablarás!». ¡Eso impacta!

Luego aquí, en Madrid, también en el Instituto Alemán me advirtieron: «Como digas algo malo de aquello no te lo vamos a perdonar». Y yo, «¿Pero ustedes quieren la verdad o vivir en la mentira de sus ideales?». Luego, en la cena, una pelea con José Monleón y con el director del Instituto. El alemán me dice: «¡Usted es de la KGB!». «¡Lo que faltaba, yo de la KGB! Pues fíjese usted que si yo soy de la KGB usted sería de las SS porque usted, que es mayor que yo, estoy seguro de que participó en la guerra, en la Segunda Guerra Mundial, yo también como niño, víctima dos veces, y usted seguramente como soldado de Hitler. ¡Y me viene usted a decir que yo soy de la KGB! ¡Yo, víctima dos veces de dictaduras!». Y Monleón, alborotado. ¡Otro escándalo!

Bueno, era mi realidad. Yo estaba solo, no tenía ni amigos, ni nada… Recién llegado a Madrid vivía en casa de una galleguiña cerca de Sancho Dávila, cerca de la Plaza de Toros; fui a la Cruz Roja a pedir una ayuda y me la denegaron, yo les decía: «Estoy aquí, no tengo casa, soy de los niños de la guerra». Pero eran franquistas… También fui al Ministerio de Asuntos Sociales y ¡nada! «Hay que resignarse», me decían.

Y en esas recibo en casa de esa galleguina una tarjeta, no sé cómo se enteraron, era una invitación a la Embajada Sueca, del embajador que me invitaba a comer. ¡Menos mal que estuve en Barcelona y me pagaron cerca de diez mil pesetas! Me fui al Corte Inglés y me compré unos zapatos, una chaqueta… «¿Para qué me invitan allí? ¡No puede ser! Es un error», pensaba. Era cerca de Colón y me esperaban al lado de la puerta el embajador y su esposa, me recibieron como un buen amigo y tomamos un desayuno, fueron muy elegantes conmigo. No sé de qué hablamos, de política no, pero algo me sondeaban. Me extrañó mucho. Y después, de la Embajada Americana, lo mismo. «¡Esto, por Dios, ya es una broma!». Allá había otros españoles y me hacían algunas preguntas, también de política, pero les dije: «Yo no entiendo nada de eso. Soy un artista y he venido a dar todo lo que pueda de mí como artista y aquí estoy y nada más». Al poco tiempo recibo una invitación de la Embajada Francesa, que estaba cerca de Cibeles… En un jardincito me estaba esperando el embajador con su señora, y yo: «¡Pero, Dios mío, qué es esto!, ¡qué está pasando!». Entro, me sientan a su lado, un buen desayuno, la señora, yo en el medio, el embajador, y al otro lado estaban Bardem, Saura el pintor, Salinas del Comité Central y dos o tres personas más. Casi todos ellos habían estado hacía poco en Moscú, en un congreso de sindicatos comunistas, y me llamó Dolores para ver si los podía acompañar por el metro, llevarles al teatro… Y estuve con ellos una semana, por lo menos… y allí en esa mesa estaban en frente pero no me conocían…

NA. ¿Hacían como si no te conocían?

ÁG. Sí, no me conocían. Pusieron caras de clandestinidad.

NA. ¿De qué año hablas?

ÁG. Sería el setenta y cuatro todavía porque yo llegué en otoño, pero con mi familia de Asturias estuve un par de semanas y en seguida me cogieron un billete porque decían: «Tienes que ir a Madrid que aquí no hay nada que hacer»… Se deshicieron de mí… ¡Hicieron muy bien! Me compraron unos pantalones, una camisina…

NA. ¿Tu familia, era tu madre?

ÁG. Mi madre y otros hermanos que no conocía. Me decían: «Al tren, en Madrid, teatro o lo que sea. Vete a Madrid», que no entendían ni lo que era.

Y eso es lo que pasaba conmigo. No es solamente lo que tú dices de «otro mundo y otra manera de ser»… España estaba en el momento de la transición. ¡Cómo iba yo a pensar en eso! Yo no elegí el momento de mi salida pensando en lo que pasaba en España, ¿comprendes? Aquí era el momento de la muerte de Franco, la transición… Iba a pasar algo y eso lo empecé a entender cuando estaba aquí, lo tengo escrito en mis diarios, es la crónica de esos días. ¿Qué significaba todo eso de las embajadas? Significaba que, al parecer, como mi llegada coincidía con todo eso y como venía de allí y hablaba poco, me consideraban algo así como la persona que ha venido de Rusia para dirigir la perestroika española. ¡Imagínate tú! ¡Pobre de mí, pobre de mí!

Luego llegó la muerte de Franco. Pero vi a Franco vivo un día que salía de El Pardo, que me llevaron unos amigos, le vi en la ventanilla de atrás de su coche. Ya vi a Franco, vi a Stalin ¡que más quiero! [Ríe.] Y luego me seguían tomando por un tipo que había venido a algo, pensaban: «Igual ni es español, pero allí lo prepararon»… La policía de Oviedo también me seguía los pasos en Madrid, me acuerdo delante de un escaparate de zapatos admirando los zapatos mientras pensaba: «Si algún día me pudiera comprar unos zapatos así…», y vi que había dos policías de paisano. Como estaba acostumbrado a eso, de Moscú, no me asustaba.

Y por fin, viviendo en casa de esa gallega vino a verme una amiga mía de París, letona, que era administradora de la UNESCO, estaba casada con Salvador Calabuig, el compositor que me escribió la música para Carmen, y vino a verme. Me dice: «Vamos a una exposición de pintura y hablamos, así nos distraemos, tomamos algo». Y ahí vi una persona que se parecía mucho a un ruso, ¡pensé que era ruso!, con una barba larga, regordete él, parecía Rasputín o un cuadro de Repin… ese de unos tirando de las balsas, tal vez es porque yo quería ver caras rusas… Y le miré y él se me quedó mirando: «¿Me conoces?». Y yo: «¿Y usted es ruso?». Él a mí de , es que en España todos de . «¿Usted es ruso?». «¿Ruso? ¡Jajaja!», una carcajada homérica. Dice: «¡Ah, que tú eres ruso!». «Bueno, vengo de allí, estuve muchos años». «¡Ah, sí, ven aquí!». Era su exposición. Era José Luis Verdes. Me llevó a su casa, me presentó a su mujer, a su familia…«¿Dónde vives?». «Vivo en casa de una galleguiña, pero ya se me termina… No tengo dónde vivir». «¿Y trabajo?». «Acabo de llegar». «Oye, te voy a enseñar mi estudio. Si quieres puedes vivir ahí por ahora, es muy bonito». Y ahí viví cinco o seis años.

¡José Luis Verdes! Y allí venía mucha gente a verle, a él y también a mí, porque él les contaba: «Que tengo a un ruso, el Ruso»… En esa época no había nadie de Rusia… hablar de Rusia era algo extraño. Él me presentó a Canogar, a Juan Luis Cebrián… Teníamos conversaciones que yo escuchaba, aunque no comprendía porque era otra mentalidad. Como que él entendió enseguida que yo era de otro mundo: cuando cada mañana tempranito venía al taller abría un poco la puerta y me decía: «¡O mutas o mueres!». Era el saludo por la mañana. Y yo le decía: «¡Muero!». Y hablábamos de cosas, de lo que es verdad y lo que es mentira en arte. Hablábamos de problemas éticos. «Y si no hay una ética, ¿qué hay? ¡Dinero, picaresca, chorradas! ¡Qué es eso!».

Lo mismo con Juan Luis Cebrián… Me llevó a ver a su mujer, tenía un teatro de aficionados, era muy simpática, muy maja ella y hacían una cosa de los griegos, no me acuerdo, una comedia, y me pareció que era simpática. Preguntaron mi opinión y les dije: «Sí, puede ser interesante, pero todavía hay que hacerlo, está todo por hacer. Hay que darle un toque contemporáneo, porque la arqueología no es para nosotros. El arte tiene que ser siempre hoy, ahora, aunque sea una cosa de Shakespeare. Hamlet por ejemplo, debe hacerse sin cambiar el texto ni hacer ningún truco, pero tiene que tocarnos hoy». Hablábamos mucho de eso. Y bueno… viviendo en ese estudio vino Pepe Estruch a veces…

NA. ¡Un gran maestro de la RESAD, de categoría!

ÁG. Sí, sí y humanamente también, era una gran persona. Pepe había ido a Yugoslavia con Nuria Espert, a un festival en Belgrado con un espectáculo, y cuando volvió le dijo: «José Luis, ¿tú tienes ahí a un español ruso que se llama Ángel Gutiérrez?». «Sí, sí», dijo. «Es que llegamos a Belgrado y a Nuria todos se le acercaban diciendo: “¡Ángel Gutiérrez! ¡Ángel Gutiérrez!”». Eran del teatro ruso, de la Taganka y otros dos teatros, ¡todos amigos míos!. «¿Qué sabes de Ángel Gutiérrez? ¿Qué es de él?… Somos alumnos de Ángel Gutiérrez. ¿Qué sabes de él?… Y nosotros no teníamos ni idea».

Entonces Pepe se lo contó a Rafael Pérez Sierra, que le habían nombrado director de la Escuela de Arte Dramático, me vinieron a buscar y yo encantado de la vida. Me salvaron la vida, los rusos me salvaron la vida y también gracias a Estruch y a Pérez Sierra, que era muy buen hombre y que me acogió y entró en contacto conmigo como un caballero español. Pero Hormigón le decía: «Como cojas al ruso yo no vengo aquí. No cojas al ruso». No me quería Hormigón. Yo, con Hormigón no traté más ese tema, pero lo tengo escrito. Y empezó mi vida con mis alumnos en la RESAD, hice con ellos Los viajes de Pedro el afortunado, ¡con alumnos de primer curso! Y por eso protestaron en la RESAD, los alumnos de tercero… porque yo hacía una obra con los de primer curso. A Rafael lo habían nombrado Director General de Teatro y me pidió que hiciera algo para un festival, pero yo: «Tengo alumnos de primero»… Y él: «Con los que quieras». Y llevamos Pedro el afortunado al Teatro María Guerrero y tuvo un éxito muy grande.

NA. Y así comenzó tu etapa como profesor de Interpretación en la RESAD, donde seguiste como catedrático hasta el año 2001, creo que han sido ocho promociones de alumnos.

ÁG. Sí. Y allí nos conocimos.

Han pasado más de dos meses desde nuestro último encuentro. En ese tiempo Ángel ha viajado a Moscú, invitado por el gobierno ruso, para participar en la celebración del aniversario de la llegada de los niños españoles a la URSS. Nos vemos cerca de su casa, y en esta ocasión es su hija Alexandra, Sasha, la que me acompaña hasta una terracita sombreada para evitar el sol de esta tarde calurosa de mayo. Allí conozco a su nieto, Mijaíl, Misha, de nueve años, su cara recuerda a la de su abuela, Ludmila. Cuando nos quedamos solos, Ángel me muestra las fotografías que ha traído. Esta vez queremos hablar de alguno de sus espectáculos y de sus últimos años en España.

ÁG. España fue muy cruel conmigo. El stablishment español de la profesión fue muy cruel. No debería serlo con nadie, con ninguna persona que vuelve a España a hacer algo bueno, pero menos con un niño de la guerra que volvía a la patria a entregar, a hacer algo bueno por su país. Y su crueldad fue muy grande. En la televisión me trataron muy mal. En la profesión no quisieron saber nada de mí.

Solo en el Teatro María Guerrero pude hacer Los viajes de Pedro el afortunado, de Ibsen. Era mi primer curso. En la RESAD hicieron manifestaciones contra el Ruso. Rafael Pérez Sierra me dijo: «Tú haz lo que tengas que hacer». Conseguí que pagaran algo de dinero, no recuerdo la cantidad, para unos bocadillos. Tuvo mucho éxito. Pero cuando estaba en el palacio de Congresos, presentando el espectáculo, José Monleón en el escenario conmigo presentando, me preguntaban si realmente eran alumnos españoles de primer curso. «¡Cómo puede ser, si trabajan muy bien! ¿Son realmente de primer curso?». Decía: «Es que tienen mucho talento. Es que España tiene mucho talento: Goya, Larra…». Este es un país con muchísimo talento. Decían: «¿Cómo ha conseguido este espectáculo? ¿Usted es español?». Y yo, «Sí, aunque he vivido cuarenta años en la Unión Soviética». En ese momento salió una manifestación con pancartas y gritando: «¡Fuera el Ruso de España!». Eran de la profesión.

NA. ¿Por qué se organizó?

ÁG. No lo comprendo. Seguramente porque recién llegado de la Unión Soviética yo dirigía esto en el María Guerrero para el Congreso, porque me lo había pedido el Director General. Y además tenía muchas ganas de hacer algo. Pero fue muy triste. Esto fue el primer recibimiento. Después, Hormigón… Ahora bien, era la parte negativa del stablishment español.

Pero yo estoy muy agradecido al gran público español. No solo a los que venían a nuestro Teatro de Cámara Chéjov en San Cosme y San Damián, sino también al público en Bilbao, en Santurce, en La Rioja, en Andalucía, en los campos donde hacíamos espectáculos para los campesinos, en Barcelona… El público era maravilloso, la crítica exquisita con nuestro teatro. Y digo nuestro porque tú estabas también allí e hiciste cosas muy buenas, y quiero mencionarte también porque es difícil pensar que existiera ese Teatro sin ti, porque todo lo que construimos allí en aquel espacio, que ni era escuela ni nada, que era una sala de danza, y las obras de reforma… y aquella puerta que necesitábamos y se abrió tirando una pared… [Ríe.] Y lo que nos costó, y la energía tuya… Y tú dijiste: «Abrimos la puerta aquí, porque sí, porque hace falta para el arte teatral español».

Ángel, Vasiliev, Nemisrovski y actores del Teatro de Cámara, Nuria en el Teatro Taganka, Moscú, 1989.

Ángel, Vasiliev, Nemisrovski y actores del Teatro de Cámara, Nuria en el Teatro Taganka, Moscú, 1989. 7

Y otros… También tuve a gente muy buena dentro del Teatro que me ayudaron: principalmente Germán Estebas y Jesús Salgado, Marta Belaustegui, Paco Caballero, José Luis Alcobendas, tú en aquel momento. En todo momento… En Veraneantes no hiciste un gran papel pero estabas allí ayudando en todo… y después en muchos espectáculos. Te agradezco mucho tu labor allí, quiero que conste. Quiero que eso conste porque dejaste mucho apoyo, mucha energía, mucho amor a ese Teatro, a ese proyecto, a la escuela.

Y después, es increíble lo que ha hecho José Luis Verdes por mí, porque yo recién llegado no tenía ni dónde vivir, ni trabajo, ni dinero. José Luis me cobijó en su estudio. Como te he dicho, era un pintor andaluz. Tenía su estudio en la plaza Platón del Barrio Blanco. Allí viví cinco o siete años. No tenía ni para un café y él a veces me daba dinero. Me invitaba a su casa y allí conocí a Juan Luis Cebrián, a Canogar, Julián Mateos… Hizo mucho por mí, y yo se lo agradezco mucho.

También hizo mucho por mí Rafael Pérez Sierra, que fue el que me llevó a la RESAD. Con él empezamos la nueva escuela: con Ricardo Doménech, Monleón, Hormigón… Hormigón también me decía: «¿Cómo haces exámenes de ingreso? Esto ya no es una dictadura. ¡El estudio es libre! ¡Eso es franquista!». «Claro», ―decía yo―, «pero también el público necesita a buenos actores, y hay que seleccionar a los mejores. Para tocar el violín hace falta oído absoluto». Y Rafael me apoyó, y se hicieron exámenes de ingreso. Y le agradezco para toda la vida. En tu examen recuerdo cómo empezaste tú, una chiquilla vasca, de un pueblo de por ahí. Recuerdo cómo corrías por ahí.

Ángel. Teatro de Cámara Chéjov, Madrid, 2011.

Ángel. Teatro de Cámara Chéjov, Madrid, 2011. 8

Un día Rafael Pérez Sierra en su despacho me presentó al Subsecretario de Cultura. Se llamaba Fernando Castedo. Le dijo: «Acaba de llegar de la URSS donde ha sido veinte años catedrático de teatro». Me dijo: «¿Es verdad? Pues pasa por mi despacho». Fui y estaba el Duque de Alba. Me preguntaron si tenían en qué ayudarme. Les dije: «Pero vengo de la Unión Soviética, puedo ser un espía». Y él: «No me importa, necesitamos a gente muy preparada en este momento en España. Yo te veo y sé que sí tienes esa preparación y por eso te necesitamos. ¿Has hecho ópera alguna vez?». «Sí», dije. Y preguntó a su asistente: «¿Qué hay libre?… Me dicen que no tiene todavía director Fausto. Pero hay que montarla en una semana. La partitura te la damos ahora mismo». Me la dieron, estuve un mes o dos preparando todo, y se hizo Fausto. Fernando fue un hombre maravilloso. Me preguntó por mi mujer y le contesté que estaba en Rusia, porque yo no tenía ni dónde llevarla. «Pues dile que venga porque tengo un chalet a cuarenta minutos de Madrid con piscina y todo y vais a vivir allí mientras no tengas casa». Se me hacía un nudo en la garganta: «Pero si no me conoces de nada». «Sí te conozco. Hazme caso: dile que venga. Además, ¿puedes escribir un texto sobre la formación del actor?». Y me dio cien mil pesetas como adelanto. «El tiempo que necesites: una semana, un mes, y lo traes».

Eso son ejemplos de españoles maravillosos: madrileños, andaluces, gallegos… Gente de distintas partes de este país maravilloso. Es el contrapunto a la miseria espiritual que había en la época de Franco. Nacía esa hierba mala, pero esa gente, y también el público español, y la gente que estaba conmigo, los actores jóvenes que estaban conmigo, que cargaban y descargaban y aguantaban mi mal humor, mis gritos, todo lo soportaban porque comprendían que estábamos haciendo algo nuevo en este país, un teatro maravilloso.

Después, a Fernando Castedo, cuando dejó de ser Subsecretario de Pío Cavanillas le nombraron Director General de la televisión. Yo allí había hecho Tío Vania y me habían cerrado las puertas, no me dejaron entrar más. Pero él me llamó, y me encargó El criado de Robin Maugham. Y lo hice. Después fue al Banco Hipotecario de director. También me llamó para ayudarme. Siempre venía con su familia a ver todos mis espectáculos y se emocionaba. Quería ayudarme. No sé de dónde le venía esa generosidad tan enorme, pero era así.

Después he conocido a un gran personaje, Ángel Fernández Santos, que fue un gran crítico de teatro y de cine. Me conoció en los primeros días. Llegaba en una Motorroller y quedábamos en el restaurante-cafetería Sagasti, en Alcalá. ¡Qué inteligencia, qué sabiduría, qué generosidad y qué humanidad tenía ese hombre! Me abría todas las puertas. Vino a vernos al Teatro del Escorial… No sé si tú le llegaste a conocer. Era un hombre maravilloso. Estos hombres fueron sobresalientes. ¡Eso es el pueblo español!

NA. Es verdad, a lo largo de los años has tenido a mucha gente que ha creído en tu teatro y lo ha apoyado: tus actores, Clara Janés, Jiménez Lozano…

ÁG. Sí… José Jiménez Lozano que me llama todavía y me pregunta mucho por ti, se acuerda de ti mucho. Una vez al mes por lo menos hablamos. Él escribió una vez para el programa de Los Picaros. ¡Un hombre genial! Cuando le dieron el Premio Cervantes me invitó al Palacio Real y me presentó al Rey: «¡Majestad, le presento a un genio que hay aquí!».

Y los críticos: Lorenzo López Sancho, Javier Villán. Incluso Haro Tecglen, que cuando vio Veraneantes pensaba cómo podía un niño de la guerra que había estado allí y había recibido tanto, hacer eso contra el pueblo ruso. «¡Pero, querido Eduardo, que no era contra el pueblo ruso, que era otra historia!». Sí, la crítica fue muy buena. También recuerdo a Sílex… Hay que nombrar a esa gente, porque es la verdad de todo. La moneda tiene dos caras, pero la realidad tiene muchas, y la historia de mi llegada a España tuvo muchas. Las críticas y el público… por ejemplo en nuestro espectáculo Mi pobre Marat. Hace poco, un señor de unos sesenta años se me acercó y me preguntó si yo era Ángel Gutiérrez, y se echó a llorar: «Usted me cambió la vida. He visto todo lo que ha hecho, y he aprendido quién soy y para qué estoy aquí a través de su teatro».

NA. ¡El agradecimiento del público era tremendo!

ÁG. Sí, tremendo, y las cartas que nos escribían. Un público maravilloso. ¡Qué sensibilidad, qué talento también de público! Otro me escribe: «Cuando voy a su teatro, usted me ayuda a descubrir todo lo que soy y lo que puedo ser. Me siento en la sala junto a gente que me es ajena y que no conozco de nada. Pero al poco tiempo me siento amigo de todos, como si lo fuera de toda la vida, y cuando salgo a la calle me dan ganas de acercarme a cualquiera y preguntarle por qué va triste, si tiene algún problema. Siempre tengo esa sensación después de salir de su teatro». Ni en Moscú he visto ese público. ¡Eso es España!

NA. Ángel, al oírte hablar renuevas ideas profundas del arte y del teatro, es un alivio del quehacer cotidiano. ¡Te lo agradezco de todo corazón! Pero no querría que acabara nuestra conversación sin que me digas cuáles son tus espectáculos preferidos en España.

ÁG. ¡Todos, porque en todos pusimos el corazón! Pero si hay que elegir veinte, por ejemplo…

NA. Veinte no, dime cinco.

ÁG. Cinco… Empezaría por Veraneantes, El Pabellón número seis de Chéjov, Los Pícaros con entremeses de Cervantes y pasos de Lope de Rueda, como Las Aceitunas, que era un espectáculo genial. Lo interpretaba José Luis Alcobendas y una actriz maravillosa que no tenía miedo a ser fea, a hacer el ridículo… Una actriz maravillosa que no recuerdo cómo se llamaba… Nuria ¡Alkorta! Y además de José Luis, Germán, Moncho Sánchez Biedma… Todos erais maravillosos.

El Sueño de una noche de verano, La Gaviota, de Chéjov. Y en América, Bodas de sangre. Creo que nadie ha hecho Bodas de Sangre como lo hice yo. Estaba libre porque no estaba la hermana de Lorca para censurar. Y comprendía que a Lorca le hacía falta alguien para quitar todo aquello que sobraba. Él quería hacer una obra trágica, como la tragedia griega, yo lo comprendí así, y al hacer la obra me sobraban los detalles naturalistas. Lorca no tenía nadie para decirle: «Federico, querido, quita todo eso que para la tragedia sobra». Y en Houston lo primero que empecé a ensayar fue un coro de gitanos rusos, muy trágico.

NA. ¿En Houston, un coro de gitanos rusos?

Ensayo en el Guitis, Moscú, 1974.

Ensayo en el Guitis, Moscú, 1974. 9

ÁG. No, yo había ensayado con ellos en Rusia, y en Houston lo utilicé. Es un coro muy triste, infinito. Después pedí una chica de unos quince o catorce años, debía ser esbelta, muy guapa y saber tocar el violín. Y me la encontraron. Le pedí que me tocara el tema de Bodas de sangre… Tocaba una cosa de Bach, Albéniz y una canción andaluza muy profunda, ella sola al violín vestida de Pierrot y luego se cambiaba de traje. En los dibujos de Lorca veía muchos de Arlequín y de Pierrot y comprendí que eso era fundamental, lo que él tuvo en la mente. El escenario era una cámara negra, no había decorado, todo era ascético, bastaba con los tres elementos fundamentales: madera, agua y tierra. Al comienzo del espectáculo unos hombres salían del fondo con cuchillos y hachas a matarse, y se colocaban en el proscenio. Menos dos, el novio y el gitano, porque en los laterales había dos tapas de ataúd y ellos clavaban el cuchillo allí. Después sale una mujer gritando y todos depositan las armas en el proscenio. Salía entonces la violinista… Ese era el comienzo. Todo en español, con actores de México y de Argentina… de la universidad de Houston. Vino un actor mexicano que luego se hizo famoso… Lo filmaron allí… Me pareció que por fin había conseguido un Lorca, porque yo ya había hecho a Lorca en el Teatro Gitano de Moscú y en el Teatro Stanislavski, con Alberto Sánchez. No me gustó aquella Casa de Bernarda Alba. Fue muy primitivo. Las actrices fueron muy buenas, pero yo muy mal.

Si pienso en los espectáculos que hice en mi vida, Carmen, Pirandello y este Lorca se cuenta entre lo mejor. Fui contra Lorca, pero por Lorca, porque creo que hice lo que él quería hacer. Creo que hubiese dicho: «Gracias». Porque fui fiel a su idea original. En Rusia fui el primero que hizo el Pirandello, Seis Personajes. El hombre de la Mancha, lo hice bien. Pero el último espectáculo que hice en el GUITIS con mis alumnos fue lo mejor que hice en Rusia. Era teatro absurdo total, grotesco. Una comedia de un dramaturgo soviético que yo transformé en una casa de locos.

NA. ¿Cómo se titulaba?

Primera fotografía en España, 1975 ó 1976.

Primera fotografía en España, 1975 ó 1976. 10

ÁG. Un día de descanso, de Katáev. ¡El escándalo que me armaron allí! Fue terrible… Tenía actores geniales. Comprendían todo con un susurro, con la mirada. En el GUITIS no me dejaban ensayar porque yo me iba a España y tenían miedo de qué estaba haciendo yo allí. Me cerraban las puertas de las aulas y me decían: «No están los alumnos». Otro día me decían: «No encontramos la llave de la puerta del aula». ¡No querían que yo ensayara! Era el año setenta y cuatro, ya me iba a ir en dos o tres meses. Y yo estaba empeñado en terminar eso, era mi obligación como profesor, lo tenía que hacer con mis alumnos, era un regalo que les quería hacer. Me propusieron no hacerlo. Me llevaron en coche por Moscú y me dijeron: «Por favor, Ángel, no se vaya a España. Usted es ya mayor y le va a costar mucho empezar de nuevo…». Les dije: «Lo sé». Recuerdo que les cité una cosa de Alexei Arbusov: «Ni siquiera un día antes de la muerte es tarde para empezar la vida de nuevo». Les dije: «Es de Arbusov, pero yo estoy de acuerdo, ni el último día es tarde para empezar a ser persona y libre». ¡Libre!

Por fin me dijeron: «Hágalo, pero trabaje en la sala de gimnasia y desde las once de la noche hasta las seis de la madrugada». Creían que nos íbamos a negar, pero todos los alumnos estaban encantados de la vida. Cada noche de ensayo tenía yo la sensación de que aquella mañana me iban a fusilar. Eso te da una energía, una fuerza que es invencible, y la imaginación no te digo adónde va. Así iban los alumnos conmigo: eran valientes.

En el espectáculo, no había nada antisoviético. Cantaban canciones del año treinta y siete que se mezclaban con música de Bach. Era muy abstracto. En aquel manicomio, estaban locos todos, pero en ningún momento se anunciaba… solo se sentía por el comportamiento de los personajes.

En la reunión de la cátedra del GUITIS me dijeron: «¡Cómo ha dejado a sus alumnos hacer esto!». El director del Circo de Moscú pronunció un discurso lleno de acusaciones contra mí. Yo veía que aquello pintaba mal…. Había traído una guitarra para cantar canciones españolas como despedida de mis alumnos, después de la cátedra. Hice llamar a los chicos, que estaban en la calle esperando… Mis compañeros que habían visto el espectáculo y lloraban de emoción, cuando vieron cómo iba la reunión no se atrevieron a decir ni una palabra. Yo salí al patio donde estaban los alumnos y les dije que se marcharan y que dejaran que toda la culpa recayera sobre mí. Y cuando estaba con ellos hablando, salió el Director del Circo, me vio, me llamó y me dijo: «Ángel Giorgievich, yo sabía que usted tenía mucho talento, pero es un genio; es genial lo que ha hecho con esta comedia. Le aprecio mucho pero no he tenido otro remedio que hablar así. ¡Perdóneme, usted se va y yo me quedo aquí!». Yo le dije que no se preocupara, que lo comprendía y que le perdonaba. Después, entré a hablar con el director de la cátedra y le dije: «Tú eres un sinvergüenza. Acabas de venir con tu madre… hace dos meses… a mi casa, para que prepare a tu hijo para que ingrese en el Teatro Vajtángov. Le preparé, y vinisteis a agradecérmelo con flores y regalos. ¿Y ahora me organizas esto? Me acuerdo que me decías que tu madre citaba a Alejandro Magno: “A un enemigo herido mátalo, no lo dejes vivo”. Yo no pido que te peguen… pero te digo que aquí en esta mesa está un cadáver, el mío. Seguid diciendo todas las barbaridades que queráis, porque ya tengo el visado para irme a España. He hecho lo que tenía que hacer y me voy con la conciencia muy tranquila. Hasta siempre».

Este fue el último espectáculo que hice en Rusia. Trágico totalmente. Fue grandioso, porque estaba hecho con sangre, con dolor.

 

 

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