N.º 46El texto teatral

 

Hay que cuidar las palabras

Antoni Tordera
Profesor y director escénico
notordera@gmail.com

Aunque han transcurrido pocos años, se puede decir que ya estamos en el siglo XXI, pero no tanto como para que los frutos del siglo XX se hayan depositado claramente, ni tampoco para que los trayectos de este nuevo siglo empiecen a verse con claridad. Todo ocurre como si las aguas del río arriba que es el pasado siglo aún no hubieran entrado en nuevos cauces. En suma, una acumulación, por ejemplo, de remolinos. Y de esa situación difusa o confusa no es fácil distanciarse.

De hecho, lo que yo voy a escribir no sé si lo hago en mi condición de director de teatro, de ex-profesor (que nunca dejaré de serlo), de ciudadano o, tal vez, de espectador impenitente. Por todo ello, la reflexión que intentaré hacer ante las puertas del drama será, como mínimo, poco estructurada, cosa que trato de disimular introduciendo una numeración que tiene un orden aleatorio.

 

Izquierda, Theatre Antoine de París. Derecha, Teatro del Arte de Moscú en 1900.

Izquierda, Theatre Antoine de París. Derecha, Teatro del Arte de Moscú en 1900.

Primero. Desde finales del siglo XIX, cuando se inició la refundación del arte teatral que tendría una de sus cimas en las vanguardias artísticas del primer tercio del siglo XX, las gentes de teatro asumieron una realidad: que los teatros convencionales, fueran estatales o comerciales, no iban a aceptar sus propuestas de renovación, por lo que todos aquellos gigantes del teatro lo primero que hicieron fue “comprarse” / apropiarse su propio espacio teatral. Y así se comportaron gentes como Antoine, Stanislavski, Adrià Gual, Lugné-Poe y un largo etcétera que llega hasta Bertold Brecht, quien solo pudo desarrollar con amplitud su teatro cuando llegó a tener un edificio, ya se sabe, el Berliner.

Así que no es de extrañar lo que me indican como síntoma quienes desde la Asociación de Autores me proponen que piense. Y es que abundan ya muchos “autores de teatro que suelen ser también directores” y aún más, añadiría, que muchos autores son los propios empresarios de sus compañías e, incluso, sus propios actores. Y es esto otra reacción de algunos autores, en este caso ante la dificultad de tantos dramaturgos para que alguna compañía o teatro les estrene sus obras. Ante eso crean, como aquellos refundadores antes mencionados, su propio espacio escénico, esta vez, no “de paredes”, sino de procesos de creación, con todo lo precario que aún así se cierne sobre las compañías de teatro.

 

Segundo. Alguien nos dijo que si el siglo XX había sido el siglo del cine (al menos como novedad del espectáculo, pero también, en gran medida, como entretenimiento o arte dominante), el XXI sería el siglo de la biotecnología. El vaticinio es acertado, pero no excluyente. Al menos por lo que se refiere a las artes de la escena, en las que, a la espera de una improbable clasificación de géneros y modos, ahora los espectáculos, incluso los estrictamente teatrales, se producen en una especie, discúlpeme la expresión, de conjunto de intersecciones múltiples, entre el teatro, cine, internet, artes móviles, etcétera. Y etcétera.

Al margen de otros efectos, en el marco de esta revista, quisiéramos señalar o aislar uno, que es todo lo que, desde aquella multiplicidad, le sobreviene a la palabra.

Si se me permite otra expresión –con la esperanza de ser breves–, diría que la palabra hoy está perdiendo su perfil, y con ello su contundencia. No es solo que una imagen vale más que mil palabras (pero considérese el flujo imparable de imágenes), sino también y ante todo, que el universo –gracias a, o bien obligado por– se ha convertido en un sinfín material de palabras escritas sobre los diversos soportes proporcionados por la informática. La velocidad de esa “página” hace de eso que, muy difícilmente aún podemos llamar palabra, algo efímero, volátil. Tanto que con una sola tecla podemos borrar miles de mensajes. Pero si se quiere tener una imagen clara de lo que eso significa, recuérdese “qué es lo que queda o nos llega” de un Presidente del Gobierno que se comunica a través o mediatizado por un plasma.

Saltemos del soporte, a la vez real y metafórico, a lo que acontece. Y con todas las utilizaciones posibles (no abarcables en este artículo ni por este señor que aquí escribe), ante lo que nos encontramos es ante un jardín de mil bifurcaciones (en homenaje a Borges, y no por casualidad) de la palabra, que ha perdido su solidez o que, al menos, circula por todo tipo de redes, sin perfiles ni permanencia. Piénsese por ejemplo la velocidad (o voracidad) con que los acontecimientos son presentados, devorados y olvidados en los noticiarios. Y este asunto de los nuevos soportes es solo un aspecto de la cuestión, eso es cierto, pero es invasivo, y previsiblemente hegemónico.

Ante esto, el autor de teatro, el autor que escribe palabras no para ser leídas, sino para ser pronunciadas, o mejor, actuadas en el seno de una comunidad, la de actores y espectadores, en suma, para que existan con contundencia en un hecho irrepetible, el de una función de teatro en las entrañas de una comunidad, digo que ante eso los autores tienen una responsabilidad y, ya puestos a las formulaciones rápidas, diremos que pueden, luego deben, ejercer de guardianes de la palabra.

No en el sentido estricto, el habitual entre muchos autores, de celadores de sus textos o de ejercicio de sus derechos de autoría. Ese es otro tema.

Sino de plantearse la escritura dramática de otra manera. Y aquí, para terminar, me ciño a un aspecto concreto, que es el de la lectura de textos dramáticos.

Esto es una práctica habitual en el pasado, cuando el teatro era el centro de la vida social y cultural, cuando se comparaba y se leía teatro antes y después de asistir a una representación. Recuerdo el célebre pasaje de La comedia nueva o El café, cuando la familia del autor comprueba que antes del estreno solo se han vendido tres ejemplares de la obra, ante lo que Don Hermógenes, a la manera de los actuales políticos cuando valoran, la noche de las elecciones, el resultado de su partido, y viene a concluir su silogismo el pedante con que “no es un desastre: tres es poco comparado con nueve, pero es mucho, comparado con uno”. Pero no seamos más pedantes que el personaje, y volvamos al hilo de la cuestión, a uno de los hilos

Pues hoy ya no se lee casi teatro, y ahí empieza la cuestión.

Pero tal vez no todo eso sea achacable a los daños colaterales que produce la actual complejidad de la cultura. Puede que sea así, y que todas esas causas justifican o son más bien la consecuencia de algo que propongo como hipótesis final: que el libro de teatro es un objeto difícil de leer. Y que eso afecta a los potenciales lectores y a los potenciales directores que podrían llevar a escena esos textos. En cualquier caso, se trata de una desconexión, o de un aislamiento de muchos de los autores de teatro, si exceptuamos a los españoles que gozan de los beneficios del éxito, o a esos extranjeros importados como objetos de franquicia, como un Starbucks para el escenario.

 

Tercero. A lo mejor, se trataría de escribir de otra manera o de llegar a otra clase de lectores.

Claro que yo no soy autor, y me guardaré mucho de dar consejos o indicaciones al respecto. Pero el día en que, por ejemplo, me encuentre una obra de teatro publicada en una colección de novelas o narraciones (y también viceversa), tal vez lo viviré como un síntoma interesante. Tal vez ya ocurre, por supuesto, y lo sé, pero no con la frecuencia y normalidad que deseo, o que sería necesario.

 

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