N.º 46El texto teatral

 

La conjura de la literatura dramática

Alberto Conejero
Autor teatral

Enzo Cormann

Enzo Cormann

El dramaturgo francés Enzo Cormann afirma que él no “escribe teatro, sino para el teatro”. Es una sencilla y rotunda declaración de intenciones que evidencia la vocación o anhelo de toda escritura dramática: convertirse alguna vez en teatro, germinar, una y distinta, en la experiencia escénica. La sentencia de Cormann evidencia también la naturaleza contradictoria y fascinante de la literatura dramática. La tensión, casi un oxímoron, que encierra la expresión “teatro escrito”. La literatura dramática no puede ni debe esconder su condición monstruosa, bastarda, maravillosa. Es tierra de todos y tierra de nadie, puente zigzagueante e inestable entre la literatura y el escenario. El libro teatral tiene algo de caja de Pandora, de baúl de sastre, de chistera de prestidigitador. Un depósito de pólvora que en cualquier momento va a saltar gozosamente por los aires. Un furriel que se debate entre la lealtad a una expresión artística aparentemente fija, el texto literario, y otra siempre viva y en trasformación, la representación. Un servidor de dos amos, la quinta columna del escenario en la literatura y la quinta columna del escenario en la literatura. El libro teatral es un agente doble y estos son siempre los más interesantes.

El pájaro azul, de Maurice Maeterlinck (1908)

El pájaro azul, de Maurice Maeterlinck (1908).

De este ser y no ser es hija también la vieja querella sobre lo que es un texto teatral y lo que deja de serlo. “Un texto teatral es aquel que yo decido que sea teatro” escribió hace casi un siglo Maeterlinck. Y aunque parece la celebración de un jaque mate, la querella ha continuado. Allí cuando creíamos superada taxonomías, teorías de géneros y otros arrebatos estructuralistas, vuelve a reproducirse la cuestión como un virus latente en nuestro imaginario. Y de nuevo la dialéctica sobre el lugar –central, periférico o residual– que el texto debe ocupar en el hecho teatral. Debemos recordar que en las preceptivas posdramáticas se publicaron, a toda página, esquelas por la muerte del autor. Pero hemos pasado página en el almanaque del siglo y se sigue escribiendo teatro, se sigue publicando teatro y se sigue leyendo teatro. Y a la vez, pese a los chuzos de punta para la cultura, los ciudadanos seguimos acudiendo a los teatros a preguntarnos quiénes somos pecho adentro y, de paso, colocar alguna ficha en este ábaco inescrutable de estar vivo. Y lo hacemos en muchos casos convocados por esas historias que nos conmueven o nos fascinan, que nos divierten o nos entretienen, que nos interrogan y asombran y que nos permiten durante la representación compartir una experiencia poética con el resto de espectadores. Esas historias que alguien decidió poner en blanco y negro. Sí, aunque algunos nos consideren amortizados y periclitados, por aquí seguimos los autores teatrales. Por supuesto que disfrutamos del teatro físico o del teatro-danza o, en general, de cualquier experiencia escénica en la que la palabra no sea el signo expresivo fundamental. Pero es que nunca hubo teatro que confiase sólo en la palabra. Pero siempre ha habido quien ha pervertido la palabra y quien la ha prohibido.

En los últimos años, en el contundente y necesario ejercicio del optimismo y con la pertinaz osadía que germina en las trincheras culturales, han aparecido nuevas editoriales de teatro con el consiguiente aumento, si no en número, sí en la visibilidad y actividad (casi activismo) de sus lectores. Se escribe, se publica y se lee teatro. Las cifras por supuesto son comparativamente modestas pero debemos recibirlas con prudente alegría. Constituyen todo un triunfo frente a las calamitosas políticas culturales que estamos padeciendo. Por pequeño que sea el impacto en el imaginario común, que la literatura dramática y la poesía se sigan publicando (y vendiendo), leyendo y discutiendo es razón de esperanza.

¿Qué pretenden aquellos que afirman que la literatura dramática ocupa o debe ocupar un lugar subsidiario frente al teatro? Creo que es un juicio tan estéril como equivocado. La literatura dramática, muy al contrario, ha sido y es refugio para el teatro. Recuerdo la primera vez que fui al teatro. Ocurrió en mi habitación. De repente de aquel libro –Bodas de sangre creo recordar– emergió un escenario y en los actores, las luces, los decorados. Me estaba ocurriendo el teatro y fue gracias a un libro. ¿Cuántos, como yo, no accedimos al teatro por esa puerta? ¿Cuánto teatro no ha sucedido en las páginas de un libro, en unas cuartillas, en espera de su oportunidad? La literatura dramática es siempre la promesa de ese acontecimiento. Ésa es su vocación más alta, su radical empeño. Cada texto teatral además es la semilla de infinitas representaciones. Contiene en su singularidad la posibilidad de ser sucesivamente distinto. En algunas ocasiones, tras los ensayos o representaciones, he introducido cambios en los textos, incluso estando estos ya publicados. El teatro es siempre una expresión colectiva y el dramaturgo ha de permanecer atento a las aportaciones de los compañeros de viaje. En ningún caso esto cuestiona ni pone en cuestión la autoría. No son nunca cambios radicales ni sustanciales. Los directores y actores habitan los textos y, en no pocas ocasiones, nos descubren a las autores zonas en las que seguir trabajando, insistiendo, ensanchando.

Hay quienes consideran el texto teatral como material fungible que desaparece cuando la función se estrena. Están los que entregan libretos descuidados, desprolijos, a sus actores. Los que no sienten necesidad de ver publicados sus textos. Que cada uno haga lo que quiera. Pero me pregunto si esta opción no achica el teatro. Los mismos mercaderes que han expulsado la filosofía de las escuelas recelan de un teatro indómito. De ahí que contemplen el libro teatral como un instrumento de conjura. Y así debe ser. Como dice Juan Mayorga, el teatro debe asustar a los medrosos, a los enemigos de la incertidumbre, a los mercaderes. Y el libro teatral, permítaseme, es un arma cargada de teatro.

Pero es que además la literatura dramática puede y deber reclamar sus logros literarios. Nadie pone en duda de que muchas de las más logradas páginas de la historia de la literatura se esconden en las obras de Shakespeare, Lope de Vega o Koltès. ¿Qué hubiera ocurrido si esos textos no hubieran sido publicados y conservados por los que nos precedieron? ¿Cómo podríamos perdonarles no haber salvaguardado esas catedrales de lo humano? Debemos por tanto seguir publicando literatura dramática tanto como refugio y semilla del teatro como por el compromiso con nuestro patrimonio cultural. Qué necesario es que en los colegios e institutos se recuperase la costumbre de leer textos teatrales en voz alta, de repartir personajes y diálogos, de compartir en las aulas esa primera tensión entre lo escrito y lo representado. Si confiáramos de nuevo en la literatura dramática como la chispa de un incendio del que sólo podremos salir mejores.

 

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