N.º 46El texto teatral

 

Los dramaturgos en su lugar

José Romera Castillo
Catedrático de la Academia de las Artes Escénicas de España

Algo de historia

En la historia de nuestro teatro, en el teatro áureo más concretamente, la palabra autor no tenía el mismo significado que el que posee hoy día. Se denominaba poeta al creador de los textos y autor al que gestionaba y dirigía la compañía teatral. Este autor de compañía solía ser el primer actor y organizador de cuanto se escenificaba y, a la vez, era un verdadero empresario que compraba los textos a los dramaturgos (pagaba los derechos de autor, diríamos hoy) y hacía con ellos lo que le venía en gana: adaptaba, eliminaba, añadía, mudaba, revendía. Los poetas –si no todos–, una vez que cobraban, se desentendían de sus textos, llegando los autores de compañía a ser verdaderos artífices de la manipulación de las obras, que, incluso, cuando se publicaban podían atribuirse piezas que no eran suyas a un dramaturgo de renombre. Hecho muy frecuente, y que culmina, por ejemplo, en el caso de Tirso de Molina, al que se le atribuyeron diversas piezas que, en realidad, según se está demostrando, eran de Andrés de Claramonte. En estos casos, el dramaturgo, con escaso aprecio a su obra, dejaba que esta fuese claramente manipulada.

Habría que esperar al siglo XVIII para que la palabra autor adquiriese el significado de hoy, y a inicios del siglo XX a que la palabra director se impusiese con el significado de hoy. La tercera acepción del Diccionario de la Real Academia Española, por lo que a nuestro objetivo importa, establece lo siguiente: “persona que ha producido alguna obra científica, literaria o artística”. Dejando a un lado el ámbito científico, conviene fijarse en la disyunción literaria o artística. Se puede intuir, como era habitual hasta hace poco, que los académicos pensaban que el teatro se incluía en la literario, mientras que lo artístico lo reservaban para las otras artes (la pintura, la música, la arquitectura, etc.), a las Bellas Artes en suma. Pero desde la perspectiva de hoy, con magnanimidad, se podría intuir que no se equivocaban tanto, como veremos después.

 

El autor literario

La literatura, por oposición a las otras artes (la música, la pintura, la escultura, etc.), se configura como el arte verbal de la palabra, en el que se integran –prescindiendo de la literatura oral– el conjunto de obras de creación, más o menos ficticias, escritas –según su etimología (littera = letra)–, con carácter perdurable, por eminentes autores, a lo largo de la historia, con diferentes técnicas estéticas (literariedad).

Como es bien sabido, el conjunto global de las obras literarias se divide en una serie de agrupaciones de textos que constituyen los llamados géneros literarios (mediante la combinación de rasgos temáticos, discursivos y formales, según G. Genette). Desde la Poética de Aristóteles, pasando por las consideraciones teóricas del siglo XVI, tradicionalmente y de una forma muy sencilla, podemos afirmar que se han distinguido tres géneros literarios: a) la Lírica (expresión literaria monológica y subjetivizada); b) la Épica o Narración (expresión literaria en la que, mediante la técnica del relato, se presentan a personajes como operantes) y c) la Dramática (expresión literaria en la que, por medio del uso diálogo fundamentalmente y las acciones de los actores, se presentan los hechos que se quieren poner de manifiesto).

Esta triple partición (subdividida, a su vez, en diferentes subgéneros), que se ha ido configurando a lo largo de la historia, ha servido como modelo de escritura para los autores, ha creado unos horizontes de expectativas para los receptores (lectores) y ha servido de señal para la sociedad.

Pues bien, los autores teatrales, como los poetas o los narradores, pertenecen de lleno a la literatura y sus obras se re-crean a través de una comunicación a distancia, permaneciendo intocables y no permitiendo ninguna manipulación en su textualidad. Su recepción ha de ser fidedigna, aunque su lectura puede también ser variable (según la competencia del receptor).

El Drama como literatura (Jiri Veltrusky)

Las obras de cualquier dramaturgo pueden ser leídas por un receptor como una novela o un poema, y además, como afirma Veltrusky:

Muchas obras han sido escritas no para ser representadas teatralmente, sino simplemente para ser leídas. Incluso más importante aún resulta el hecho de que todas las obras dramáticas, no sólo las obras para la lectura, son leídas por el público de la misma forma que los poemas y las novelas. El lector no tiene frente a él ni a los actores ni al escenario, sino sólo el lenguaje. Muy a menudo, no se imagina a los personajes como figuras escénicas o el lugar de la acción como un espacio escénico. Y aun si lo hace, la diferencia entre drama y teatro se conserva intacta puesto que las figuras y los espacios escénicos corresponden entonces a significados inmateriales, mientras que en el teatro se constituye en los soportes materiales del significado.

Por lo tanto, la adscripción de la figura del autor del texto literario teatral a la historia literaria es incontrovertible. Y será el grado de literariedad el que los inserte en una esfera superior, media o inferior. El dramaturgo, a su sitio.

 

Emisores múltiples

¿Pero qué sucede cuando un texto pasa al escenario? Pues que el proceso de comunicación es totalmente diferente al literario. En lugar de a distancia, la comunicación se produce en directo, en vivo, y al lenguaje verbal –pleno en la literatura– se le añaden otros tipos de lenguajes no verbales que lo enriquecen y complementan. Esto es lo que ha establecido la semiótica, en general, y la semiótica del teatro, en particular.

Desde esta perspectiva, el texto dramático literario, puede tener una plurifuncionalidad. Por ello, podemos afirmar que los textos teatrales (escritos) pertenecen de lleno a la literatura, cuando tienen calidad artística –¿cómo no? – y, por lo tanto, pueden ser estudiados en las historias literarias. Pero cuando hay representación, el texto escrito es una varilla más del abanico –todo lo importante que se quiera–, una parte más, integrada en el conjunto de todos los elementos que articulan el espectáculo teatral. Así de sencillo y de claro. Dicho con palabras de Veltrusky:

El teatro no constituye otro género literario, sino otro arte. Este utiliza el lenguaje como uno de sus materiales, mientras que para todos los géneros literarios, incluido el drama, el lenguaje constituye el único material, aunque cada uno lo organiza de manera diferente.

Ismael Merlo como Bernarda Alba (1976).

Ismael Merlo como Bernarda Alba (1976).

Así como el texto literario teatral puede tener calas diferentes de lecturas, cuánto más el teatro, cuando se escenifica. Pondré dos ejemplos recientes de lecturas de textos clásicos (en los que es más fácil este tipo de operación). Uno, la puesta en escena por la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) de La vida es sueño, dirigida por Helena Pimenta, con versión de Juan Mayorga –las versiones o adaptaciones también crean autoría (pero ese es otro asunto) –, estrenada en Madrid el 20 de septiembre de 2012, en el que la figura señera de Segismundo la encarnó una actriz, Blanca Portillo, en lugar de un actor (hecho que, por otra parte, ha sido utilizado en dramaturgias anteriores, como, por ejemplo y muy especialmente, en La casa de Bernarda Alba, de García Lorca), pero que para un Calderón era algo un tanto heterodoxo. Y otro, ya que estamos con esta actriz, el 6 de noviembre de 2014, se estrenaba en el Teatro Calderón de Valladolid, Don Juan Tenorio, con adaptación también de Juan Mayorga, dirigida por la también actriz Blanca Portillo, en el que, frente al mito romántico de Zorrilla, se nos deconstruye a don Juan, que es visto como

[…] un hombre –en palabras de la directora– peligroso, modelo de destrucción social y afectivamente, un psicópata, maltratador, violador y asesino, un hombre deleznable, con una falta absoluta de empatía […] porque ya va siendo hora de que alguien llame a Tenorio por su nombre.

Blanca Portillo como Don Juan Tenorio (Teatro Pavón, 2014).

Blanca Portillo como Don Juan Tenorio (Teatro Pavón, 2014).

¡Qué diría Zorrilla de esta lectura…!

Por lo tanto, desde esta perspectiva, el dramaturgo, ante un espectáculo teatral, se convierte en uno de los emisores más –todo lo importante que se quiera– y junto al director, actores y otros emisores de diversa índole (vestuario, escenografía, luminotecnia, maquillaje –los 14 signos de Kowzan–, constituyen un conjunto que da como resultado el espectáculo teatral. Porque el teatro, al levarse a las tablas, es un arte diferente del literario. Los dramaturgos, a su sitio también.

 

Debate…

He aquí dos posturas que, como es obvio, no son compartidas por todos. Los más tradicionales, se aferran a que el autor de los textos ha de ser la cúspide intocable del hecho espectacular, aplicándoles a quienes rompan con sus apuestas la acepción que se le da en derecho penal al término de autor, según el Diccionario de la RAE: “persona que comete el delito, o fuerza o induce directamente a otros a ejecutarlo, o coopera a la ejecución por un acto sin el cual no se habría ejecutado”.

Los más innovadores, entre los que cuento, siguiendo los dicterios de los estudios semióticos, por ejemplo, consideran que el autor con sus textos encaja muy bien en el ámbito de la literatura, pero cuando su obra pasa a escenificarse su labor se une a la de otros autores (especialmente al de los directores) sin declarar la guerra a ninguno de ellos. Como las puestas en escena y, sobre todo, las formas de interpretación teatral han ido variando mucho en estos últimos años, el verdadero rey del teatro, el público de hoy, en general, por lo que respecta a la figura del autor, alejándose de espectáculos más o menos arqueológicos –hecho que la ortodoxia critica duramente–, admite cada vez más que los textos literarios teatrales generen propuestas nuevas y arriesgadas, no solo en vestuario, escenografía y otros elementos escénicos, sino también en ámbitos de mayor calado.

Por ello, el debate sigue. Pero el dramaturgo, a su(s) sitio(s). Los dramaturgos, en su lugar.

 

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