N.º 49Dramaturgia española en el escenario internacional

 

TERCERA [A ESCENA, QUE EMPEZAMOS]

La Tercera

Miguel Signes y Berta Muñoz

La comunicación entre los seres humanos para compartir experiencias, conocimientos o sentimientos es algo necesario e imprescindible, pero desgraciadamente ese intercambio tropieza con demasiada frecuencia con el hecho de que empleamos distintas lenguas y no llegamos a entender lo que piensan, hablan, escriben o hacen aquellos con los que nos relacionamos o queremos relacionarnos, porque las lenguas tienden a crear absurdas fronteras geográficas.

Cuenta Borges que Averroes, cuando se esforzaba en entender e interpretar el pensamiento del genial Aristóteles, pues ignorante del siríaco y del griego se veía obligado a trabajar sobre la traducción de una traducción, una preocupación empañó su felicidad: “dos palabras dudosas le habían detenido en el principio de La Poética. Esas palabras eran tragedia y comedia. Las había encontrado años atrás, en el libro tercero de la Retórica; nadie en el ámbito del Islam barruntaba lo que querían decir. Vanamente había fatigado las páginas de Alejandro de Afrodisia, vanamente había compulsado las versiones del nestoriano Hunáin ibn-Ishaq y de Abu-Bashar Mat. Esas dos palabras arcanas pululaban en el texto de la Poética, imposible eludirlas”. Nos cuenta Borges que Averroes, encerrado en el ámbito del islam, nunca pudo saber el significado de las voces tragedia y comedia, porque quiso imaginar lo que es un drama sin haber sospechado lo que es un teatro.

Afortunadamente, los hombres hemos aprendido a lo largo de los siglos a conocernos mejor por encima de las barreras culturales de los pueblos, y el lector de las páginas de este número de Las Puertas del Drama tiene en sus manos –mejor dicho ante sus ojos– una muestra de ello, gracias al esfuerzo y el trabajo de un puñado de traductores que conociendo las distintas lenguas y culturas de sus pueblos, no tropiezan como el Averroes del relato borgiano ante esas dificultades. Ni, por otra parte, tampoco incurren en el defecto, que denostaba ya el Cicerón romano, de aquellos que creían que una lengua estaba por encima de otra. Censuraba Cicerón a los que protestaban por confiar a las letras latinas temas que habían tratado antes en griego filósofos de un genio elevado. Decía: “Pero, sobre todo, hay entre ellos una cosa que me sorprende: ¿Por qué sobre los temas más importantes no pueden aceptar el idioma de su propio país, mientras que pequeñas obras de teatro en latín, traducidas del griego palabra por palabra, son para ellos una lectura que hacen sin desagrado? ¿Hay alguien en efecto tan enemigo del nombre romano que sea capaz de desdeñar y rechazar la Medea de Ennio o la Antíope de Pacuvio con la excusa de que estas obras le encantan en Eurípides y le son insoportables en latín?”. “Entonces… ¿será preciso que lea los Sinéfebos de Cecilio o La chica de Andros de Terencio antes que una de estas comedias en Menandro? ¿Por qué no?” “¡Y las ideas de Platón sobre la virtud y el bien, ¿no querremos verlas expresadas en latín?!”.

Hasta aquí Cicerón. Bien es verdad que el término traducción en él, no tiene el mismo alcance que hoy le damos, pero salvando esa diferencia, evitemos que el orgullo de la propia lengua, suponga, como en el relato bíblico, el castigo del aislamiento y la confusión para sus defensores.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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