N.º 50El humor en el Teatro Español Contemporáneo

 

EL TEATRO TAMBIÉN SE LEE

Leer Autos Sacramentales
en tiempos sombríos

Inés Illán
Universidad de Oviedo. Colaboradora de la SER Asturias

Ahora que lo pienso, haber leído teatro en la adolescencia fue una buena cosa, muy despertadora, aunque no lo reconociera en su momento. ¡Qué extraño!, no había reparado, con la debida  atención, en los efectos secretos y duraderos de aquellos actos de lectura de obras de teatro. Pero, a veces, basta un toque de algo o alguien, para desestabilizar el obstinado olvido y espabilar la memoria y es como si se soplara la  llamita de siempre. El teatro tiene una larga vida, si bien, cuando le parece a él o a sus circunstancias, se  eclipsa, para no ser menos que la razón, el sol y la  luna.

XVIII Salón Internacional del Libro Teatral. Días 1, 2 y 3 de diciembre de 2017 en el Teatro Valle Inclán de Madrid.

XVIII Salón Internacional del Libro Teatral. Días 1, 2 y 3 de diciembre de 2017 en el Teatro Valle Inclán de Madrid. 1

Trataré de poner en su sitio el guirigay de recuerdos que ahora se agolpan, porque la memoria los despierta y pone en movimiento, pero luego allá te las compongas. Esa madre de artes y artimañas, no se conforma con la agitación sino que llega de sopetón y te dice: “escribe lo que recuerdes;  escríbelo,  perezosa”. Es una madre implacable y exigente. Y Ella, Her, la Memoria, con su voz de otro mundo, me recuerda, en este instante, como si yo no lo tuviera bien presente, que anda todo tan desconcertado que es preciso concertarlo, al menos en la propia casa, sea o no república independiente y entienda o no de teatro. Imposible desobedecer a una madre tan imperativa porque se venga no dejándote dormir tranquila. En consecuencia, por obediencia debida y porque me gusta mirar por un retrovisor, realizaré una visita rápida por mi teatrillo de la memoria.

Para empezar, creo que el teatro siempre se leyó, se lee y se leerá, en lectura silenciosa y de viva voz; no se puede remediar, es un instinto básico, una relación peligrosa. El teatro es, ante todo, un espectáculo (últimamente demasiado espectacular) de la palabra, de personajes en acción que se muestran por dentro y por fuera; pero el teatro leído, es también una teatralización que va por dentro, como las procesiones; se trata de una percepción especial, no accesible a la vista, de los diálogos, trifulcas y peleas que provocan los conflictos, tristezas y alegrías del juego de la vida o de la vida en juego: personajes y palabras que abren surcos y corredores para llevarnos, desde la escena, a lugares vecinos o lejanos, que resultan familiares, por muy extraños que sean.

Aunque se nota, es obligado decir que no tengo experiencia teatral alguna: no hice teatro ni en la escuela; pertenezco a ese resto de españolitos y españolitas que vinieron al mundo sin ángel de la guarda y no fueron a la escuela; ni en el Instituto de Badajoz, años 50: esas actividades tan instructivas y reconfortantes creo que ni se concebían; tampoco durante los años de estudiante hice teatro –aunque había grupos de teatro universitario–, pero formar parte de ellos era algo inimaginable para mí, que no tenía una mínima experiencia previa de lo que eso era. Ni siquiera tuve muchas ocasiones de asistir a representaciones teatrales como espectadora, bien porque eran escasas o bien porque eran aún más escasos los recursos del bolsillo para pagar la entrada y, en el caso del teatro, incluso las niñas bonitas pagaban dinero. Al cine a veces se iba gratis (había porteros benevolentes) o en programa doble, pero el teatro era otra cosa, de señoras, señoritas y señores. No obstante, ya de mayor, quizás por venganza histórica, hice teatro durante mucho tiempo en la tarima de sucesivas aulas, y eso, si bien se mira y escucha, es una modalidad o variante de teatro documental, a la vez popular y aristocrático, en el que se movían y relacionaban fichas,  documentos y palabras para movilizar el entendimiento del auditorio. En el colegio mayor, en el que residí durante mis años de estudiante, sí que se organizaban actos de “teatro leído” y había buenas lectoras. Nunca  fui una de ellas. ¡Qué pena!

Pero leí teatro, buenos y variados lotes,  incluso más de lo que pensaba. Siempre en lectura silenciosa, o sea hacia dentro, como recibiendo una confesión múltiple de personajes desconocidos que se me presentaban como en familia ofreciéndome sus dramas personales, a mí sola, que los escuchaba atentamente como haría una puta buena, comprensiva y muy ingenua. Sin público, sin decorados, sin vestuarios especiales, así era la lectura: un entredós múltiple, a capricho de las repercusiones internas de las palabras, párrafos de los personajes de la obra que tenía en mis manos como un mundo mágico, de tan realista que era, porque se representaban ahí mismo las vidas y milagros de los muchos otros que no conocía –o que conocía de cerca–, pero no sabía qué les pasaba, o lo sabía pero no era dicho como en el teatro de la página se decía–de una manera mucho más comprensible y directa: en conversaciones, diálogos, monólogos, apacibles o abruptos. ¡Qué cosas!

La lectura, sea de novela, poesía, ensayo, prensa o teatro es un acto que se realiza en un ambiente, una atmósfera, unas circunstancias personales o colectivas determinadas, y determinantes, que tienen consecuencias y repercuten, en el momento y también a corto, medio y largo plazo; pero las lecturas primeras, como los amores primeros, son muy malas de olvidar.

XVIII Salón Internacional del Libro Teatral. Días 1, 2 y 3 de diciembre de 2017 en el Teatro Valle Inclán de Madrid.

XVIII Salón Internacional del Libro Teatral. Días 1, 2 y 3 de diciembre de 2017 en el Teatro Valle Inclán de Madrid. 2

He aquí la escena de mis primeras lecturas de teatro que, sin darme cuenta, tantos efectos colaterales tuvo en mis opciones profesionales:

Un patio interior, con un sumidero y macetas de pilistras; un lavadero de madera, bajo un grifo; un gato grande; algún ratón visitante; tres o cuatro jovencitas, aprendices de costura, charlando, de la que hacen sobrehilados, hilvanes, fruncidos, hombreras, ojales, festones… En el ángulo opuesto, una quinceañera con coletas, sentada en una silla baja con un libro gordo entre manos: “Calderón de la Barca, Autos Sacramentales”. Hay mucho trajín y mucho ruido alrededor. Ella está leyendo en silencio, a su bola, mejor dicho, a su libro. De pronto, se levanta, como por un resorte y, en voz alta y muy excitada y gesticulante, recita unos versos del Auto Sacramental que está leyendo,  o suelta una exclamación ante una palabra rara encontrada… Sentada, de pie, en silencio, a exclamación o grito pelado. Las costureras, sorprendidas, extrañadas, se ríen de esa teatralización inesperada y tan fuera de lugar… aunque tal vez ese patio hacía de patio de comedias y autocomedias.

Lo que, sin ser yo a ello, me levantaba del asiento y me hacía exclamar y declamar como posesa, eran esas frases sonoras, ese ritmo, esa abundancia de palabras, unas desconocidas y otras conocidas, pero situadas en un lugar extraño y, sobre todo, que fueran pronunciadas no por unos personajes concretos con nombre propio sino anónimos, por tipos (el Rico, el Pobre, el Labrador) o, cosa rarísima, por conceptos abstractos (la Hermosura, la Discreción, la Pureza). Más tarde fui sabiendo que eran prosopopeyas, alegorías y otros nombres raros que designaban   figuras del lenguaje, o sea, figuras del cuerpo. Si el “Laberinto del mundo”, “El Gran Teatro del Mundo” y etc.,–porque me leí cantidad de Autos–, los hubiera visto representados en un teatro, entre un público ya definido y con los personajes identificados por su indumentaria y sus voces, el impacto habría sido distinto. Pero al ser teatro leído, la cosa se jugaba por dentro, en un  entredós, a múltiples voces; y resonaba y, sin más, estallaba, casi casi, como una muerte chiquita. Eran cosas del Barroco, pero yo entonces no lo sabía. Leía en estado de inocencia. ¡Menudo bautismo! En una atmósfera de penurias, de misas a lo pobre, de visitas a sagrarios, de Jueves Santos y Corpus, de procesiones lánguidas, de pronto surgían estallidos del lenguaje que te llevaban a otros mundos tan alejados, siendo el mismo. Maravillas de la escritura, capaz de transformar no ya lo negro en blanco sino lo negro en mil colores y figuraciones fantásticas. O sea, que muy bien. Desde luego no elegí ni me propuse leer Autos Sacramentales. En aquellos tiempos no se elegía ni se decidía nada, ni las lecturas. Era el azar y la necesidad, la Providencia en su sabiduría, la que disimuladamente, a escondidas, ponía al alcance el suministro y una lo tomaba tal como se presentaba sin preguntarse si era adecuado o no, si correspondía a la edad o al momento, si seguía o no algún canon. Lo que tocaba leer, era lo que te saliera al paso y se lograra coger al vuelo. En el caso de los Autos sacramentales era, literalmente y en todos los sentidos, la de Dios.

Una vez iniciada tan divinamente, fueron llegando otras lecturas menos celestiales: Los alcaldes de Zalamea, las Fuenteovejunas, los Lope, los Tirso, los Entremeses de Cervantes, ¡qué gozada! (La elección de los Alcaldes de Daganzo, recuerdo que me hizo mucha gracia, seguramente por un deseo inconsciente de elecciones…). Y un día, también por azar, cayó en mis manos La Tempestad, de Shakespeare, en una edición con dibujos y todo. Por alguna razón que se me escapa, me impresionó mucho, quizás porque no la entendía…

Poco a poco fue el turno de otros repertorios: clásicos griegos y latinos, españoles y extranjeros, sobre todo franceses, hasta ir llegando a los Sartre, Pirandello y Esperando a Godot… rumbo a peor, fracasando peor otra vez, hasta enfermar del todo.

Enumerar la lista de obras leídas, que continúan haciendo su efecto, no hace al caso. Esas lecturas sucesivas, de acuerdo con los requerimientos del presente y la necesidad de entenderlo, iban siendo más serias (ya no hacía aspavientos) y útiles, a su manera, pero nada comparable con los deslumbramientos primeros, provocados por el lenguaje en acción representado en escenarios de otro mundo, que era a la vez el mundo propio: problemas y misterios del alma enfrentados con los problemas de la vida cotidiana; figuras del lenguaje enzarzadas con los muñecos de mi cabeza. ¡Menuda gigantomaquia dialéctica que daba sentido al mundo, haciéndole más consciente, más llevadero!

Y tras esta retahíla, digo sí: el teatro se leyó y se leerá. Hoy, cuando la agudeza y arte de ingenio de los Twitter, Whatsapp, Instagram, nos elimina el contexto dejándonos sin asideros, me atrevería a decir que la lectura de textos teatrales es necesaria, saludable e ineludible. Debido quizás a los intereses creados por mi deformada formación lectora en los tinglados duraderos de la antigua farsa, estoy por decir que la lectura del texto teatral, previa y posterior a su puesta en escena, potencia en gran manera los efectos de la representación.

Llegada hasta aquí, digo como el Labrador: “Pésame que no me pese no haber cumplido mi papel mejor”.

XVIII Salón Internacional del Libro Teatral. Días 1, 2 y 3 de diciembre de 2017 en el Teatro Valle Inclán de Madrid.

XVIII Salón Internacional del Libro Teatral. Días 1, 2 y 3 de diciembre de 2017 en el Teatro Valle Inclán de Madrid. 3

 

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  1. Foto: Juan Manuel Cañero. Fuente: AAT (Autoras y Autores de Teatro).↵ Ver foto
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