N.º 44Shakespeare

 

Rasgos y perfiles del público de Shakespeare

Antonio López Santos
Universidad de Salamanca

Miles de trabajos se han publicado sobre la producción dramática de Shakespeare, pero en la mayoría de los casos enfocados exclusivamente hacia los textos literarios. Sin embargo, nunca tendríamos una imagen completa de su teatro sin una referencia a sus posibles espectadores. Después de todo, son los espectadores, no los textos, los que dan el sentido final a la representación, ya que donde sucede la verdadera acción es entre el escenario y el auditorio. Incluso se podría afirmar que el cénit del teatro en la época Tudor va ligado al incremento del público y a la mezcla de clases sociales en el auditorio; y su declive a la paulatina reducción a una sola clase social. Ahora bien, hay que reconocer que el espectador es el objeto de estudio más escurridizo dentro del análisis teatral y solo a partir de mediados del siglo pasado se convierte en una parte indispensable de estos estudios.

 

En las obras de Shakespeare hay varios pasajes en los que algún personaje se dirige directamente a los espectadores, a los que suele solicitar que utilicen su imaginación a la hora de contextualizar la acción, ya que los espacios escénicos solían ayudar poco por tratarse se escenarios vacíos, sin ninguna clase de decoración. Este tipo de vínculo con el espectador se produce bien en forma de prólogos, epílogos o de un coro/narrador y en un total de 12 o 13 obras[1], lo que indica probablemente la preocupación del autor por el destinatario del mensaje y el reconocimiento, por ende, de su existencia fuera del mundo de ficción. Son gestos autoconscientes, que podríamos calificar de metateatrales. Por lo que concierne a este trabajo, nos centraremos en tres grandes aspectos que ayuden a describir y entender mejor al público isabelino y su relación con el escenario: la cantidad, la composición y su comportamiento.

Cuentan escritores contemporáneos de Shakespeare, por lo general poco favorables a las representaciones teatrales, que los espectadores acudían al teatro en “multitudes”, o si la mirada era un poco menos benevolente, en “enjambres”, mientras las iglesias permanecían vacías[2]. Determinar, sin embargo, una cifra aproximada de lo que suponían para ellos esas multitudes, que nunca cuantifican, no parece tarea fácil, teniendo en cuenta además que la cantidad variará mucho si nos referimos al año 1590 o al año 1620, por ejemplo. Por otra parte, para calcular el número de espectadores que podía acudir cada día al teatro es imprescindible conocer el número de teatros, los tipos de teatros y las dimensiones de cada uno de ellos. Aquí nos ceñiremos a datos cercanos al año 1600.

The Rose

Geoffrey Rush como Philip Henslowe en la película
Shakespeare in Love

Las primeras estimaciones comienzan tras un par de estudios publicados por T. W. Baldwin en 1927 (Baldwin, 1927a y 1927b) basados en una lista de asistentes al teatro The Rose en 1597, realizada por el empresario del propio teatro, Philip Henslowe (a quien hoy recordamos más por su esperpéntico papel en la película Shakespeare in Love que por habernos dejado un diario con valiosísima información sobre el teatro de su época). The Rose podría considerarse un teatro con unas dimensiones similares a las del resto de teatros circulares (anfiteatros) de la época. Tal vez un poco más pequeño que The Globe. Según diversas estimaciones, este último podría alcanzar un diámetro exterior de unos 30 metros, con unas galerías o palcos de unos 3 metros y medio de profundidad y un patio (para espectadores de pie) de unos 24 metros de diámetro. Todo ello permitiría acoger, en una época en la que las medidas higiénicas y de seguridad no eran tan estrictas como las actuales, entre 2.500 y 3.000 espectadores. El New Globe, inaugurado en 1997 y de unas dimensiones muy similares al antiguo, tiene una capacidad máxima de 1.500 personas. Estos datos pueden dar una idea del hacinamiento que podían llegar a soportar los amantes del teatro en la época isabelina, así como de los olores e incluso tocamientos y manoseos que se podrían producir. No es de extrañar, por tanto, que muchos predicadores enemigos del teatro se refirieran a estos espectadores como malolientes (stinkards) o, más aún, como depravados morales que se aprovechaban de la situación para alimentar sus apetitos lujuriosos.

The Globe 1

No todos los teatros, sin embargo, tenían tanta capacidad. Se distinguían en la época dos tipos de teatros: públicos y privados, aunque ambos conceptos no se corresponden con el significado actual. En realidad, ambos eran privados, ya que no pertenecían a ninguna institución pública. Y a ambos podía asistir cualquier persona que pudiera permitirse pagar el precio de la entrada. Lo públicos eran espacios grandes (unos 3.000 espectadores) al aire libre y, normalmente, de forma circular, excepto uno que era rectangular: The Fortune. Los privados, por el contrario, eran espacios interiores cubiertos, con una capacidad máxima de 500 espectadores. No prohibían al acceso a ningún tipo de espectador, pero los precios de las entradas se encargaban de hacer la selección. Se les podría llamar, por tanto, teatros “exclusivos”, que ese era en realidad el verdadero significado del adjetivo “privado”.

Teniendo en cuenta estas cifras, junto con el número de teatros abiertos en Londres, se han llegado a hacer estimaciones del número de espectadores por día o semana durante estos años. Así, como ejemplos, se ha calculado que en 1595, cuando solo había dos compañías permanentes, la asistencia media diaria rondaría los 2.500 espectadores, lo que nos llevaría a unos 15.000 en el global de la semana, excluido el domingo, que permanecían cerrados por motivos religiosos. En 1620, con seis teatros abiertos (tres públicos y tres privados), la cifra ascendería a los 25.000 semanales.

No es fácil calcular el porcentaje de asistentes al teatro con relación a la población total de Londres, ya que resulta muy difícil definir el área exacta de la ciudad y los barrios que la conformaban. Pero si aceptamos las estimaciones (ya que censos de población no existen hasta comienzos del siglo XIX) realizadas sobre Londres en esas fechas y basadas en actas de natalidad y mortalidad de las parroquias, los datos irían desde los 150.000 habitantes en 1595 hasta los 225.000 en 1620. Eso significaría que acudiría al teatro diariamente entre un 15 y un 20 por ciento de la población, cada vez que vieran ondear una bandera en lo alto del teatro, que era el indicador de que ese día estaba abierto. Por el color sabrían de antemano qué género dramático se iba a representar: una comedia, si la bandera era blanca, una crónica histórica, si era morada, o una tragedia, si era una divisa negra. Estas cifras, consideradas tal vez altas por unos o bajas por otros, parece que pueden acotar razonablemente el sentido de las imprecisas alusiones a “multitudes” o “enjambres” a las que se referían más arriba algunos escritores puritanos.

Este porcentaje de londinenses asiduos al teatro no era un grupo homogéneo, sino que estaba compuesto por miembros de todas las clases sociales. Por tanto, para entender la configuración social de los espectadores teatrales hay que analizar la sociedad a la que pertenecen. Basándonos en estudios censales de principios del siglo XVII, se podría aceptar que la clase más numerosa en Londres debía ser la de los artesanos, rondando el 50 por ciento de la población, seguida de comerciantes y minoristas por debajo de un 20 por ciento. El treinta y tantos por ciento restante quedaría compuesto por un 10 por ciento de nobles y profesionales, un 15 de jornaleros y transportistas y el resto de sirvientes y de una miscelánea difícil de catalogar. En consecuencia, podría deducirse que estos estratos sociales compondrían también el mosaico habitual del auditorio de la era Tudor, aunque no necesariamente en esa misma proporción.

La proporción probablemente quedaría dibujada por la división de los espacios del auditorio y por los precios. Partiendo de estos dos aspectos, parece razonable pensar que la gran mayoría de la población compuesta por los artesanos y todos los gremios que dependen de ellos constituyera también la franja más significativa de la audiencia. Un médico de origen suizo y viajero incasable por Europa, Thomas Platter, nos ha dejado en su Diario una descripción de una sesión en un teatro londinense en 1599, que ha servido de base para entender aspectos sobre los que es difícil encontrar información (Platter, 1937). Resumiendo, Platter alude a hechos que le sorprenden, como la construcción de los teatros con un escenario elevado, para proporcionar mejor visibilidad, el patio central y las diferentes galerías, donde sentarse más cómodamente o la posibilidad de comer y beber durante la función. Pero para nuestro interés aquí, la referencia más importante es la relativa a los precios:

Quien permanezca de pie abajo solo paga un penique inglés, pero, si quiere sentarse, entra por otra puerta y paga otro penique, mientras que si desea sentarse en los asientos más confortables con cojín, donde no solo ve bien, sino que también puede ser visto, entonces paga otro penique más en otra puerta.

Así pues, los precios determinaban la distribución y la proporción de las diferentes clases sociales en los auditorios de los teatros. Las entradas de un penique podían considerarse baratas en comparación con otros gastos habituales, como la comida, y con otras formas de entretenimiento en esa época. Entre los pocos productos alimentarios que los trabajadores se podían permitir estaban los arenques y la cebolla; el pan era un lujo demasiado caro. Naturalmente, comer o cenar fuera de casa era una ostentación excepcional, para grandes celebraciones. Y entre los espectáculos, solo las exhibiciones y luchas con  animales (osos, toros, etc.) eran más baratas. El resto de diversiones, como el juego de apuestas, la prostitución o las tabernas, solían ser unas cinco o seis veces más caras. Eso explicaría en parte por qué muchos miembros de las clases bajas preferirían pasar dos o tres horas en una velada de teatro.

Siguiendo el modelo de estratificación social propuesto más arriba, presumiblemente el patio estaría en su mayor parte ocupado por artesanos con sus familias, por oficiales y aprendices y de forma minoritaria por las clases menos favorecidas, como sirvientes, vagabundos, rateros, prostitutas, etc. En las galerías en las que se pagaba un penique más se ubicarían los comerciantes, sobre todo cuando acudían con sus señoras, y tal vez algunos artesanos que decidían gastarse un poco más de dinero a cambio de una mayor comodidad. Los nobles, sobre todo los jóvenes y los que no eran cabeza de familia, se situarían en la zona de tres peniques. No me refiero a la alta nobleza, que sin duda pagaría más por asistir a un espectáculo teatral –para ver y, sobre todo, ser vista– o incluso podía permitirse el lujo de llevárselo a su propia mansión para un pase privado, sino a jóvenes nobles que recibían cierta cantidad de dinero semanal que no se consideraba un sueldo para vivir, sino dinero de bolsillo para gastar. Junto a ellos se podrían encontrar profesionales, como abogados o maestros, u oficiales y funcionarios. Esta podría considerarse la composición básica de un teatro público londinense hacia finales del siglo XVI y principios del XVII. En el caso de los teatros privados los porcentajes variarían completamente, ya que los precios solían extenderse entre los 6 y los 26 peniques. Pero además de los argumentos económicos, otros factores afectaban a la asistencia y la composición de la audiencia: la falta de tiempo. La funciones tenían lugar a partir de las 2 o las 3 de la tarde, para aprovechar las horas de luz, compitiendo, por tanto, con le horario laboral.

Pero aún no hemos aludido a un sector de la población que también solía acudir de manera habitual a los teatros y que contribuyó en gran medida a fomentar los ataques a estos espectáculos por parte de las autoridades puritanas y los predicadores fanáticos: las mujeres. En Londres el número de mujeres sobrepasaba al de hombres en una proporción de 13 a 10 y de acuerdo con ciertos comentarios de la época, sobre todo de los clérigos, eran más dadas a asistir al teatro que a los cultos religiosos. Pero los datos más objetivos provienen de plumas extranjeras, de viajeros como el citado Philip Platter, Philip Julius, Duque de Pomerania, o el sacerdote italiano Orazio Busino, que atestiguan haber visto en los teatros a un gran número de mujeres “respetables”, que se sentaban entre los hombres sin la más leve vacilación ni escrúpulos. Ahora bien, en ningún caso en un número superior a los hombres.

La presencia de estas respetables mujeres en el auditorio inquieta sobremanera a los clérigos puritanos, que muestran de manera paternal su preocupación por su seguridad y su buena reputación. Argumentan que el lugar más seguro para una mujer es la casa familiar, ocupada en el cuidado del hogar y concentrada en sus libros como forma ideal de esparcimiento. El teatro es el lugar más peligroso para ellas, ya que es un “mercado de obscenidad” y pueden caer presas de la pasión o, lo que es peor, ser objeto de las miradas libidinosas de miles de hombres libertinos y ávidos de sexo. Para estos fanáticos puritanos las mujeres que se acercaban a estos espectáculos públicos se alejaban peligrosamente del sitio adecuado para ellas y advertían de que con esas actitudes la frontera entre el concepto de mujer respetable y de prostituta comenzaba a desvanecerse[3].

En conclusión, se podría resumir que el público del teatro Tudor –sobre todo al final del periodo isabelino– representaba una sección trasversal de la población londinense en ese momento, pero no en la misma proporción que en la ciudad. Con toda seguridad, los jóvenes predominarían sobre los adultos, los hombres sobre las mujeres y los menos religiosos sobre los más piadosos. De igual forma, aunque las clases más ociosas tendrían una representación superior a su porcentaje real de población, sin duda el sector numéricamente dominante en el público sería el correspondiente a las clases trabajadoras, ya que eran, de largo, las más numerosas en Londres y los precios de las entradas habían sido planificados para ellas. Todas las clases sociales estaban presentes, pues, en los teatros y todas encontraban respuestas apropiadas a sus expectativas.

Pero el aspecto más debatido sobre el público teatral isabelino es, sin duda, el de su comportamiento. Al contrario de lo que suele ocurrir hoy en día, el público de la época de Shakespeare no era nada pasivo ni demasiado educado. Sus reacciones solían ser inmediatas y ruidosas. Los aplausos, silbidos o abucheos no se reservaban para el final de la representación, sino que surgían de manera espontánea en cualquier momento de la representación, sin olvidarnos de que muchos espectadores comían y bebían cuando les apetecía o se centraban en actividades menos honorables, como el hurto u otras prácticas deshonestas. Este comportamiento se convirtió en la excusa perfecta para que los escritores y los políticos puritanos arremetieran contra estos espectáculos por estar poblados de “ladrones, proxenetas, gamberros, traidores y otros sujetos de baja ralea”.

Es evidente que estos testimonios no son objetivos y exageran para hacer más creíbles sus argumentos o por intereses morales y comerciales. Los ataques comienzan por el supuesto carácter inmoral de las obras, en las que detectan expresiones  “blasfemas” tras cualquier frase alusiva a cualquier faceta de la religión (“¡Ah! Sigue hablando, ángel radiante, pues en tu altura, a la noche le das tanto esplendor como el alado mensajero de los cielos…”, Romeo y Julieta, II) u “obscenas” en cualquier pensamiento amatorio (“¡Quede el sueño en tus ojos, la paz en tu ánimo! ¡Quién fuera sueño y paz, para tal descanso”, Romeo y Julieta, II). Pero estos ataques a la inmoralidad de las obras no son sino pequeñas batallas en una guerra mucho más profunda cuyo objetivo final era el público real o potencial. Una guerra que, como es bien sabido, termina con el cierre de los teatros en 1642, tras la victoria republicana y puritana de Cronwell.

Es cierto que en los teatros a veces se producen algunos altercados e incluso delitos contra la ley, fehacientemente documentados. Pero desde luego en mucha menor proporción que en otros lugares de la ciudad, como los mercados o las tabernas. La levedad de las peleas y los disturbios de los que se tiene constancia en esa época, si algo demuestra, es que los teatros eran lugares especialmente pacíficos. Como concluye Alfred Harbage en un lúcido retruécano, “carteristas y prostitutas en el público no significa un público de carteristas y prostitutas” (Harbage, 1941).

Más consistentes parecen las quejas de los dramaturgos y los actores sobre los ruidos permanentes en la sala. Como decíamos más arriba, los espectadores solían comer y beber en el teatro; provisiones que en muchos casos comercializaban los propios empresarios, para incrementar sus ingresos. La mayoría de los autores, con la excepción de Shakespeare, se quejan en alguna ocasión del comportamiento de su audiencia, sobre todo de los ruidos al cascar las nueces. En el caso de Shakespeare, por lo que sabemos, los espectadores solían ser bastantes ruidosos antes de comenzar la representación, razón por la que en varios prólogos se pide guardar silencio, pero respetuosos una vez iniciada la función, sin renunciar a los aplausos, los vítores o los abucheos según lo consideraran oportuno. Los actores, por tanto, debían esforzarse para imponerse a las toses, carraspeos, crujidos diversos e incluso lanzamiento de objetos más o menos contundentes y mantener la atención del público, a través exclusivamente de la palabra hablada, ya que no disponían de ningún otro medio técnico. Pero los grandes dramaturgos siempre recibieron en aquel tiempo el mismo reconocimiento que siguen recibiendo hoy del público moderno. Su estrategia consistía –al igual que hoy– en implicar e involucrar a los espectadores en la acción hasta conseguir traspasar con eficacia la frontera que se erige de manera natural entre el escenario y el auditorio[4].

BIBLIOGRAFÍA
Baldwin, T. W. (1927a), “Posting Henslow’s Accounts”, Journal of English and Germanic Philology, XXVI, 1, pp. 42-90.
Baldwin, T. W. (1927b), The Organization and Personnel of the Shakespearean Company, Princeton U. P., pp. 172-3.
En línea: https://archive.org/details/organizationandp007604mbp
Harbage, Alfred (1941), Shakespeare’s Aucience, New York: Columbia U.P., pp. 92-3.
Howard, Jean E. (1991), “Women as Spectators, Spectacles, and Paying Customers”, en Kastan, D. S. y P. Stalybrass, eds., Staging the Renaissance, New York: Routledge, pp. 68-74.
Karim-Cooper, F. y T. Stern, eds. (2013), Shakespeare’s Theatres and the Effects of Performance, London: Arden Shakespeare.
Platter, Thomas (1937), Thomas Platter’s Travels in England 1599, trans. by Clare Williams, London: Jonathan Cape.
Purcell, S. (2013), Shakespeare and Audience in Practice, London: Palgrave Macmillan.

 

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Notas    (↵ Volver al texto returns to text)

  1. Por recordar alguna: Henry V, A Midsummer Night’s Dream, As You Like It, Romeo and Juliet, The Winter’s Tale y The Tempest.↵ Volver al texto
  2. Entre los escritores más beligerantes, aunque no los únicos, podemos citar a Stephen Gosson, Henry Crosse o Thomas Dekker.↵ Volver al texto
  3. Para un estudio más detallado véase: Howard, 1991.↵ Volver al texto
  4. Dos estudios muy recomendables sobre este tema acaban de aparecer en el mercado: Purcell, 2013 y Karim-Cooper, 2013.↵ Volver al texto
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