N.º 52Teatro español en el exilio

 

Autoras dramáticas en el exilio

Virtudes Serrano
Investigadora teatral

 

Hace casi cuarenta años que considero una de mis prioridades como investigadora el rescate y divulgación del nombre y la obra de las autoras que, durante años oscuros de invisibilidad y falta de espacios, se dedicaron a la difícil tarea de expresarse mediante el género dramático. Desde finales de los ochenta del siglo XX, como he puesto de relieve en sucesivas ocasiones, la mujer comienza a conseguir un sitio en la escritura teatral y en los escenarios españoles. La infatigable lucha por alcanzar ambas metas de aquellas pioneras ha logrado que, desde los años noventa y, claro está, en lo que llevamos recorrido de este difícil siglo XXI, las autoras teatrales no necesiten un tratamiento de excepción y que formen parte, en las mismas condiciones que los dramaturgos, de la vida teatral de nuestro país. Pero tal situación de normalidad requería también la recuperación de autoras, que por sus ideas políticas o por las de sus allegados, hubieron de abandonar esta patria y fueron acogidas en adopción en otros países donde expresaron, mediante el drama literario, terribles evocaciones, vagos recuerdos, alegatos contra lo sucedido y experiencias propias, en clave realista o usando abstracciones y estéticas vanguardistas.

María Teresa León

María Teresa León. 1

Mi propósito en estas líneas es recordar aquí textos y autoras de las que me he ocupado de forma más extensa en otros lugares, como ejemplos de esas mujeres que han dejado constancia de un teatro variado y rico, escrito bajo la presión del destierro, de la cárcel o de sus conflictos personales. Para trazar este breve y diverso itinerario me detendré en las figuras de María Teresa León, Carlota O’Neill y Teresa Gracia[1].

Tras la segunda guerra mundial, iniciada la década de los cincuenta, seguramente en el exilio bonaerense, escribe María Teresa León La libertad en el tejado; no voy a detenerme en esta pieza, quizás la más conocida de la autora, estudiada en profundidad por Manuel Aznar Soler y nuestro recordado amigo Gregorio Torres Nebrera; dedicaré estas páginas a comentar un texto menos conocido del que tuve noticia en 2009, gracias a mi buen amigo el catedrático e hispanista italiano Gabriele Morelli, quien conoce mi dedicación al teatro de mujeres y me obsequió con un ejemplar de su reciente edición de La historia de mi corazón, de María Teresa León[2], El texto era desconocido para los estudiosos de la autora por haber permanecido oculto desde hacía cincuenta años entre “los papeles de un epistolario” en el que Morelli estaba trabajando en ese momento.

Al parecer, María Teresa León le envió su obra al mecenas italiano Eugenio Luraghi, que ya se había ocupado de la poesía de Rafael Alberti, con el ruego de que lo traduzca y lo difunda en Italia pero este no llegó a hacerlo y “deja el original entre los papeles polvorientos de su correspondencia, en donde la encontramos”, indica Morelli. Por carta, la autora le explicaba a Luraghi pormenores que tienen que ver con el contenido: “Es un drama, […] fácil de comprender porque es tan extenso su público como la realidad humana de envejecer”; con su peculiaridad dentro del género: “Está tratado más bien como un relato novelístico, pero es muy teatral”; con la escenificación: “Siempre tuve la preocupación de la caída de los telones entre cuadro y cuadro que rompe con la magia estética”; con la solución a los conflictos escénicos de tiempo y lugar a partir de la presencia de un personaje: “Por esa razón mi protagonista Clara Maiquez se dirige al público para cambiar el lugar y el tiempo de la acción”. En sus reflexiones sobre el espacio escénico, o el espacio sonoro, la autora deja ver la condición de mujer de teatro que posee y la insobornable vocación que la llevó a trabajar en todos los ámbitos del mundo de la escena: autora, actriz, directora, gestora, ensayista y estudiosa[3]. El texto verá la luz hacia 1950 pero: “Luraghi nunca llevó a término la versión de la pieza, ni han quedado fragmentos en italiano entre sus papeles”, de ahí la importancia de su recuperación actual[4].

Para quienes conozcan otras obras teatrales de María Teresa León, La historia de mi corazón quizás provoque extrañeza; no posee el aliento revolucionario de Huelga en el puerto, ni la crítica implacable de La libertad en el tejado donde, a pesar de los ecos de relato infantil, de la estética guiñolesca, del tono de farsa, del valor alegórico de sus personajes, se está aludiendo al enfrentamiento social de vencedores y vencidos de una guerra próxima en el pasado; al horror de las cárceles; al odio fratricida por el territorio o las ideas; a la necesidad de devolver a los seres la razón, “esa forma blanca caída del furor de un hombre”, representada por la Sonámbula.

La Historia de mi corazón lleva como subtítulo Drama de una vida y la precede un texto donde retóricamente se pregunta (¿la autora?, ¿su personaje?, ¿ambas?): “¿Quién conoce la verdad íntima que se fragua en el corazón?”. Título, subtítulo y texto advierten al receptor de que se encuentra ante un drama personal, un conflicto humano que no puede ser tratado ni con una estética revolucionaria ni con la mueca dolorosa y ácida de la farsa, sino con una fórmula poética que se filtra en cada expresión, en cada imagen, en cada comentario. La pieza, lo indicaba la autora, adolece de un exceso de narratividad (quizás quiso explicar demasiado o, seguramente, como le ocurre a tantas obras teatrales, de estos y otros años, de autores y autoras del siglo XX, no fue convenientemente depurada al no poder contrastarse en la escena con la opinión de un público que nunca tuvo), pero también está impregnada de profundo lirismo expresivo y contiene abundantes aciertos teatrales, muchos de marcado signo vanguardista, efectos que serán otra vez novedosos cuando se reutilicen en la dramaturgia de la neovanguardia de los años 80-90, treinta, cuarenta años después[5].

El tema que se esboza en el título La historia de mi corazón se desarrolla en el relato de la protagonista, Clara Maiquez, quien, después de su muerte, evoca el inicio de su vida adulta con el cambio que se opera cuando, seducida por el atractivo de Lucero, primer actor de una compañía teatral, deja el taller de costura donde trabaja y se marcha para ser actriz y su amante. Pero el paso del tiempo y las condiciones impuestas por quienes manejan el dinero actúan como destino inexorable sobre la que fue diva de la compañía, que se ve expulsada del escenario y sustituida por otra más joven. Pasados los años y con la compañía en declive, Lucero encuentra a una nueva jovencita (Beatriz) que sucede a Clara en el teatro y en su casa; por su parte, el Empresario querrá colocar en el puesto de Clara a una chica de la que pretende obtener los favores. Clara Maiquez queda así apresada en la angustia del fracaso, al no poder contener el torrente fatal del tiempo. Lo ha perdido todo: juventud, trabajo, amor, vida. La pieza comienza y termina en la misma situación; lo significan el espacio escénico que ocupa la actriz, su vestuario y el espacio sonoro que la envuelve.

El desarrollo argumental supone un retroceso temporal en el que Clara cuenta la verdad al público que presencia la escena. Así da comienzo la peripecia retrospectiva de su vida en el teatro. Su confesión la llevará a desvelar los más íntimos rincones de su historia, la de su corazón, por eso relata el momento en el que decide quedar para el recuerdo como la gran actriz que fue y no soportar el alejamiento de todo lo que ha sido su vida. Después de enterarse de los propósitos de Lucero sobre ella, declara ante el Gracioso y el Barba su desengaño en términos que superan el caso particular para generalizar sobre el destino del actor:

«Los actores vivimos de restos de conversaciones de café. Decimos: una actriz tiene que tener experiencia. ¿Cuándo se tiene experiencia? Cuando se es vieja. ¿Y entonces? Entonces… Vean, señores, vean la trampa. La mano derecha, la izquierda. Voilá y el juego ha terminado.»

Y sobre el olvido: “Somos un recuerdo […] Cuando los que nos han visto desaparecen hasta el recuerdo se termina”. Porque este Drama de una vida contiene el de otras vidas, otros perdedores que envejecen, como el Barba o el Gracioso; la del Muchacho, sumido en la tristeza por la traición de Beatriz, a la que él ayudó a entrar en la compañía, escondida en un baúl, y ahora se ha unido a Lucero a cambio de un buen papel; la del propio teatro, dependiente del dinero y de la tiranía del Empresario, quien no duda en imponer la expulsión de Clara a cambio de obtener un capricho.

Por eso, a pesar del intenso contenido individual que posee el drama a partir de la peripecia de la protagonista, es preciso resaltar el pilar temático-argumental referido al teatro, considerado en cada uno de sus componentes, sin olvidar al público. A él se refiere Clara cuando habla de la función del teatro que pretende quitarle a este: “Preocupaciones y dolores individuales para traerle a este estado de libertad que es seguirnos por este ámbito abierto de la fantasía”. También se habla de los críticos con irónica mirada en una secuencia de trazo expresionista donde la autora somete a juicio los comportamientos de los empresarios:

«Un empresario ve todo con los ojos estragados por los números. Es una extraña criatura con ideas encerradas en bolsitas hechas con billetes de banco. […] Está forrado de razones para la desilusión. Su sonrisa es un paraguas que se abre o se cierra con los cambios barométricos de la taquilla.»

Y aconseja cómo han de comportarse ante la crítica: “Un empresario tiene que tener un gesto menos condicionado por la bilis cuando habla a la crítica”; cómo ha de tratar con los autores:

«Para recibir a un autor, esos seres especiales tan orgullosos de sí mismos, es diferente. Se adopta un pequeño complejo de superioridad. […] Y jamás, jamás, aunque lleve una obra quinientas representaciones, debe notársele la satisfacción de saludar apresurado al pobre hombre que se le ocurrió escribirla.»

Describe la actitud machista con las mujeres cuando irónicamente les aconseja sobre la selección de una actriz: “Mire las piernas de las actrices y no sus ojos cuando se trate de contratos”.

El texto se encuentra dividido en tres actos, con una distribución clásica de los elementos argumentales en planteamiento, nudo y desenlace. Pero la apariencia tradicional de su estructura encierra multitud de elementos de vanguardia. María Teresa León, como hemos apuntado, comienza la historia por el final. Asistimos a unos recuerdos, a una rememoración vital; cuando se inicia la función, el desenlace ya se ha producido; no hay retroceso posible porque el círculo se cierra como empezó. Se nos cuenta la historia como se ha ido construyendo en el pasado, un pasado que se actualiza y se hace presente en las secuencias de la representación. Es una pieza sobre el corazón de una mujer de teatro en la que la metateatralidad se produce en distintos niveles, como he analizado en otra ocasión.

El teatro no solo es tema sino también estructura de la pieza, que se organiza como una sesión de teatro dentro del teatro, aunque al final el receptor comprende que asiste a una puesta en escena íntima, colocada en pie por la conciencia de la protagonista. Dentro de este espacio interior tienen lugar secuencias de otras representaciones en las que existe un doble marco teatral que encuadra una tercera acción: el primer borde lo compone el teatro donde supuestamente ha de representarse la obra de María Teresa León y el público que ha de presenciarla. Incrustado en él se encuentra el texto representable de La historia de mi corazón que contiene mediante la presencia-ausencia de Clara, las luces, la música y los juegos de retroceso al pasado, otras tantas formas de representación. El tercer nivel teatral lo constituyen las secuencias que los cómicos interpretan para ellos como ensayo o para otro público invisible, el que ocupa el teatro durante la representación de la tragedia de Clara.

Quien ha pensado esta complejísima estructura es una mujer de teatro en el sentido más completo; conoce los aspectos teóricos, empresariales, sociales del mismo y es capaz de concebir un espectáculo completo, en el que pone en práctica su deseo de solucionar “la caída de los telones entre cuadro y cuadro” para evitar que se rompa “la magia escénica”.

Fue sorprendente el primer contacto con la escritura dramática de la periodista Teresa Gracia, a través de los textos que se publicaron en Endymión en 1992, y más tarde, en 1998, en la revista de la ADE[6]. En el ilustrativo “Prólogo al lector” que la autora antepone al volumen compuesto por Una mañana, una tarde y una vida de la señorita Pura y Casas viejas, indica:

«No pudo ser el exilio, para mí, añoranza de una patria en realidad desconocida. Lo que escribí desde su mismo fondo (el exilio no tiene extensión en el tiempo o en el espacio sino profundidad, como si de un subterráneo o un pozo mágico se tratara) carece de descripciones de calles, de plazas o de puertos, y de recuerdos de amigos y hasta de profesores como los que se pueden encontrar en los de los intelectuales adultos que dejaron a España en 1939.»

La autora salió de España, con siete años recién cumplidos, en enero de 1939; iba con su madre y se acogió al férreo cobijo de un campo de concentración francés (Saint Cyprien), donde entraron voluntariamente y quedaron “desmayadas más que sentadas, por el dolor, sobre las maletas”[7]. Los ojos infantiles captaron entonces imágenes incomprensibles, los miembros cansados experimentaron sensaciones nunca conocidas, su mente de niña creó un imaginario donde realidad y fantasía concurrieron para configurar una pesadilla de pasado que surge a retazos en boca de sus personajes o se delimita en el espacio onírico en el que los mueve.

Teresa Gracia

Teresa Gracia. 2

El teatro de Teresa Gracia que conozco expresa más que comunica. Desde la profundidad de su lejano recuerdo de sucesos, unas veces vividos (Las republicanas), otras escuchados en esas conversaciones de adultos que siempre oyen los niños, extrae retazos de experiencia distorsionados por la lejanía, deformados por una mirada interior que evoca desde la madurez una infancia plagada de terribles sorpresas: “A empujones acabaron los piadosos gendarmes por internarnos en Saint Cyprien, y caímos en unos pocos metros de arena negra y mojada”, describe en Las republicanas, y María Teresa, la niña-personaje avisa: “Mamá, ese es un gendarme que nos va empujando. Nos hemos quedado las últimas”; de allí, rescata visiones fantasmagóricas: “Yo vi, en mi niñez, los inmensos cementerios que rodeaban los campos […]. Inmensos campos de cruces de madera, bastante pequeñas” que reaparecen en la lejanía de sus evocaciones dramáticas. Angustias, otro personaje de la misma pieza, trasunto en la ficción de la madre de la autora, relata al llegar al campo de concentración:

Eran los últimos kilómetros todo un cementerio de crucecitas blancas, muy ligeritas; más no se necesitaba para prender en la tierra a uno de los nuestros […]. No sabía qué decirle a la niña, si los habían matado o los habían puesto a morir.

De toda esta confusa realidad vivida, para Teresa Gracia, el verdadero exilio se encontraba en la lejanía lingüística. A fin de salvaguardar su derecho a lo vernáculo, tomó una decisión: “Recorrer las fronteras de mi idioma, día y noche, como una rata enjaulada, en el loco intento de defenderla de las miles de palabras francesas que la rodeaban”. De esa forma, llega a afirmar: “Logré vivir en el centro de mi patria (la lengua)”. Este afán pondrá en boca de Pura (personaje central de Una mañana, una tarde y una vida de la señorita Pura) el grito revolucionario de “En nombre del abecedario, ¡protesto!”; pero el exilio territorial se cobró un alto tributo: “Me quedé sin refranes, sin modismos, sin soltura estudiantil y sin los chistes de toda una época. Tuve que limitarme a la lengua que no varía, la de la poesía”.

La lengua, ese territorio del que no quiere ser expatriada, le deparaba, sin embargo, algunas sorpresas. La primera de ellas fue advertir “que podía haber una forma de hablar el castellano arrogante y despreocupada (¿el habla de los vencedores?)”. Sucedió cuando vio en Toulouse a tres hombres vestidos de azul, jóvenes pertenecientes a la División Azul. El hecho quedó grabado en su memoria y resurge dramatizado en Las republicanas. Después, ya de vuelta de su exilio geográfico, confiesa: “Se me hace a veces difícil leer a un poeta español de ahora, o a un dramaturgo, pues por su idioma han pasado cuarenta o cincuenta años suavemente”.

Una de las claves del lenguaje verbal de sus personajes dramáticos será precisamente el empleo de la lengua “invariable” de la poesía, aquella capaz de sobrevivir a la invasión extranjera: “…Todas esas palabras a que se aferran como a una tabla de salvación que flotase por los aires a altura de la boca, esos débiles cuerpos, presos de los franceses, bañados por entero en un idioma extranjero…”[8]. La lengua poética actúa como apoyo de las historias, de la explicación de las situaciones, de la configuración de los personajes. Los tonos empleados evocan a los clásicos auriseculares pero también utiliza la expresión distorsionada propia de las vanguardias poéticas del primer tercio del siglo XX. El universo dramático de sus piezas se desplaza desde la realidad de los sucesos a la incomprensible expresión de la imagen onírica desde donde fluyen sus recuerdos. Las nociones de tiempo y espacio se ven afectadas igualmente por esta misma situación de destierro, de paso fronterizo entre lo vivido y lo soñado o, mejor, entre la objetiva referencia histórica y situacional con su reflejo tamizado por la percepción en lejanía.

El título de su obra Casas viejas posee un referente real; el suceso tuvo lugar en el pueblecito gaditano que da nombre a la pieza, el 11 de enero de 1933, cuando un grupo de tres hombres, dos mujeres y un chico, capitaneados por un militante libertario (Curro Cruz), apodado “Seisdedos”, ofrecieron resistencia a las fuerzas de la guardia civil y a los guardias de asalto que los sitiaban. La orden que estos habían recibido, según informa la prensa del día 13, fue: “Ni heridos ni prisioneros”. Como los campesinos no cedían, se procedió finalmente a incendiar la choza donde se habían hecho fuertes. Solo se salvaron una mujer y un muchacho; un hombre y una mujer cayeron víctimas de los disparos al intentar escapar, mientras que el resto murió en el incendio.

“De Casas Viejas había oído hablar en mi niñez, pocos años después de los acontecimientos” comenta la autora en el prólogo citado. Y explica el suceso desde la imagen que la infancia le dejó impresa, como “una tragedia religiosa en que Dios era la tierra y no tenía, por consiguiente, bolsillos para guardar dinero”. En 1973 escribe Teresa Gracia su obra, y confiesa que lo hace “meditando de antemano las palabras de uno de mis personajes (‘juntos, vivos y muertos, constituimos la entera población’)”.

La complicidad con sus seres de ficción que denotan las palabras anteriormente transcritas nos lleva a considerar uno de los rasgos de lo que podíamos denominar su teoría dramatúrgica, condensada, así mismo, en el prólogo que estamos comentando, y que afecta a la construcción de los pobladores de su teatro. Este rasgo es de doble faz: autonomía con relación a su creadora y, paradójicamente, dependencia de esta con ellos, lo que ella muestra cuando habla de sus criaturas. La actitud, claro está, no es nueva. Las vanguardias de principio del siglo XX crearon ya la confusión de categorías y creador y criatura pasaron a ocupar un mismo nivel, cuando no superaba el ser ficticio al que había sido su progenitor. En el caso de Teresa Gracia y sus personajes, la autora declara mantener con ellos una simbiosis que la convierte en “un simple recinto cargado de múltiples microbios, donde resuenan otras voces”. Pero reconoce también haber dejado algo de sí en todos y cada uno de ellos; al comentar su relación con los personajes de Una mañana, una tarde y una vida de la señorita Pura, explica cómo se ve representada en cada uno de ellos:

«Creía sentirme […] muy cerca de Rosa, el personaje más joven y desvalido. Después vi que era también mía la incapacidad de Pura para vivir en el presente y que quizás también llevaba en las manos los callos del ‘chico de la pancarta’”.

Esta pieza traslada al receptor las ideas de la autora sobre las grandes palabras sustentadas por los políticos. La contradicción que se produce entre estas y sus ruines acciones se expresa a través del discurso de El Líder:

«Yo soy el poeta armado que de niño le daba la mano a un grillo en vez de orinar en su agujero. Se me escapó. Tendría grillos en la cabeza. Ahora soy el profeta de seis dedos, los míos, el del revólver que mata ideas con su índice de hierro y alimenta ideales en la palma de la mano.»

El argumento se concentra en torno a la figura de Pura, representante de la autora y de sus recuerdos. Con Pura recorre el receptor un doble camino; la vertiente que remite a experiencias de la infancia de la escritora en el exilio y la que desemboca en el desencanto producido por el fracaso de las expectativas despertadas sobre la coherencia y la legitimidad de los conceptos revolucionarios.

La escritora denuncia en su Prólogo el comportamiento rebelde de aquellos a quienes ha creado: “Ninguno de mis personajes ha querido escribir este prólogo en mi lugar, por mucho que les suplicase a todos me devolviesen la gota de tinta, tibia al haber estado en su boca, que les hubiere sobrado”. En otro momento se lamenta de la prolongada ausencia de personajes dramáticos que se presten a encarnar sus historias, aunque mientras los espera “me recibo a mí misma, […] y de esos aburridos encuentros nacen poemas que lanzo a la calle desde una ventana, con la esperanza de que en alguno de ellos se pose el leve pie de un personaje de comedia o tragedia”. Si se observa el sistema expresivo que personajes y autora manejan en los textos dramáticos, a la luz de esta confidencia, es fácil advertir que todos ellos trasladan al teatro esos poemas, profundamente influidos por las vanguardias, lanzados a la calle y adheridos a sus pies.

Otros caracteres dramatúrgicos se esbozan así mismo en estas breves páginas cuando explica con evidente tono lírico el por qué no incluye “dramatis personae” en sus textos:

«No porque no sepa contar, que aprendí las cuatro reglas, sino que viéndome en disposición de escribir una comedia porque alguien hubiera llamado al recinto ideal en que milagrosamente y contra mi voluntad yo misma me hallaba, y entraba en él solo o acompañado al mismo tiempo que otro se iba y se ponía a hablar con sus amigos o con el visitante principal hasta que desaparecían todos después de haberse dicho unos a otros maldades, que, de haber sido ellos hijos míos no les hubiera permitido pero también palabras cargadas de belleza que alegraban mi viejo y joven corazón, nunca recordaba yo quiénes habían entrado en el lugar ni cuántos habían sido.»

Otro motivo es que al reunirse los personajes jamás se puede saber si ha llegado alguno más “que permanece invisible para mí pero no para sus compañeros”. Con relación al espectador, considera inútil el proporcionarle una lista de nombres porque “el espectador no se da cuenta de cuántos amigos han ido a reunirse a esa extraña habitación de la que él constituye, con sus congéneres, la cuarta pared”. Así mismo, prefiere mantenerlo a distancia, concediéndole “la función de juez”.

Las republicanas[9] es la pieza que recoge más directamente sus experiencias personales, quizás por ello posee mayor precisión: el título concreta a sus personajes e informa del carácter colectivo de la peripecia dramática. Todas ellas cuentan las experiencias del campo pero es María Teresa el personaje que focaliza la acción, como trasunto de la autora y de su vivencia infantil. Una acotación precisa objetivamente tiempo y espacio: La acción se desenvuelve en un campo de concentración francés […] poco después de la guerra civil, delante del mar”. A pesar de ello, algo después, considera que la representación de su tragedia es: “para peces y navegantes”. A lo largo de sus cuatro partes se van desgranando anécdotas (Prohibición de las misas para evitar alborotos, al encontrarse las mujeres con sus familiares masculinos, y sucesos terribles al describir cómo la marea llena la playa de cadáveres). No obstante, en boca de Mercedes, emite un mensaje de solidaridad y confianza: “Porque entre todos nosotros hemos de llevar una cosa en los hombros que es nuestro país, que no pesa, salvo a medida que va pasando el tiempo”

La escritura dramática de Teresa Gracia oscila de lo objetivo de los referentes en los que fundamenta sus historias al subjetivismo profundo de la estética con la que se expresa y la presencia de su yo protagonizador que impregna a los personajes[10], creando un universo dramático atípico en su constitución y diferente de otras dramaturgias del exilio, aunque en algunos rasgos de ruptura se acerca a los autores españoles del Nuevo Teatro, el de los dramaturgos del 68.

Carlota O'Neill y el capitán Virgilio Leret, con sus hijas Mariela y Carlota.

Carlota O’Neill y el capitán Virgilio Leret, con sus hijas Mariela y Carlota. 3

Sin duda ninguna, una de las piezas con mayor carga de recuperación de la memoria histórica a partir de su experiencia directa de las que mostramos aquí es el drama de Carlota O’Neill Cómo fue España encadenada[11], versión teatral de su narración autobiográfica Una mujer en la guerra de España[12]. En este libro primero relata la forma en que en la tarde del 17 de julio de 1936 su vida sufrió un giro vertiginoso al que tardaría muchos años en poner rumbo. Todo lo sucedido a partir del verano de 1936, como describe en distintos textos de carácter narrativo y dramático, entre los que se encuentra el que ahora nos ocupa: Cómo fue España encadenada[13]. Acusada de ser “en extremo peligrosa” por sus ideas republicanas, fue separada de su familia sin previo aviso e ingresada en la prisión de “Victoria Grande” de Melilla, donde permaneció encarcelada cinco años sin haber tenido noticia alguna del paradero de su marido Virgilio Leret, capitán de aviación, que había sido  fusilado el 18 de julio de 1936 ni de sus dos hijas  pequeñas, a las que su suegro, quien la acusó de envenenar a su hijo con malas ideas revolucionarias, entregó a una institución del Estado de huérfanas de militares. Fue juzgada en un simulacro de justicia, vio a sus compañeras de celda salir hacia la muerte o el castigo inhumano, escuchó de boca de las que llegaban a engrosar el número de las encarceladas las más terribles experiencias. Si en los libros de memorias, su voz narradora y protagonista domina el relato, en la pieza teatral solo se percibe en el texto de las acotaciones y el protagonismo lo adquieren las vidas de estas mujeres con las que apenas tenía nada que ver hasta encontrarlas en aquel almacén humano. Con crudeza pero sin resentimiento, a pesar de su terrible situación, compone un drama en el que muestra el hacinamiento, la sarna, la suciedad, los jergones manchados, la falta de ventilación en verano, el frío del invierno a través de los ventanucos mal cerrados. Plasma la variedad de perfiles humanos y todas las secuencias emotivas de la cárcel: miedo, miseria, solidaridad. Su inicial testimonio autobiográfico acaba convirtiéndose en una historia coral, en la que cada componente del colectivo es protagonista, a su vez, de una historia con nombre propio (la chica violada por los falangistas, la madre encarcelada por no delatar a su hijo, la mujer que enloquece en las celdas de castigo, la relación que surge entre la maestra y la joven condenada a muerte…)[14].

La pieza está dividida en dos actos y cinco cuadros. La crudeza y el realismo que presiden la dramatización del cautiverio no impiden que, sobre todo en las acotaciones, se advierta la mano de una escritora sensible, capaz de configurar su material humano bajo forma poética. En este sentido son destacables las nociones que se transmiten del espacio sonoro que vivían las presas, mediante las que podían conocer, antes de producirse, los sucesos que tenían lugar fuera del recinto que ellas habitaban o el destino al que sin duda alguna de ellas ya habría llegado, como ejemplo la acotación del Acto I, Cuadro I:

«Llegan de lejos, ominosos y significativos sonidos de puertas herrumbrosas que se abren, cerrojos negros y pesados que se descorren, negras, inmensas llaves que introducen sus guardas en tétricas cerraduras: todo un tanto de película de miedo, pero allí, sólo queda… ¡El miedo! […] se aproximan pasos, llaves, cerrojos, y finalmente la puerta se deja abrir rechinando feo, dando paso al Carcelero 1 que porta en las manos el manojo de llaves y una linterna. [tras dejar a una nueva presa] Sale el carcelero y cierra con el mismo aparato de ruidos. Se alejan sus botas.»

Este texto de Carlota O’Neill es uno de los testimonios más explícitos y más valientes de los que conozco del género dramático en cuanto al tema de las cárceles y la represión después de la guerra civil, incluidos algunos de los que han pasado al cine, como Las trece rosas, de Emilio Martínez Lázaro, en 2007; no obstante, solo tenemos noticia de una “Dramatización teatral” de la obra que tuvo lugar en 2010, con dirección de Javier Hernández-Simón, producida por 661 Teatro con la colaboración de la Asociación de Directores de Escena.

En el resto de sus dramas, Carlota O’Neill seguirá utilizando profusamente, ya con otras modulaciones, los espacios auditivos, la música, los sonidos, las reiteraciones salmodiadas, los sones armónicos o violentos; en definitiva, todo un material de estética acústica que envuelve las historias para ilustrar, subrayar, dar nociones de teatralidad o propiciar la comprensión de su mensaje pero, salvo en algún caso, lejos de la áspera realidad vivida. Por otra parte, la estética realista de su peripecia vital deja paso a distintas maneras de expresión literaria donde tienen cabida los mitos, reutilizados y reinterpretados, como en Circe y los cerdos[15]; el psicoanálisis, el surrealismo (Cuarta dimensión, subtitulada Acción surrealista de la vida y de la no vida en dos actos[16]); el simbolismo alegórico, la crítica social, la denuncia de las torturas en cualquier lugar y la violencia ejercida en otros países son aspectos de las obras que componen Volver al origen, El café se ha enfriado, Dentro de una hora será mañana, Hombre… asesino del hombre y Yo… no soy yo, un conjunto de piezas breves bajo el título: Cinco maneras de morir (Prólogo del Dr. Carlos Sáenz de la Calzada, México, Costa- Amic Editores, 1982).

Por ser menos conocidas, me detendré algo más en ellas. El elemento común de la muerte aglutina este conjunto de diversas estéticas. En alguna de las obritas de este grupo, los procedimientos auditivos adquieren también un potente significado dramático. Como en Circe y los cerdos, la música de Ravel vuelve a sugerirse desde las acotaciones para dar paso a un personaje o para establecer una transición en Volver al origen. Se cuenta en ella la historia de un Basurero que, enamorado de Viento, una jovencita algo retrasada pero muy pasional, abandona sus obligaciones para quedarse con ella, porque le ha hecho sentir algo diferente a lo que siente con otras mujeres. Él, a pesar de estar configurado como una víctima social, obligado a recoger la basura desde que tenía cinco años para sobrevivir, es desconsiderado con las mujeres, hasta que conoce a Viento. Obedeciendo a la volatilidad de su nombre, Viento abandona a su amado Barrendero en cuanto escucha la Voz Masculina del Hombre 2 que la llama. Antes, en una escena onírica, dos indias, “jóvenes, morenas, de largas trenzas sobre los hombros. […] cual la figura legendaria del folclor mexicano, conocida por ‘La Llorona’”, acompañadas por la música a la que dan nombre, aparecen en el sueño del Barrendero para reprocharle su comportamiento.

El Café se ha enfriado es una curiosa fábula dramática de corte vanguardista que sustenta su estructura argumental precisamente en la presencia de ese café que se queda frío, evocador de aquellas perdices preparadas en la cocina de Don Illán, el mágico de Toledo del cuento de Don Juan Manuel. Con soporte en la teoría freudiana sobre el sueño con personas queridas que han muerto, que precede al texto, y el eje temático apoyado en el lema socrático que también figura al comienzo, donde la muerte se contempla como ley y no como castigo, la autora construye una pieza de gran sencillez y realismo aparentes pero profundamente enraizada en las formas y teorías de la vanguardia.

Él está al borde del suicidio porque Ella, su esposa, joven y llena de vitalidad, acaba de morir de tifus. Cuando su desesperación está llegando al culmen, Ella, feliz y dicharachera, entra en la habitación, como lo hará, años después, la Carmela de Sanchis Sinisterra en el escenario vacío donde se encuentra, tras su pérdida, Paulino. Ella no sabe que ha muerto; como Juan de Mañara, Don Juan Tenorio o Don Félix de Montemar vieron su entierro, la protagonista escucha los sones de un velatorio pero no se percata de que son por ella hasta después de que su anciana criada entre con un café para Él, sin advertir su presencia. Poco a poco, como los personajes del azoriniano Doctor Deaht de tres a cinco o los de A puerta cerrada, de Jean-Paul Sartre, toma conciencia de su realidad pero no se desespera. Lejos de ello, al contemplar la muerte como algo normal, prepara su incineración y el lugar donde esparcir sus cenizas y tranquiliza a su esposo, que entra en un sueño profundo. Al despertar, ha pasado el tiempo y el café está frío.

El empleo de elementos auditivos es somero, aunque preciso; es destacable el uso que se hace de los mismos al marcar las modulaciones del habla de los dos personajes; mediante la entonación se describen los estados de ánimo por los que pasan, al tiempo que los caracterizan tal como la autora precisa en las aclaraciones que los acompañan al comienzo; Ella: “Brillante personalidad. […] Su manera de andar, hablar, comportarse, es muy distante de lo considerado sobrenatural. Da la sensación […] de estar viva, alegre, segura…”; Él: “Temperamento sensible, emotivo; […] diversos niveles emocionales… o embelecos de su alma confusa…”. Como respuesta a tales perfiles las acotaciones marcarán los elementos suprasegmentales que caracterizan a cada uno: “dulcemente”, “sin dar importancia”, “sencillamente”, “radiante”, “sorprendida e ingenua”, “persuasiva”, “como si pidiera cualquier capricho”, “irónica”, se expresa Ella; Él carga de énfasis negativo sus intervenciones: “se pasma”, “tratando de serenarse”, “esquivando”, “como sonámbulo”, “sin saber qué decir”, “solemne”, “desesperado”, “decepcionado”. Algunos elementos acústicos presentes en el espacio dramático colaboran con la acción; así, al comienzo, cuando Él, desesperado, toma su revólver, “se percibe ligero ruido emanado de cualquier rincón”; instantes después “insiste el crujido” y aparece Ella. Al entrar la Sirvienta, lo hace “arrastrando los pies”, como signo de vejez. El primer indicio de la conciencia de la protagonista para reconocer su verdadera situación surge al penetrar por la puerta “murmullos, rezos y lloros” y “lloros y plegarias”, que aumentan su tono.

El “ulular de la ambulancia de la Cruz Roja, sonoridad de ultratumba”, como la califica la autora, enmarca la peripecia de Dentro de una hora será mañana, que transcurre en el dormitorio de Mario e Isabel, envuelto en “oscuridad, silencio y misterio”, pero también en el teatro, desde donde un espectador toma partido sobre lo que está contemplando, incitando al protagonista al suicidio. Los dos ejes temáticos de esta obra se apoyan en la búsqueda del reconocimiento de la verdad que Isabel pretende de Mario y en el azar que cierra, al final, el círculo abierto por el sonido que se escucha al comienzo y con el que personaje y receptor comprenderán lo que realmente han presenciado. Como se ha indicado, el espacio sonoro en esta obra no solo enmarca la acción, sino que funciona como informante de un suceso inesperado que proporciona el reconocimiento. La hora aún nocturna que desde el título preside el suceso favorece la enajenación de los sentidos en el protagonista, que no es capaz de identificar correctamente el “estrépito de tremendo frenazo de automóvil” procedente de la calle, que se produce inmediatamente después de que Isabel decidiera marcharse; ni “las voces, discusiones, pitido de la policía”, que escucha desde su balcón; ni “la sirena de la ambulancia” que “va acercándose, acercándose hasta el estruendo” y que deja “un vacío en el aire” cuando “calla”. Ha de llegar María, la criada, quien “desde fuera, golpea la puerta del dormitorio, dando gritos atáxicos, […] llena toda de perplejidad y lágrimas. […] Tartamudeando” para que él comprenda y lance un alarido de reconocimiento.

El argumento desarrolla, entre el primero y el último de los elementos de sonoridad expuestos, la discusión mantenida por ambos personajes, Isabel y Mario. Isabel ha sabido que Mario le roba el dinero que su madre le facilita para vivir e interroga al marido sobre ello; así descubre que él es un estafador profesional y que ha vivido de distintas mujeres hasta que se casó con ella. Al hilo de la conversación, la autora, por boca de Mario, opone la responsabilidad de las estafas particulares de quienes han tenido una vida difícil como él, a las grandes estafas propiciadas por “reyes, príncipes, presidentes de gobierno, generales… banqueros… ¡políticos…! Los poderosos de la Tierra, protegidos tras sus magníficas mesas, en los grandes despachos, rodeados de lujo; […]… ¡y el respeto de todos, que les sirve de tapadera, para gozar la vida en toda su crápula”. Pero Isabel no está de acuerdo, la verdad que ha encontrado en su indagación la ha dejado “triste y vencida”, y se marcha a la calle, donde se produce el espacio sonoro que todo lo envuelve.

De estética y construcción completamente distintas del resto de las piezas es Hombre… asesino del hombre, aterrador alegato contra la tortura en los países de Hispanoamérica, donde vuelve a espantosas situaciones que ella siente suyas porque pocos años antes las vivió de cerca. Se compone de tres partes: la primera una dedicatoria en prosa (“Dedico este diálogo”), un texto informativo en el que la denuncia de las torturas practicadas en Chile, Argentina, México, Uruguay, los testimonios de los que pudieron contarlo y las valientes opiniones de la autora sobre sucesos tan trágicos y próximos en el tiempo de la escritura del texto conforman un marco documental escalofriante y conceden a la pieza un profundo sentido épico.

La segunda parte, igualmente distanciadora y documental, aunque desarrollada mediante la recitación de un poema, constituye la “Primera Escena” y, allí, una Voz acompañada de “Música apropiada”, presenta a cuatro poetas de Haití (Renée Depreste, Anthony Phelps, Jacques Roumain y Rony Lescouflair) que declaman el poema “Noticias frescas”, con idéntico tema que la “dedicatoria” inicial: la tortura y el recuerdo de algunas de las personas reales que la padecieron. La “Escena segunda” forma la tercera parte y el núcleo dramático del texto. La situación se centra en un Hombre que aparece en “una placita de un suburbio de Londres” y se sienta en un banco. Allí se suceden tres secuencias, protagonizadas por el Hombre: La primera con una Rubia (una prostituta), después con un Policía y finalmente con Aurora; pero el Hombre solo está pendiente de sus recuerdos, horribles visiones de suplicios, como las descritas en las secuencias precedentes, que se proyectan al fondo ilustrando la acción dramática. El espacio sonoro que acompaña la secuencia con la Rubia: “Sorpresivamente surge, como metralletas, música de instrumentos eléctricos, acompañados de gritos destemplados”; a ella la impulsa a “bailar frenética y a él le suscita la curiosidad por lo que “dicen las palabras”. Estas trasladan las doctrinas jipis: “La maldad y el egoísmo de los padres; la putería de las madres; la necesidad de refugiarse en la droga y hacer el amor, para olvidarse de todo, antes de que hagan la guerra y nos mate la ‘bomba’…”. Cuando el Hombre rechaza a la Rubia, queda dormido y la escena recoge el espacio de sus sueños: “Se escuchan nutridos pasos de botas de hombres en marcha”, a los que las palabras del Hombre cargan de significado: “¡Hileras de muertos vivientes…” […] ¡Caminábamos…! ¡Caminábamos…! ¿A dónde…? ¡Nos habían dicho…! ¡No podíamos creerlo!”. Los pasos se extinguen y tiene lugar el recuerdo de los suplicios, proyectado para el receptor en la pantalla de fondo del escenario; el Hombre, ante la visión, evoca: “¡Aquel grito…!  ¡Del fondo de la tierra…!”, emitido por el torturado.

Con el Policía londinense que acude a atenderlo, al escuchar sus lamentos en sueños, no puede hablar; sus idiomas son diferentes. Él acaba de “nacer de un avión”, como le había dicho a la Rubia; viene de América Latina y habla solo español; viene en su auxilio Aurora y, con su presencia, da comienzo la tercera secuencia. También ella aterrizó en Londres desde América, huyendo de la represión en su país. Aurora ofrece al Hombre ayuda y cobijo, hasta que encuentre trabajo y un lugar para vivir, pero, cuando lo deja solo para ir a avisar a su familia de la llegada del nuevo huésped, él desaparece en medio de una “avalancha sonora, bárbara, que incide hasta el final”. Aurora: “busca al hombre y, al comprender que se ha marchado, regresa al banco; inclina la cabeza y queda estática, sin darse cuenta de la homofonía que la envuelve”.

La última de las piezas de este grupo, Yo… no soy yo, ofrece una estética y una configuración de personajes muy distinta del resto; subtitulada “Monólogo oniromántico”, está protagonizada por tres seres alegóricos: Folía (Sensualidad), Psyché (Razón) y Evo (Duración de las cosas eternas, duración de tiempo sin término). Un poema de Gorostiza de Canciones para cantar en las barcas se antepone al texto que comienza con “música de fiesta”. Folía entra en este espacio alegre pero pronto deja ver su angustia ante los estragos que el tiempo y la vida han dejado en su rostro, cubierto de las miradas del público con un antifaz. Inicia un monólogo en el que se lamenta de su condición pero lo interrumpe para invocar a Psyché que aparece hermosa y libre del tiempo que interrumpe la vida de Folía. Se pueden apreciar en esta pieza ecos de la figura de Dorian Gray, en su doble personalidad bella y horrenda, ya que Folía y Psyché estarán representadas por la misma actriz, según indica su autora, por ser dos vertientes de una misma entidad. Pero con más fundamento podemos relacionar a Psyché, libre y atravesando el mar hacia la eternidad que Evo le ofrece, con la imagen de la propia Carlota, salvada por sus obras, dejando atrás, en otro continente, las angustias y dolores de otro tiempo.

En la obra de Carlota O’Neill es fácil observar la presencia de una escritora cuidadosa en el tratamiento de los recursos de estilo que pondrá al servicio de conformar literariamente una serie de experiencias reales, en unos casos, o de acompañar sus ficciones en otros. Pero todas sus voces están encaminadas a expresar el sufrimiento del ser humano herido por otro ser humano o a invocar la vida y la libertad.

La revisión de estas tres dramaturgas y sus textos, y el mostrarlos hoy aquí es, según he apuntado al principio, el mejor modo de restaurar el tiempo perdido y el territorio de unas escritoras que guardaron su memoria durante el exilio, trasladándola a sus textos dramáticos.

 

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Notas    (↵ Volver al texto returns to text)

  1. El orden en el que aparecen los comentarios de este trabajo obedece a la fecha cierta o aproximada en que los textos fueron redactados o publicados mientras las autoras permanecieron en el exilio.↵ Volver al texto
  2. María Teresa León, Historia de mi corazón, Edición facsímil del original, transcripción y Prólogo a cargo de Gabriele Morelli, Málaga, Centro Cultural Generación del 27, 2008. El texto dramático posee una doble numeración de página: la que procede del facsímil, 78 páginas dactilografiadas, reproducida, entre paréntesis, en la parte superior de las hojas correspondientes del texto editado; y la del libro, colocada en el extremo inferior derecho, 181 páginas. Todas las citas proceden de esta edición, la única que conocemos hasta ahora.↵ Volver al texto
  3. Sobre estos y otros aspectos de su actividad en el teatro pueden verse Manuel Aznar Soler, edición y estudio introductorio de María Teresa León, La libertad en el tejado, Barcelona, GEXEL, 1995, donde se contiene un “Apéndice documental” con artículos de la autora sobre “El teatro internacional”; y Gregorio Torres Nebrera, edición de María Teresa León, Obras dramáticas. Escritos sobre teatro, Madrid, Asociación de Directores de Escena, 2003.↵ Volver al texto
  4. No obstante, al responder al envío, afirmaba: “Gentile Señora, he recibido La historia de mi corazón, que he leído con avidez. Enseguida me pondré a traducir esa obra que encuentro viva, nueva y […] humanísima”.↵ Volver al texto
  5. Al obtener el texto, publiqué un artículo sobre el mismo “La historia de mi corazón, de María Teresa León: Vida y teatro” en Teatro republicano en el exilio, monográfico dirigido por Manuel Aznar Soler, Estreno XXXVI, primavera 2010, págs. 82-92.↵ Volver al texto
  6. Teresa Gracia, Casas viejas y Una mañana, una tarde y una vida de la señorita Pura, Madrid, Endymión, 1992. Las citas del “Prólogo al lector” y de estos dos textos proceden de esta edición.↵ Volver al texto
  7. Teresa Gracia, Las republicanas, con texto introductorio de César de Vicente Hernando (“Escribir el pasado contra el presente: Las republicanas”), ADE Teatro, 64-65, enero-marzo, 1998.↵ Volver al texto
  8. Son palabras de María Teresa, el personaje de Las republicanas, representante de la propia autora.↵ Volver al texto
  9. César de Vicente Hernando, en el artículo citado, da como fecha aproximada de escritura de la primera entre 1968 y 1972; la autora dice haber escrito La señorita Pura en 1972; y Casas viejas en 1973. Hay noticia de un texto teatral inédito posterior, cuyo título es La ex-exiliada, sobre el que puede verse Wendy Llyn Zaza, “La ex-exiliada de Teresa Gracia: una introducción”, Laberintos: revista de estudios sobre los exilios culturales españoles, 3, 2004.↵ Volver al texto
  10. César de Vicente Hernando, en 1998, en su análisis citado de Las republicanas, explica la peculiar forma de expresión dramatúrgica de la autora, como el “pliegue como forma de escritura”.↵ Volver al texto
  11. Carlota O’Neill fue hija de Enrique O’Neill y de Regina Lamo; estaba emparentada por vía paterna con el dramaturgo norteamericano Eugene O’Neill, y su madre, escritora, pianista y periodista, le transmitió sensibilidad y conocimientos artísticos. Carlota se dedicó desde muy joven a la escritura y formó parte de la generación de republicanas progresistas de la preguerra. Antes de la contienda ya había escrito, según testimonios de su hija Carlota Leret O’Neill, algunas novelas y se sabe que colaboraba en distintos periódicos de orientación republicana. Vuelvo a reiterar ahora mi agradecimiento a Lidia Falcón, sobrina de Carlota O’Neill, que me puso en contacto con la hija de la autora, quien me atendió generosamente y me señaló a Manuel Aznar Soler para que me facilitara los materiales que yo no había podido encontrar. Gracias a mi buen amigo Manuel Aznar, que no dudó en compartir conmigo lo inencontrable de Carlota O’Neill.↵ Volver al texto
  12. Existen varias ediciones de este texto desde que por primera vez vio la luz en Caracas en 1951. En México se publicó en 1964 con el título de Una mexicana en la guerra de España. Para este trabajo he utilizado la publicada en Madrid, Turner, 1979, por la que citamos. Existe una segunda parte de sus memorias, Los muertos también hablan, en un volumen que incluía Una mujer en la guerra de España y Romanzas de las rejas, todo ello bajo el título de la primera parte (Una mujer en la guerra de España, Prólogo de Rafael Torres. Madrid, Oberón 2006). En esta segunda parte relata la no menos desastrada y alucinante peripecia que hubo de protagonizar, desde su puesta en libertad, para conseguir rescatar a sus hijas de las insidias que las mantenían fuera de su tutela y emigrar a Venezuela con ellas; explica su relación con la música, lo que ofrece argumentos para entender su sensibilidad para la creación de universos auditivos: “Mientras yo rebullía en el útero de mi mamá, me llegaba la música, la alta música. Hacía ejercicios de piano, repasaba el repertorio”.↵ Volver al texto
  13. Una importante fuente de información y documentación sobre la autora y su génesis familiar se recoge en la edición de Juan Antonio Hormigón de Cómo fue España encadenada (Madrid, Asociación de Directores de Escena de España, 1997) donde se publica también Circe y los cerdos y se reproduce la primera versión del texto teatral Los que no pudieron huir, que quedó desechada por la autora. Son muy apreciables las aportaciones documentales que completan la edición de nuestro recordado amigo Juan Antonio Hormigón en las notas a pie de página y los documentos del apéndice final. Las citas de Cómo fue España encadenada corresponden a esta edición.↵ Volver al texto
  14. De este texto me ocupé en particular en “Cómo fue España encadenada, memoria dramática de Carlota O’Neill”, en Setenta años después. El exilio republicano español de 1936, eds. Antonio Fernández Insuela, María del Carmen Alfonso García, María Martínez-Cachero Rojo, Miguel Ramos Corrada, Oviedo, KRK, 2010, págs. 619-631. Y volví a él, junto con el resto de su producción dramática y el poemario Romanza de las rejas en “Voces de vida y muerte: el espacio sonoro en la obra de Carlota O’Neill”, Anales de la Literatura Española Contemporánea, 37, 2, 2012, monográfico “Escena y literatura dramática en el exilio republicano de 1936”, coords. Manuel Aznar Soler y María Francisca Vilches de Frutos, págs. 437-453.↵ Volver al texto
  15. Circe y los cerdos fue publicada por primera vez en México, en 1974, su estructura dramática está dividida en rapsodias, como en el poema homérico, término que remite al mundo musical. Además, al principio, la voz de Homero se percibe sobre un fondo de “Música de Ravel. La presencia de Circe va siempre envuelta en melodías misteriosas y ella, como las sirenas, entona canciones inquietantes para los náufragos prisioneros”.↵ Volver al texto
  16. Posee esta obra una estética muy diferente a la empleada para la reutilización de la encantadora clásica y, por supuesto, a la manejada en Cómo fue España encadenada. Sergio Magaña califica esta pieza, en el “Prólogo” del volumen (Teatro con Cuarta dimensión, Circe y los cerdos y Cómo fue España encadenada, México: B. Costa-Amic Editor, 1974), de “teatro de hoy” e imagina a su autora “con una raíz de Mandrágora en una mano y la jabalina en la otra”, arrojándose “en prosa dramática dentro de una depurada línea que nos resulta de cierto, moderna”. Afirma Magaña que, en esta obra, la autora “rompe de plano” con su estética realista pero conserva el lenguaje propio de su estilo personal. ↵ Volver al texto
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  1. Fuente: EFE, Barcelona (01/06/2017). Maria Teresa León, la autora olvidada de la generación del 27. Recuperado de https://www.lavanguardia.com↵ Ver foto
  2. ©Ángela Ibáñez. Fuente: https://angelaibanez.blogspot.com↵ Ver foto
  3. Fuente: Inmaculada de la Fuente (12/12/2004). La memoria dolorida de Carlota O’Neill. Recuperado de: https://elpais.com↵ Ver foto

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