N.º 44Shakespeare

 

Ser como él.
Amenaza familiar: Shakespeare con asterisco y signo de exclamación

A propósito del estreno de Otelo en el Teatro San Martín de Caracas-Enero 2011[1]

Gustavo Ott

Ayer llegó a la casilla de correos del Teatro San Martín de Caracas un mensaje en referencia al próximo estreno de Otelo. El simpatizante de nuestro teatro en el suroeste de Caracas nos felicitaba por la iniciativa y sugería que quizás ya era hora de colocarle un asterisco al nombre de William Shakespeare, porque, dijo, “no sabemos si realmente esas obras fueron escritas por él”. Esta frase la acompañó con el muy intelectual icono “:- )”, que imagino refleja la única facción de su rostro. Como respaldo a su argumento, citaba su complicada investigación científica resumida en un documental de History Channel que vio por estos días cuando no podía dormir, que además pasaron luego de otro también “maravilloso” sobre la presencia de extraterrestres en el mundo antiguo.

 

En coincidencia –se me ocurre que shakesperiana–, hoy me escribió un gran autor español, al que admiro y quiero, y dentro de un chiste sobre su posible asilo en los EEUU, dando clases, reconoce que quizás nunca le den una cátedra allí porque “diría que Shakespeare nunca existió, pero que sí existen obras atribuidas a alguien llamado así”.

La coincidencia en un día me pareció graciosa, por lo menos, y esta noche, en una reunión familiar en mi casa, hice el comentario. Y fue cuando descubrí que la mitad de los invitados creían que ciertamente era posible que William Shakespeare fuera no más que un seudónimo “de algún otro o varios”. Dos primas habían visto el documental del History Channel, “y te recomiendo ver esta noche otro buenísimo sobre la existencia de monstruos escondidos en asteroides”. Otro primo lo había leído en la prensa: “Gustavo; no lo dudes, que de eso hay tantas pruebas como que Hitler sigue vivo o que Angelina Jolie se inyecta Botox en los pies; lo vi en Discovery Channel”, mientras que el resto lo afirmaba también de manera simple, más bien respiratoria, de la misma manera que se ratifican a los vampiros, los trece signos del Zodíaco, una predicción maya para el 2012, el código secreto en la Mona Lisa o la sangre azul de las familias reales.

Entonces claro, fue cuando, como dicen en mi pueblo, me arreché.

Me lancé así un monólogo a alta voz, de por lo menos dos horas corridas, sin permitir interrupciones (nada de Sócrates; Platón a quemarropa y puro, que es como soy y no me importa) y sólo me quedé callado cuando me di cuenta que mi esposa había apagado la luz y se iba a dormir. ¿A dónde se fue todo el mundo? –pregunté. “La mayoría se fue, querido, y casi todos ofendidos. Si no pides disculpas, quizás no vuelvan nunca más. A todos les dije que estabas tomado. Buenas noches”.

Como ya no tenía quien me oyera, entonces me vine a escribir esta nota, sospechosamente feliz por haber insultado a casi todos los que me querían hasta hoy. Es que ellos no lo podían saber, pero este es uno de los tres temas personales que cuando se tocan, me dinamitan toda postura.

Sucede que fui a Stratford por primera vez en 1984. Por esos días me creía un chico muy listo y muy izquierdoso, más bien anárquico, pero de los tipo Spencer, muy enamorado de mí mismo, que militaba en casi todas las bandas de los que creen en la conspiración. Shakespeare era, para mí, una marca y poco más. Quizás porque por esos días fumaba cigarrillos “Hamlet”, me dio por pensar, muy a mis 21 años, que eso de un autor tan bueno, genial y sobrenatural, no podía ser verdad. Repetía, con ese aire que hoy tiene History Channel, aquello de que Shakespeare era un seudónimo, un testaferro, un grupo de autores detrás de una divisa monetaria y política, pero no un dramaturgo único y fantástico.

Eso, hasta que a las 4 p.m. de ese día, me encontré frente a la tumba del Bardo.

Ver sepulcros no significa nada para mí; visité el de Faulkner, pensando que era un acto importante, y me aburrí con dolor, como en el dentista. En el cementerio de Pere Lachaise en Paris me sentí como en un Museo de la Mala Memoria y del Pésimo Gusto; y en Recoleta pensé que estaba frente a la obra de escultores desesperados por documentar, en lugar común, el fracaso humano. Ni el Panteón Nacional de Caracas, frente a los restos de Bolívar, percibo nada especial, quizás porque ese sitio siempre lo vi como una escenografía facha para el pueblo olvidado y el héroe desconocido, y sin razón.

Primer Folio de William Shakespeare (1623)

Pero en la sepultura de la Santísima Trinidad de Stratford había algo que me impactó: se trataba de la estatua con un rostro pintado, creada por Gheerart Jenssen en 1623, apenas siete años después de la muerte de Shakespeare. Los registros encontrados en 1900 por Charles y Huda Wallace certifican que fue construido por Jenssen, un canalero “que trabajó en el Globo cuando Shakespeare escribía para ese teatro”. La estatua ya no refleja el rostro original, debido a actos de vandalismo y restauraciones complacientes, pero sabemos por los registros que para su inauguración del 23 de abril, fecha de nacimiento de Shakespeare, se hizo un bonito acto con todos los que conocieron al dramaturgo; actores, poetas, familiares, otros autores, admiradores en general. Allí estuvieron artistas del Globo como William Slye y Alexander Cooke, aunque no su gran amigo Richard Burbages, que había muerto unos años antes. Pero entre los presentes estaban también Ben Jonson, que escribió un famoso poema para la ocasión, y muy especialmente se hallaban Henry Condell y John Heminges, responsables de la recopilación que ese mismo año publicaron con casi todas las obras de Shakespeare, en lo que hoy conocemos como el “Primer Folio”.

Entonces me di cuenta: ¿Quién hace un acto así por un autor que no existió? Decidí ese día de 1982 pasar la noche en Stratford, aprenderme de memoria a E. Strathmann, a Frank Wadsworht y especialmente a Jan Kott con su visión política sobre Shakespeare y, de una buena vez, dejar de ser un chico listo y literariamente, madurar. Así, sin más. Madurar, por esos días –y más o menos en estos también–, significaba dejar un lado mi patología por caerme bien y gustarme mucho a mí mismo. Tarde, pero seguro.

Hoy admito que el avispero perturbado esta noche familiar y guerrera –¡cuándo no!– ya venía alborotado y medio ebrio desde hace días, luego de leer el Contested Will de James Shapiro –que, por cierto, compré, dentro de este imperio de casualidades Shakesperianas, precisamente en la Librería de El Globo de Londres. Y es que Shapiro comienza por hacerse la misma pregunta que me hizo madurar a mí en aquella noche memorable de 1982 pero él, con vocación y rigurosidad tanto académica como detectivesca, termina por cerrar todas las discusiones sobre la identidad de William Shakespeare. Basado en pruebas y no en elucubraciones, queda no solo establecida la existencia del autor más importante de la literatura mundial, sino que además certifica también, con documentos impresos, que nadie jamás dudó sobre la vida de Shakespeare sino hasta casi 200 años después de su muerte.

Ahora; no hay fuerza popular más deseada, alimentada, espontánea y poderosa que la del rumor; lo dice un venezolano y es mejor que me crean. Así que la pregunta abejorro que me angustia desde que leí a Shapiro es: ¿Cómo pasó un autor famoso como él, de buena posición social (tenemos los registros que lo prueban); que fue testigo en varios juicios (de los que tenemos constancia) y que vio en vida hasta setenta ediciones contentivas con algo escrito por él (sonetos, obras); cómo pasó, digo, sin generar por lo menos el más simple de los rumores, si de verdad no existía, o era otro u otros? Es decir: si Shakespeare no era Shakespeare, ¿dónde está el jugoso y malsano rumor en su época?

El rumor comenzó, dice Shapiro, casi dos siglos después, cuando muy convenientemente ya habían muerto no solo los que lo conocieron –y los descendientes de estos–, sino que además se había acabado la descendencia directa de la familia Shakespeare. Sin nadie que diera la cara y en medio de la “moda Shakespeare”, que a finales del siglo XVIII llevó a una carrera loca por saber más del autor que de su obra, pues comenzaron las habladurías.

Hay que decir primero que, por esos días de 1780, la parafernalia shakesperiana valía lo suyo; un pedazo de madera de su casa, un papel con la copia de su firma, reproducciones del primer folio, retratos, todo lo que tuviera que ver con William era vendido y mercadeado. En ese contexto, dos extraordinarios seguidores Shakesperianos incurrieron en dos errores fenomenales, de esos que solo se cometen cuando uno no es más que un pedazo de idólatra. Y con esos dos errores, se impusieron los rumores sobre la identidad del autor y el fin de la era “Shakespeare Idol”.

El primero fue el famoso fraude de Mr. William Harry Ireland, autor de poquísima estatura que, a pesar de sus limitaciones, quería ser como el ilimitado Shakespeare. Hijo de Samuel Ireland, otro shakesperiano apasionado, William afirmó haber encontrado documentos importantísimos del autor; cartas, textos, y hasta “la silla donde había escrito sus obras”. Todos le creyeron y para el momento en que se descubre el fraude –expuesto primero por Edward Malone y luego confesado por el mismo Ireland, asegurando que “no podía soportar la idea de que nada nos hubiera quedado de la vida del autor, excepto su obra”–, se filtró entonces la primera duda y rumor popular sobre el tema. Ireland quería ser como Shakespeare, su padre también y la verdad, casi todos sintieron de pronto que, como no quedaba nada físico y tangible de la vida del poeta más grande las letras inglesas, entonces cualquiera podría ser Shakespeare; el que más nos guste o todos juntos. Saber lo que los demás no saben nos produce una sensación de superioridad. Pero además, vende.

Malone, que después del descubrimiento del fraude quedó como la máxima autoridad sobre el WS, decidió recuperarlo para las masas y escribió “la primera gran Biografía”: Life of Shakespeare. Y ese fue el segundo gran error, que luego no solo prendió los rumores de la gente común –ente ellos los dos trágicos emails del 2011 dirigidos al TSMC y las no menos trágicas llamadas de mis familiares ofendidos–, sino además la lista de pretendientes al título ¿Quién quiere ser Shakespeare?; que si Edward De Vries, Francis Bacon, Marlowe –aunque haya muerto doce años antes. O quizás WS fue una mujer, o la Reina Isabel, o un dictado por extraterrestres –sugerido por la programación alienígena del History Channel– o un poseído por los espíritus, y hasta las insoportables frases de gente muy inteligente pero con momenticos muy idiotas, como Twain, Freud, Jacobi y mi querida Vanessa Redgrave, a quien se lo perdonamos por buena actriz, no faltaba más. El rumor, que tenía apenas veinte años, pudo entonces más que casi doscientos de certidumbre sobre la existencia de WS y su obra. Y ahora, en la era de los blogs y del protagonismo de más o menos cualquiera, pues nada como reducir el conocimiento al chisme. Después de todo, con Internet y el Cable a nuestro lado, todos somos médicos de calle, periodistas populares e ingenieros participativos. Y, con tanto permiso democrático y a bajo costo otorgado por la Web y la TV científica de entretenimiento, quizás también Shakespeare somos todos. Cualquiera.

Malone hizo cierto ridículo –muy común también por nuestros días– al hacer la biografía de Shakespeare basada en su obra. Primero, confeccionó una cronología con las fechas de creación y/o estreno de las piezas del dramaturgo y, en función de cada una, imaginó hechos que le ocurrieron al autor. Y los dio como verdaderos. Al final, un final que por lo demás llegó rápido, fue obvio que autor y obra son distintos y lo que era hasta ese momento una percepción popular (el fraude de Ireland) convertido en rumor, terminó con el descrédito académico e intelectual de un conocedor, convertido luego en Teoría. Total, poco o nada sabían realmente sobre “un tal William Shakes-Peare”. Y así, por primera vez, el complejo de clases, propio de los siglos XVIII y XIX –y no lo duden, XX y XXI–, empacó las frases que hasta nuestros días aún se repiten como cadena de correo electrónico ofreciendo dólares nigerianos: “¿Cómo un hombre que no era un noble, sin estudios ni viajes, podía escribir obras como esas?” Y “¿Cómo es posible que sepamos tan poco sobre él, si fue tan famoso y tan buen escritor?”.

La primera frase parece que ni siquiera merece las 16 palabras que la componen, aparte de sugerir alguna lectura sobre la guillotina francesa. La segunda aparece hoy como una duda de aficionados que se despacha, sin pasión, con números, documentos y registros oficiales: de las tres mil piezas estrenadas (de todos los autores) entre 1564 y 1616, (nacimiento y muerte WS), hoy sólo quedan completas unas doscientas. De esas doscientas, treinta y ocho son de William Shakespeare, que ni siquiera fue el autor más conocido o el segundo más relevante del teatro inglés del momento, privilegio que tuvieron otros: Thomas Kyd, el más comercial, y el dramaturgo Thomas Dekker, el más celebrado y honrado. Con todo, sabemos tanto o lo mismo de Kyd, Dekker y hasta Marlowe como de WS. Y sin embargo, no dudamos ni hay rumores sobre estos escritores que, en algunos casos, no dejaron obras completas, como sí dejó el de Stratford.

Por cierto, creo que fue cuando llegué a este punto que mis familiares se fueron indignados de casa, quizás porque les señalé algo así como que hay más pruebas de la existencia de Shakespeare hace 450 años que de la existencia de ellos hoy en día, por mucha cédula, pasaporte y tarjetas de crédito que tengan. “Aquél, por lo menos, dejó obra pero… ¿y ustedes?”.

¿Se molestarían porque les dije eso? Qué gente tan sensible, vale.

Los rumores son también tentación, y lo que les da fuerza es la idea de lo conveniente que pueden ser para obtener control sobre los demás. Como se sabía poco del autor, pues los más olvidados por el talento dieron un paso al frente para apoderarse, de alguna manera, del autor. Además, “ser como él” es más fácil si somos varios, y si no, entonces tiene que ser alguien con estudios, viajes y posición, lo que es muy oportuno como excusa. Y en la era de las biografías best sellers, los reality shows e Internet que presentan como ciencia para la venta y pasatiempo las elucubraciones del protagonismo masivo, lo que nos interesa a todos es “la vida de las estrellas”, no su obra, precisamente porque la vida parece lo común a todos y es, además, desmontable. Ser como él en una vida que inventaremos si es necesario para dividirla en varios, o en seudónimos, conjeturas e informaciones portátiles, recetadas y envueltas y poder entonces desintegrar su obra, de la que dudaremos sin contemplaciones, arrogancia y pose Siglo XXI.

Esa tarde en Stratford maduré imaginando el reconocimiento de amigos y hombres fundamentales de su época a un autor que les influyó como ningún otro. Reunidos ante la tumba del bardo, sus compañeros y únicos “familiares elegidos apasionados” –los que hacen teatro saben a lo que me refiero–, se entregaron ante la idea de que hay un Dios y la vida vale la pena vivirla sólo porque es posible la existencia de un artista como Shskespeare. Y ese artista fue su amigo. Lo conocieron, rieron con él, vieron sus obras y, seamos francos, le dio sentido a sus vidas. Ben Jonson inventó el Diccionario, nada menos, pero hoy lo recordamos por haber sido compañero, alumno –y rival– de William Shakespeare. Ninguno de los que estuvieron esa mañana del 23 de abril de 1623, celebrando el nacimiento de su amigo el dramaturgo frente a su tumba, tenía dudas; ninguno imaginó un mundo sin él, no había rumores; la única reflexión académica relevante era su ausencia.

No dudaba tampoco el pueblo que terminó siendo su afluente público en los dos teatros que regentó –y tenemos los documentos que lo prueban. No dudaban porque todos lo veían, conocían, admiraban y ¡cómo no!, envidiaban, casi todos los días. Marlowe utilizaba sus contactos en la corte para programar las ejecuciones en la misma fecha y hora de los estrenos de Shakespeare, solo para quitarle público. Y aunque la mayoría, ciertamente, prefería ver las decapitaciones, con la esperanza de que el descabezado de turno se levantara y corriera para diversión del vulgo, igual los teatros se le llenaban más o menos al autor, como se siguen llenando hoy, y como esperamos llenar en nuestro sencillo estreno de Otelo, el segundo montaje que hacemos en trece meses de un tal William Shakespeare, del que sabemos tanto o más que de nosotros mismos.

En fin, que el motivo de esta nota es, realmente, complacer a mi esposa y pedir disculpas públicas a mis familiares. Y rogarles que no olviden jamás lo que pasó hoy en la sala de mi casa porque si me vuelven a salir con otra de esas citas del History, Discovery Channel, o del Blog del Camaleón, pues les aseguro que no les insultaré otra vez, sino que pasaré directamente al agravio físico, convirtiendo el asterisco en signo de exclamación para clavárselos en forma de puñalada. Que el hecho de ir preso por causas justas, después de todo, tiene su toque de nobleza shakesperiana. Y que a partir de ahora, mejor no me saquen los otros dos temas que me dinamitan toda postura. Perdón, pues, y les prometo volverlo hacer. :- /

 

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Notas    (↵ Volver al texto returns to text)

  1. Otelo 4×4. Estreno: Enero 28 del 2011. Sala Principal del Teatro San Martín de Caracas.↵ Volver al texto

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