N.º 45Juego dramático y pensamiento crítico

 

Schiller y el soberano

José Luis Villacañas
(Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid)

1. La cosa en sí.
En el siglo XVII, Gabriel Naudé, en sus Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, identificó que los golpes de Estado tenían una estructura parecida a la de la cosa en sí de Kant: nunca nadie había estado allí para narrarlos. Que se supiera de su existencia era un objeto de pensamiento. En realidad, como la propia cosa en sí kantiana, era más bien deducida de sus fenómenos. El vínculo que podía establecerse entre una y otros era sin duda difícil de iluminar, porque no era la causación. Una vez Naudé utilizó la metáfora de los cultivos del Nilo. No era necesario conocer las fuentes del Nilo, que nadie había visto, para saber que sus crecidas producían magníficas cosechas. Pero alguna fuente debía tener. De la misma manera, los golpes de Estado producían efectos beneficiosos, y los súbditos, escandalizados por ellos, pero favorecidos por sus efectos, podían permitirse ignorar el secreto en el que se habían configurado. Naudé tampoco explicó cómo sabía él, que se había declarado un contemplativo, que esos golpes existían. Tampoco quedaba claro con qué finalidad escribió sus Consideraciones, si con la de impedirlos en lo sucesivo, mediante la denuncia, o más bien con la sana intención de civilizarlos y someterlos a cierta disciplina. Quizá por eso usó de metáforas médicas. Me inclino a este último caso, pues está conectado con su sentido de la medicina, que muestra cómo la técnica humana evoluciona cada vez haciendo menos dolorosa la intervención. De la misma manera, la técnica de los golpes de Estado con el tiempo podría producir efectos saludables sin grandes sangrías y mortandades.

Portada obra Schiller

Pero tan pronto escribió su libro, Naudé se vio situado ante la dificultad epistemológica decisiva. ¿Cómo puede ser narrado algo que no deja documentos ni testigos? Los golpes de Estado eran la historia sin historia del poder. ¿Cómo podría escribirse su relato? Si aplicamos la terminología kantiana, de ellos no solo no se podía saber nada, sino que además no se podrían usar categorías de relato alguno para conectar la cosa en sí del poder, los golpes del Estado, con los frutos y beneficios de la existencia civil bajo el Estado. Alguien que tenía un modelo epistemológico diferente, como Hobbes, podía conectar los beneficios del Leviatán, tal y como los desgranaba en el símbolo de la portada de su libro, con el contrato de la fundación del soberano. En Hobbes había una pulsión deductiva que, como sabemos, intentaba asegurar demasiado. Pero Naudé tenía el modelo de la medicina y esta era un saber puramente experimental. Si él no había dado golpes de Estado, ni se los había dado a sí mismo, como esos cirujanos que se extirpan miembros para poder alcanzar la pericia necesaria con el bisturí, ¿cómo estaba en condiciones de narrarlos? ¿Y cómo sabía que las ventajas acerca de la salud del cuerpo político, la paz, la riqueza, el orden, se derivaba justo de aquellas actuaciones preparadas y diseñadas en el secreto? En todo caso, Naudé no se creyó jamás la previsión hobbesiana de un contrato que se eterniza por sí mismo.
Los efectos beneficiosos que brotaban de aquella fuente misteriosa de los golpes del Estado eran los propios de la civilización. La técnica civilizada de los golpes de Estado aseguraba esos bienes con los menores costos. Pero como tal, era una técnica misteriosa, secreta, acerca de un objeto no completamente existente. Con esto se mostraban los fundamentos extraños de una modernidad que se preparaba a disfrutar de beneficios que no parecían levantarse sobre una legitimidad bien constituida. En esto, los golpes de Estado tienen un sutil parentesco con la mano invisible del mercado. En ninguno de los casos cabía duda de que se trataba de un proceso hacia la civilización. Es mejor la mano invisible del mercado que la garra de acero de la confiscación del soberano absoluto. Es mejor el golpe de Estado que la guerra civil cuyo final contractualista a lo Hobbes es más bien dudoso.
En realidad, el secreto de los golpes de Estado no es un detalle menor en ellos, ni siquiera uno que se justifique por el pragmatismo de la eficacia. Los golpes de Estado tenían como finalidad asegurar, aumentar y modular la autoridad del príncipe del Estado, construir una legitimidad para él que dispusiera de cierto halo religioso y que fuera capaz de mimetizar la acción de la providencia, destinada a generar una apariencia de orden y de estabilidad. La finalidad de la civilización consiste en impedir el estado de excepción, regresar a la guerra civil del príncipe nuevo, bloquear la tendencia que tiene el poder a quedar erosionado por el paso del tiempo. Civilización era aquí ahorro de tiempo, economía del tiempo, que permitía que una realidad tan frágil como el poder, durase. En realidad, los golpes de Estado nos ofrecen el verdadero circuito de la teología política moderna. La providencia, lo preventivo, la excepcionalidad, la soberanía: todo depende de la eficacia del golpe.
Nadie pretendía prescindir de los golpes del Estado, como nadie quería prescindir del médico. Naudé solo quería diferenciar entre los golpes justos y los injustos. Aquellos permitían aumentar y atesorar legitimidad, obediencia voluntaria y bienes comunes; los otros se efectuaban por la tiránica pasión del beneficio privado. ¿Pero cómo diferenciar en realidad entre estos dos tipos de golpes, si no se tenía verdadero conocimiento de su producción, si no se sabía de dónde manaban? Y mientras que esto no se pudiera mostrar, entonces todo estaba en el aire, y con ello el juicio que debían hacerse los que tenían que obedecer. La eficacia de las propias Consideraciones, con su potencial emancipatorio, dependía de ello. Sin revelar el verdadero arcanum no se coaccionaba a los príncipes a dar golpes justos y civilizados ni Naudé transmitía una técnica adecuada y eficaz.
En el poema que el libertino Juan Bouchard puso al frente de las Consideraciones, dejó clara su inspiración republicana al celebrar la audacia de Naudé, que en su opinión restablecía la libertad[1]. De su autor celebraba que conocía a los grandes y en realidad se mantenía cercano a los pequeños, gozando de una vida inocente. En un desliz llamó a su vida también «privada», lo que es poco republicano. Naudé, por su parte, mejoró el equivoco al presumir que con su obra quería conformar un juicio público capaz de valorar las actuaciones de los príncipes y, de este modo, generar una opinión pública crítica. Para ello, sin embargo, debía extraer enseñanzas de relatos y narraciones confusas, sin documentar, pues describían lo que no había dejado huella. Debía hacer historia de lo que no la tenía. Con ello, ya vemos que la historia política y la historia natural de la medicina se diferenciaban. Una narra las huellas y los indicios, los efectos y secuelas de acciones controlables. La historia política tenía la misión de narrar la cosa en sí.

2. Dramatismo.
Aunque fuera mínima, y su estatuto resultara confuso, las múltiples narraciones que hallamos en el libro de Naudé, la base de la que se extraían las enseñanzas de su libro, suponía una ruptura del paradigma hobbesiano que, como es sabido, se basaba en el antropomorfismo abstracto del Leviatán. Para Hobbes, este era una persona ficta y natural a la vez. Representante, era persona porque actuaba en el escenario público en lugar de todos los demás contratantes. Sin embargo, en su abstracción, Hobbes nunca abordó el hecho casi teológico de que en el príncipe convergieran dos personas, la natural y la política. Como el cuerpo del rey, el del Leviatán es también geminado. En todo caso, dado que la persona natural del príncipe desaparecía tras la persona pública, el Leviatán era un lenguaje, no un personaje. Era un código, no una pasión. Al hablar de los sentimientos en el ámbito de la política, Hobbes se había limitado a decir que el Leviatán inspira un miedo superior al que inspiraba cualquier criatura natural. Pero él no lo siente. De ahí que ese Leviatán no esté preparado para la vida histórica. No prevé el supuesto de Spinoza: que su miedo pueda provocar a la multitud, que puede producir un miedo mayor. En realidad, el Leviatán no tiene nada que pueda estar atravesado por el tiempo. Deus mortalis, sí, pero finalmente Estado, inercia, conatus.
No ocurre así en Naudé. Su Leviatán tiene necesidad de dar golpes de Estado justo porque tiene un sentimiento que es demasiado privado como para que él pueda ignorarlo. Él también padece miedo. Y lo padece porque sabe el carácter inestable del poder. Y conoce que este carácter inestable se deriva del hecho de que el poder siempre es compartido. En el juego de fuerzas que produce, nadie conoce el resultado. El príncipe también teme y por eso Naudé converge con la reflexión de Spinoza que hace de la pluralidad inevitable una fuente de miedo y no solo un conjunto de pacientes que lo padecen. Solo con estas reflexiones ya comprendemos que la noción de representante público o persona pública de Hobbes alcanza otro sentido ahora más fuerte: el poder que tiene que fracturarse y compartirse, está obligado a que su vida transcurra en un tiempo intenso, cualitativo, diferenciado, en el que el miedo irrumpe y se hace presente. Este escenario muestra ya una tragedia en la que se ven envueltas las dimensiones públicas y privadas de los poderosos en un drama cuyo final dice: o golpe de Estado o muerte. Y así, los beneficios de la civilización, que se dibujan en la portada del Leviatán, como una promesa estática, ocultan un drama atravesado de pasiones, de miedos, de afectos y de justicia especial. La cosa en sí del poder aparece entonces como una tragedia dotada de un tiempo intensificado, cuyo relato no sabemos cómo traerlo a la luz. En todo caso, ese drama está allí, en la base del fenómeno civilizatorio del Estado. Una reflexión parecida es la que llevó a Shakespeare a decir: «Hay en el alma de un Estado una fuerza misteriosa de la cual nunca ha osado ocuparse la Historia, y cuya operación sobrehumana es inexpresable con la palabra o la pluma»[2] . De nuevo, la cosa en sí, como vemos, una cristalización del tabú de la palabra y la de la pluma de la primera modernidad. Y sin embargo, ese tabú, que iba a legitimarse en la compleja argumentación crítica kantiana, no siempre iba a permanecer tal. Algunos pensaron que, de mostrar aquel drama de una manera adecuada, dependía no solo que ese corazón del Estado pudiera mostrarse, sino también que pudiera alcanzarse el objetivo emancipatorio de conformar una opinión pública capaz de diferencias entre un golpe justo y uno que no lo es. De ello dependía sencillamente que los efectos formidables de la civilización no reposaran sobre la tiranía.

3. Imaginación y pedagogía.
Los amigos de Naudé no eran, como él, exclusivos eruditos que estaban en condiciones de encontrar el pasaje latino adecuado para toda pequeña enseñanza. Por eso no escribieron libros en los que el relato del golpe de Estado es un mínimo apunte, siempre salpicado de frases latinas que, al final, dan la impresión de un eterno retorno del secreto de la política. Sin duda, esto halagaba la forma de representarse el proceso civilizatorio como una mímesis de Roma. Francia se encaminaba a un nuevo clasicismo, esa podía ser la enseñanza última de Naudé, una que en cierto modo dejaba atrás la barbarie germánica por fin. Se podía aprender de los romanos, porque ellos supieron manejar el arcanum imperii. Esta visión de las cosas implicaba un principado patrimonial, capaz de generar un cosmos político estable y capaz de mantener las grandes ilusiones de Roma. En cierto modo, en el debate que mantuvo con W. Benjamin tiempo después de su correspondencia, algo así podría haber defendido Carl Schmitt. Se trataba justo de asentar el proceso civilizatorio. Y para eso, el drama debía hacerse eco del tiempo histórico, dejar entrar la historia en el drama con claridad. Y hacerlo de una doble manera: dejando los ejemplos antiguos como teatro en medio del teatro y hacer de la trama primaria un reflejo del tiempo presente. Sabemos que esto es lo que sucede con el episodio de los comediantes que representan Hécuba en el Hamlet[3] .

J.CH. Friedrich Schiller

Este punto ya nos pone en camino de Schiller y de la obra de la que quiero hablar, María Estuardo[4] . Identifiquemos la dificultad. Si se quería asentar el proceso civilizatorio se debía traer la cosa en sí a fenómeno y presentarla ante la opinión pública. Para ello no bastaban los breves apuntes narrativos de Naudé. La obra de Schiller nos permite constatar que algunos de los golpes de Estado que apenas merecen un par de líneas en el relato de Naudé, acabaron emancipándose hasta elevarse a una composición dramática completa. La mediación puede ser explicada de forma bastante kantiana y era lógico que este paso lo dieran los herederos de Kant. En el fondo, la desconocida raíz común de la imaginación se consideró capaz por simpatía de penetrar en el corazón de la cosa en sí del poder. Fue así como lo que ya estaba diseñado como un escenario secreto, un drama mistérico, acabó llevándose al teatro como forma específica de civilizar al poder político y de configurar opinión pública capaz de asegurar que los bienes civilizatorios tuvieran un fundamento adecuado, republicano[5] . Los golpes de Estado dejaban así de ser el escenario necesario del poder, pero a cambio de ser el escenario necesario del teatro.
Naudé había dicho: «tengo al discurso por tan poderoso que, hasta ahora, no he hallado nada que escape a su imperio»[6] . Aunque la frase es más larga, viene a decir que la cosa en sí del poder todavía se somete al poder soberano del discurso. La metafórica que aplica Naudé se deriva del ideal de la omnipotencia. El discurso es el barro con el que se producen todas las cosas humanas y quien domine el discurso se comporta como el Dios alfarero. Pero en todo caso ya no se trataba del Dios bíblico. El imperio del lenguaje capaz de revelar la cosa en sí del poder no pasaba por la historia, sino por la imaginación dramática. Fue así como el programa del teatro político se transformó, aunque mantuviera los aspectos republicanos antiguos. Pues cuando la imaginación hizo percibir que los golpes de Estado brotaban de aguas de oscuras fuentes, se sublimó la índole de las fuerzas que conforman el poder. Fue así como el saber antropológico que se ofreció como el soporte humano del Leviatán alcanzó las dimensiones que hacen de Schiller el antecedente más poderoso de Freud[7] .
De este modo, las Consideraciones de los golpes del Estado se desplegaron por la imaginación poética y, de forma muy concreta, el programa teórico de Naudé se transformó hasta el final en el teatro de Schiller. Y esto de forma espectacular, por cuanto Schiller mostró no solo la historia de golpes de Estado que tenía detrás la forma patrimonial, dramatizando lo que Naudé apenas había apuntado, sino analizando la índole de las fuerzas reales, de los miedos pánicos, que se ponen en tensión en un golpe de Estado. Si, como he mostrado en otros sitios, Schiller analizó la compleja subjetividad carismática propia de todo príncipe nuevo, de todo portador de carisma —por ejemplo, en La doncella de Orleáns— o desmanteló la personalidad política, en último extremo una patología megalómana y con pretensiones de omnipotencia —en La novia de Messina—, o mostró en Wallenstein que el equívoco destino de la legitimidad militar no era suficiente para desarraigar el de la legitimidad del patrimonialismo imperial, era fácil que se preguntara por la calidad de las fuerzas psíquicas que se dan cita en un golpe de Estado clásico, como es el de María Estuardo. Aunque Schiller había tenido conciencia de la función de Carlos V como el punto de partida de la historia del patrimonialismo clásico primomoderno y su insuperable vinculación a los golpes de Estado, con la Conjura de los Fiesci, práctica continuada luego por Felipe II con el asesinato de su propio hijo en la prisión del alcázar de Madrid, narrada en Don Carlos, y había deseado tanto como Goethe mantener la memoria de las luchas de Europa por la libertad religiosa, tras escribir Wallenstein eligió un tema que permitiera invertir la consideración ideológica general del pasado europeo para así abordar mejor la naturaleza de los elementos antropológicos que se dan cita en un golpe de Estado y con ello estudiar de manera precisa la razón del terror y del miedo que los inspiran. Pues, como Spinoza, Schiller en el fondo aspiraba a mostrar que el síntoma más preciso de la legitimidad es el miedo que produce el soberano verdadero en sus pretendientes espurios, en sus candidatos. Sin embargo, formado en la escuela de Shakespeare, no vio esa legitimidad enraizada en la multitud.

María Estuardo

Y así, el teatro político de Schiller deja que la imaginación poética se adentre en la cosa en sí de la política y descubra las tramas de los hechos que Naudé solo ofrecía como una indicación y un apunte[8] . Y lo hacen en un escenario simbólico sin par, capaz de poner en escena fuerzas que, con Freud, podemos considerar míticas, o con Benjamin propias de la historia natural, esto es, manifestaciones propias de la condición específicamente animal del ser humano. Para ello, el caso de María Estuardo era especialmente eficaz por dos motivos: primero porque le permitía continuar el drama de Hamlet, en una operación semejante a la que Thomas Mann logrará en Lotte en Weimar. He aquí la continuación de la historia de Hamlet, a la asesina del esposo, a la desposada con el asesino, a la extraña lady que pone en peligro la herencia de Jacobo, todavía en la plenitud de su naturaleza, sin edad, pero con el tiempo de la reflexión. Lo que era un tabú en Hamlet, denunciar la complicidad de la madre en el crimen del rey, ahora se explica[9] . Y es así como la antiheroína de la causa de la reacción y del catolicismo, la tenebrosa restauracionista, la que iba a repetir los tiempos de Mary Blood, ahora es presentada con el atributo básico de la política: a pesar de estar reducida a la impotencia de la prisión, inspira un miedo insuperable al leviatán bien instalado en sus tribunales y sus instituciones y un hechizo omnipotente a todo el que se acerque a ella, el hechizo de la legitimidad. He aquí que la representante más conspicua de la tradición que daba los golpes de Estado, ahora lo padece y se coloca desde el principio en la situación de la padecer injusticia provocada por la pasión triste de su rival Isabel.
La operación dramática implicaba una compleja inversión escénica de la forma de representar la historia de Europa. Pero Schiller nada tiene que ver con el coqueteo de las tradiciones católicas que ya frecuenta el grupo de Jena. La heroína del teatro político, la fundadora del mismo, la dama de Marlowe, la defensora de la libertad de conciencia y de la Reforma, la fundadora del Estado inglés, la representante de la modernidad, la virgen Isabel, la nueva Adastrea, ahora se nos presenta en una situación antipática. Y sin embargo, el ejercicio escénico no es ideológico, sino antropológico. No es restaurativo ni reaccionario, sino teórico. La pregunta es: ¿qué tipo humano debe ser quien esté al frente del Estado? ¿Qué tipo de animalidad encarna? ¿Quién puede ganar la batalla por el Estado? ¿Y cómo puede ganarla? Entonces, la posición de María Estuardo se llena de sentido. Y no solo porque nos obliga a preguntarnos si acaso esa animalidad bella, carismática, extraordinaria de la Estuardo no implica de forma inevitable su desgracia, su muerte, su imposibilidad de sobrevivir, sino porque genera el interrogante acerca de por qué inspira terror y miedo. La pregunta básica de esta pieza de Schiller sería: el dilema del poder consiste en que su batalla siempre ha de ganarla quien no tiene legitimidad natural para ganarla. Para decirlo con Weber: el carisma de la gracia y la belleza no puede estabilizarse en el Estado. El Estado será siempre una pasión triste. La antropología política que nos propone Schiller nos plantea esta pregunta: ¿quién sigue a quién, cómo y por qué, y por cuánto tiempo, y para qué y hasta dónde? ¿Qué es un grupo político entonces? ¿Y sobre qué grupo político debe elevarse el Estado? Entonces la pregunta por el sentido y significado de los golpes de Estado se transforma más allá de la técnica médica. La pregunta ya no es, cómo dar un golpe de Estado, sino antes bien, si tu animalidad es afín y permite este negocio. Pues que tengas que darlo ya supone que no eres plenamente legítimo y si lo ganas entonces confirmarás que no lo eres, pues el tipo humano que gana esas partidas es antipático, siniestro, solitario y feo. Mucho antes que Kelsen pensara mostrar que la teología política aspiraba sobre todo a conceder a una desnuda abstracción jurídica la dimensión sustancial de una personalidad, Schiller ya está anunciado que no se trata de golpes de Estado, sino siempre de golpes de un ser humano que no puede controlar su específica animalidad, por mucho que la transfigure en las abstracciones del Estado. El portador del Estado es ilegítimo siempre porque quien podría ser su representante legítimo, María, no puede sino sucumbir al drama que produce a su alrededor. Con ello, todo el complejo cuerpo institucional del Estado, aparece como un puro Schein, una pura apariencia, una vestimenta que oculta un misterio que Shakespeare no puede describir, pero que Schiller ya sabe ponerle el nombre: el desnudo enfrentamiento de dos formas anímicas indomables, ambivalentes, que hacen del fondo animal del ser humano una fuerza ingobernable, la fuente verdadera del poder. Una, la fealdad y la fría eficacia, la esterilidad natural, la ausencia de gracia, y la otra la arrebatadora belleza y dignidad, por cuya posesión se recurre al crimen. La tragedia del poder consiste en que siempre ha de ganar quien no tiene legitimidad verdadera para producir poder humano. El Estado así es la ocultación de la inestabilidad endémica que la vida humana no puede superar, una coartada de ciertas pasiones tristes[10] . Lejos de ser ya una pedagogía de cómo dar buenos golpes de Estado, Schiller ha hecho del teatro una pedagogía que comienza a reconocer que el Estado ya no es el absoluto ni el centro del proceso civilizatorio, ni el lugar de la gloria y del prestigio. Si se quiere sentar en su trono la gracia y la dignidad, entonces se sentará el crimen. Lejos de ser funcionales respecto a los bienes comunes, los golpes son funcionales respecto a cierta psique y cierta conformación humana, cuyo triste destino ya no puede pretender que se transfiguren sus miserias en el esplendor de la gloria del Estado. De este modo, Schiller ha abandonado la referencia teológica. Nada de imitación de la providencia, nada de milagro, nada de estado de excepción, nada de soberanía, nada de todo esto que proyecta sobre el estado las abstracciones de la teología, aunque sea de esta teología natural de la belleza. Al lado de esto se encienden fuerzas humanas que se hunden en el fondo de la naturaleza animal del ser humano. El carisma de la belleza no puede ser político. Esta es la enseñanza de María Estuardo. Con su ejemplo, Schiller ha llamado la atención sobre la imposibilidad de la unión de belleza y Estado, una lección que se olvidó, con las consecuencias sublimatorias que todos sabemos acerca de la obra de arte total de la política. A modo de clarificación del pasado turbio y terrible de María, no sin cierta dimensión exculpatoria, Schiller recuerda que fue el terror el que la sometió [Wenn nur der Schrecken dich gewinnen kann, / Beim Gott der Hölle, III, 6, 316].
La conclusión que extrae Schiller de este experimento teatral llega mucho más allá de Naudé, pero en cierto modo su dinamismo consiste en extraer todas las paradójicas consecuencias de su propio planteamiento. Que asistimos a un golpe de Estado, que es la muerte de una reina legítima y una aspirante al mismo trono, apenas cabe duda. El cinismo de Isabel, en este sentido, ya es plenamente desublimado. Ella vive en el mundo del Schein y lo sabe [II, 5, 288]. La muerte de María, que planifica cuidadosamente, contando con la inoportunidad y la ambición de las fuerzas rivales, independientes de la voluntad de la Estuardo, debe carecer de toda fenomenalidad. «Bei solchen Taten doppelter Gestalt», dice Isabel, «Gibts keinen Schutz als in der Dunkelheit» [II, 5, 288]. Ni siquiera pueden ser agradecidos los favores de los colaboradores, que deben permanecer bajo el velo de la noche. Citando casi de forma directa a Naudé, y reconociendo la clave del poder, Isabel comenta ya como una sombra que sale de escena: «Das Schweigen ist der Gott der Glücklichen». Pero ahí, en ese silencio, en el secreto [Geheimnis] se instituyen Schiller usa el verbo apropiado, stiften, los vínculos más estrechos y los más tiernos. Es el dios de los afortunados porque ahí se pone fin a la Stimmung que domina toda esta escena y que define la personalidad de Isabel, la Sorge consustancia al poder. Frente a esta necesidad de vivir sin brillo, la presencia de María es considerado como una «Lichterscheinung» [II, 9, 300].

4. Soberanía animal.
En suma, la soberanía se dice de muchas maneras. Como el ser, como la cosa en sí, el poder no tiene un nombre, sino una compleja gramática categorial. Y entre esas soberanías irrevocables está la belleza y la fealdad, como ya intuía el propio Shakespeare. «No posees más que tu aspecto conmovedor y el divino poder de la belleza», le dice Mortimer a la reina prisionera en la escena sexta del acto III[11] . Esta es también una soberanía. Pura exterioridad, María es descrita con la cualidad de Perséfone. Como ella, quien se acerque y caiga bajo su aura debe estar en condiciones de activar y manejar fuerzas míticas. La trágica suerte de María reside en que el único fundamento de su poder ha quedado atravesado por la maquinaria fría de la Iglesia católica, que aparece como un deux ex machina de la desgracia de la obra, una providencia invertida, una irrupción a destiempo y maquinal que perturba y exacerba la condición específicamente humana del drama del poder. Leicester, el traidor, puede decir que un «destino horrible e inesperado» [Ein unerwartet ungeheures Schicksal, IV, 4, 321] ha descubierto su traición[12] . Si el golpe contra Isabel falla por un descontrol de los tiempos, propio de las potencias extranjeras, los efectos son desnuda animalidad. «La gente amenaza con despedazarle», dice Burleigh al embajador Aubespine [IV, 2, 319] para que se proteja. El verbo es «zerreissen», y literalmente quiere decir devorar. Parece evidente que los aspirantes a la soberanía deben disponer de estas dimensiones animales y el pueblo es uno de ellos. Su existencia es ya la hostilidad, el odio. No menos fiera que cualquiera de las dos reinas, la imagen que Schiller ofrece de la multitud es completamente ajena a las miradas complacientes del republicanismo ingenuo. Sin duda estamos ante un momento histórico en que Schiller expresa sus reservas ante la Revolución. No tiene ninguna simpatía por esta irrupción terrible. Pero conviene recordar la prehistoria de la revolución. Nadie más que los reyes ha cooperado en la pérdida de sacralidad de los reyes. La revolución es desde luego un crimen, pero es la consecuencia del crimen previo. En cierto modo, se trata de la misma historia de violencia. Una revolución es como un golpe de Estado, imita un golpe de Estado y no habría sido posible si los propios reyes no «hubieran arrojado al lodo su propia majestad» [I, 6, 263].
Schiller en estos ámbitos es un maestro y comparte con Naudé sus viejas aficiones médicas y naturalistas. La lógica pura del poder estaría descrita si únicamente se entregara a los actores internos, al juego de Leicester y Mortimer con las reinas. Todo en la obra se rige por la sola naturaleza, por lo que se llama los «deberes de la necesidad». El anhelo de Isabel es cumplir la ley y sin embargo conservar la mano limpia de sangre, al menos en apariencia.
¿Qué tipo de animal es Mortimer? Esta es la pregunta quizá decisiva. ¿Qué tipo de animal puede decir «La vida es el único tesoro de los malvados»? ¿Qué relación hay entre la vida animal en el caso del ser humano y la pulsión de muerte? ¿Cuál es el soporte animal de lo sublime kantiano, que Mortimer parece citar cuando se refiere a los oficiales de la reina Isabel como «cobardes esclavos de la tiranía» y frente a la cual dice: «Yo me burlo de ti; yo soy libre» [IV, 4]? La pregunta deriva en esta: ¿cuál es el soporte animal de la libertad? Cuando en la escena 6 del acto IV, María alcanza ese soliloquio que hace juego con el de Isabel, y llama a «la muerte bienhechora», ¿de dónde extrae ese sentimiento de noble orgullo que identifica con la nobleza? ¿Qué conjunto de sentimientos vinculan a la muerte con el triunfo? ¿De dónde ese gozo de morir? Schiller habla sin lugar a dudas de la «dicha» de María. ¿De dónde procede? Cuando en la escena 7 del mismo acto habla con Melvil, María reconoce que solo una cosa le impide «elevarse con alegría y libertad». Schiller ha extremado el análisis de Kant. Lo sublime no es un placer estético, que solo ve el peligro en el otro, en el personaje del libro, mientras el lector está a salvo, sino que es algo más intenso, que el objeto literario debe sentir de formas más extrema, más cercana al éxtasis, de tal modo que esté dominado no por un sentimiento orgánico de temor, sino por una intensa alegría que acompaña a la percepción de la libertad. Eso es lo que da placer y miedo en el lector, pero para que llegue al lector con esos efectos, el personaje del drama tiene que gozar de una nitidez extrema capaz de agitar algo semejante aunque más moderado en el receptor.
Mortimer es sin duda el animal apocalíptico que no puede impedir la vinculación entre la pulsión de muerte y la pulsión de posesión de María. Es de tal índole el efecto que produce en él ese animal sagrado, es tan cercano a la locura, que ya ha sido tocado por la fiebre del rey mítico, por mucho que no llegue a serlo. En realidad, la fiebre del rey es la propia de todos los candidatos, incluido el que llegue al final.
El Estado no puede sostenerse salvo sobre la muerte de la portadora del carisma animal. Mientras ese carisma siga vivo, todo es inseguro e inestable y el Estado no puede acceder a su metáfora preferida. Ahora bien, mientras que ese carisma siga vivo, no puede producir a su alrededor sino muerte y crimen. La calidad de los bienes que se ponen en tensión, no permiten el cálculo ni el derecho, todas ellas expresiones de la frialdad. O Estado o Carisma, esta es la naturaleza de la obra de Schiller, que todavía abordará la misma problemática en La Doncella de Orleáns. Sin duda, aquí mostrará la necesidad de que el carisma esté dotado de fuerza demónica. En todo caso, se trata de escenarios que se sitúan más allá del bien y del mal porque están dominados por una fuerza excepcional que produce a veces de forma pasiva la belleza, a veces de forma activa la ingenuidad. Pero sin duda, la teoría de que el príncipe nuevo debe morir para que surja el Estado, se impone. Lo decisivo es que para que eso ocurra se debe imponer algo más: la legitimidad verdadera debe morir y con ello el Estado acabará trastornado por la inseguridad, el miedo, el desconcierto, la culpa. Al Estado debe escapar el carisma. Esa es su condena, como la condena de Isabel de padecer «la tortura de la espera» una vez muerta María. [IV, 11]. No hay escape a este destino, como no lo hay en Wallenstein. María debe morir para que el alma atravesada de las pasiones triste de Isabel pueda reinar. Y sin embargo, como si hubiera escuchado la ira de Hegel en Wallenstein, Schiller sitúa este destino de la necesidad en el camino del republicanismo, de la unión federal de la Isla bajo un parlamento unitario y bajo la división de poderes [268, 269]. La época bárbara de la monarquía debe dar paso a la época parlamentaria. Pero nada es seguro para quien tiene esta historia.
Todo esto hace que el Estado sea un dispositivo aporético. Para estabilizarse debe generar una historia que lo desestabiliza. Si Benjamin dijo que lo «alegórico en Shakespeare resulta tan esencial como lo elemental»[13] , Schiller ha heredado esta fuerza. Cuando Isabel dice, al final de la obra, una vez muerta María, «al fin, ahora, hay sitio para mí sobre la tierra», muestra que se trata de una alegoría de lo que dice el Estado, pero no por eso deja de ser la portadora de una fuerza elemental, de un miedo que llega a ser consciente en toda su ambivalencia y que procede de la angustia de que su existencia como Estado mismo está amenazada tan pronto emerja un propietario adecuado de la soberanía. El punto técnico de conversión de príncipe nuevo en príncipe civil, el paso que Schmitt cree propició la evolución de la barbarie a la civilización pasa por una ficción: que Isabel no es la asesina de María. Pero nada puede cubrir esa ficción. María es una suplicante inocente y ha sido encarcelada bajo la protección de leyes míticas sagradas. Su crimen no tiene paliativos.
Schiller no tiene aprecio al Estado, o al menos eso parece. Al tener necesidad de eliminar la fuente de la soberanía en el carisma, el Estado no puede menos que obedecer al pueblo, pero esta debilidad es decisiva para la historia de su falta de legitimidad. «Me era preciso obedecer su voluntad», dice Isabel, para justificar que ha firmado la sentencia de muerte de María. La diferencia reside justo ahí. Mientras que María arrastra hacia su entrega todo lo que roza, como verdadera portadora de carisma, Isabel debe calcular y obedecer las coacciones variables de un pueblo que, sin soberana verdadera, anda a la deriva. El destino de la democracia es lo que este republicanismo no ve claro. Este cálculo de la obediencia al pueblo desata la tragedia. Isabel firma la orden no con voluntad de cumplirla, pero cuando la quiere mantener con vida para abrir una nueva investigación ya es demasiado tarde. Sin embargo, como sabemos por las protestas de Davison, la reina no dio orden concreta para aplicar la orden de muerte, de tal manera que podía desvincularse de los efectos de su propia orden. El Estado así cubre su culpa. «¿Has osado interpretar mis palabras, mezclar en ellas tu criminal pensamiento?». El rasgo que hace tan odiosa a Isabel en esta obra es la manera en que lo dispone todo de forma calculada para no tener responsabilidad en el curso catastrófico de los hechos, desmintiendo su autoría de lo que suceda. Pero todavía es más impresionante que la fuerza productora de esta inteligencia desproporcionada sea sencillamente el miedo. Cuando Isabel alude a la «clemencia de nuestro corazón», alude a algo que no existe. El corazón de hierro será luego el carácter de la doncella de Orleáns. Este hueco interior no pasa desapercibido a Shrewsbury: «No he podido salvar la parte más noble de ti», le dice, antes de dejarla en la más absoluta soledad en la que siempre, al parecer, está el Estado.

La tragedia optimista.

5. Animal y sacrificio.
Con demasiada claridad vemos que Schiller ha vinculado la nueva sensibilidad de lo sublime a la vieja y aparentemente excéntrica experiencia extática de los mártires. De este modo, en la «celestial felicidad» de María [IV, 7], sin duda identificamos los escenarios de las cartas paulinas. Pero se trata de un martirio que está atravesado por toda la historia del crimen, por la autohumillación radical de quien en el éxtasis no celebra sino la propia culpabilidad. La escena es de una fuerza extraordinaria, porque con la confesión de María se transfigura la compleja subjetividad de la vieja historia del Estado. Desde el tiempo de Orígenes, se consideró que el martirio era el camino más profundo y adecuado a la experiencia intelectual, una intensificación de la contemplación que se había ganado en el estudio, que ahora estallaba en un único resplandor que ponía en contacto directo con el futuro. Schiller ha completado la escena con una confesión que se sabe camino de la búsqueda de la verdad. Martirio como experiencia epistemológica, pero una que no puede separarse de la extraña dicha de saber la muerte cercana. Entonces, completando la escena de Hamlet, el Estado revela su pasado, y se confiesa que «he hecho asesinar al rey, mi esposo, he concedido mi mano y mi corazón al seductor». Hay una serpiente en el alma que ha procurado la venganza. Esa serpiente es la que descubrirá «la mirada de fuego». El mártir agota su conocimiento cuando puede decir sencillamente «mi confesión ha terminado», no el que puede decir que es inocente. Como en la moral kantiana, María no puede atribuirse ninguna obra buena. La experiencia dichosa de la muerte está relacionada con la claridad de que todas sus obras malas han sido narradas. No es una experiencia de autoafirmación en la virtud, algo que jamás puede ser objeto de experiencia, sino de no tener otra noticia del mal que el narrado.
Schiller ha dejado claro que el escenario de lo sublime no es electivamente afín con el problema del Estado. De este modo ha encerrado a la política entre límites más bien estrechos, propios de una esfera limitada. Ni el fundamento de la soberanía reside en la existencia del aparato del Estado, ni el encuentro con la muerte puede ser canalizado en una sublimación del propio Estado. Por debajo del Estado queda la vida animal de la soberanía de la belleza, la prestancia de los cuerpos irresistibles, y por encima queda la dulce transfiguración de la muerte que es naturaleza por completo ajena a la política y que requiere la escena, bastante impresionante, de la irrupción de lo sagrado, atravesada por la completa autognosis de la víctima y que tiene la forma de «el castigo de sangre que puede rescatar el crimen de sangre» [IV, 7]. La alteración de la cristología que se deriva de aquí es claramente radical. Un Cristo femenino culpable, un animal excepcional, sagrado y terrible, que debe pagar con su muerte sacrificial el propio crimen que genera a su paso aunque solo sea por ser un motor inmóvil, como la Andrómeda atada a la roca, que atrae a distancia a las bestias míticas que han de poseerla en medio del terror. Por eso, en ese escenario, se comprende que la naturaleza y la religión está por encima de los reyes y que el «privilegio de los sacerdotes» es mayor que el privilegio de los reyes. Entre el animal luminoso y el ángel de luz, María recorrerá toda la gama de los seres finitos, y unirá en una sola cadena la escala que va de la naturaleza al espíritu, uno atravesado por el crimen y la violencia. Pero al menos, aquí Hegel no podría decir, como en Wallenstein, que esto no es terrible e insoportable. Ahora había una teodicea: la transfiguración del crimen en conocimiento y confesión, del animal en ángel, a través del goce de la muerte como libertad y alegría y de la anulación de la diferencia entre amigo y enemigo. En este sentido, la transfiguración de la muerte es una función genérica, universal. De ahí que en cierto modo implique una nueva forma de iglesia universal del espíritu.
La fuente del mal es la «femenina fragilidad», esto es: la excepcional belleza de este animal humano que produce a su paso el terror. Este es el origen de la legitimidad y de la realeza y por eso Isabel es completamente consciente de su falta, de ser una usurpadora. María no actúa. Es actuada y a su alrededor se agita frenética la pasión. Ella es la causa natural, pero no la causa libre de la tragedia. El problema es que la soberanía verdadera, anclada en esta su base animal, no puede sino producir el crimen a su paso. Solo la mujer es soberana y tras el poder hay sencillamente Eros, libido dominandi. La soberanía en este sentido es el goce de un objeto único. No hay forma de civilizar este asunto, pero por eso mismo, por su estatuto natural, puede encontrar el perdón y la transfiguración de la naturaleza en el espíritu. Eso es posible. Mas para eso, la naturaleza ha de hacerse cargo incluso de lo que ella no ha cometido, pero ha provocado. María es inocente del crimen que muere, pero ha sido ocasión de muchos crímenes cometidos a su alrededor.

Tambours et Trompettes, de Brecht, d’après Farquhar, 1969.

6. Schmitt, Benjamin.
Cuando en 1928 Benjamin mandó su libro sobre El origen del drama barroco alemán a Carl Schmitt, este quedó impresionado por la brillantez del análisis. Muchos años después, en su anexo a Hamlet y Hécuba, sugirió que Benjamín jugó con categorías demasiado elementales y abstractas como Renacimiento y Barroco, cuando lo que se jugaba era el paso de lo bárbaro a lo político, paso que ponía fin a la época heroica, al derecho y a la tragedia de los héroes. Aquí invocó los pasajes de la Filosofía del derecho de Hegel, §93 y 218 y recordó que la seguridad, la paz y el orden públicos eran ahora los rendimientos que permitían justificar al Estado[14] .

W. Benjamin

Schiller, al continuar la historia que de verdad se contaba en Hamlet, hace regresar el estado de lo político a sus orígenes en una barbarie que en el fondo viene provocada por la extrema belleza del animal humano, capaz de turbar la mente del hombre. El poder, desde Maquiavelo tiene que ver con ese Eros. Pero si esto era así, no podía ser calmado por el estadio del Estado, sino que en cierto modo debía regresar a esa premisa bárbara para reconocer lo inexpugnable en ella, y la necesidad de una teoría de la Iglesia del espíritu como único camino para superar una división que el propio Estado no puede suturar. Lo político no era suficiente para controlar a lo bárbaro, al fondo de animalidad que brilla generando las diferencias básicas de las que vive la soberanía. La barbarie medieval no estaba enraizada en el fanatismo religioso o en la anarquía feudal. No era un estado voluntarista del ser humano, sino fruto de su propia excelencia animal. Por eso Schiller volvió a conectar con el «salvaje ebrio» que Voltaire veía en Shakespeare, pero para mostrar que en el fondo de toda tragedia anidaba no una naturaleza que había salido de gozne, sino justamente una excelencia de la naturaleza que producía pasión, celos, venganza y posesión hasta la locura. Lo que Schmitt llamaba bárbaro era la peculiar resultante de los efectos que un animal divino como María Estuardo producía a su paso. Cuando Goethe en 1771 preguntó «Enano francés, ¿qué crees que está haciendo con la armadura griega?», ignoraba que a su lado habitaba ya el autor que iba a recoger el testigo de esa armadura que lleva Proteo, con la que ha matado a Medusa y con cuya fuerza todavía podrá detener el rostro del Leviatán marino que viene a devorar a Andrómeda, liberarla, dominarla, poseerla y fundar la ciudad sobre bases endebles, pues esto es lo que le condena a la posición de rey mítico, pendiente siempre de quien viene por su bien. Es verdad que Alemania podía ser sensible a esta dimensión en la medida en que todavía gozaba de una existencia pre-estatal. Pero cuando Alemania se encaminaba hacia esa existencia, Schiller pudo reflexionar sobre el tránsito de lo bárbaro a lo civilizado y descubrir que la estructura de la barbarie no obedecía a una condición histórica, sino animal. No dependía del feudalismo o de la iglesia católica, sino de una condición humana todavía no abordada en su perímetro verdadero. En este sentido, es sintomático que Carl Schmitt, cuando aborde este asunto en su análisis del Hamlet y lo enfrente al de Benjamin, caiga en el mismo historicismo que denuncia. El abordaje de las diferencias entre Shakespeare y Racine no era posible ni desde el paso del Renacimiento al Barroco, ni desde el paso de lo bárbaro a lo civilizado en tanto irreversibilidad de la forma feudal a la forma estatal. Lo que mostraba Schiller es que la superación de la época bárbara no tenía lugar nunca, y que los sucesivos estadios históricos —época bárbara, estatalidad continental, existencia marítima— en el fondo eran superficiales. Por eso, el diagnóstico de que esta época histórica ha llegado al final y con ella la acción y el error, que ya ha formulado Kojeve, no puede expresarse en términos de posthistoria sino en términos de recuperación del nudo imborrable en que el ser humano se ancla en una existencia animal y hace significativo el proceso de antropogénesis. En este terreno siempre espera Schiller. Schmitt, en un historicismo que hoy nos suena raro, exclama: «A la estirpe de los Estuardo le correspondió como destino no presentir nada de ello, así como no poder liberarse de la edad media eclesiástica y feudal». Schmitt no leyó al parecer María Estuardo, porque hubiera comprendido que lo que se vio en el destino de María era un resto de algo que él llamaba barbarie, pero que no lo era, que era más bien el anclaje del cosmos político en el cosmos animal, y por lo tanto algo que estaba relacionado con la emergencia de la soberanía de forma completamente necesaria. Un resto histórico que está en el fondo del carisma y que será difícil dejar atrás. Solo Canetti continuaría estas reflexiones en su Masa y Poder. Pero entonces ya estaría ante todos la experiencia del nazismo.

 

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Notas    (↵ Volver al texto returns to text)

  1. Consideraciones, ob. cit. pág. 5.↵ Volver al texto
  2. Troilo y Cresida, III, 3.↵ Volver al texto
  3. Sin embargo, la finalidad última de esta obra era, según Carl Schmitt, mostrar el déficit civilizatorio de la época primomoderna de María Estuardo en el espejo de las costumbres bárbaras de la corte de Dinamarca. A fin de cuentas, no se había avanzado tanto. Como era verosímil en la corte bárbara de los daneses, la esposa podía ser cómplice del asesinato de su esposo y poner en peligro la herencia del trono de Escocia para su hijo, tal y como había hecho María Estuardo. En este sentido, los golpes de Estado en Hamlet son, como recuerda Carl Schmitt, desnuda violencia mítica, pues toda la legitimidad depende todavía de la voz del difunto. Y ni siquiera tenemos una violencia mítica cristiana, pues la voz del difunto se alza de la tumba clamando venganza, como suelen hacer los espíritus airados contra los seres humanos. Eso no quiere decir que no haya elementos cristianos en Hamlet. Claro que los hay, pero más bien se usan para canalizar las dimensiones de la venganza. Así, Hamlet encuentra especial satisfacción en matar al asesino de su padre mientras sabe que está en pegado porque de este modo la venganza será más efectiva, ya que le garantizará las penas eternas. En este sentido, la duda que domina al personaje incluye desde luego la propia verdad del cristianismo, cuyas dimensiones de resentimiento se usan más que sus dimensiones de religión de salvación. Cf. para todo esto la edición de Hamlet y Hécuba de Román García Pastor con prólogo del mismo y de quien escribe, en la editorial Pretextos, Valencia, 1995. Luego dediqué un ensayo a este asunto en La Balsa de la Medusa.↵ Volver al texto
  4. Esta es una de las pocas obras grandes de Schiller que me quedan por analizar. Dediqué atención a Los Bandidos, Kaballe und Liebe, Guillermo Tell y a Wallenstein, en mi libro Tragedia y teodicea de la historia, Balsa de la Medusa, 1995, y luego he dedicado atención a Don Carlos, príncipe de España en el seminario que organizó el MUVIM en Valencia, en el año 2005. Finalmente, he analizado La doncella de Orleáns y La Novia de Messina, en el encuentro sobre Schiller que organizó María Acosta en Bogotá.↵ Volver al texto
  5. En realidad, la genealogía del teatro político europeo es ligeramente diferente y está vinculado a la fase aguda de la lucha entre religiones y confesiones por el dominio de los estados que se inicio con Marlowe y su Noche de San Bartolomé o Enrique IV. Como siempre, formó parte de la propaganda y se acreditó con los poderes extremos de la retórica.↵ Volver al texto
  6. Consideraciones, 191.↵ Volver al texto
  7. Cf. mi «Freud sobre fausto: Sustitutivos de la omnipotencia» en Árbor, CSIC, nº 723, 2007.↵ Volver al texto
  8. «Andrea Doria, abandonando el partido del rey de Francia, y tomando el del emperador, tenía, con el favor imperial, en su poder la ciudad de Génova casi en régimen de esclavitud, por tanto luis Fieschi, ciudadano de la susodicha ciudad, urdió un plan para devolverle la libertad con la ayuda de Enrique II y de Pedro Luis Farnesio, duque de Parma y Piacenza. Mató primeramente a Juanito Doria, pero se ahogó fortuitamente cuando la empresa apenas había comenzado. ¿Qué hizo entonces el emperador Carlos V? Con el pretexto de tal incidente, obligó a su consejo secreto a declarar criminal de lesa majestad a Pedro Luis Farnesio, al tiempo que dio a Doria la orden de asesinarle y al gobernador de Piacenza, lo cual fue todo ejecutado siguiendo puntualmente las órdenes dadas. Y aunque había hecho lo posible para dejar de manifiesto que no había tomado parte alguna en los hechos, la totalidad de los historiadores, sin embargo, escriben lo contrario. Y así un dístico compuesto por Natale Conti nos enseña claramente lo que al respecto se pensaba ya desde aquella época: «Caesaris iniussu cecidit Farnesius eros, sed data sunt iussu preamia sicarios». Pág. 145-6. «¿Y no hemos visto solo cuatro años después que Wallenstein fue asesinado en Egra en virtud de las secretas artimañas del conde de Oñate que por entonces era el embajador del rey de España ante el Emperador?». Ob. cit. pág. 146.↵ Volver al texto
  9. El tabú de la reina desde luego no funciona en María Estuardo. Isabel se lo dice: «vos matáis a vuestros amantes como a vuestros maridos» [III, 4, 310]. Sin duda, la escena que sigue es la más complicada porque las cosas que dicen María Estuardo difícilmente se pueden decir manteniendo la apariencia de noble dignidad. Aquí, la pulsión de María también se enciende y deja ver que, a pesar de toda su belleza, también dispone de una animalidad hiriente. La explicación de un motivo tan completamente suicida queda claro: «Der Messer stiess ich in der Feindin Brust» [III, 5, 312]. Al final descubre que ha tenido fuerzas porque ha seducido con ello a Leicester. Como es natural, esta escena lleva a la muerte a María, que no puede sino ofender gravemente a Isabel y recordarle las prácticas eróticas de su madre, que ella ha perseguido en secreto. En cierto modo, María es consciente de que al mencionar el nombre de su cómplice en el asesinato, Darnley, no puede sino dispararse su destino. «Ich erkenn ihn. Es ist der blugte Schatten König Darnleys, / Der zürnend aus dem Gruftgewölbe steigt/ Und er wird nimmer Fried emit mir machen,/ Bis meines unglücks Mass erfüllet ist» [I, 4, 254]. Sin embargo, es una culpa trágica porque no se siente vinculada a ella, aunque siga produciendo sus efectos de forma autónoma. Aquí hay una duda acerca de la eficacia psíquica del cristianismo. La culpa ha sido perdonada, pero como tal sigue surgiendo de la tumba chorreando sangre. «Ni la campanilla de la misa, ni la hostia en la mano del sacerdote pueden retornar a la tumba el espectro del esposo que clama venganza» [I, 4, 254]. Por mucho que Kennedy quiera explicarse tal crimen como una venganza pagana y como un fruto desdichado de la juventud y del amor por Bothwell, la ley pagana de la compensación del crimen rige en la pieza: «Und blutig wird sie auch an mir sich rächen» [255]. Este es el sentido, opuesto a todo sentido cristiano, de la muerte de María, por mucho que la comprensión de esta compensación acabe generando en ella una fuerza mágica de resignación. Kennedy desde luego narra en esta 5ª escena siguiente el relato de Hamlet, incluida la boda con el asesino del rey. Al final, Kennedy reclama de María «der ganze Mut der Unschuld» [I, 4, 257].↵ Volver al texto
  10. En un pasaje de la escena 6 del acto II [289-290], Mortimer, hablando solo, que acaba de dejar a Isabel, dice de ella, frente a María, «a cuyo alrededor revolotean en alegro coro los dioses de la gracia y la dicha juvenil», que solo tiene «tote Güter zu vergeben». A ella le está negado el «dulce autoolvido» [süssem Selbstvergessen]. Esta imposibilidad es, como veremos, el estado psíquico de Sorge. El personaje Mortimer es muy importante porque permite comprender que estas pasiones tristes del Estado están muy relacionadas con las «der Puritaner dumpfe Predigstuben», que jamás han comprendido «el poder de las artes». La Iglesia católica, por el contrario, lo ha comprendido muy bien, de tal manera que con ese poder ha encantado los sentidos [I, 6, 259]. Hay una dimensión melancólica en el texto de Schiller, que echa de menos esa gloria de la Iglesia, superior a la reseca lógica del Estado. Del Papa dice que solo él está rodeado de lo divino y que su casa es un verdadero reino del cielo, pues «estas forma no son de este mundo». [I, 6, 259]. Hay una rotunda afirmación de estos hombres católicos, a los que se llama «gozosos» [Fröhlichen].↵ Volver al texto
  11. El manejo de herramientas míticas por parte de Schiller es portentoso. En la extraordinaria escena 6 del acto III, irrumpe Mortimer poniendo en el escenario la fuerza imperioso de los Augenblickgötter, haciendo de María uno de ellos. «Dich an, wie eine Göttin gross und herrlich /Erscheinst du mir in diesem Augenblick». [Cito según la edición de Hanser, Werke in drei Bänden, Munich, 1976, 3, 312]. Este aspecto originario de la soberanía como arrobamiento es decisivo para entender la índole de los poderes de María. Para los «dioses del instante» se debe ver Cassirer, Lenguaje y Mito, FCE. Como es natural, la fuerza filosófica del texto desaparece en la traducción. Como cuando Mortimer confiesa que la presencia de la reina porta un aura que «umglänzte» y que sus encantos transfiguran a quien los contempla «deine Reize mir verklärte». La transfiguración es una de las manifestaciones de la gloria del carisma. La palabra para definir esta presencia carismática es Gestalt [315] y de ella se derrama su consecuencia inevitable «der hohen Schönheit gottliche Gewalt». Aquí se da el juego completo del presente y la presencia y de ella depende el verdadero poder [«Sein Anblick, seine mächtge Gegenwart», dice de ella el frío Burleigh, IV, 5, 324]. Este brillo, tan irresistible que la propia Isabel teme caer bajo sus aspectos si vuelve a ver a María, es el que genera afán de posesión en exclusividad, esa pulsión que es directamente de muerte. «Ich hill dich retten, ich allein» [313], dice Mortimer, después de haber dicho que «Wer dich will retten und die Seine nennen, / Der muss den Tod beherzt umarmen können». Este abrazar la muerte en el corazón es la mejor definición de pulsión de muerte, de la que extrae Schiller la dimensión apocalíptica que a menudo encierra el poder, pues genera un vínculo irrenunciable y una pulsión de posesión que permite despreciar la continuidad del mundo. «Eh ich dir entsage,/ Eh nahe sich das Ende aller Tage». [314]. La descripción que hace Schiller del personaje es tan magistral como en otras obras: Mortiner sólo puede expresar una «serena locura».↵ Volver al texto
  12. A pesar de ello, no está claro que Schiller no haya incorporado una reflexión sobre el asunto de la Iglesia en María Estuardo. Y desde luego esta reflexión tiene que ver con la extrema relevancia del cuerpo en esta obra. Cuando al final de su vida, María expone el deseo de reconciliarse con la Iglesia, Melvil le expone la doctrina bien reformada de que «la letra es muerta y la fe vivifica». Desde este punto de vista, el acto tiránico de Isabel no tiene capacidad de romper la mediación entre ella y su Dios, pues que a Dios se accede desde «la devoción del corazón». Pero María responde que no, que «el corazón no se basta a sí mismo». Hay aquí una alabanza de la iglesia visible, en el sentido de Schmitt, y desde luego una apuesta por la encarnación de todos los bienes religiosos. Desde luego, esa es la única comunidad política verdadera y el único cemente del republicanismo. «Cuando millares de fieles adoran y rezan, el ardor se convierte en llama, y el alma, desplegando sus alas, se lanza al fondo de los cielos» [IV, 7]. La más estricta insatisfacción asalta a María cuando se sabe excluida de esta comunidad. Sin embargo, Melvil cambia de argumentación y entonces inicia el movimiento hacia una iglesia visible, pero del espíritu. Una síntesis de la iglesia romana y la reformada, una iglesia del futuro, una que brota del «corazón puro y una conducta sin mancilla» establece una vínculo visible entre los seres humanos a través de un cuerpo sensible. La doctrina tiene una dimensión utópica y misteriosa: «aunque vos no hayáis recibido la consagración, sois para mí un sacerdote, un mensajero de Dios que me trae la paz». La Hostia que presenta Melvil hace presente el cuerpo ausente de Cristo y permite entregar la paz.↵ Volver al texto
  13. El origen del drama barroco alemán, Tecnos, 226.↵ Volver al texto
  14. Hamlet y Hécuba, 53.↵ Volver al texto

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